Ocho casos de Poirot (16 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Pues puede salirse con la suya. Vuelva en el próximo tren y dígale que le duele una muela.

Yo le dirigí una mirada penetrante.

—Quisiera saber por qué juzga tan interesante el caso.

—Despertó mi interés una observación suya, Hastings. Después de entrevistar a la doncella dijo usted que había hablado demasiado a pesar de no querer abrir la boca.

—Lo que me extraña es que no haya usted querido ver a míster Pengelley.


Mon ami
, le concedo tres meses de tiempo. Luego le veremos todo lo que guste... en el juicio.

Yo creí esta vez que Poirot iba descaminado porque transcurrió el tiempo sin que supiéramos nada de nuestra casa de Cornwall. Otros asuntos requirieron entretanto nuestra atención y comenzaba a olvidar la tragedia Pengelley cuando me la recordó un párrafo del periódico en el que se comunicaba al público que el secretario de Home Office había dado orden de que se inhumase el cadáver de mistress Pengelley.

Poco después el «misterio de Cornwall», como se le denominaba, era el tópico de todos los periódicos. Por lo visto la murmuración no cesó nunca del todo en Polgarwith y cuando el viudo Pengelley anunció su compromiso oficial con miss Marks, su ayudante, las lenguas se movieron con inaudita vivacidad. Finalmente se envió una petición al secretario del Home Office y se exhumó el cadáver; se descubrieron en sus vísceras grandes cantidades de arsénico; se detuvo y acusó a míster Pengelley de la muerte de su mujer.

Poirot y yo asistimos a la investigación preliminar. Las declaraciones fueron muy numerosas. El doctor Adams admitió que los síntomas del envenenamiento por arsénico pueden confundirse fácilmente con los síntomas de una gastritis; el perito del Home prestó declaración; Jessie, la doncella, dejó escapar por su boca una avalancha de informes incoherentes, muchos de los cuales se rechazaron, pero algunos otros confirmaron la culpabilidad del preso. Jacob Radnor declaró que el día de la muerte de mistress Pengelley, al llegar él inesperadamente a la casa sorprendió a míster Pengelley en el acto de colocar la botella de veneno en un estante y que el plato de sopa de mistress Pengelley se hallaba sobre una mesa vecina. Luego se llamó a miss Marks, la rubia ayudante, que llorando, presa de un ataque de histerismo, manifestó que míster Pengelley había prometido que se casaría con ella en el caso de que le sucediera algo a su mujer. Pengelley se reservó la defensa y quedó pendiente de la llamada a juicio.

* * *

Jacob Radnor volvió con nosotros a nuestro departamento.

—Ya ve, señor mío, cómo tenía yo razón —dijo Poirot—. La voz del pueblo ha sonado... con firmeza. No le ha servido en absoluto de nada pretender ocultar lo ocurrido.

—Sí, tiene razón —suspiró Radnor—. ¿Qué opina? ¿Cómo saldrá de ésta míster Pengelley?

—Como se ha reservado la defensa, es muy posible también que se haya reservado algún triunfo en la manga, como dicen ustedes, los ingleses. ¿Quiere subir un momento con nosotros?

Radnor aceptó la invitación. Yo pedí a la patrona dos vasos de whisky con soda y una taza de chocolate.

—Naturalmente —seguía diciendo Poirot— que tengo ya experiencia en esta clase de asuntos. Por ello sólo veo una salida para nuestro hombre.

—¿Cuál?

—La de que firme usted este papel.

Y con la agilidad de un conspirador, mi amigo se sacó del bolsillo una hoja de papel cubierta de caracteres de escritura.

—¿Qué es eso?

—La confesión escrita de que fue
usted
el que asesinó a mistress Pengelley.

Hubo un momento de silencio y después Radnor rió.

—¡Usted está loco!

