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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (27 page)

En realidad, aquel médico sólo tenía tres remedios en su armario: aspirina, doginal —un desinfectante francés que servía para todo— y unas cuantas ampollas de morfina que guardaba como oro en paño.

Y en Palma no había hospital. Los enfermos graves no tenían más remedio que trasladarse a Córdoba de la manera que fuese, si querían gozar de los cuidados hospitalarios.

Y así, casi a diario, las campanas de la chamuscada torre de la iglesia de la Asunción tocaban a muerto, pregonando el fallecimiento de otro palmeño. Y era cosa corriente ver a don Carlos Sánchez corriendo por los empedrados callejones para llevar a la cabecera de los moribundos el único sucedáneo que podía ofrecerles de la comida y de las medicinas inexistentes: la milagrosa imagen de la Virgen de Belén, patrona de Palma, montada en una capillita de cristal, ante la cual habían orado tantas generaciones de palmeños.

El índice de mortalidad alcanzó su máximo durante el invierno y la primavera de 1940-1941.

El hambre se cobró tantas víctimas durante aquel período que, para evitar hacer alusiones al hambre, los funcionarios de los Ayuntamientos andaluces empezaron a registrar las defunciones como causadas por pulmonía.

R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ

Usted no puede comprenderlo, si nunca ha pasado hambre. Incluso ahora me echo a llorar cuando pienso en el hambre que pasamos después de la guerra. Entonces, era también lo único que podíamos hacer: llorar. Llorábamos al acostarnos, porque no habíamos comido, y llorábamos porque nos dolía el estómago hasta el punto de no poder sostenernos de pie. Llorábamos y llorábamos, porque no podíamos hacer otra cosa, y, menos que nada, comer. En aquellos tiempos, la gente se caía al suelo y se moría en las calles de Palma. Les veíamos tirados en el suelo, con los vientres hinchados. Se morían por falta de comida, pero tenían hinchado el vientre como si hubiesen comido demasiado. Pasamos muchos momentos amargos en la vida, pero ninguno como aquellos días de hambre de después de la guerra.

Recién terminada la guerra, y cuando nosotros habíamos regresado de Pueblonuevo del Terrible, detuvieron a mi padre y se lo llevaron a Córdoba junto con otros hombres de Palma. Mi madre y yo tuvimos que cuidar de la familia. Encarna vigilaba a los pequeños mientras nosotras trabajábamos. Mi madre encontró una nueva vivienda para nosotros en la calle de Belén, cerca de la calle Ancha, donde habíamos vivido antes de la guerra. Era más barata porque no tenía pozo. Teníamos que ir a buscar el agua al río con una jarra. Trasladamos allí los muebles que teníamos en la calle Ancha: la mesa, las sillas y la cama grande, donde dormía mi madre con Manolo.

Había un fogón, como en la otra casa. Mi madre cocía en él lo que podíamos conseguir para comer. Había racionamiento de comida, pero, ¿de qué servía si no lo daban? Los ricos lo compraban todo, como habían hecho siempre, y nada quedaba para nosotros. Recorríamos los campos de las márgenes del río, cogíamos hierba y la comíamos.

Mi madre se pasaba todo el día trabajando. Trabajaba el mismo número de horas que había trabajado mi padre antes de la guerra. Hacía cualquier clase de trabajo. Si lo había en el campo, se marchaba al campo. En la época de la cosecha de la aceituna, recogía aceitunas. Si encontraba ropa para lavar, lavaba. Había días que trabajaba catorce horas, lavando arrodillada en las piedras de la orilla del río. Cuando volvía a casa, tenía las manos rojas, hinchadas y llenas de cortes, y le sangraban las rodillas de estar arrodillada todo el día.

Mi madre era bonita. Era menuda, pero muy vivaracha. También era vigorosa, y nunca había estado enferma. Pero la agotó lo mucho que tuvo que trabajar después de la guerra para mantenernos. Recuerdo que en aquel tiempo estaba muy delgada. Se marcaban sus huesos debajo de la piel y su cabello había encanecido. También su piel parecía adquirir un color gris. Era una imagen de dolor y de hambre.

Por fin llegó el momento en que no hubo trabajo alguno en Palma. No teníamos dinero, ni nada que comer, salvo puñados de hierba. Mi madre resolvió, pues, llevarnos a un lugar, a quince kilómetros de Palma, donde mi abuelo trabajaba de guardián. Fuimos caminando. Empleamos en ello toda la mañana, porque los pequeños estaban tan débiles que no podían andar de prisa. Mi madre cocinaba para su padre y le lavaba la ropa. Nosotros cogíamos cardos en los campos próximos al lugar donde vivíamos, y mi madre los cocía en una olla. Nos echábamos sobre la olla como cuervos hambrientos. En ocasiones, peleábamos para rebañar la olla con la cuchara. A mi madre se le escapaban las lágrimas cuando nos veía luchar de esta manera. De haber podido, se habría arrancado la piel para darnos de comer.

