Ocho casos de Poirot (2 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Diga a lady Astwell, mademoiselle, que estoy a su disposición. Iré por la tarde a
Mon Repos
. Es el nombre de la finca, ¿verdad?

Poirot se puso de pie y la muchacha le imitó.

—Se lo diré. Agradezco mucho la atención, monsieur Poirot. Sin embargo, temo que va usted a perder el tiempo.

—Bien pudiera ser. Sin embargo, ¡quién sabe!

Poirot la acompañó con versallesca cortesía hasta la puerta. Luego volvió a entrar en la salita pensativo, con el ceño fruncido. Abrió una puerta y llamó al ayuda de cámara.

—Mi buen Jorge, prepárame una maleta, te lo ruego. Me voy al campo.

—Sí, señor —repuso Jorge.

Era de tipo muy inglés: alto, cadavérico, inexpresivo.

—¡Qué fenómeno tan interesante es una muchacha, Jorge! —observó Poirot dejándose caer sobre el sillón y encendiendo un cigarrillo—. Sobre todo cuando es inteligente, ¿comprendes? Te pide una cosa y al propio tiempo pretende convencerte de que no lo hagas. Para ello se requiere suma
finesse d'esprit
. Pero esa muchacha es muy lista, sí, muy lista. Sólo que ha tropezado con Hércules Poirot y éste posee una inteligencia excepcional, Jorge.

—Se lo he oído decir al señor varias veces.

—No es el secretario quien le interesa y desprecia la acusación de lady Astwell, pero no quiere que «se altere el sueño de los que duermen». Y yo, Jorge, lo alteraré. ¡Les obligaré a luchar! En
Mon Repos
se está desarrollando un drama, un drama humano que me excita los nervios. Y aunque esa pequeña es lista no lo es lo suficiente. ¿Qué será, Señor, lo que vamos a encontrar allí?

Interrumpió la pausa dramática que sucedió a estas palabras la voz de Jorge, que preguntó con un tono natural en su voz:

—¿Desea llevarse el señor el traje de etiqueta?

Poirot le miró con tristeza.

—Siempre ese cuidado, esa atención constante a sus obligaciones. Eres muy bueno para mí, Jorge —repuso.

* * *

Cuando el tren de las 4.45 llegó a la estación de Abbots Cross descendió de él monsieur Hércules Poirot, vestido de manera impecable y con los bigotes rígidos a fuerza de cosmético. Entregó el billete, franqueó la barrera y se vio delante de un chófer de buena estatura.

—¿Monsieur Poirot?

El hombrecillo le dirigió una mirada alegre.

—Así me llaman —dijo.

—Entonces tenga la bondad de seguirme. Por aquí.

Y abrió la portezuela de un hermoso
Rolls Royce
.

Mon Repos
distaba apenas tres minutos de la estación.

Allí el chófer descendió del coche, abrió la portezuela y Poirot echó pie a tierra. El mayordomo tenía ya la puerta de entrada abierta.

Antes de franquear el umbral, Poirot lanzó una rápida ojeada a su alrededor. La casa era hermosa y sólida, de ladrillo rojo, sin ninguna pretensión de belleza, pero con el aspecto de una comodidad positiva.

Poirot entró en el vestíbulo. El mayordomo le tomó de sus manos, con la desenvoltura que da la práctica, el abrigo y el sombrero, y a continuación murmuró con esa media voz respetuosa y característica de los buenos servidores:

—Su Señoría espera al señor.

Poirot le siguió pisando una escalera alfombrada. Aquel bien educado sirviente debía ser Parsons, no cabía duda, y sus modales no revelaban la menor emoción. Al llegar a lo alto de la escalera torció a la derecha y marchó seguido de Poirot por un pasillo. Desembocaron en una pequeña antesala en la que se abrían dos puertas. Parsons abrió la de la izquierda y anunció:

—Monsieur Poirot, milady.

La habitación, de dimensiones reducidas, estaba atestada de muebles y de
bibelots
. Una mujer, vestida de negro, se levantó de un sofá y salió vivamente a su encuentro.

