Oceánico (16 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Si Robert Stoney dice estas palabras,

NO estará diciendo la verdad

Esperó unas pocas pulsaciones, entonces continuó:

—Lo que me gustaría explorar, sin embargo, no es tanto la cuestión de las limitaciones como la de las oportunidades. ¿Cómo es, exactamente, que todos hemos terminado con esta habilidad misteriosa para saber que la afirmación de Gödel es verdad? ¿De dónde proviene esta gran facilidad, esta gran intuición? ¿De nuestras almas? ¿De alguna entidad inmaterial que ninguna máquina podrá poseer jamás? ¿Es esa la única fuente posible, la única explicación concebible? ¿O podría provenir de alguna otra cosa mucho menos etérea?

«Como explicó el profesor Hamilton, creemos que la afirmación de Gödel es verdad porque confiamos en que las reglas de la aritmética no nos llevarán a contradicciones o falsedades. Pero, ¿de dónde proviene la confianza? ¿De donde procede?»

Robert giró la pizarra hacia el lado donde había escrito Hamilton y señaló la regla de cancelación.

—Si
x
más
z
es igual a
y
más
z
entonces
x
es igual a
y.
¿Por qué esto es tan
razonable?
Es posible que no aprendamos a comprenderlo íntegramente hasta que somos adolescentes, pero si le muestran a un niño dos cajas, sin revelarle sus contenidos, y se agregan un número igual de caracoles o piedras o frutas a ambas, y luego dejamos que el niño mire en el interior para ver que ahora cada caja contiene el mismo número de cosas, no requerirá de ninguna educación formal para que el niño comprenda que las dos cajas debían tener el mismo número de cosas al comenzar.

»El niño sabe, todos sabemos, cómo se comporta cierto tipo de objetos. Nuestras vidas están impregnadas de la experiencia de los números enteros: números enteros de monedas, estampillas, piedras, pájaros, gatos, ovejas, ómnibus. Si tratamos de persuadir a un niño de seis años que puedo poner tres piedras en una caja, sacar una de ellas y que queden cuatro… simplemente se reirá de mí. ¿Por qué? No es simplemente que está seguro de que he sacado una de las tres para dejar dos, como en muchas ocasiones previas. Incluso un niño comprende que algunas cosas que parecen confiables a veces fallan: un juguete que funciona perfectamente, todos los días, durante un mes o un año, igual se puede romper. Pero no es aritmética, no saca uno de tres. Ni siquiera se lo puede imaginar fallando. Una vez que se ha vivido en el mundo, una vez que se ha visto cómo funciona, el fracaso de la aritmética se vuelve inimaginable.

»El profesor Hamilton sugiere que esto se debe a nuestras almas. Pero, ¿qué diría sobre un niño criado en un mundo de agua y niebla, que no estuviera acompañado jamás por más de una persona, que nunca le enseñaran a contar con los dedos? Dudo que ese niño tuviera la misma seguridad que tenemos ustedes y yo de la imposibilidad de que la aritmética falle. Desterrar por completo a los números enteros de su mundo requeriría circunstancias muy extrañas y un nivel de privación cercano a la crueldad, pero ¿eso sería suficiente para privar a un niño de su
alma?

»Un computador, programado para ejecutar aritmética como describió el profesor Hamilton, está sujeto a una carencia mucho mayor que ese niño. Si fui criado con mis manos y mis pies atados, con mi cabeza en una bolsa y alguien que me grita órdenes, dudo que tuviera una gran comprensión de la realidad… y sin embargo estaría mejor preparado para la tarea que un computador. Es una gran bendición que una máquina tratada de esa manera no sea capaz de pensar: si pudiera, las condiciones que le impusimos serían criminalmente opresivas.

»Pero eso difícilmente sea una falla del computador, o una revelación de algún defecto irreparable en su naturaleza. Si queremos juzgar el potencial de nuestras máquinas con cierto grado de honestidad, tenemos que ser justos con ellas, no endilgarles restricciones que nunca soñaríamos con imponemos a nosotros. No tiene sentido comparar un águila con una llave de tuercas, o una gacela con una lavadora: nuestros aviones vuelan y nuestros automóviles andan, pero lo hacen de maneras muy diferentes a las de cualquier animal.

»
Sin embargo
es seguramente mucho más difícil lograr estos talentos, y tuvimos que imitar el mundo de la naturaleza. Pero creo que una vez que una máquina se vea dotada con recursos que se parezcan a las herramientas innatas para aprender que nosotros tenemos como derecho de nacimiento, y se vea liberada para aprender de la forma en que aprende un niño, a través de la experiencia, la observación, el ensayo y el error, las corazonadas y los fracasos, en lugar de que les den una lista de instrucciones a las que no tiene otra opción que obedecer, finalmente estaremos en condiciones de comparar en igualdad de situaciones.

