Nueva York (56 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—Ten en cuenta que tienen que pasar por Nueva Jersey, Virginia y Carolina del Norte y del Sur —le recordaba, para tranquilizarla, su padre—. Eso supone mucho más de mil kilómetros incluso a vuelo de pájaro.

Por fin recibieron noticias de que los barcos, después de padecer grandes penalidades, habían llegado a la embocadura del río Savannah. Esperaba una carta de Albion, que no apareció hasta finales de febrero; iba dirigida a su padre e informaba de que estaba bien y de que, bajo el mando de Clinton y de Cornwallis, el ejército se preparaba para subir por la costa y atacar la zona patriota de Carolina del Sur. «Nuestro objetivo será, sin duda, la ciudad de Charleston». Enviaba saludos para la familia, con un alegre mensaje para Weston en el que le indicaba que comenzara a prepararse para la temporada de cricket en cuanto lo permitiera el tiempo. A Abigail le mandaba sus más afectuosos recuerdos.

—Le voy a responder, claro está —anunció su padre.

Al día siguiente escribió la carta, a la que ella añadió una propia.

A Abigail no le resultó fácil componer aquella misiva. Sin extenderse demasiado, lo puso al corriente de la vida de la ciudad y de los paseos que daba con Weston. Pero ¿cómo la iba a terminar? ¿Se atrevería a plasmar su afecto sobre el papel? ¿Qué imagen daría de ella? ¿Y cómo lo recibiría él? O tal vez era mejor concluir con una observación alegre, dejando que él adivinara la ternura que ocultaba. No se acababa de decidir.

Al final escribió sólo que tanto ella como Weston esperaban que volviera sano y salvo, «para que los dos podáis jugar a cricket y, quizá, nosotros podamos ir a bailar». No era perfecto, pero así lo dejó.

La primavera transcurrió sin sobresaltos. Abigail pasaba el tiempo ocupándose de Weston y escribía los habituales informes que hacía llegar a James. De vez en cuando llegaban noticias del sur. Un vigoroso y joven comandante de caballería llamado Tarleton estaba cobrando fama como azote de patriotas. Después en mayo llegó una comunicación: Charleston había caído.

Nueva York estalló de alegría. Hubo desfiles, banquetes y, pronto, una carta de Grey Albion.

—Esto altera de forma considerable la situación —comentó John Master—. Si aplastamos el sur y después concentramos todas nuestras fuerzas sobre Washington, aun cuando cuente con hombres bien entrenados, le costará sobrevivir. —Luego le trazó un resumen de la misiva de Albion—. Parece que el joven Tarleton aisló por completo Charleston del norte. Sus métodos son brutales pero eficaces, según Albion. Ha sido una rendición importante, dice. Pronto la totalidad de Carolina del Sur pasará a manos británicas, y las tropas patriotas de Carolina del Norte tampoco están en muy buenas condiciones. Quizá nuestro amigo Rivers se precipitó en su renuncia. —Abigail no había visto a su padre tan contento desde hacía meses—. El general Clinton está tan satisfecho que planea volver a Nueva York y dejar allí a Cornwallis como responsable —concluyó.

—¿Va a regresar Albion también? —preguntó.

—Todavía no. Quiere quedarse con Cornwallis. Supongo que querrá labrarse un nombre.

—Comprendo. ¿Ha incluido una carta para mí?

—No, pero te da las gracias por la tuya y te manda sus más afectuosos recuerdos. Te daré la carta —añadió su padre con una sonrisa—. Así la podrás leer tú misma.

—La leeré más tarde, papá —dijo, antes de abandonar la habitación.

En Nueva York se prolongaron durante varios días las celebraciones, pero Abigail no compartía el ánimo festivo. En realidad, no sabía qué debía sentir. Se decía a sí misma que era una necia. Un joven que se iba a la guerra la había besado; seguro que había besado a muchas chicas antes. Le había dicho que sentía algo especial por ella. Tal vez sí, pero eso podía cambiar, suponía. ¿Y qué sentía ella por él? Apenas lo sabía.

Su mundo parecía bañado con una mortecina luz que impregnaba de incertidumbre el paisaje.

Estaba segura de que Albion se había ganado ya un prestigio. ¿Por qué había rehusado entonces a regresar con el general Clinton? ¿Y no podía al menos haber contestado personalmente a su carta? Sin duda lo habría hecho si fuera importante para él. Pasó dos días más sumida en su mutismo, como un alma en pena, hasta que su padre no pudo soportarlo más y la interrogó con franqueza.

—¿Te he hecho algo que te haya molestado, hija?

—Nada, papá, te lo prometo.

John Master calló un momento, como si ponderase algo.

—¿No tendrá esto algo que ver con Grey Albion?

—No, papá. En absoluto.

—Pues yo creo que sí, Abby. Ojalá tu madre estuviera viva —se lamentó con un suspiro—. Debe de ser difícil para ti hablar de estas cosas con tu padre.

—Yo creía que me iba a escribir al menos —accedió por fin a confesar—, si de veras piensa en mí.

