Oceánico (14 page)

Read Oceánico Online

Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

A lo largo de meses, en una serie de clases, Helen lo había transportado a través de una pequeña parte del siglo de física que los había separado en su primer encuentro, descendiendo a las estructuras puramente algebraicas que yacían bajo el espaciotiempo y la materia. Las matemáticas catalogaban todo lo que no era contradictorio en sí mismo; dentro de un enorme inventario, la física era una isla de estructuras lo suficientemente rica como para contener a sus propios espectadores.

Robert se quedó sentado y revisó mentalmente todo lo que había aprendido, tratando de capturar tanto como podía en una única imagen. Mientras lo hacía, una parte de él esperaba temeroso una sensación de decepción, una sensación de anticlímax.
Ya no podría ver con más profundidad en la naturaleza del mundo. Al menos en esta dirección no había nada más por descubrir.

Pero el anticlímax era imposible. Hastiarse de
esto
era imposible. No importaba cuán familiarizado pudiera llegar a estar con el álgebra del universo, nunca se volvería menos maravillosa.

—¿Hay otras islas? —preguntó por fin. No simplemente otras historias compartiendo el mismo fundamento subyacente, sino otras realidades nuevas por completo.

—Así lo sospecho —respondió Helen—. Han cartografiado algunas posibilidades. No obstante, no sé cuánto de todo eso podrá llegar a ser confirmado alguna vez.

Robert sacudió la cabeza, satisfecho.

—Ni pensaría en eso. Necesito bajar a la Tierra durante un rato. —. Extendió sus brazos y se recostó, todavía sonriendo.

—¿Dónde está Luke hoy? —dijo Helen—. Habitualmente aparece en este momento para llevarte afuera hasta el amanecer.

La pregunta desvaneció la sonrisa en la cara de Robert.

—Aparentemente yo era una compañía bastante pobre. No era lo bastante fanático por el fútbol y los dardos.

—¿Te dejó? —Helen se inclinó hacia él y apretó su mano con simpatía. También un poco burlonamente.

Robert se sentó fastidiado; ella nunca decía nada pero él siempre sentía que lo estaba juzgando.

—Tú crees que debería madurar, ¿no? Encontrar a alguien más parecido a mí. Algún tipo de
alma gemela.

Quiso que la expresión sonara burlona pero salió de un modo bastante distinto.

—Es tu vida —dijo ella.

Un año antes habría sido una reivindicación risible, pero ahora casi era verdad. Había una moratoria
de facto
en el procesamiento mientras la evidencia genética y neurológica recientemente reunida era evaluada por un subcomité parlamentario. Robert había ayudado a plantar las semillas de la campaña pero no tenía un parte real en ella; otras personas habían tomado la causa. En cuestión de meses, era posible que la jaula de Quint estuviera desarticulada, al menos para Gran Bretaña.

La perspectiva le dio vértigo. Pudo haber quebrado las leyes en cada oportunidad, pero estas todavía lo regían. Puede que la jaula no lo hubiera dejado lisiado, pero se engañaría si negaba que lo había debilitado.

—¿Es eso lo que sucedió en tu pasado? —dijo—. ¿Terminé teniendo una… pareja para toda la vida? —Cuando pronunció las palabras se le secó la boca y, de pronto, sintió miedo de que la respuesta fuera sí.
Con Chris. La vida que se había perdido era una vida de felicidad con Chris.

—No.

—Entonces… ¿qué? —suplicó—. ¿Qué hice? ¿Cómo viví? —se sorprendió a sí mismo, repentinamente consciente, pero agregó—: No puedes reprocharme ser curioso.

—No quieras saber lo que no puedes cambiar —dijo Helen delicadamente—. Ahora todo eso es parte de tu propio pasado causal, tanto como lo es del mío.

—Si es parte de mi propia historia —la contrarió Robert—, ¿no merezco saberlo? Este hombre no era yo, pero él te trajo hasta mí.