«Cuando eso suceda, y podamos encontrarnos, hablar y discutir con estas máquinas (sobre aritmética o sobre cualquier otro tema), no habrá necesidad de tener en cuenta las palabras del profesor Gödel o del profesor Hamilton, o las mías. Las invitaremos a un pub y les preguntaremos en persona. Y si jugamos limpio con ellas, usaremos la misma experiencia y el mismo juicio que usamos con un amigo, huésped o extraño, para decidir si pueden pensar o no».

La BBC dispuso un pródigo surtido de vinos y quesos en una pequeña sala junto al estudio. Robert terminó en una discusión acalorada con Polanyi, que reveló estar firmemente en el lado negativo, mientras Helen coqueteaba descaradamente con el joven amigo de Hamilton, que resultó tener un doctorado en geometría algebraica de Cambridge; debía haberse graduado antes de que Robert regresara de Manchester. Después de intercambiar algunas formalidades corteses con Hamilton, Robert se mantuvo a distancia, sintiendo que otro contacto no sería bienvenido.

Una hora más tarde, sin embargo, después de perderse en un laberinto de corredores en su camino de regreso de los baños, Robert se cruzó a Hamilton sentado a solas en el estudio, llorando.

Casi se apartó en silencio, pero Hamilton levantó la vista y lo vio. Con las miradas encontradas era ya imposible retirarse.

—¿Es por su esposa? —preguntó Robert. Había escuchado que ella estaba gravemente enferma, pero el rumor incluía una recuperación milagrosa. Un amigo de la familia había colaborado con ella un año atrás, y la enfermedad había remitido.

—Está agonizando —dijo Hamilton.

Robert se acercó y se sentó a su lado.

—¿De qué?

—Cáncer de mama. Se extendió a través de su cuerpo. A los huesos, a los pulmones, al hígado. —Sollozó otra vez, un espasmo débil, luego se contuvo enfadado—.
El sufrimiento es el cincel que usa Dios para darnos forma.
¿Qué tipo de idiota saldría con una frase así?

—Hablaré con un amigo —dijo Robert—, un oncólogo del Hospital de Guy. Está haciendo una prueba con un nuevo tratamiento genético.

—¿Una de sus
curas milagrosas
? —Hamilton lo miró fijamente.

—No, no. Quiero decir, sólo muy indirectamente.

—Ella no va tomar su veneno —dijo Hamilton irritado.

Robert casi dijo bruscamente:
¿Ella no lo hará? ¿O usted no la dejará?
Pero era una pregunta injusta. En algunos matrimonios las líneas eran difusas. Pero no le correspondía a él juzgar la forma en que ellos dos enfrentaban esto.

—Partirán para estar con nosotros de una forma nueva, todavía más cercana que antes —Hamilton dijo las palabras como un conjuro de desafío, una declaración de fe que lo resguardaba de la tentación, creyera en ella o no.

Robert se quedó en silencio durante un momento, luego dijo:

—Perdí a alguien muy cercano cuando era un muchacho. Y pensaba lo mismo. Creí que continuaba a mi lado mucho tiempo después de eso. Guiándome. Dándome valor. —Eran palabras difíciles de expresar, no había hablado de esto con nadie durante casi treinta años—. Improvisé una teoría completa para explicarlo, en la cual las «almas» usaban la incertidumbre cuántica para controlar el cuerpo durante la vida y comunicarse con los vivos después de la muerte, sin quebrar ninguna de las leyes de la física. El tipo de cosa con la que un chico de diecisiete años orientado hacia la ciencia probablemente se toparía por casualidad y se tomaría en serio durante un par de semanas, antes de comprender lo insensato que era. Pero tuve una buena razón para no ver las fallas, para aferrarme a eso durante casi dos años. Porque lo extrañaba mucho; me tomó mucho comprender lo que estaba haciendo, cómo me engañaba.

—Si no hubiese tratado de explicarlo —dijo mordaz Hamilton— tal vez nunca lo hubiera perdido. Todavía podría estar con usted ahora.

Robert pensó en eso.

—Estoy contento de que no esté, sin embargo. Sería injusto para ambos.

—Entonces no debe haberlo amado mucho, ¿no? —Hamilton se estremeció. Puso la cabeza en sus brazos—. Sólo lárguese, ahora.

—¿Exactamente qué es necesario para demostrarle que no hice un pacto con el diablo? —dijo Robert.

Hamilton volvió sus ojos enrojecidos hacia él y anunció triunfal:

—¡Nada lo hará! ¡Vi lo que le sucedió al arma de Quint!

—Ese fue un truco de desaparición. Magia de teatro, no magia negra.

—¿Ah, sí? Entonces muéstreme cómo lo hizo. Enséñeme cómo hacerlo, así puedo impresionar a mis amigos.

—Es bastante técnico. Tomaría toda la noche.

Hamilton rió sin humor.

—No puede engañarme. Vi a través de usted desde un principio.

—¿Cree que los rayos x son satánicos? ¿La penicilina?

—No me trate como un estúpido. No hay comparación.


