Nueva York (32 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—No se trata de una fiesta privada exactamente —precisó con una sonrisa—. Diría que en Nueva York lo más parecido sería una recepción gubernamental. Habrá multitud de personas y hay tantas posibilidades de que conozcamos a nuestro anfitrión como de que no. En todo caso, tendréis la oportunidad de ver a las personas más relevantes de Inglaterra.

La casa Burlington se encontraba en Piccadilly, no lejos del establecimiento de Fortnum & Mason. Mercy y la señora Albion habían recurrido a los mismos modistos y peluqueros, y con una breve inspección se cercioró de que John iba vestido de manera tan impecable como Albion. No obstante, cuando después de entrar en el inmenso patio vio las imponentes columnas y la gran escalinata que conducía a la puerta, no pudo evitar sentir un asomo de nerviosismo. La palladiana fachada de la casa era comparable a la de un palacio romano. Junto a la impresionante puerta había varias hileras de lacayos con librea. Entonces oyó que su marido planteaba una sensata pregunta.

—¿Para qué usan este enorme edificio… en el día a día, me refiero?

—No lo entendéis, amigo mío —respondió Albion con una sonrisa—. Esto es una residencia privada.

Entonces, por primera vez, Mercy sintió miedo.

Nunca había visto nada igual. Las vastas salas y vestíbulos de techo artesonado eran tan grandes y tan altas que en cualquiera de ellas podría haber cabido la mayor mansión de Nueva York. Incluso la talla de una iglesia como la Trinity parecía raquítica en comparación. América no tenía nada igual, no lo había imaginado siquiera ni habría sabido qué utilidad darle. Qué modestas, insignificantes y provincianas debían de parecerle incluso las más espléndidas mansiones de Nueva York a la gente que vivía en semejantes palacios. En toda Europa había una clase social acostumbrada a vivir de ese modo, una clase cuya existencia ella ignoraba por completo hasta entonces.

—Tanta riqueza debe de conferir un enorme poder —oyó que comentaba su marido a Albion.

—En efecto. El duque de Northumberland, por ejemplo, cuya residencia londinense es mayor que ésta, desciende de una familia feudal cuyos miembros gobernaron como reyes durante siglos las regiones del norte. Hoy en día, el duque cuenta con docenas de integrantes del Parlamento que votan exactamente como él se lo indica. Otros poderosos magnates hacen lo mismo.

—En las colonias no tenemos familias feudales como éstas.

—Los propietarios de Maryland y de Pensilvania todavía poseen concesiones de tierra que les garantizan poderes feudales —señaló Albion.

Era totalmente cierto que las concesiones efectuadas durante el siglo XVII a unas pocas familias como los Penn y las concesiones de tierra recibidas por los potentados holandeses para la colonización de los vastos territorios colindantes con el río Hudson habían proporcionado a aquellos magnates unos poderes casi feudales.

—Pero ellos no construyen palacios —objetó John.

—Ahí está la duquesa de Devonshire —susurró la señora Albion al oído de Mercy—. Tiene otra casa como ésta en esta misma calle. Ése es lord Granville. Y, ay Jesús, allí está lady Suffolk. Son raras las ocasiones de verla.

—¿Quién es lady Suffolk?

—Hombre, la antigua amante del Rey. Una dama muy buena y muy respetada. Y mirad allá. —Señaló una guapa señora a quien todos saludaban con reverencias—. Es lady Yarmouth, la actual amante del Rey, la dama más importante de la corte.

—¿La amante del Rey es importante?

—Por supuesto. Después de la muerte de la Reina, se convirtió, por así decirlo, en la consorte real.

—Y antes de morir ¿qué pensaba la Reina de la amante de su marido? —preguntó con ironía Mercy.

—Ah, eran grandes amigas. Dicen que el Rey consultaba a menudo a la Reina para saber cómo debía cortejar a lady Yarmouth. Mirad a su izquierda, ése es lord Mansfield, un hombre muy influyente.

Mercy no observó a lord Mansfield, porque aún estaba ocupada tratando de comprender aquel concepto de amante real. ¿Cómo era posible que el dirigente del país, la cabeza de la Iglesia oficial, no sólo tuviera amantes, sino que aquellas mujeres recibieran un trato tan honroso como las honestas esposas? Los neoyorquinos no eran, desde luego, ajenos a la inmoralidad, pero su alma de cuáquera vivía como una ofensa aquella aceptación general del vicio público.

—¿Todos los de la corte tienen una amante? —preguntó.

—Ni mucho menos. Lord Bute, el consejero más allegado al Rey, es un hombre religioso de impecable moral.

—Me alegra oírlo. ¿Y el vicio privado no hace indigno a un hombre de ejercer un cargo público?

La señora Albion miró a Mercy con genuino asombro y dijo, riendo:

—Bueno, si así fuera, no habría nadie para gobernar la tierra.

Mercy guardó silencio.