Helen lo consideró.

—¿Aceptas que él era alguien distinto? ¿No alguien de cuyas acciones tú fueras responsable?

—Por supuesto.

—Hubo un juicio, en 1952 —dijo ella—. Por «Indecencia Flagrante contraria a la Sección 11 del Acta de Enmienda Criminal de 1885». No fue a prisión, pero la corte ordenó tratamientos con hormonas.


¿Tratamientos con hormonas?
—rió Robert—. ¿Con qué… testosterona, para hacerlo más hombre?

—No, estrógeno. En los hombres reduce el impulso sexual. Hay efectos colaterales, por supuesto. Ginecomorfismo, entre otras cosas.

Robert se sintió físicamente enfermo.
Lo habían castrado químicamente, con drogas que le habían hecho brotar pechos
. De todos los abusos bizarros a los cuales había sido sometido, nada había sido tan horrible como eso.

—El tratamiento duró seis meses —continuó Helen—, y los efectos fueron todos temporarios. Pero dos años más tarde, se quitó la vida. Nunca quedó muy claro exactamente por qué.

Robert absorbió esto en silencio. No quiso saber nada más.

Después de un rato dijo:

—¿Cómo lo soportas? ¿Saber que en una rama u otra, una forma posible de humillación está siendo inflingida a alguien?

—Yo
no lo soporto
. Lo cambio. Ése es el motivo por el cual estoy aquí.

Robert inclinó su cabeza.

—Lo sé. Y estoy agradecido que nuestras historias tropezaran. Pero… ¿cuántas historias no lo hacen? —Luchó en busca de un ejemplo, aunque era casi demasiado doloroso de contemplar; desde su primera conversación, fue un tema que deliberadamente se había sacado de la cabeza—. No hay sólo un Auschwitz inmodificable en cada uno de nuestros pasados, hay un número astronómico… junto con un número astronómico de cosas que son todavía peores.

—Eso no es verdad —dijo Helen sin rodeos.

—¿Qué? —Robert levantó la vista hacia ella, impresionado.

Ella se dirigió hacia la pizarra y la borró.

—Auschwitz ha sucedido, para los dos, y nadie de quien yo sea consciente lo ha impedido alguna vez… pero eso no quiere decir que
nadie
lo detenga, en ningún lugar. —Comenzó a dibujar una red de líneas delgadas sobre la pizarra—. Tú y yo tenemos esta conversación en incontables microhistorias, secuencias de hechos donde varias cosas diferentes suceden con las partículas subatómicas a lo largo del universo, pero eso es irrelevante para nosotros, no podemos decir qué hilos son los que se separan, así que también podríamos tratarlos a todos como una historia. —Presionó la tiza hacia abajo lo suficientemente fuerte como para hacer una raya gruesa que cubría todo lo que había dibujado—. Los que trabaja en la decoherencia cuántica lo llaman «precisión promediada». Sumar todos estos detalles indistinguibles es lo que eleva a la física clásica al primer lugar.

»Ahora bien, «nosotros dos» nos habremos encontrado primero en muchas historias cuya «precisión promediada» es perceptiblemente diferente y, después de eso, tú has divergido al tomar elecciones diferentes y experimentado posibilidades externas distintas, después de estos hechos. —Helen dibujó dos cintas de historias de precisión promediada, y luego mostró a cada historia divergiendo más lejos.

»La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto sucedieron en
nuestros
pasados, pero no hay prueba de que el total sea tan vasto que pueda ser infinito. Recuerda, lo que nos impide intervenir con éxito es el hecho de que llegamos a retroceder hasta un punto donde algunas de las intervenciones paralelas comienzan a morderse su propia cola. Entonces cuando fracasamos, no se puede contar por dos veces; sólo se trata de confirmar lo que ya sabíamos.

