Ocho casos de Poirot (14 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Era cierto. Lo mismo el hogar que un cenicero colocado sobre la mesa estaban bastante repletos de colillas de cigarro.

—Debió fumar veinte cigarrillos lo menos anoche —dijo Japp. Así diciendo, se inclinó para examinar el del cenicero—. Son todos de la misma clase. Lo ha fumado la misma persona. El hecho no tiene nada de particular, monsieur Poirot.

—No he sugerido que lo tuviera —murmuró mi amigo.

—Ah, ¿qué es esto? —Japp cogió un pequeño objeto reluciente que estaba junto al cadáver—. Es un gemelo roto. ¿A quién pertenecerá? Doctor Giles, haga el favor de ir en busca del ama de llaves.

—¿Y qué hacemos de los Parker? Porque míster Parker tiene trabajo en Londres...

—No sé. Tendremos que pasarnos sin él. Aunque en vista del cariz que toman las cosas, le necesitamos aquí también. Envíeme al ama de llaves y no permita que los Parker le den a usted y a Pollard esquinazo. ¿Entraron aquí por la mañana?

El doctor reflexionó un breve momento antes de contestar categórico:

—No, se quedaron en el pasillo mientras entrábamos Pollard y yo. —¿Está bien seguro?

—Segurísimo.

El doctor marchó a cumplir su misión.

—Es un buen hombre —dijo Japp con aire de aprobación—. Estos médicos deportistas suelen ser personas excelentes. Bien, ¿quién le habrá pegado el tiro a ese pobre señor? Además de él había tres personas más en esta casa. No sospecho del ama de llaves, porque en el espacio de ocho años ha podido matarle, no una sino cien veces. Pero, ¿qué clase de pájaros serán esos Parker? Resultan una pareja poco simpática.

En este momento apareció miss Clegg. Era una mujer flaca, escurrida, de cabellos grises que llevaba partidos en la frente. Tenia unos modales muy naturales y tranquilos. De su persona emanaba, al propio tiempo, un aire de eficiencia tal, que inspiraba respeto. En respuesta a las preguntas del inspector, explicó que llevaba catorce años al servicio del difunto, que fue amo generoso y considerado. No conocía a míster ni a mistress Parker, a quienes había visto por primera vez tres días atrás. Era indudable, en su opinión, que nadie les había invitado, porque su visita pareció desagradar al señor. El gemelo roto que Japp le enseñó, no pertenecía a míster Protheroe, estaba segurísima de ello. Al interrogarle acerca de la pistola repuso que sabía que el señor poseía, en efecto, un arma de fuego que guardaba bajo llave. Ella la vio una vez, pero no se atrevió a afirmar que fuera la misma que le mostraban. No oyó el disparo la noche anterior. El hecho no tenía nada de extraordinario porque la casa era grande y destartalada y porque lo mismo su habitación que la reservada al matrimonio Parker se hallaba al otro lado de ella. Ignoraba a qué hora se retiró míster Protheroe a descansar. Cuando lo hizo ella, a las nueve y media, lo dejó levantado. No tenía por costumbre acostarse temprano. Por regla general leía o fumaba hasta una hora avanzada. Era un gran fumador.

Poirot interpuso aquí una pregunta:

—¿Dormía el señor con la ventana abierta o cerrada?

Miss Clegg reflexionó un instante.

—Con la ventana abierta, si no recuerdo mal —dijo luego.

—Ahora está cerrada. ¿Cómo se explica usted el hecho?

—No sé. Quizá sintió alguna corriente de aire y la cerró por eso.

Japp le dirigió todavía varias preguntas y a continuación le despidió. Luego habló por separado con los Parker. Mistress Parker lloraba; míster Parker optó por fanfarronear e insultarnos. Negó que fuera suyo el gemelo roto, pero su mujer lo había reconocido y naturalmente el hecho empeoró la situación; y como negó también haber entrado en la habitación de míster Protheroe, Japp estimó que había pruebas suficientes para proceder a su detención.

Dejando a Pollard en custodia de la propiedad, corrió al pueblo y pidió comunicación con el cuartel general de la policía.

Poirot y yo volvimos a la fonda.

—Está muy callado —dije a mi amigo—. ¿No le interesa el caso?


Au contraire
. Me interesa extraordinariamente. Pero me deja perplejo también.