—No, no, amigo mío, no lo estoy. Usted vino aquí; usted inició un pequeño negocio; usted estaba falto de dinero. Míster Pengelley es hombre acaudalado; usted conoció a su sobrina y le cayó en gracia. Por ello pensó desembarazarse del tío y de la tía; luego miss Stanton heredaría, puesto que era su única pariente. ¡Qué hábilmente lo planeó todo! Usted hizo el amor a la pobre mujer, entrada en años, fea, vulgar, hasta que la convirtió en una esclava. Usted implantó en su espíritu dudas relativas a su marido. Primero descubrió que la engañaba, luego, bajo su inspiración, que trataba de envenenarla. Usted hacía frecuentes visitas a la casa y por ello tuvo ocasión de poner veneno en sus alimentos. Pero cuidó de no hacer esto nunca cuando el marido estaba ausente. Como era mujer, mistress Pengelley no supo reservarse sus sospechas, sino que habló de ellas a su sobrina; y ésta, no cabe dudarlo, a algunos amigos. La sola dificultad que se ofrecía a usted era mantener relaciones por separado con las dos mujeres y aun esto no era tan fácil como a primera vista parecía. Usted explicó a la tía que, para no despertar las sospechas del marido tenía que hacerle el amor a la sobrina. Y la señorita no tardó en convencerse de que no podía considerar en serio a su tía como una rival.

»Pero, sin decir nada, mistress Pengelley decidió entonces venir a consultarme. Si podía asegurarme, sin lugar a duda, de que su marido pretendía envenenarla, estaría muy justificado que le abandonara y que uniera su vida a la de usted... que es lo que imaginaba que usted quería. Pero a usted no le convenía eso. Tampoco quería que un detective le vigilara. Estaba usted en casa de los Pengelley cuando el marido le llevó un plato de sopa a su mujer e introdujo en él la dosis fatal. El resto es bien simple. Usted deseaba, aparentemente, acallar toda sospecha, pero las fomentaba en secreto. ¡No contaba con Hércules Poirot, mi inteligente y joven amigo!

Radnor estaba mortalmente pálido. Sin embargo, trató todavía de aparentar serenidad para imponerse a la situación.

—Es usted muy ingenioso e interesante —comentó—. ¿Por qué me cuenta todo eso?

—Porque represento a mistress Pengelley, no a la Ley. Y en bien de ella voy a darle una ocasión de escapar. Firme este papel y le concederé veinticuatro horas de tiempo antes de ponerlo en manos de la Policía.

Radnor titubeaba.

—Usted no puede demostrar nada.

—¿Lo cree así? Recuerde que soy Hércules Poirot. Mire, monsieur, por la ventana. ¿Ve en la calle dos hombres aposentados? Pues tienen orden de no perderle de vista.

Radnor se acercó a la ventana y descorrió un visillo. En seguida retrocedió, profiriendo un juramento.

—¿Lo ve, monsieur? Firme, aproveche la ocasión.

—Pero, ¿Qué garantía puede darme de que...?

—¿Mantendré mi promesa? La palabra de Hércules Poirot. ¿Firma? Bueno. Hastings, descorra a medias ese visillo. Es la señal de que debe dejarse marchar a míster Radnor sin molestarle.

Radnor se apresuró a salir, mascullando juramentos, con el rostro blanco. Poirot inclinó la cabeza.

—¡Es un cobarde! Lo sabía.

—Se me figura —dije furioso—, que su actuación ha sido criminal. Usted predica siempre que no hay que dejarse llevar de los sentimientos. Sin embargo, deja huir a un criminal peligroso por puro sentimentalismo.

—No, por pura necesidad —repuso Poirot—. ¿No ve, amigo mío, que no poseo ninguna prueba de su culpabilidad? ¿Quiere que me coloque ante doce obtusos naturales de Cornwall para contarles lo que he averiguado? Se reirían de mí. No he podido hacer más de lo que acaba de ver: atemorizar a ese hombre y arrancarle una confesión. Esos desocupados de la calle me han sido muy útiles. Vuelva a correr el visillo, ¿quiere, Hastings? Ya no necesitamos tenerlo descorrido. Formaba parte de la
mise en scene
.