—Pero, ¿qué sucede con todas las versiones de la Europa de los ’30 que no tuvieron lugar ni en tu pasado ni en el mío? —protestó Robert—. Sólo porque no tenemos evidencia directa de un Holocausto en esas ramas eso difícilmente lo haga improbable.

—No improbable
per se
, sin intervención —dijo Helen—. Pero tampoco fijo como una piedra: Seguiremos intentándolo, refinando la tecnología, hasta que podamos alcanzar ramas que no se superpongan con nuestro pasado en los ’30. Y debe haber otras cintas separadas de intervención que suceden en historias que nunca jamás podremos conocer.

Robert estaba exaltado. Se imaginó a sí mismo aferrado a una piedra de improbable buena suerte en un mar infinito de sufrimiento, luchando para fingir, por el bien de su propia cordura, que la piedra era todo lo que había. Pero lo que yacía a su alrededor era inevitablemente peor; era desconocido. A su tiempo, incluso podría tener parte al asegurar que cada última tragedia
no
se repetiría en miles de millones de mundos.

Volvió a examinar el diagrama.

—Lo pesco. Sin embargo, la intervención no termina en divergencia, ¿no es cierto? Tú
nos
alcanzaste hace un año, pero en al menos algunas de las historias que se irradiaron a partir de ese momento, ¿no habremos sufrido todo tipo de desastres y reaccionado con todas las formas posibles de autodefensa?

—Sí —concedió Helen—, pero muchas menos de lo que podrías pensar. Si simplemente haces una lista de cada secuencia de hechos que superficialmente parecen tener una probabilidad que no es igual a cero, terminarás con un catálogo asombroso de tragedias absurdas. Pero cuando calculas todo con más cuidado, y tomas en cuenta los efectos en escala Planck, resulta que ningún lugar es tan malo.
No
hay historias de precisión promediada donde las piedras se reconstruyan a partir del polvo y la lluvia del cielo, o todos en Londres o Madras enloquezcan y maten salvajemente a sus hijos. La mayoría de los sistemas macroscópicos terminan siendo bastante fuertes, incluidas las personas. A través de las historias, el rango de desastres naturales, estupidez humana y simple mala suerte no es aplastantemente mayor que el rango del que eres consciente en esta única historia.

—¿Y eso no es lo suficientemente malo? —rió Robert.

—Oh, lo es. Pero eso es lo mejor sobre la forma que tomé.

—¿Disculpa?

Helen inclinó su cabeza y lo contempló con expresión de decepción.

—Sabes, todavía no eres tan rápido como yo esperaba.

El rostro de Robert se puso colorado, pero entonces comprendió qué había pasado por alto y el resentimiento se desvaneció.


¿No diverges?
¿Tu hardware fue diseñado para terminar el proceso Tu medio ambiente, tu entorno, si bien te dividirás en diferentes historias… en un nivel de precisión promediada, ¿no contribuirás al proceso tú misma?

—Es correcto.

Robert se quedó sin palabras. Incluso después de un año, ella todavía podía lanzarle una granada de mano como ésta.

—No puedo ayudar a vivir en muchos mundos —dijo Helen— eso está más allá de mi control. Pero sé que soy
una
persona. Enfrentada con una opción que me pone en el filo de un cuchillo, sé que no me dividiré y tomaré todos los caminos.

Robert se abrazó, sintiendo repentinamente frío.

—Como hago yo. Como siempre hice. Como hicimos todos nosotros, pobres criaturas de carne.

Helen se sentó a su lado.

—Incluso eso no es irrevocable. Una vez que tomaste esta forma, si es lo que has elegido, puedes encontrar tus otros yo, revertir la dispersión. Ofrecen a algunos la oportunidad de deshacer lo que hicieron.

Esta vez Robert comprendió lo que significaba en el acto.

—¿Juntarme a mis yo? ¿Hacerme uno entero?

—Si eso es lo que quieres. Si lo ves de esa manera. —Helen se encogió de hombros.

