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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (26 page)

Ana Horillo, como muchos otros vecinos de Palma, no disponía de tiempo, ni de fuerza, para llorar a sus muertos. Después de los horrores de la guerra, otra plaga había caído sobre España: el hambre. Aislada del mundo por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, obligada a entregar a sus acreedores alemanes e italianos una parte sustancial de su menguado producto económico, España tuvo que doblar el espinazo ante una nueva maldición: la sequía. Durante dos años, como si la nación hubiese de sufrir un castigo del Antiguo Testamento por su lucha fratricida, la implacable sequía asoló los campos de España y puso al pueblo español en grave riesgo de perecer de hambre.

Como en todos los rincones de España, los que más sufrían en Palma del Río eran los niños y los ancianos. En cuanto a éstos, no tenían más consuelo que el que podían proporcionarles sus recuerdos. Los niños, en cambio, tenían quien aliviaba su miseria. Tenían un bienhechor: don Carlos Sánchez. Era éste un sacerdote, cura de la iglesia de Santa Clara antes de la guerra y hoy sucesor de don Juan Navas, el párroco asesinado por los hombres de Juan de España en el cementerio del pueblo.

Apóstol de piedad en un mundo desdichado, la pálida figura de don Carlos deslizándose por las calles de Palma del Río se convirtió en un símbolo que redimía, para los pobres del pueblo, muchas injusticias. Pues había impuesto a sus encorvados y frágiles hombros la carga de cuidar de los huérfanos y de los niños abandonados que discurrían por las calles de Palma del Río como perros perdidos.

R
ELATO DE DON
C
ARLOS
S
ÁNCHEZ

Cada día me metía unos cuantos confites en el bolsillo de la sotana. Después cogía una campanilla de la iglesia. Y, como un pregonero, empezaba a recorrer las calles tocando mi campanita. Los niños oían la campana y salían de los rincones donde se hallaban escondidos; algunos, temerosos; otros, atrevidos como toritos bravos. Yo les daba confites y les hablaba. De este modo fui captando su confianza. Todos los días hacía lo mismo, caminando arriba y abajo por las callejas del pueblo, tocando mi campana y buscando a los niños.

La mayoría de ellos eran hijos de rojos, y habían oído tantas cosas malas acerca de la Iglesia y de los curas, que al principio me tenían miedo. Por esto tenía yo que ir a su encuentro. Había muchísimos, y vivían como salvajes, como manadas de ratones.

El problema más triste, desde un punto de vista humano, era el de los niños cuyos padres habían desaparecido, o el de aquellos que, durante la huida de 1936, habían sido abandonados al borde de las carreteras porque no podían seguir a sus padres. Teníamos docenas de éstos. Crecieron sin saber quiénes eran ni de dónde venían. Y lograron sobrevivir a la guerra, mendigando, robando, durmiendo al raso u ocultándose en las casas de los que habían huido.

Cuando regresé a Palma, me dijeron que cuidase de ellos. Me dijeron que tenía que hacerles ir a la escuela y sacarlos del campo y de las calles. Bueno, el primer problema era encontrar a los niños. Por esto empecé, día tras día, a recorrer el pueblo con mi campanita y mis confites, redactando el censo de nuestros niños perdidos.

Yo había sido capellán castrense durante la guerra. Conocía el alcance de su miseria. No podía ser de otra manera, teniendo sólo por feligreses a ios muertos y a los moribundos. Pero nada me había conmovido tanto como esos chiquillos que respondían a la llamada de mi campanita. Se habían convertido ya en medio animales. A veces, sus caras y sus cuerpos estaban tan cambiados por el hambre y por las úlceras que apenas si parecían seres humanos.

Cuando los hube localizado a todos y me hube ganado su confianza, tenía que encontrar un sitio donde instalar mi orfanato. Resolví emplear el antiguo convento de Santa Clara, próximo a la iglesia de la Asunción. Estaba bien situado, junto a la muralla árabe y con un campo en la parte de atrás que bajaba hasta la orilla del Genil. Allí podrían jugar los niños.

En 1936, los rojos habían quemado el convento, pero estos viejos edificios de piedra son muy resistentes, y las paredes y techos estaban en buenas condiciones. Cogí algunos de los chicos mayores, y lo limpiamos. Después apuntalamos las vigas dañadas por el fuego y pintamos de blanco las paredes y los techos. Envié a los niños a recoger toda la madera que pudiesen encontrar y, con la que trajeron, construimos bancos y algunas mesas. Cuando hubimos terminado, tenía tantos chiquillos que tuvimos que poner bancos y sillas en todas partes, incluso en los pasillos.

Construí un horno, a fin de poder cocer pan cuando encontrásemos trigo. Después me fui a Córdoba y logré que el gobernador me diera una subvención de cincuenta céntimos diarios por cada niño. El obispo me prometió cinco monjas para que me ayudasen en la cocina y en la enseñanza. Y así empezamos.