»Bien, bien, hagamos ahora honor a nuestra palabra. ¿Dije veinticuatro horas, no es eso? Tanto peor para míster Pengelley. No merece otra cosa, porque la verdad es que engañaba a su mujer. Y yo soy paladín de la vida de familia, como ya sabe. Bien, veinticuatro, ¿y después? Tengo gran fe en Scotland Yard. ¡Le cogerán,
mon ami
, le cogerán!

El rey de trébol

La verdad —observé dejando el Daily Newsmonger a un lado— tiene más fuerza que la ficción. La observación no era original, pero pareció gustar a mi amigo, que, ladeando la cabeza de huevo, se quitó una mota imaginaria de polvo de los bien planchados pantalones y observó:

—¡Qué idea tan profunda! ¡Mi amigo Hastings es un pensador!

Sin enojarme por la evidente ironía, di un golpecito sobre el periódico que acababa de soltar de la mano.—¿Lo ha leído ya? —pregunté.

—Si. Y después de leerlo lo he vuelto a doblar simétricamente. No lo he tirado al suelo como acaba usted de hacer, con una lamentable falta de orden y de método.

(Esto es lo peor de Poirot. El Orden y el Método son sus dioses. Y les atribuye todos sus éxitos.)

—¿Entonces ha leído la nota del asesinato de Henry Reedbum, el empresario? Él ha originado mi reciente observación. Porque es cierto que no sólo la verdad es más fuerte que la ficción, sino, asimismo, mucho más dramática. Vea por ejemplo esa sólida familia de la clase media, los Ogiander. El padre, la madre, el hijo, la hija son típicos, como tantos cientos de familias de este país. Los hombres van a la City todos los días; las mujeres se ocupan de la casa. Sus vidas son pacíficas, monótonas incluso. Anoche estuvieron sentados en el salón de su casa de Daisymead, en Streatham, jugando al bridge. De improviso, se abre una puerta de cristales y entra en la habitación una mujer tambaleándose. Lleva manchado de sangre el vestido de seda gris. Antes de caer desmayada al suelo dice una sola palabra: «asesinado». La familia la reconoce al punto. Es Valerie Sinclair, famosa bailarina, de quien habla todo Londres.

—¿Habla usted por sí mismo o está refiriendo lo que dice el Daily Newmonger? —interrogó Poirot con ánimo de puntualizar.

—El periódico entró a último momento en prensa y se contentó con narrar hechos escuetos. A mi me han impresionado en seguida las posibilidades dramáticas del suceso.

Poirot aprobó pensativo mis palabras.

—Dondequiera que exista la naturaleza humana existe el drama. Sólo que no siempre es como uno se lo imagina. Recuérdelo. Sin embargo, me interesa ese caso porque es posible que me vea relacionado con él.

—¿De verdad?

—Sí. Esta mañana me llamó por teléfono un caballero para solicitar una entrevista en nombre del príncipe Paul de Mauritania.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con lo ocurrido?

—Usted no lee todos nuestros periódicos. Me refiero a esos que relatan acontecimientos escandalosos y que comienzan por: «Nos cuenta un ratoncito...» o «A un pajarito le gustaría saber...». Vea esto.

Yo seguí el párrafo que me señalaba con el grueso índice.

—... desearíamos saber si el príncipe extranjero y la famosa bailarina poseen en realidad afinidades y, ¡si a la dama le gustaba la nueva sortija de diamantes!

—Bueno, continúe su historia. Quedamos en que
mademoiselle
Sinclair se desmayó en Daisymead sobre la alfombra del salón, ¿lo recuerda?

Yo me encogí de hombros.