La miró nuevamente, desorientado. Tocar los cimientos de la física era una cosa, pero esta posibilidad ya era demasiado.

Alguien golpeó en la puerta del estudio. Los dos intercambiaron miradas cautas, pero no era Quint en busca de más castigo. Era el conserje trayendo un telegrama.

Cuando el hombre se hubo ido, Robert abrió el sobre.

—¿Malas noticias? —preguntó Helen.

El negó con la cabeza.

—No fue una muerte en la familia, si es eso a lo que te refieres. Es de John Hamilton. Está desafiándome a un debate. Sobre el tema «¿Puede pensar una máquina?».

—¿En alguna actividad universitaria?

—No. En la BBC. Dentro de cuatro semanas. —Alzó la mirada—, ¿Qué piensas que debería hacer?

—¿En radio o en televisión?

Robert volvió a leer el mensaje.

—Televisión.

—Precisamente. Te daré algunos consejos. —Sonrió.

—¿Sobre el tema?

—¡No! Eso sería tramposo. —Le clavó los ojos, evaluándolo—, puedes comenzar tirando tu afeitadora eléctrica. Sácate esa sombra permanente de las cinco de la tarde.

—Algunas personas la encuentran bastante atractiva —Robert se

sintió herido.

—Confía en mí en esto —respondió firmemente Helen.

La BBC envió un automóvil para llevar a Robert hasta Londres. Helen se sentó a su lado en el asiento trasero.

—¿Estás nervioso? —preguntó ella

—Nada que no cure una hora de vómitos.

Hamilton había sugerido una emisión en vivo «para mantener las cosas interesantes», y el productor había estado de acuerdo. Robert nunca había estado en la televisión; había tomado parte en un par de discusiones radiales sobre el futuro de la computación, cuando el Mark I comenzaba a emplearse, pero incluso aquellas habían sido grabadas.

Al principio lo había sorprendido la elección del tema por parte de Hamilton, pero en retrospectiva le parecía bastante astuto. Un debate sobre la afirmación «La ciencia moderna es obra del diablo» habría despertado rugidos de risa en todos salvo en la audiencia más piadosa, mientras que la declaración puramente metafórica «La ciencia moderna es un pacto fáustico» habría provocado que toda la audiencia asintiera sabiamente, mientras no captaba ninguna implicancia. Si uno no se toma los terribles cuentos de hadas literalmente, todo es un «Pacto Fáustico» en un sentido bastante aguado: todo tiene un potencial aspecto negativo, y esto es tan inútil de afirmar como fácil de demostrar.

Sin embargo, Robert se topó con una incredulidad considerable cuando explicó a los periodistas hacia dónde llevaba su investigación. Hasta la fecha, la prensa lo había tratado como una suerte de excéntrico Edison británico, prolífico en invenciones de utilidad indudable, y nadie parecía encontrar alarmante o sorprendente que también fuera, para ser sinceros, un poco tarambana. Pero Hamilton tendría su oportunidad para explotar, y reforzar, esa percepción. Si Robert insistía en defender su objetivo de crear máquinas inteligentes, no como un pasatiempo sugerido por una firma de relaciones públicas para hacerle parecer simpáticamente extravagante, sino como la reivindicación definitiva de la ciencia materialista y el punto final lógico de la mayor parte del trabajo de su vida, Hamilton podría tener éxito esa noche al arrojar dudas sobre todo lo que había hecho Robert y sobre todo lo que simbolizaba. Al preguntar, de ninguna manera retóricamente, «¿Dónde terminará todo esto?», estaba invitando a Robert a ir más allá y ahorcarse solo con la respuesta.

Other books

Infinity by Sarah Dessen
The Shibboleth by John Hornor Jacobs
Shadow of Doubt by Melissa Gaye Perez
El sí de las niñas by Leandro Fernández de Moratín
Losing Francesca by J. A. Huss
Veer (Clayton Falls) by Ivy, Alyssa Rose