Entonces se produjo un revuelo en las proximidades de la puerta. Habían anunciado a alguien y la gente se apartaba para dejar un pasillo. Mercy observó para ver de quién se trataba.

El joven tenía unos veinte años. Era un individuo alto y desgarbado, de ojos saltones y cabeza pequeña, de apariencia más bien tímida. Viendo cómo los asistentes se inclinaban ante él, cayó en la cuenta de quien debía de ser.

El príncipe Jorge era el nieto del Rey, pero desde la prematura muerte de su padre se había convertido en heredero de la corona. Mercy había oído decir que profesaba un interés especial por la agricultura y que era una persona considerada. A juzgar por las sonrisas que acompañaban las reverencias, parecía que la gente sentía simpatía por él. Aquél era pues el príncipe de Gales.

Mientras lo observaba desenvolverse por la sala esa noche, advirtiendo su sencillez de trato, se preguntó si una vez que fuera rey, haría algo para cambiar aquel mundo de aristocráticos excesos e inmoralidad. No era muy probable.

Diez días más tarde, los Albion los llevaron de viaje al oeste. James y el joven Grey Albion los acompañaron. Fue una experiencia agradable, sobre todo porque Mercy tuvo ocasión de observar a los dos muchachos. Grey era un chico cariñoso, y era evidente que James disfrutaba representando el papel de hermano mayor. Fueron a New Forest, el lugar de procedencia de la familia Albion, y después a Sarum y a Stonehenge. Disfrutaron con el íntimo y perenne silencio del bosque y admiraron los extensos terrenos de cultivo de los alrededores de Sarum. Albion les habló mucho de los avanzados métodos agrícolas y de la maquinaria que no cesaban de incrementar la prosperidad de Inglaterra. Desde Stonehenge fueron a Bath, donde pasaron unos espléndidos días en el distinguido balneario instalado en los antiguos baños romanos.

Fue precisamente allí, en la sala del manantial, donde Albion se encontró con un amigo. El capitán Stanton Rivers, un individuo delgado y elegante de poco menos de cuarenta años, pertenecía a una importante familia. Su padre era lord, pero iba a ser su hermano mayor quien heredaría el título y la propiedad, de modo que el capitán había tenido que labrarse un porvenir en el mundo.

—Todo oficial de la Marina británica ansía que haya guerra —les aseguró con una encantadora sonrisa—, porque en ella radica la esperanza de ganar dinero. Los marinos sólo somos corsarios glorificados. Y aquí en Bath —agregó con franqueza—, siempre hay muchos oficiales como yo que anhelan encontrar una heredera o una viuda rica. En este momento tengo, sin embargo, otra perspectiva en mente —anunció—. Estoy pensando en irme a América.

—¿Y qué querríais hacer allí? —le preguntó Albion.

—Un amigo del estado de Carolina me ha informado de que hay una viuda allí, sin herederos pero en edad de tener hijos aún, que posee dos excelentes plantaciones y que desea volver a casarse. Quiere un caballero de buena familia. Mi amigo me ha enviado una miniatura de la dama y me asegura que pese a haberle detallado todos mis defectos, no ha logrado que ella deje de considerarme como un digno pretendiente.

—¿Pensáis ir a Carolina?

—Ya me he informado de todo lo que he podido sobre las plantaciones y creo que podría aprender a gestionar una. También tengo intención de viajar por las colonias y visitar Nueva York. Con o sin la viuda, me he propuesto aprender lo más posible sobre las colonias americanas.

Albion lanzó una mirada a John Master y éste captó enseguida su petición.

—En ese caso espero que nos hagáis el honor de alojaros en nuestra casa en Nueva York —se ofreció—. Estaría encantado de seros útil allí.

Desde Bath se trasladaron a Oxford. Allí circularon por lisas carreteras de peaje que, como no pudo por menos de admitir Mercy, superaban con creces las pistas plagadas de baches de Nueva Inglaterra. Tan perfeccionada calzada les permitió recorrer cien kilómetros en un solo día. Oxford, con sus claustros universitarios y sus pináculos, hizo las delicias de Mercy. Antes de regresar a Londres, Albion los llevó a ver la casa de campo de la familia Churchill, situada en Blenheim Palace.

Tal como le había ocurrido en la casa Burlington, Mercy se quedó pasmada. Aun siendo hermosas, las villas campestres que conocía no tenían ni punto de comparación con aquello. Un parque que se prolongaba a pérdida de vista; una vasta mansión de piedra que alcanzaba con todas sus alas un anchura de ochocientos metros; desde la cocina al comedor había cuatrocientos metros de distancia; la biblioteca, que para ella debía ser un refugio íntimo, medía sesenta metros de largo. La fría magnificencia barroca de la mansión era algo asombroso. Mientras los Albion les enseñaban con orgullo el lugar y su marido y los dos chicos lo miraban maravillados, ella, con su discreta inteligencia de cuáquera, percibió el fondo de aquella ostentación: ésta no correspondía sólo al orgullo de la riqueza, ni siquiera a la arrogancia del poder. El mensaje que transmitían los Churchill era a la vez simple y escandaloso: «Nosotros no somos mortales. Somos dioses. Inclinaos ante nosotros». Reconociendo que aquél era el mismo crimen que el cometido por Lucifer, Mercy sintió que se le helaba el corazón.