En aquellos tiempos, nuestro problema más terrible era el de la comida. Los cincuenta céntimos diarios que tenía para alimentar a cada niño apenas habrían bastado para dar de comer a un ratón. El hambre se cernía sobre nosotros. Los dos artículos de nuestra dieta eran garbanzos y pan, o sea, las cosas más difíciles de encontrar. A veces tenía que caminar muchas horas para conseguir un puñado de trigo. Buscaba en todas partes, en todos los sitios donde pudiese encontrar algo con que alimentar a mis niños al menos por un día.

Cuando tenía algún dinero, procuraba comprar en el mercado negro. Pero esto no ocurría a menudo, y poco podía hacerse con unas pesetas en el mercado negro. La mayoría de las veces, me cargaba un saco a la espalda e iba de pueblo en pueblo, mendigando para mis niños. Eran tiempos de miseria, y metía en el saco cuanto podía encontrar.

En ocasiones, pedía permiso a un molinero para barrer el suelo de su granero, y lo que recogía lo metía en mi saco. Otras veces, me iba a las casas de campo, donde los campesinos trillaban el grano con nuestros anticuados trillos tirados por asnos, y les pedía que me dejasen barrer la era cuando hubiesen terminado la trilla.

De vez en cuando, me llevaba a un par de chicos mayores para que me ayudasen a llevar el saco. Y, de tarde en tarde, cuando tenía algún dinero y esperaba traer algo, me llevaba uno de esos carritos de los que tira un asno. Pero, como no tenían ningún borrico, los chicos y yo tirábamos del carro por los caminos, yendo de granja en granja.

Y así, a pesar de todo, logramos sobrevivir. Por la mañana, procuraba dar a los chicos una taza de café con leche, y, a veces, un mendrugo de pan para mojar en aquél. Al mediodía, garbanzos machacados o sopa de alubias, que espesaba con harina, si la tenía. Por la noche, les dábamos lo que habíamos podido encontrar. Y cuando no habíamos encontrado nada…, bueno, les dábamos la única cosa que teníamos: una oración a recitar.

Para la ropa, me iba a Sevilla y a Córdoba, y mendigaba retales y cáñamo a los comerciantes. Con esto, confeccionábamos delantales y alpargatas, y procurábamos dar a cada niño uno de aquéllos y un par de éstas todos los años. Las niñas mayores y las monjas cuidaban de la confección y entregaban las prendas el día de Navidad. Imposible pensar en que unos niños aprovechasen los delantales de otros. Cuando llegaba Navidad, los delantales se caían en jirones. Apenas si servían para trapos.

Así llegué a reunir unos seiscientos niños. Setenta y cinco de ellos, aproximadamente, eran huérfanos y vivían con nosotros. Los demás venían por la mañana y se marchaban por la tarde. Las monjas y yo les enseñábamos lo que sabíamos. No era mucho. Pero era cuanto podíamos hacer.

Un día, vino a verme Ángeles Benítez. Yo tenía ya a una de sus hijas, Carmela. Las otras trabajaban. Traía consigo un chiquillo que lloriqueaba y arrastraba los pies.

—No tiene qué comer, don Carlos —se lamentó—. Acéptelo. Tal vez podrá hacer algo de él. Se llama Manolo.

Era un niño tímido, que solía andar cabizbajo y arrastrando los pies. Empezaban ya a llamarle El Renco, como habían llamado a su padre y a su abuelo. Los mocos fluían de su nariz como de una espita, y allí se quedaban colgando hasta que se los sacaba una de mis monjas.

Desde el primer día, se hizo popular entre los chicos. Por la mañana, durante el período de ejercicio, se decían en voz baja: «¡Ha llegado El Renco!» Yo recorría con la mirada las hileras de rostros vueltos hacia mí, hasta que tropezaba con el suyo, con los eternos mocos fluyendo de su nariz y una franca y curiosa sonrisa en su carita.

Con frecuencia pensaba en lo bueno que era Dios, al hacer que aquellos chiquillos pudiesen sonreír. En aquellos tiempos, tenían pocos motivos de que alegrarse. La razón de que Manolo no pudiese comer era que estaba ya medio muerto de hambre, y el hambre le daba tales calambres en el estómago que el acto de comer le resultaba una tortura. ¡Dios mío! En aquel entonces teníamos muchos como él. Siempre hubo hambre en nuestra nación, pero aquellos años fueron los más terribles de nuestra vida.

Aquellos años habían de ser llamados más tarde, por los que los vivieron y sobrevivieron, «los años del hambre». Los hombres y la Naturaleza parecían haberse confabulado para producir el hambre terrible y brutal que azotó los pueblos de Andalucía en los años 1940 y 1941. Día tras día, un sol cegador se cernía en un cielo liso y azul, agostando el paisaje hasta que los fértiles campos andaluces parecieron morir por falta de agua.