—Como resultado de sus palabras, los dos Ogiander salieron; uno en busca de un médico que asistiera a la dama, que sufría una terrible conmoción nerviosa, y el otro a la Jefatura de policía, desde donde, tras contar lo ocurrido, los acompañó a Mon Désir, la magnífica villa de mister Reedburn, que se halla a corta distancia de Daisymead. Allí encontraron al gran hombre, que, dicho sea de paso, goza de mala fama, tendido en la mitad de la biblioteca con la cabeza abierta.

—Yo he criticado su estilo —dijo Poirot con afecto—. Perdóneme, se lo ruego. ¡Oh, aquí tenemos al príncipe!

Nos anunciaron al distinguido visitante con el nombre de conde Feodor. Era un joven alto, extraño, de barbilla débil, con la famosa boca de los Mauranberg y los ojos ardientes y oscuros de un fanático.

—¿
Monsieur
Poirot?

Mí amigo se inclinó.

—Monsieur, me encuentro en un apuro tan grande que no puede expresarse con palabras...

Poirot hizo un ademán de inteligencia.

—Comprendo su ansiedad.
Mademoiselle
Sinclair es una amiga querida, ¿no es cierto? El príncipe repuso sencillamente:

—Confío en que será mi mujer.

Poirot se incorporó con los ojos muy abiertos.

El príncipe continuó:

—No seré yo el primero de la familia que contraiga matrimonio morganático. Mi hermano Alejandro ha desafiado también las iras del Emperador. Hoy vivimos en otros tiempos, más adelantados, libres de prejuicios de casta. Además,
mademoiselle
Sinclair es igual a mí, posee rango. Supongo que conocerá su historia, o por lo menos una parte de ella.

—Corren por ahí, en efecto, muchas románticas versiones de su origen. Dicen unos que es hija de una irlandesa gitana; otros, que su madre es una aristócrata, una gran duquesa rusa.

—La primera versión es una tontería, desde luego —repuso el príncipe—. Pero la segunda es verdadera. Aunque está obligada a guardar el secreto, Valerie me ha dado a entender eso. Además, lo demuestra, sin darse cuenta, y yo creo en la ley de herencia,
monsieur
Poirot.

—También yo creo en ella —repuso Poirot, pensativo—. Yo,
moi qui vous parle
, he presenciado cosas muy raras... Pero vamos a lo que importa,
monsieur le Prince
. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es lo que teme? Puedo hablar con franqueza, ¿verdad? ¿Se hallaba relacionada
mademoiselle
de algún modo con ese crimen? Porque conocía a mister Reedburn, naturalmente...

—Sí. Él confesaba su amor por ella.

—¿Y ella?

—Ella no tenía nada que decirle.

Poirot le dirigió una mirada penetrante.

—Pero, ¿le temía? ¿Tenía motivos?

El joven titubeó.

—Le diré... ¿Conoce a Zara, la vidente?

—No.

—Es maravillosa. Consúltela cuando tenga tiempo. Valerie y yo fuimos a verla la semana pasada. Y nos echó las cartas. Habló a Valerie de unas nubes que asomaban en el horizonte y le predijo males inminentes; luego volvió la última carta. Era el rey de trébol. Dijo a Valerie: «Tenga mucho cuidado. Existe un hombre que la tiene en su poder. Usted le teme, se expone a un gran peligro. ¿Sabe de quién le hablo?». Valerie estaba blanca hasta los labios. Hizo un gesto afirmativo y contestó: «Sí, sí, lo sé». Las últimas palabras de Zara a Valerie fueron: «Cuidado con el rey de trébol. ¡Le amenaza un peligro!». Entonces la interrogué. Me aseguró que todo iba bien y no quiso confiarme nada. Pero ahora, después de lo ocurrido la noche pasada, estoy seguro de que Valerie vio a Reedburn en el rey de trébol y de que él era el hombre a quien temía. El príncipe guardó brusco silencio.

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