Un día, hallándonos en casa de mi abuelo, mi madre cayó enferma. Se encontró mal y no pudo levantarse. Siempre había sido vigorosa, pero, aquella mañana, no pudo levantarse de la cama. Por último, lo hizo, pero cayó al suelo. Perdió el conocimiento. Volvieron a acostarla en su cama, y ya no pudo levantarse más. Cada vez que trataba de hacerlo, caía de espaldas en el lecho.

Mi abuelo resolvió llevarla a Palma en una carreta de la finca, tirada por un buey. Amontonamos paja en la parte de atrás y la recostamos en ella. Cargamos también todas las cosas que teníamos y los chicos caminamos detrás de la carreta que llevaba a mi madre.

Por la mañana se encontró peor, y fui a avisar al médico de Auxilio Social, don Rafael, el único que visitaba sin cobrar. No podíamos acudir a otro porque éramos pobres. Pero aquellos días había tantos enfermos en Palma que don Rafael no pudo venir. Dijo que vendría al día siguiente, si mi madre seguía enferma. Pero tampoco vino.

Por último, vino a los seis días. Mi madre estaba mucho peor. Tenía fiebre y estaba tan débil que no podía levantar los brazos. Ahora comprendo que se había agotado cuidando de nosotros, luchando por mantenernos vivos. No había nada que hacer. Pero en aquel entonces yo pensaba que sólo estaba enferma.

Don Rafael la miró largo rato y suspiró. Le hizo algunas preguntas y me dio un pedazo de papel. Había que entregar este papel en el Ayuntamiento, y allí me darían la medicina sin cobrar. Era aspirina. En aquellos tiempos no había antibióticos, ni penicilina, ni nada de todo esto. No había nada; ni siquiera en las grandes ciudades; ni siquiera en Madrid.

Al día siguiente, mi madre se puso peor. Fui a ver a don Rafael y le pedí que enviase a mi madre al hospital de Córdoba. Me respondió que estaba demasiado débil para tomar el tren. La única manera de llevarla era en una ambulancia; pero el Ayuntamiento hubiera tenido que pagar por ésta. Bueno, ya sabe usted cómo estaban las cosas poco después de la guerra. Mi padre había sido detenido. ¿Cómo podía el Ayuntamiento pagar una ambulancia para mi madre?

Aquella noche, a eso de las cinco, mi madre empeoró todavía más. Yacía en la cama, jadeante
y
febril. Todos estábamos allí: sus hijos, tía Carmen y tía Antonia. La habitación olía a cuerpo enfermo. Hacía mucho calor y esto hacía que la habitación hediese todavía más.

Encendí unos cirios que me dieron en la iglesia, y nos pusimos todas a rezar el Rosario. Mi madre sabía que se estaba muriendo. Lloraba un poco, pero sólo un poco, porque estaba demasiado débil para llorar mucho. Apenas si podía hablar. Murmuraba una y otra vez: «¿Qué va a ser de mis hijos? ¿Qué va a ser de mis hijos?»

Estábamos todos a su alrededor, y no dejaba de mirarnos. Manolo era tan pequeño que apenas asomaba la cabeza sobre el borde de la cama. También él lloraba, pero sin saber que su madre se estaba muriendo. Mi madre me miraba y se le saltaban las lágrimas. Creo que no sufría, pero estaba tan agotada por el trabajo, tan exhausta, que nada quedaba en su interior. Lo había gastado todo. Estiró la mano sobre la cama, hacia donde yo me hallaba. Yo la cogí. No tenía en ella ninguna fuerza, en aquella mano que tanto había trabajado. Yo se la sostenía, para que no cayese sobre la sábana.

Al cabo de un rato, murmuró: «Angelita, Angelita, te confío a tus hermanos. Tendrás que hacerles de madre». Minutos más tarde había muerto, y sólo permanecía en ella la expresión cansada de su rostro. Tenía treinta y seis años.

Llevamos a los tres pequeños a la casa de mi abuela, y yo me quedé junto a mi madre. Su hermana, tía Carmen, se quedó conmigo. Teníamos que disponerlo todo para el entierro. Aquel año, se había hecho un vestido nuevo de color azul oscuro. El azul era el color predilecto de mi madre, y se había hecho aquel vestido para llevarlo en la fiesta de la patrona. Ésta se celebraría dentro de dos semanas. Tuvimos que ponerle el vestido azul, porque era el único que tenía. Había muerto en su vestido negro de trabajo. Cuando la hubimos vestido, la tendimos en la cama. Descolgué el crucifijo de madera de la pared y lo puse entre sus manos. La velamos toda la noche, rezando y pasando el Rosario. Las mujeres estaban arriba, en su cuarto, y los hombres abajo, en el patio. Ésta es la costumbre en Andalucía. Todos se lamentaban y encomiaban la bondad de mi madre. Todos la querían.

En general, por la mañana suele servirse café o algo parecido a los que han velado toda la noche al difunto. Es tradicional. Pero nosotros no teníamos nada que ofrecerles. Lo único que podíamos hacer era darles las gracias por haber acompañado a mi madre durante toda la noche.