Los primitivos sistemas de irrigación de la zona habían sido inutilizados por la guerra, y los campesinos tenían que contemplar, con rabia impotente, cómo las aguas que hubieran podido salvar sus cosechas bajaban libremente por el Guadalquivir, desde Sierra Morena hacia el mar. La desenfrenada venganza de la milicia roja que, en 1936, se había apoderado de la zona circundante de Palma, se había cebado sobre todos los medios mecanizados de las grandes haciendas de la región. Tractores, segadoras y trilladoras mecánicas habían sido destruidos por aquellos hombres, convencidos de que eran parte de la causa de sus desdichas. Las máquinas destruidas no podían ser remplazadas. Faltaban piezas de recambio. Y también se carecía de gasolina para los pocos vehículos que se habían librado del desastre. Tampoco había mulos ni caballos de labranza. Habían sido muertos a millares durante la guerra, para alimentar a los ejércitos combatientes.

La tierra reseca tenía que ser roturada por hombres que tiraban de los arados destinados a los caballos y a los bueyes. Pero incluso faltaban hombres, encerrados en los campos de prisioneros o sacrificados para siempre en el conflicto que acababa de terminar. Sin maquinaria, sin abonos, incluso sin brazos bastantes, la agricultura andaluza había vuelto, según dijo un terrateniente, «a los años de la Edad Media».

Únicamente los olivos, endurecidos por las sequías de siglos remotos, siguieron produciendo. Pero su fruto, recogido bajo la mirada vigilante de la Guardia Civil, era absorbido por la organización de abastecimientos del Estado. Esta organización distribuía a su vez una pequeña parte de la cosecha a los molineros de aceite de la localidad, para atender a las necesidades del racionamiento de Palma.

Naturalmente, en estas circunstancias floreció el estraperlo. Sus agentes ponían tarifas exorbitantes a sus artículos. El aceite de oliva llegó a ser tan caro que se medía, no por botellas, sino a cucharadas. Una cucharada se vendía en Palma por dos pesetas, poco menos de la mitad del jornal de un peón. Un chiste cruel ilustra la situación creada en Andalucía por la carestía de tos alimentos. Un muchacho fue a ver a un estraperlista y le pidió «una peseta de aceite de oliva». El estraperlista le ofreció una mancha que llevaba en la camisa. Un kilo de pan se pagaba a un precio catorce veces superior al legal. Una cucharada de azúcar costaba seis pesetas, más de lo que ganaba en un día un trabajador del campo.

Como había ocurrido durante siglos, las desdichas de Andalucía se cebaban más cruelmente en tos menos preparados para soportarlas: tos campesinos sin tierra. Durante aquellos años, y siempre que los agostados campos necesitasen trabajadores, el jornal corriente era de cinco pesetas, cantidad que hacía que el mercado negro fuese inaccesible a los pobres de Palma.

Éstos, desesperados, tuvieron que acudir a otros recursos. En la Plaza de Abastos, mercado cubierto de Palma, apareció un nuevo artículo para el consumo de los pobres del pueblo: la hierba. Hierbas cortadas de noche en las márgenes del Guadalquivir y que se preparaban cociéndolas en enormes ollas. Los más afortunados añadían a esta verde y viscosa masa unas gotas de aceite o la pata de un gato o de un perro extraviado; hasta que llegó un día en que no quedaron perros ni gatos vagabundos en las calles de Palma del Río. Tanto se extendió el consumo de hierba en aquellos años que un servicio de la Policía, realizado en Córdoba en 1941, descubrió trescientos cincuenta y siete vendedores ambulantes de hierba en el mercado de la ciudad. Pero no fue la hierba el único alimento proporcionado por los espacios abiertos de Andalucía. La tagarnina, especie de dura y amarga coliflor silvestre, y el cardo, fueron también a parar a las ollas de los pobres. Las bellotas se molían y empleaban para elaborar un brebaje que se tomaba en vez de café. Hojas secas y mondaduras de patata remplazaban a) tabaco.

Con esta dieta, luchaban por sobrevivir los pobres de Palma, como los de otros millares de pueblos españoles. Niños desnutridos, que todavía no estaban en edad de andar, menudeaban en los portales de Palma, hinchado el vientre por el hambre y mirando con ojos suplicantes a la gente que pasaba. El médico asignado por Auxilio Social al cuidado de los pobres de Palma no había de olvidar jamás las hileras de viejos enfermos que hacían cola ante su puerta, buscando un socorro que no podía darles. Dilatado el estómago y debilitada la mente por el hambre, no podían comprender que se estaban muriendo por falta de alimentación. «¿Qué podía yo decirles? ¿Qué podía yo decirles?», explicaba el médico más tarde.

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