—El motivo del crimen es poco claro —dije pensativo—, pero estoy seguro de que esos Parker son malas personas. No obstante la falta de motivo, que aparecerá más adelante, sin duda, todo está en contra suya de manera manifiesta.

—Japp ha pasado por alto un detalle a pesar de ser muy significativo.

Yo le miré lleno de curiosidad.

—Poirot, ¿qué es lo que se trae entre manos? —interrogué.

—¿Qué tenía en la manga el difunto?

—¡Un pañuelo!

—Precisamente, un pañuelo.

—Los marinos se lo colocan en la manga —observé pensativo.

—Excelente observación, Hastings, a pesar de que no es la que esperaba.

—¿Tiene algo más que decir?

—Sí, no dejo de pensar en el intenso olor a humo de cigarrillo.

—Pero yo no olí nada —respondí maravillado.

—Ni yo tampoco,
cher ami
.

Le miré con gravedad. Nunca sé si habla en broma o en serio, pero esta vez me pareció que no bromeaba.

La investigación se verificó dos días después. Entretanto, surgió a la luz una prueba más. Un vagabundo admitió que había saltado la tapia del jardín de Leigh House, donde dormía con frecuencia en la casilla de las herramientas, que quedaba siempre abierta: Este hombre declaró que a las doce de la noche oyó voces en una habitación del primer piso. Una pedía dinero, la otra se lo negaba de manera airada. Oculto tras de un arbusto vio a dos hombres pasar y repasar por delante de la iluminada ventana. Uno, lo conocía bien, era míster Protheroe; el otro le era desconocido, pero sus señas coincidían totalmente con las de míster Parker.

Estaba ahora claro que los Parker habían ido a Leigh House para hacer víctima de un chantaje a Protheroe y cuando más adelante se descubrió que su verdadero nombre era en realidad Wendover, ex teniente de la Armada y que estuvo relacionado en 1910 con la explosión del crucero
Merrythought
, el caso se aclaró rápidamente. Parker, que sabía el papel desempeñado por Wendover, le siguió los pasos y le pidió dinero a cambio de mantener la boca cerrada. Pero el otro se negó a dárselo. En el curso de la disputa, Wendover sacó el revólver, Parker se lo arrancó de la mano e hizo fuego, tratando luego de dar al crimen la apariencia de un suicidio.

* * *

Parker fue llevado a juicio reservándose la defensa. Nosotros habíamos asistido a los procedimientos del tribunal. Al salir Poirot meneó la cabeza.

—Así debe ser —murmuró—. Sí, así debe ser. No es posible demorarse.

Entró en Correos y escribió unas líneas que envió por mensajero especial. Yo no vi a quién iba dirigida la nota. Después volvimos a la fonda, donde nos hospedábamos desde aquel memorable fin de semana.

Poirot iba y venía sin cesar desde el fondo de la habitación a la ventana.

—Espero visita —me explicó—. ¿Me habré equivocado? No, no es posible. No, aquí está.

Y con no floja sorpresa por mi parte vi entrar a miss Clegg en la habitación. Me pareció menos serena que de costumbre y llegaba jadeando como si hubiera venido corriendo. Vi brillar el miedo en sus ojos cuando miró a Poirot.

—Siéntese, mademoiselle —le dijo amablemente mi amigo—. He adivinado, ¿verdad?

Ella pareció indecisa y prorrumpió en llanto por toda respuesta.

—¿Por qué hizo eso? ¿Por qué? —dijo suavemente Poirot.

—Porque le amaba mucho —repuso ella—. Yo le cuidé desde la infancia. ¡Oh, tenga piedad de mí!

—Haré por usted cuanto sea posible. Pero no podía permitir, compréndalo, que ahorcasen a un inocente por bribón y desagradable que pueda ser.

Miss Clegg se irguió y dijo en voz baja:

—Quizá yo tampoco lo hubiera permitido al final. Haga lo que juzgue conveniente.

Luego, poniéndose en pie, salió de la habitación.

—¿Le mató ella? —pregunté aturdido.

Poirot sonrió y movió la cabeza.