—¿Cómo está usted?

Su mirada recorrió rápidamente la figura del detective.

—Bien, ¿y usted, milady? —exclamó éste, tras darle un vigoroso y fugaz apretón de manos.

—¡Creo en los hombres pequeños! Son inteligentes.

—Pues si mal no recuerdo, el inspector Miller es también de corta estatura —murmuró Poirot.

—¡Es un idiota presuntuoso! —dijo lady Astwell—. Siéntese aquí, a mi lado, si no tiene inconveniente.

Indicó a Poirot el sofá y siguió diciendo:

—Lily ha tratado de convencerme de que no le llamase, pero ya comprenderá que a mis años sé muy bien lo que quiero.

—¿De veras? Pues es un don poco común —observó Poirot, siguiéndola hasta el sofá.

Lady Astwell sentóse sobre los almohadones y hecho esto, se volvió a mirarle.

—Lily es bonita —dijo—, pero cree saberlo todo y las personas que creen saberlo todo se equivocan. Me lo dice la experiencia. Yo no soy inteligente, no, monsieur Poirot, pero creo en las corazonadas. Y ahora, ¿quiere o no que le diga quién es el asesino de mi marido? Porque una mujer lo sabe.

—¿Lo sabe también miss Murgrave?

—¿Qué le ha dicho ella? —preguntó con acento vivo lady Astwell.

—Nada. Se ha limitado a exponer los hechos del caso.

—¿Los hechos? Sí, son desfavorables a Carlos, naturalmente, pero digo a usted, monsieur Poirot, que él no ha cometido el crimen. ¡Sé que no lo ha cometido!

Lo dijo con una seriedad desconcertante.

—¿Está bien segura, lady Astwell?

—Trefusis mató a mi marido, monsieur Poirot, estoy segura de ello.

—¿Por qué?

—¿Por qué le mató, quiere usted decir o por qué estoy tan segura? ¡Lo sé, repito! Créame, me di cuenta de ello en seguida y lo sostengo.

—¿Beneficia en algo a mister Trefusis la muerte de sir Ruben?

—Mi marido no le deja un solo penique —replicó prontamente lady Astwell—, lo que demuestra que ni le gustaba su secretario ni confiaba en él.

—¿Llevaba mucho tiempo a su servicio?

—Unos nueve años, sobre poco más o menos.

—No es mucho —dijo Poirot en voz baja—. Sin embargo, sí lo es permanecer ese tiempo al lado de una misma persona. Sí, mister Trefusis debía conocerlo a fondo.

Lady Astwell le miró fijamente.

—¿Adonde quiere ir a parar? No veo qué relación tiene una cosa con otra.

—No me haga caso. Mi observación responde a una idea. Es una idea poco interesante, pero original, quizá, que se relaciona con el efecto que produce en algunas personas la servidumbre.

Lady Astwell le seguía mirando fijamente sin comprender.

—Es usted muy perspicaz, ¿verdad? Lo asegura todo el mundo —dijo como si lo pusiera en duda.

Hércules Poirot se echó a reír.

—Quizá me haga el mismo cumplido cualquier día de estos, madame. Pero, volvamos al móvil del crimen. Hábleme del servicio, de las personas que estaban en esta casa el día de la tragedia.

—Carlos estaba en ella, naturalmente.

—Tengo entendido que era sobrino de su marido, no de usted...

—En efecto. Carlos es el único hijo de una hermana de Ruben. Esta señora se casó con un hombre relativamente rico, pero murió arruinado, como tantos jugadores de Bolsa de la City; su mujer murió también y entonces Carlos se vino a vivir con nosotros. Tenía entonces veintitrés años y seguía la carrera de Leyes, pero poco después, Ruben le colocó en el negocio.

—¿Era trabajador mister Leverson?