¿Por qué no?
Todo lo que he ayudado a desarrollar es parte del mismo continuo. Leí algunos de sus escritos sobre la cultura medieval, y siempre está regañando a los comentaristas modernos por presentarla como poco sofisticada. Nadie realmente pensaba que la Tierra era plana. Nadie realmente trataba cada novedad como brujería. Entonces, ¿por qué ver mis obras de una manera tan diferente a cómo vería un hombre del siglo catorce a la medicina del siglo veinte?

—Si un hombre del siglo catorce fuera repentinamente enfrentado con la medicina del siglo veinte —respondió Hamilton—, ¿no cree que tendría derecho a preguntarse cómo fue revelada a sus contemporáneos?

Robert se movió incómodo en su silla. Helen no le había hecho jurar que guardaría el secreto, pero estaba de acuerdo con la visión de ella: sería mejor esperar, diseminar el conocimiento que daría fundamento a una comprensión de lo que había sucedido, antes de revelar los detalles del contacto entre ambas ramas.

Pero la esposa de este hombre estaba muriendo innecesariamente. Y Robert estaba cansado de mantener secretos. Algunas guerras lo requerían, pero otras eran mejor ganarlas con honestidad.

—Sé que odia a H. G. Wells —dijo—. Pero, ¿y si estuviera acertado en una pequeña cosa?

Robert le contó todo, disimulando las cuestiones técnicas pero sin omitir nada sustancial. Hamilton escuchó sin interrumpir, atrapado por una suerte de fascinación involuntaria. Su expresión cambió de hostil a incrédula, pero también había indicios de un asombro reacio, como si por fin pudiera apreciar algo de la belleza y la complejidad del cuadro que estaba pintando Robert.

Pero cuando Robert hubo terminado, Hamilton dijo simplemente:

—Usted es un gran mentiroso, Stoney. Pero, ¿qué otra cosa se podría esperar del Rey de las Mentiras?

Robert estuvo de un humor sombrío en el camino de regreso a Cambridge. El encuentro con Hamilton lo había deprimido, y la cuestión de quién había convencido a la nación en el debate parecía remota y abstracta en comparación

Helen había alquilado una casa en los suburbios para evitar el escándalo de convivir con él, aunque las visitas frecuentes a sus habitaciones parecían tener casi el mismo efecto. Robert la acompañó hasta la puerta.

—Creo que salió bien, ¿no? —dijo ella.

—Supongo.

—Me voy esta noche —agregó como por casualidad—. Esta es una despedida.

—¿Qué? —Robert se sobresaltó—. ¡Todo está en el aire todavía! ¡Te necesito!

Ella negó con la cabeza.

—Tienes las herramientas que necesitas, toda la información. Y suficientes colaboradores locales. No hay nada auténticamente urgente que pueda decirte ahora que no puedas descubrir por ti mismo.

Robert le rogó, pero ella no cambió de opinión. El conductor tocó la bocina; Robert le hizo un gesto de impaciencia.

—Sabes, mi aliento se está congelando —dijo él—, y no estás aportando nada. Tendrías que ser más cuidadosa.

—Es un poco tarde para preocuparse por eso —rió.

—¿Adonde regresarás? ¿De vuelta a casa? ¿O a alterar otra rama?

—A otra rama. Pero hay algo que planeo hacer en el camino.

—¿Qué?

—¿Recuerdas que una vez escribiste sobre un Oráculo? ¿Una máquina que podría resolver el problema de la detención?

—Por supuesto. —Dado un dispositivo que puede decir por adelantado si un programa de computador se detendrá o continuará corriendo eternamente, será posible probar o refutar absolutamente cualquier teorema sobre los números enteros: la conjetura de Goldbach, el Ultimo Teorema de Fermat, todo. Simplemente se presenta a este «Oráculo» un programa que recorrerá todos los números enteros, probando cada posible conjunto de valores y sólo deteniéndose si llega a un conjunto que viola la conjetura. Nunca será necesario correr el programa mismo; el veredicto del Oráculo sobre si se detiene o no será suficiente.

Semejante dispositivo podía o no ser posible, pero Robert había demostrado hacía más de veinte años que ningún computador ordinario, no importaba cuán ingeniosamente programado estuviera, sería suficiente. Si el programa H podía determinar siempre en un tiempo finito si el programa X se iba a detener o no, se podía sumar una pequeña adición a H para crear el programa Z, el cual perversa y deliberadamente entrará en un bucle infinito siempre que tuviera que examinar un programa que se detenía. Si Z se examinaba a sí mismo, eventualmente se detendría o correría eternamente. Pero ambas posibilidades contradecían los poderes presuntos del programa H: si Z realmente corría eternamente, sería porque H había afirmado que no lo haría, y viceversa. El programa H no podía existir.

—El viaje en el tiempo —dijo Helen— me da oportunidad de convertirme en un Oráculo. Hay una forma de explotar la incapacidad de cambiar tu propio pasado, una forma de exprimir un número infinito de senderos temporales (ninguno de ellos cerrado, pero algunos arbitrariamente cerca de eso), en un sistema físico finito. Una vez que haces eso, puedes resolver el problema de la detención.

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