Nueva York (16 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

A la mañana siguiente fui con el Jefe al puerto. El señor Master y los otros comerciantes estaban pasando cuentas sobre las ganancias del barco y discutiendo si valía la pena organizar otra salida. Después fuimos al fuerte, porque el Jefe y el señor Master querían tener noticias de meinheer Leisler. Cuando salieron, el Jefe sacudía la cabeza.

—Bayard está decidido a destruirlo —dijo al señor Master—. No creo que esperen siquiera la respuesta del rey Guillermo.

Íbamos a entrar en una taberna, cuando vimos al pequeño Hudson que llegaba corriendo.

—¿Qué ocurre, chico? —le preguntó el Jefe.

—Es Martha, señor —gritó—. Me parece que se está muriendo.

La pobre niña ardía de fiebre. Daba pena verla. Y Naomi también parecía enferma y tenía escalofríos.

—Han sido esos esclavos que llegaron con el barco del Jefe —me dijo—. Los vendieron a la
bouwerie
donde estuvimos. Estaban enfermos cuando llegaron y uno de ellos murió. Estoy segura de que nos contagiaron algo.

Nadie sabía, sin embargo, qué enfermedad era. Mi pequeña Martha estuvo ardiendo toda la noche, y por la mañana casi no podía respirar. Naomi y yo la cuidábamos, pero entrada la noche, Naomi comenzó a empeorar. Yo las bañé con agua fría para hacer bajar la fiebre, pero no sirvió de mucho.

Después, por la mañana, la señorita Clara acudió a la puerta.

—No debéis entrar, señorita Clara —le dije—. No quiero que os enferméis.

—Ya lo sé, Quash —respondió—, pero yo quiero cuidarla.

Cuando me dijo eso casi me asfixió la emoción. De todas formas, llamé enseguida al ama para avisarla a fin de que mantuviera alejada a la señorita Clara. El ama le dijo que no debía entrar, pero la señorita Clara era obstinada y no cedió ni con la intervención de su padre. Dijo que no pensaba irse hasta que no le hubiera dado a Martha la poción de hierbas que le había traído y que sin duda le haría bien.

—Entonces dale la poción a Quash —sugirió el Jefe.

Ella no le hizo caso y permaneció con Martha, dándole la mano mientras le hacía tomar la bebida. Aunque Martha casi no podía engullir, es posible que le sirviera de algo, porque después se quedó más sosegada. Entonces conseguí que la señorita se fuera de la habitación.

El caso es que mi pequeña Martha murió hacia el anochecer. Su madre, de puro extenuada, se había quedado dormida poco antes. Como no quería mantener a la niña muerta en la habitación con ella, cogí el menudo cadáver y salí sin hacer ruido al patio. El Jefe dijo que mientras tanto podía dejarla en el establo y que quizá podría enterrarla esa noche.

Al regresar, vi que Naomi intentaba incorporarse, buscando a Martha.

—¡¿Dónde está?! —gritó.

—Abajo hace más fresco —le expliqué, incapaz de decirle la verdad en ese momento—. Está descansando allí un rato.

En ese momento, sin embargo, a través de la ventana oyó llorar a Clara, de manera que tuve que contárselo.

—Está muerta ¿verdad? —dijo Naomi—. Mi pequeña Martha está muerta.

No sé por qué, pero no pude responder. Entonces Naomi volvió a recostarse en la cama y cerró los ojos. Esa noche comenzó a subirle la fiebre. Estaba ardiendo y temblaba.

—Me voy a morir, Quash —me dijo—. Me voy a morir esta noche.

—Tienes que procurar resistir —le pedí—. Hudson y yo te necesitamos.

—Lo sé —contestó.

A la mañana siguiente empezó a llover. Era una lluvia lenta y continua. Como estaba atendiendo a Naomi, no pensé en nada de lo que ocurría en el mundo ese día. Por la tarde, el Jefe vino al patio y preguntó por Naomi.

—¿Te has enterado de la noticia? —me comentó después—. Han ejecutado al pobre Leisler.

—Lo siento, Jefe —dije.

—El ama se lo ha tomado muy mal —me confesó—. Le han dado muerte como a un traidor.

Sabía a qué se refería. Por ese procedimiento cuelgan a la persona, pero no el tiempo suficiente para matarla. Después le quitan las tripas y le cortan la cabeza. Costaba pensar que una cosa así le ocurriera a un caballero como meinheer Leisler.

—Él no era más traidor que yo —reconoció el Jefe—. La gente se está quedando retazos de su ropa como reliquia. Dicen que es un mártir. —Lanzó un suspiro—. Por cierto, creo que Hudson debería quedarse en la cocina esta noche.

—Sí, Jefe —acepté.

Esa noche siguió lloviendo. Yo pensé que igual el frescor serviría para que mejorase Naomi, pero no fue así. A medianoche tenía la fiebre tan alta que se revolvía gimiendo. Luego se calmó. Tenía los ojos cerrados y yo no sabía si estaba mejor o si había perdido la partida. Hacia el amanecer, me di cuenta de que había parado de llover. Naomi tenía la respiración trabajosa y se la veía muy débil. Entonces abrió los ojos.