—Veo que posee una comprensión rápida, eso me agrada —dijo lady Astwell—. No, Carlos no era trabajador, por desgracia. Y por ello reñía continuamente con su tío, que le reprendía por lo mal que desempeñaba sus obligaciones. Claro que el pobre Ruben no era tampoco muy comprensivo. En más de una ocasión me he visto obligada a recordarle que él también fue joven una vez. Pero había cambiado mucho, monsieur Poirot —concluyó lady Astwell con un suspiro.

—Es la vida, milady —repuso Poirot.

—Sin embargo, nunca fue grosero conmigo. Y si alguna vez se fue de la lengua, pobre Ruben, se arrepentía al punto.

—Tenía un carácter difícil, ¿verdad?

—Yo sabía manejarle —repuso lady Astwell con aire de triunfo—, pero a veces perdía la paciencia con los sirvientes. Hay muchas maneras de mandar, monsieur Poirot, pero Ruben no acertaba a dar con la que convenía.

—¿A quién ha legado sir Ruben su fortuna, lady Astwell?

—Me deja una mitad y a Carlos la otra —replicó al punto lady Astwell—. Los abogados no lo explican de una manera rotunda, pero en sustancia viene a ser lo mismo, tal como le digo.

Poirot hizo un gesto de afirmación.

—Comprendo, comprendo —murmuró—: ahora le ruego, señora, que me describa a los habitantes de la casa. Viven en ella usted misma, mister Carlos Leverson, sobrino de sir Ruben, el secretario Owen Trefusis y miss Lily Murgrave. Cuénteme alguna cosa de la señorita. —¿Se refiere a Lily?

—Sí. ¿Lleva muchos años a su servicio?

—Un año tan sólo. He tenido muchas compañeras secretarias, ¿sabe?, pero todas ellas han acabado por excitarme los nervios. Lily es distinta. Está llena de tacto, de sentido común, y además es muy simpática. A mí me gusta tener al lado caras bonitas, monsieur Poirot. Soy muy especial: siento simpatías y antipatías y me guío por ellas. En cuanto vi a esta muchacha me dije: «servirá». Y así ha sido.

—¿Se la recomendó alguna amiga?

—No, vino en respuesta a un anuncio que puse en los periódicos.

—¿Sabe quiénes son sus padres? ¿De dónde procede?

—Su padre y su madre viven en la India, según creo. En realidad no conozco muchos detalles de su vida, pero Lily es una señora. Se ve en seguida, ¿verdad?

—Sí, desde luego, desde luego.

—Yo no soy una señora —siguió diciendo lady Astwell—. Lo sé y los sirvientes también lo saben, pero no soy mezquina. Sé apreciar lo bueno que tengo delante y nadie se ha portado mejor conmigo que Lily. Por ello considero como a una hija a esa muchacha, monsieur Poirot.

Poirot alargó el brazo y colocó en su sitio uno o dos objetos que estaban encima de la mesa vecina.

—¿Compartía sir Ruben los mismos sentimientos? —interrogó después. Tenía posados los ojos en los pantalones de
sport
, pero se dio cuenta de la pausa que hizo lady Astwell antes de contestar a la pregunta.

—Los hombres son distintos. Pero los dos estaban en buenas relaciones.

—Gracias, madame —sonrió Poirot.

Hubo una pausa.

—Bien, ¿conque todas estas personas estaban aquella noche en casa... a excepción, claro es, de la servidumbre? ¿No es eso?

—También estaba Víctor.

—¿Víctor?

—Sí, mi cuñado, el socio de Ruben.

—¿Vive con ustedes?

—No, acababa de llegar a Inglaterra. Ha estado varios años en África Occidental.

—En África Occidental —murmuró Poirot.

Se estaba dando cuenta de que si le daban el tiempo suficiente lady Astwell sabría desarrollar, por sí sola, un tema de conversación.

—Dicen que es un país maravilloso, pero a mí me parece que ejerce una influencia perniciosa sobre determinadas personas. Beben mucho y se desmoralizan. Ningún Astwell tiene buen carácter, pero el de Víctor ha empeorado desde su ida al África. A mí misma me ha asustado más de una vez.