Por la mañana, trajeron el ataúd de la carpintería. Se trataba de una caja de madera, de esas que se dan siempre a los pobres que no pueden pagar. Yo puse en su interior el pañuelo de colores de Toledo que mi madre solía colgar en nuestro balcón al paso de la procesión de la patrona. Después, colocamos a mi madre en la caja y yo la envolví con el pañuelo. Por último, los hombres, mis dos tíos, entraron en el cuarto para llevársela al cementerio. Aquí, las mujeres no van al cementerio. Besé a mi madre por última vez. Mis tíos cerraron la caja. Después la cargaron en un carrito tirado por un asno y se la llevaron.

Aquella tarde, Angelita Benítez, siguiendo la rigurosa costumbre andaluza, blanqueó la casa de la difunta, la choza de una sola habitación donde había muerto su madre. Después fue a casa de su abuela a buscar a sus hermanos, Encarna, Pepe, Carmela y Manuel, el más pequeño, que había cumplido cinco años dos días antes de la muerte de su madre. Su tía Carmen ayudó a Angelita a llevarlos a casa. Después los dejó solos, porque Angelita le dijo que ya sabía que su tía «tenía su propia familia a quien cuidar y debía volver a su casa».

Angelita vio desaparecer a su tía por la escalera de su mísera choza. Cerca de ella, sobre la cama en que había muerto su madre, sus hermanitos se abrazaban asustados y llorosos. Angelita tenía dieciséis años. Ahora se encontraba sola en un mundo hambriento y con una promesa que cumplir, la promesa que había hecho a su madre moribunda, una promesa simbolizada por los cuatro niños que lloraban a su lado.

Por la noche, mientras Angelita vertía las últimas lágrimas de su dolor, sus tíos fueron a la oficina del Registro Civil, en el Ayuntamiento de Palma del Río. Allí, tal como exige la ley, hicieron constar el fallecimiento, a las seis de la tarde del día 7 de mayo de 1941, de Ángeles Clara Benítez, de treinta y seis años de edad. A esa sencilla declaración añadieron una última frase, un epitafio a la vida de miseria de Ángeles Benítez: «No tiene testamento».

Capítulo 5

La corrida (III)

U
n ruido agudo y zumbón brotó de millares de labios fruncidos. Salió de todos los rincones de Las Ventas, desde la última fila de los tendidos hasta el círculo de asientos de barrera cubierto con una hilera de paraguas; una cascada ruidosa, tan corriente en las plazas de toros como los toques de trompeta o la chispeante alegría de un pasodoble. Era el silbido de disgusto que señalaba la entrada en el ruedo de dos hombres montados a caballo. Habían sido llamados en el mismo momento en que El Cordobés daba el último lance con la capa en el centro de la plaza.

Cuando hubieron traspasado el portón, abierto para darles paso, un picador torció hacia la derecha y el otro a la izquierda. Sus jamelgos avanzaban inseguros, circundando el ruedo cerca de las tablas. Como es de rigor, los caballos llevaban cubierto el ojo derecho con una venda y sus flancos se cubrían con el peto acolchado, de doce kilos de peso.

Los picadores se tocaban con el clásico castoreño y vestían chaquetilla bordada, con recios pantalones de gamuza, que dejaban al descubierto parte de las defensas metálicas, sujetas a las pantorrillas. La suela de sus gruesas botas era también metálica. Cada uno de ellos empuñaba en la diestra el instrumento de su oficio, la puya, un palo de madera, de dos metros y medio de longitud, rematado por un cono invertido, de acero, de doce centímetros de circunferencia en su parte superior y cuya buida punta mide dos centímetros y medio. La tarea de esos hombres es, sin duda, la más ingrata de los que intervienen en la lidia de reses bravas y su «cosecha» de broncas es siempre la más abundante.

Completamente indiferentes a las burlas y los denuestos del público, siguieron avanzando, sólidamente pegadas las nalgas a sus monturas. A fin de cuentas, aquel ruido era el acostumbrado saludo con que eran recibidos aquellos hombres, la versión moderna de las burlas que, con terrible regularidad, habían tenido siempre que aguantar los que practicaban tan desagradable oficio.

Brutal, sangrienta y sin gracia, su tarea constituía una fea intrusión en un espectáculo que pretendía tener la belleza por objeto. Era el acto más criticado, más censurado y, quizá, menos comprendido, del ritual de la lidia. Con los años, había dado pie a bibliotecas enteras de publicaciones de protesta por parte de las sociedades protectoras de animales. Los anglosajones se mareaban al verlo, horrorizados por los sufrimientos, reales e imaginarios, de los caballos de los picadores. Los españoles sufrían con ellos, no por el dolor que el acto podía causar a los caballos, sino por los abusos que a menudo se cometían con el toro. Y, sin embargo, la tarea del picador es de vital importancia; sin ella, el hombre a pie sería incapaz de librar su combate con el toro.

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