—¿Dónde está Hudson? —preguntó.

—Está bien —le aseguré.

—Quiero verlo —susurró.

—No es conveniente —le advertí.

Después pareció perder el conocimiento. Al cabo de un poco me levanté y salí afuera un momento, para respirar aire fresco y contemplar el cielo. Estaba despejado y por el este había salido la estrella matutina.

Cuando regresé, Naomi había fallecido.

Los días posteriores al funeral, el Jefe y el ama fueron muy considerados conmigo. El Jefe procuró que estuviera atareado con diversos quehaceres y también procuró distraer a Hudson con recados. En eso tenía razón. El ama, por su parte, apenas decía nada pero se notaba que estaba muy afectada por la ejecución de meinheer Leisler.

Un día, mientras trabajaba en el patio, el ama vino y se quedó parada a mi lado con cara de tristeza.

—Tú y Naomi erais felices juntos ¿verdad? —me preguntó al poco—. ¿No os peleabais?

—Nunca tuvimos una palabra más alta que la otra —le respondí.

Se quedó callada un momento.

—Las palabras crueles son algo terrible, Quash —declaró luego—. A veces uno acaba lamentando haberlas pronunciado, pero lo que está dicho, dicho queda.

No sabiendo qué contestar a eso, seguí trabajando. Al cabo de un momento, ella asintió como para sí y se fue adentro.

Ese mismo año, el ama compró otra esclava para sustituir a Naomi, y creo que pensó que quizá yo entablaría una relación con ella. Pero aunque no era una mala mujer, no nos llevábamos bien, y a decir verdad, me parece que nadie podría haber ocupado el puesto de Naomi.

Hudson fue un gran consuelo para mí. Como sólo quedábamos los dos, pasábamos mucho tiempo juntos. Era un chico muy guapo y un buen hijo. Nunca se cansaba de estar en los muelles; pedía a los marineros que le enseñaran a hacer nudos, conocía todas las maneras posibles que había de atar un cabo, y hasta sabía hacer dibujos con ellos. Yo le enseñé cuanto podía y le dije que tenía la esperanza de que un día el Jefe nos concediera la libertad. No le hablaba mucho de eso, sin embargo, porque no quería que se hiciera ilusiones para que no se llevara una gran decepción si no conseguíamos la libertad. Para mí siempre era una alegría tenerlo caminando a mi lado. A menudo, mientras andábamos o charlábamos, apoyaba la mano en su hombro, y cuando creció, a veces era él el que me cogía por el hombro.

Aquélla fue una época difícil para el ama. Aún era una mujer bien parecida; aunque el cabello se le había vuelto gris, la cara apenas le había cambiado. Por aquellos años, empero, las arrugas empezaron a invadirle el rostro, y cuando estaba triste se le ponía cara de vieja. Parecía que nada salía como ella quería, porque aunque en la ciudad la mayoría de la gente seguía hablando holandés, daba la impresión de que cada año había más leyes inglesas.

Después los ingleses quisieron que su Iglesia, la anglicana como ellos la llaman, fuera la religión principal del lugar. El gobernador dispuso, además, que fuera cual fuese la iglesia a la que uno asistía, tenía que pagar dinero para mantener a los sacerdotes anglicanos. Eso enojó a mucha gente, en especial al ama. Algunos de los dómines, sin embargo, estaban tan ansiosos por complacer al gobernador que no presentaron quejas, e incluso se ofrecieron para compartir sus iglesias con los anglicanos hasta que ellos pudieran construir las suyas propias.

Al menos le quedaba su familia, aunque el Jefe, aun con más de sesenta años, siempre estaba ocupado. Puesto que la guerra emprendida por el rey Guillermo contra los franceses se prolongaba aún, se seguían montando muchas expediciones corsarias. A veces se iba por el río a comprar pieles. Otra vez se fue con el señor Master por la costa de Virginia.

Ella pasaba mucho tiempo en casa de Jan, que no estaba lejos, para ver a sus nietos. Clara también era un consuelo para ella, pero la señorita se ausentaba mucho de casa, y me parece que el ama se sentía sola.

Una tarde de verano, poco después de que el Jefe y el señor Master volvieran de Virginia, la familia se reunió a cenar en la casa. Jan y su esposa estaban presentes con sus hijas, y también la señorita Clara. Hudson y yo servíamos la mesa. Todo el mundo estaba contento, y acabábamos de servir el vino de Madeira al final de la comida cuando la señorita Clara se levantó y dijo que tenía algo que anunciarles.

—Tengo buenas noticias —dijo, mirándolos a todos—. Me voy a casar.

Muy sorprendida, el ama preguntó con quién.

—Me voy a casar con el joven Henry Master —respondió.

Bueno, yo tenía un plato en la mano y por poco no se me cayó. En cuanto al ama, se quedó mirando con incredulidad a la señorita Clara.

—¡El hijo de Master! —gritó—. ¡Si ni siquiera es holandés!

—Ya lo sé —contestó la señorita Clara.

—Es mucho más joven que tú —continuó el ama.