—Y también a miss Murgrave, ¿no es así?

—¿A Lily? No creo, apenas se han visto.

Poirot escribió una o dos palabras en el diminuto libro de notas que guardaba en el bolsillo.

—Gracias, lady Astwell. Y ahora, si no tiene inconveniente, deseo hablar con Parsons.

—¿Quiere que le diga que suba?

La mano de lady Astwell se acercó al timbre, pero Poirot detuvo el ademán rápidamente.

—¡No, no, mil veces! —exclamó—. Bajaré yo a verle.

—Si lo juzga preferible...

Lady Astwell se sintió decepcionada, porque hubiera deseado tomar parte en la futura escena, pero Poirot añadió, adoptando un aire de misterio:

—Preferible, no; es esencial.

Con lo que dejó a la buena mujer impresionada.

Encontró a Parsons, el mayordomo, en la cocina limpiando la plata. Poirot inició la conversación con una de sus graciosas inclinaciones de cabeza.

—Soy agente, detective —dijo.

—Sí, señor, lo sé —repuso Parsons.

Su acento era respetuoso, pero impersonal.

—Lady Astwell envió a buscarme —le explicó Poirot— porque no está satisfecha, no, no está satisfecha.

—He oído decir eso a Su Señoría en diversas ocasiones.

—Bueno. ¿Para qué voy a contarle lo que ya sabe? No perdamos el tiempo en esas bagatelas. Condúzcame, por favor, a su habitación y me dirá lo que oyó la noche del crimen.

La habitación del mayordomo se hallaba en la planta baja. En el vestíbulo de la servidumbre. Tenía rejas en las ventanas. Parsons indicó a Poirot el angosto lecho.

—Me metí a las once de la noche, señor —dijo—. Miss Murgrave se había retirado ya a descansar y lady Astwell se encontraba con sir Ruben en la habitación de la Torre.

—¡Ah! ¿Estaba con sir Ruben? Está bien, prosiga.

—Esa habitación está ahí arriba, encima de ésta. Cuando sus ocupantes hablan en voz alta se oye el murmullo de sus voces, pero naturalmente, no se comprende lo que dicen, excepto alguna que otra palabra suelta, ¿comprende? A las once y media dormía a pierna suelta. A las doce me despertó un portazo. Mister Leverson volvía de la calle. Poco después oí el ruido de pasos y a continuación su voz. Hablaba con sir Ruben, por lo visto.

»No puedo asegurarlo, pero me pareció que si no precisamente embriagado se sentía inclinado a hacer ruido y a mostrarse indiscreto porque dijo no sé qué a su tío a voz en cuello. Luego sonó un grito agudo al que sucedió un golpe particular, como la caída de un cuerpo pesado.

Hubo una pausa. Parsons repitió con acento impresionante las últimas palabras.

—La caída de un cuerpo pesado, ¿comprende? Después oí exclamar a mister Leverson, lo mismo que si le tuviera delante: «¡Oh, Dios mío, Dios mío!»

A pesar de su primera y visible repugnancia, Parsons disfrutaba ahora

con su relato. Se creía sin duda buen narrador y para llevarle la corriente Poirot hizo un comentario lisonjero.


Mon Dieu!
—murmuró—. ¡Qué emoción debió usted sentir!

—Y que lo diga, señor. Ciertamente, señor —repuso el mayordomo—. Pero entonces no me paré a pensar en lo que sentía o dejara de sentir; sólo se me ocurrió ir a ver lo que pasaba. Por cierto que al encender la luz eléctrica derribé una silla.

«Crucé el vestíbulo de la servidumbre y fui a abrir la puerta del pasillo. Al llegar al pie de la escalera que conduce a la Torre me detuve, indeciso, y entonces sonó por encima de mi cabeza la voz de mister Leverson que decía cordial y alegremente: "Por fortuna no ha sucedido nada. ¡Buenas noches!" Y le oí avanzar, silbando entre dientes, por el pasillo en dirección a su dormitorio.

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