Su padre asintió, como si tomara una decisión, y le posó el brazo en el hombro.

—Bueno, te contaré algo, Abby. ¿Te acuerdas del día en que vino Susan y yo envié mercancías a los patriotas? Albion vino a verme esa noche. Me habló de ti… en términos muy afectuosos.

—¿Sí?

—Expresó directamente sus sentimientos, con nobleza. —Su padre asintió al evocarlo—. Pero tú eres todavía joven, Abby, y con esta guerra que no se acaba… y con tanta incertidumbre… Los dos decidimos que lo mejor era esperar. Esperar hasta que acabara la guerra. ¿Quién sabe cómo será la situación entonces? Mientras tanto, por el bien de él y de ti misma, deberías pensar en él como un amigo. Un amigo muy querido.

Abigail lo miró con fijeza.

—¿Te pidió mi mano?

—Puede que mencionara la posibilidad —reconoció su padre, tras un momento de titubeo.

—Ay, papá —exclamó con tono de reproche.

—Entonces, ¿sientes algo por él?

—Sí, papá.

—Bien, a mí también me gusta —declaró.

—Supongo que querría llevarme a Inglaterra ¿no?

—Estoy seguro. Te echaría de menos, Abby. ¿Tú querrías ir?

—¿Irías tú también?

—Puede que tuviera que ir, Abby, si los patriotas se recuperan y acaban ganando.

—Entonces le diría —concluyó con una sonrisa— que iré si también va mi padre.

Salomon estaba contento. En aquel espléndido día de junio el mar resplandecía. Se encontraban frente a la costa de Virginia, navegando a buena velocidad hacia Nueva York, bajo un prístino cielo azul, impulsados por la brisa del sureste.

El barco era francés. Habían zarpado de la costa de Martinica con un valioso cargamento de sedas, vino y coñac franceses, e incluso un pequeño cofre de oro. El capitán había dividido la tripulación, y enviado al segundo de a bordo a depositar el botín en Nueva York junto con una docena de marineros, incluidos cuatro esclavos y seis de los franceses capturados.

Aun cuando todavía esperaba obtener la libertad, Salomon disfrutaba en el mar. La vida a bordo de un corsario no estaba mal, y más tratándose de uno de los barcos de Master. Dado que él era una propiedad personal del mercader, era improbable que el capitán o el primer oficial fueran a causarle problemas, siempre y cuando cumpliera con sus obligaciones. De todas formas, se había convertido en un miembro destacado de la tripulación. La última vez que tuvieron mal tiempo, cuando el primer oficial necesitó ayuda, recurrió a él para encargarse del timón.

—Sabía que lo mantendrías con firmeza —lo elogió después.

Aun así, tenía ganas de volver a ver a sus padres. Y con un botín tan valioso, era seguro que Master le daría algo de dinero para él.

Cuando vieron al otro navío, salía de la embocadura del Chesapeake y avanzaba a toda velocidad hacia ellos.

—¡Piratas! —gritó el primer oficial después de escrutar con un catalejo—. ¡Llevan la bandera americana!

Posteriormente Salomon reconoció que el segundo de a bordo seguramente le salvó la vida aquel día.

—Lleva a los malditos franceses abajo —le ordenó, entregándole una pistola—. Dispara al primero que intente moverse.

Un rato después se encontraba en la bodega cuando oyó el estruendo de los disparos de mosquetes, al que siguió el de los cañonazos dirigidos contra la cubierta. Después se oyó una serie de golpes y a continuación alguien golpeó la escotilla y le ordenó con aspereza que abriese.

Al salir a cubierta, se encontró con un panorama desolador. La mayoría de los marineros neoyorquinos habían muerto o estaban agonizantes. El primer oficial tenía la pierna ensangrentada, pero estaba vivo. Una docena de patriotas habían abordado el barco. Entre ellos se encontraba un fornido pelirrojo que llevaba un látigo y dos pistolas encajadas en el cinturón. Salomon supuso que era el capitán. Cuando los franceses subieron y vieron a los patriotas, les dedicaron expresivas frases de bienvenida en su idioma. El capitán pelirrojo los apartó enseguida a un lado de la cubierta y mandó a dos hombres a inspeccionar abajo. Dos de los negros yacían muertos ya, pero pronto encontraron al otro esclavo, que era cocinero, y lo llevaron a cubierta.

—Eso es todo, capitán —informaron.

—¿Entonces este botín se lo habéis quitado a los franceses? —preguntó el capitán al primer oficial herido, que asintió con la cabeza—. ¿Sois de Nueva York? —El oficial asintió de nuevo—. ¿Y éstos son miembros de la tripulación francesa? —inquirió, señalando a los franceses.

—Así es —confirmó el oficial.

—Ah. Estos franceses son amigos nuestros, chicos —dijo a sus hombres—. Tratadlos bien. —Luego observó al cocinero—. ¿Es un esclavo?

—Sí, cocina bien.

—Me será útil. ¿Y éste? —Se volvió hacia Salomon.

—Marinero. Es muy bueno —lo alabó el primer oficial.