—Supongo —le comentó John esa noche— que a los ingleses América debe de parecerles igual de provinciana como lo fue Bretaña para la Roma imperial.

Aquella reflexión no la sacó de su desasosiego. A partir de ese día, aunque no se lo dijo a su marido, Mercy ardió en deseos de regresar cuanto antes a América.

En diciembre conocieron a Benjamin Franklin. Éste se alojaba bastante cerca, en Craven Street. Vivía de manera modesta pero confortable en una bonita casa de estilo georgiano de la cual ocupaba el piso principal, al cuidado de una devota casera y un par de criados a sueldo. John, que estaba ansioso por que James conociera a aquel gran hombre, lo urgió a tomar buena nota de cuanto éste dijera.

Mercy también estaba expectante. Aunque sabía que los experimentos que había efectuado con la electricidad y sus otros inventos habían reportado renombre mundial a Benjamin Franklin, ella lo recordaba desde los tiempos de Filadelfia como el autor del almanaque de
Poor Richard
, el jovial amigo que la había acompañado a la predicación. Aquél era el hombre de cara redonda, con unas gafas que le daban un aspecto de bondadoso tendero, mirada chispeante y una melena de fino cabello castaño que le llegaba hasta los hombros.

Cuando los Master entraron en compañía de su hijo, el individuo que se levantó para saludarlos era la misma persona que conocían, pero a la vez era distinta. El señor Benjamin Franklin tenía entonces poco más de cincuenta años. Iba vestido a la moda, con una lujosa chaqueta azul provista de unos grandes botones dorados, una impoluta pechera blanca y una peluca empolvada. Tenía la cara más enjuta de lo que Mercy esperaba. Su mirada no era chispeante, aunque sí transmitía una impresión de inteligencia y atención. Podría haber pasado por un abogado de éxito. Con sus modales también daba a entender de manera sutil que, pese a estar dispuesto a recibir a sus paisanos de las colonias, su tiempo era limitado.

—Ten en cuenta que Franklin se labró una fortuna en el mundo de los negocios antes de incorporarse a la vida pública —le había recordado John el día anterior—, y por cualquier cosa que hace, siempre se asegura de recibir un pago por ella. El Gobierno británico le paga un cuantioso sueldo como jefe de correos de las Colonias… aunque esté a miles de kilómetros de su puesto de trabajo. Los habitantes de Pensilvania le pagan también un salario por representarlos aquí en Londres. Tu amigo el señor Franklin es una persona muy astuta —concluyó con una sonrisa.

Franklin les dio la bienvenida e hizo sentar a James a su lado. Tras presentarles disculpas por su sobria hospitalidad, les explicó que había efectuado una gira por las universidades escocesas, donde había conocido a Adam Smith y otros escoceses de talento.

—Estas seis semanas me han procurado una grandísima satisfacción —declaró.

Lo malo era que, a su regreso, había encontrado toda suerte de asuntos esperándole.

Conversó con ellos con actitud muy afable, pero pronto resultó evidente que los Master no tenían relaciones con ninguno de los impresores, escritores y científicos londinenses a cuya compañía era aficionado Franklin, por lo que John temió que el gran hombre fuera a aburrirse un poco con ellos. Por eso, para que siguiera hablando, se aventuró a preguntarle por la misión que llevaba a cabo en nombre de los habitantes de Pensilvania.

El gobierno de Pensilvania pagaba tal vez con generosidad a Ben Franklin para representarlo en Londres, pero había que reconocer que la tarea que le habían encomendado no era fácil. Si bien era cierto que William Penn había profesado un sincero deseo de establecer una colonia cuáquera en América en el siglo anterior, sus descendientes, que vivían en Inglaterra, sólo se preocupaban de recibir los ingresos libres de impuestos que les reportaban las grandes concesiones de tierra de Pensilvania que habían heredado. Los habitantes de la zona estaban hartos de ellos y de sus derechos de propiedad y querían disponer de una carta igual que las demás colonias.

Los Penn tenían, sin embargo, amigos en la corte, tal como les explicó Franklin, y si se alteraban las concesiones de Pensilvania también se podrían poner en entredicho los derechos de propiedad de Maryland y otras zonas. El Gobierno británico era reacio a poner todo el sistema por tierra porque parecía que iba a entrañar grandes complicaciones.

—La dificultad principal, que yo no había previsto —prosiguió Franklin— radica en que desde el punto de vista de los ministros del gobierno, la administración de las colonias constituye un departamento especial, donde, más allá de las cuestiones estrictamente locales, el punto de vista de las asambleas coloniales carece de verdadera relevancia. Ellos creen que las colonias deben ser dirigidas o bien a través de propietarios como los Penn o directamente por el Rey y su consejo.

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