—Muchas mujeres de esta ciudad se han casado con hombres más jóvenes —replicó la señorita Clara, antes de mencionar a una rica dama holandesa que se había casado tres veces con maridos más jóvenes.

—¿Has hablado con el dómine?

—No vale la pena consultar al dómine. Nos casará el señor Smith, en la Iglesia anglicana.

—¿Anglicana? —El ama emitió un sonido ahogado—. ¿Su familia se atreve a exigir eso?

—Ha sido idea mía.

El ama se quedó inmóvil mirándola, como si no se lo pudiera creer. Después se volvió hacia el Jefe.

—¿Tú lo sabías?

—Había oído algo, pero Clara tiene más de treinta años y es viuda. Hará lo que le parezca mejor.

Entonces el ama se dirigió a su hijo y le preguntó si estaba enterado.

—Algo sabía —reconoció.

Después de aquello, fue como si el ama se hundiera en la silla.

—Habría sido menos doloroso si alguien me hubiera informado.

—No lo sabíamos con seguridad —alegó Jan.

—No es tan grave, Greet —dijo alegremente el Jefe—. Henry es un buen chico.

—De modo, Clara —continuó el ama—, que piensas casarte con un inglés y renunciar a tu religión. ¿Es que no significa nada para ti?

—Lo amo —contestó Clara.

—Eso no durará —afirmó el ama—. ¿Eres consciente de que con un matrimonio inglés dispondrás de pocos derechos?

—Conozco la ley.

—Nunca debes pertenecer a tu marido, Clara. Las mujeres holandesas son libres.

—No me preocupa eso, madre.

Todos guardaron silencio un momento, mientras el ama permanecía con la cabeza gacha.

—Ya veo que yo no cuento nada para mi familia —dijo—. Todos estáis confabulados con Master. Espero que disfrutes con ello —añadió, dirigiéndose a la señorita Clara.

Poco tiempo después los casó el clérigo inglés, el señor Smith. El ama se negó a asistir a la iglesia, y a nadie le sorprendió. Muchos de sus amigos holandeses habrían obrado igual. Cuando el Jefe volvió más tarde, la encontró sentada en el salón con semblante sombrío. Él, en cambio, estaba bastante alegre y se veía que se había tomado unas cuantas copas.

—No te preocupes, querida —le dijo—. Nadie te ha echado de menos.

Por mi parte, yo me habría dado por contento si mi hijo Hudson no hubiera querido embarcarse. Siempre me estaba acosando con la cuestión, y el Jefe estaba totalmente a favor. El señor Master decía que lo llevaría consigo cuando quisiera, y era sólo porque el Jefe sabía que yo no quería y que Hudson era todo cuanto tenía por lo que no lo alquilaba al señor Master.

—Me estás haciendo perder dinero, Quash —se quejaba. Y no era una broma.

Un día el señor Master vino a la casa con un caballero escocés al que llamaban capitán Kidd, un antiguo corsario que se había casado con una rica viuda holandesa. Era un hombre fornido e iba muy erguido. Aunque tenía la cara curtida por el viento y el sol, siempre llevaba una bonita peluca, una inmaculada corbata y una lujosa chaqueta de color azul y rojo. El ama lo tildaba de pirata, pero como entonces tenía tanto dinero, era muy respetable y se codeaba con el gobernador y las mejores familias del lugar. El señor Master le dijo que el joven Hudson era capaz de hacer toda clase de nudos y cuando le pidió que le hiciera una demostración, quedó muy impresionado.

—A este esclavo vuestro le corresponde estar en el mar, Van Dyck —dictaminó con su acento escocés—. Deberíamos hacer de él un marinero.

Después se quedó sentado en el salón contándole al Jefe sus aventuras pasadas en presencia de Hudson, de manera que luego pasé un mes terrible, con la insistencia de éste, que quería irse a navegar.

Durante todo el tiempo que pasé en aquella casa, me acostumbré a oír las conversaciones que sostenía la familia sin ninguna reserva. Si a veces tenían que hablar de algo en privado, el Jefe y el ama esperaban a encontrarse solos y entonces cerraban la puerta. En general hablaban de forma espontánea, sobre todo durante la comida, mientras yo servía. Por eso, al cabo de los años, yo estaba perfectamente enterado de sus opiniones y de cuanto acontecía en el mundo.

En una ocasión, no obstante, oí algo que no debería haber oído.

No fue culpa mía. Detrás de la casa había un agradable jardín, al que daba la habitación que el Jefe usaba como despacho. Estaba muy cuidado, como todos los jardines holandeses. Había un peral y un arriate de tulipanes. También tenía un huerto con coles, cebollas, zanahorias, endivias y maíz. Al abrigo de una pared crecían unos melocotoneros. De joven nunca me gustó trabajar el huerto, pero más adelante me agradaba cuidar las plantas.

Un cálido día de primavera me hallaba trabajando allí, no lejos de la ventana del despacho del Jefe, que estaba abierta. Ni siquiera sabía que él estaba adentro hasta que oí la voz de su hijo Jan.

—He oído que meinheer Philipse ha dictado un testamento inglés —comentó.

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