El capitán pelirrojo observó a Salomon con sus abrasadores ojos azules.

—¿Y tú qué eres, chico? —preguntó—. ¿Esclavo o liberto?

Entonces Salomon tuvo que discurrir deprisa.

—Esclavo, amo —respondió, anhelante—. Mi amo es el capitán patriota James Master, señor, que sirve con el general Washington.

—¿Cómo es posible?

—Me obligaron a embarcar para impedir que fuera a reunirme con el capitán Master, señor. Y si le preguntáis a él, responderá por mí.

Era una explicación acertada, y el pirata hasta se planteó un momento si era plausible.

—El capitán James Master. No me suena ese nombre. De todas maneras, no tiene importancia. Si eres su esclavo, seguro que huiste para juntarte con los malditos británicos para que te dieran la libertad. Por lo que a mí respecta, eso te convierte en enemigo nuestro. Pues ahora nadie te libra de volver a ser esclavo, chico. O sea que lo que eres es un esclavo mentiroso, ladrón y traidor que merece unos buenos latigazos. —Antes de ocuparse de ello, miró en derredor y, señalando los cadáveres diseminados en la cubierta, llamó a sus hombres—. Tiradlos a todos por la borda. —Después desplazó la atención al primer oficial—. No tenéis buena cara, amigo —señaló.

—Saldré de ésta —dijo el oficial.

—No creo —replicó el capitán. Luego cogió una de sus pistolas y le disparó a la cabeza—. Arrojadlo al agua también —ordenó.

Una vez hubo finalizado aquello, volvió a encararse a Salomon, acariciando el látigo, con las piernas bien separadas.

—Como he dicho, te convienen unos latigazos. —Calló y tras reflexionar un momento, asintió para sí—. Pero aunque debería azotarte, creo que no lo voy a hacer. No, creo que voy a mentir. Voy a decir que nunca te han dado antes latigazos porque eres el negro más humilde, obediente y trabajador que ha habido nunca en la tierra. Eso es lo que voy a decir. —Volvió a asentir—. ¿Sabes qué?

—¿Qué, amo?

—Como eres un leal embustero, un fugitivo hijo de perra, te voy a vender.

Cuando el capitán regresó, previendo encontrar el barco francés en Nueva York, Master descubrió que había perdido el botín. También tuvo que informar a Hudson de que ignoraban el paradero de Salomon.

—No creo que el barco francés se hundiera —les dijo a todos—. Lo más probable es que se lo llevaran. Es posible que Salomon esté vivo en algún sitio, de modo que no debemos perder la esperanza.

Si el barco seguía a flote, tarde o temprano llegarían noticias de él a través del mar.

Mientras tanto, en el sur se sucedían las victorias británicas. Los héroes patriotas como Rutledge, Pickens y Marion
el Zorro de los Pantanos
hacían lo posible por hostigar a los chaquetas rojas y sus partidarios, pero el ejército patriota sureño estaba maltrecho, y aunque el Congreso envió al general Gate a Carolina del Sur, Cornwallis no tardó en derrotarlo en Camden.

Tal vez para distraerlos de las preocupaciones, Master procuró mantener atareados a todos los ocupantes de la casa. El general Clinton, que se hallaba de nuevo en Nueva York, cenó varias veces con ellos, y Abigail y Ruth se esforzaron para ofrecer excelentes ágapes. Viendo al general y a sus oficiales, Abigail se llevó la impresión de que ahora daban por ganada la guerra. Su padre también lo creía así.

—Estoy convencido de que Clinton ha forjado un nuevo plan —le dijo a ella—. Pero, sea lo que sea, no dice ni media palabra a nadie.

Abigail disfrutó en especial de una cena a la que el general Clinton llevó otros dos invitados. Uno de ellos era el gobernador William Franklin, quien tras ser expulsado de Nueva Jersey por los patriotas, se había instalado en Nueva York.

Era interesante observar de cerca al hijo de Benjamin Franklin. Se veía que había heredado algunos rasgos de su padre. Éste, no obstante, tenía unas facciones más redondeadas y risueñas, mientras que el hijo era más delgado, más patricio y de humor algo agrio. En cuanto a la visión que tenía de los patriotas, se la expuso con todo detalle.

—Aquí en esta casa puedo sincerarme, señorita Abigail, puesto que, al igual que vuestro hermano, mi propio padre es un patriota. De todas maneras, admitiendo que en el bando de los patriotas hay hombres de principios, a la mayoría los considero unos rebeldes y unos bandidos. Todavía cuento con una banda de hombres leales que acosan a los patriotas en Nueva Jersey y, personalmente, sería para mí una satisfacción poder ahorcar a cuantos atrapemos.

Globalmente no le quedó una buena impresión de él.

El joven comandante André fue, en cambio, de su agrado. Era un hugonote suizo, más o menos de la edad de su hermano, cuyo leve acento francés confería un encanto especial a su conversación. Lo que más le gustó, sin embargo, fue que al trabajar al servicio de Clinton, conocía bien a Grey Albion. Estuvieron hablando de él toda la velada.

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