—Se suicidó él —replicó—, ¿Recuerda que llevaba el pañuelo en la manga
derecha
? Pues esto me reveló que era zurdo. Temiendo después de la borrascosa entrevista con míster Parker que se hiciera público su delito, se suicidó. Por lo mañana, al ir a llamarle como de costumbre, miss Clegg le halló muerto y como, según acaba de oír, le conocía desde niño, se llenó de cólera contra los forasteros que le habían empujado a tan vergonzosa muerte. Los consideraba como a sus asesinos y de pronto vio la posibilidad de hacerles sufrir por el hecho que habían inspirado. Únicamente ella sabía que Protheroe era zurdo. Pasó, pues, la pistola a su mano derecha, cerró y echó la falleba de la ventana, dejó caer al suelo el pedazo de gemelo que había encontrado en una de las habitaciones de la planta baja y salió, cerrando la puerta y llevándose la llave.

—Poirot—exclamé en una explosión de entusiasmo—. ¡Es usted soberbio! ¡Y todo esto sólo por medio de un simple pañuelo!

—Y por el humo del cigarrillo. Si la ventana hubiera estado cerrada y fumados todos aquellos cigarrillos la habitación hubiera estado impregnada del olor a tabaco. En vez de esto el aire era puro y así deduje en el acto que la ventana había estado abierta durante toda la noche y que únicamente se cerró por la mañana, lo que me brindó una serie de interesantes reflexiones. No acertaba a concebir, bajo ninguna clase de circunstancias, que el criminal deseara cerrar la ventana. Por el contrario, ganaba dejándola abierta para simular que el criminal se había escapado por ella, si la teoría del vagabundo dejaba de tener éxito. La declaración del vagabundo vino a confirmar mis sospechas, porque de estar la ventana cerrada, no hubiera oído la discusión.

—¡Espléndido! Y ahora, ¿quiere una taza de té?

—Ha hablado usted como buen inglés —repuso Poirot suspirando—. Yo preferiría un refresco, pero no creo probable que lo haya.

El misterio de Cornualles

—Mistress Pengelley —anunció nuestra patrona.

Y se retiró discretamente. Por regla general personas de toda especie acuden a consultar a Poirot, pero, en mi opinión, la mujer que se detuvo, nerviosa, junto a la puerta manoseando el boa de plumas, era de las más vulgares. Representaba unos cincuenta años, era delgada, de rostro marchito, vestía un traje sastre y sobre los cabellos grises se había puesto un sombrero que la favorecía poquísimo. En una capital de provincia pasamos todos los días por delante de muchas mistress Pengelley.

Poirot, que se dio cuenta de su visible confusión, la acogió con agrado, avanzando unos pasos.

—Madame, siéntese, por favor. Mi colega, el capitán Hastings.

La señora tomó asiento murmurando:.

—¿Es usted monsieur Poirot, el detective?

—Sí, señora. A su disposición.

La visitante suspiró, se retorció las manos, se puso colorada.

—¿Puedo servirla de algo, madame?

—Sí, señor... Creo... Me pareció que...

—Continúe, madame, por favor.

Mistress Pengelley se dominó mediante un esfuerzo de voluntad al verse animada por mi amigo.

—El caso es, monsieur Poirot... que no quisiera tener nada que ver con la Policía. ¡No, no pienso acudir a ella por nada del mundo! Pero al propio tiempo... me tiene preocupada. Sin embargo, no sé si debo...

Mistress Pengelley calló bruscamente.

—Yo no tengo nada que ver con la policía —le aseguró Poirot—. Mis investigaciones son estrictamente particulares.

Mistress Pengelley se aferró a la palabra.

—Particularmente, eso es. Es lo que deseo. No quiero hablillas, ni comentarios, ni sueltos en los periódicos. Porque cuando la Prensa desbarra, las pobres familias ya no vuelven a levantar la cabeza. Además de que no estoy segura... Se trata de una idea, una idea terrible que se me ha ocurrido y que no me deja en paz —Hizo una pausa para cobrar aliento y luego siguió diciendo—: No quisiera juzgar mal al pobre Edward... mas suceden cosas tan terribles hoy día.

—Permítame... ¿Edward es su marido?

—Sí.

—¿Qué es lo que sospecha?

—No quisiera tener que decirlo, monsieur Poirot, pero como todos los días suceden cosas parecidas y los desgraciados ni siquiera sospechan...

Yo comenzaba a desesperar de que la pobre señora se decidiera a hablar claro, pero la paciencia de Poirot era inagotable.

—Explíquese sin temor, madame. Verá cómo se alegra cuando le demostremos que sus recelos carecen de fundamento.

—Es muy cierto. Además de que cualquier cosa será mejor que esta espantosa incertidumbre. Monsieur Poirot, temo que... ¡me están envenenando!

—¿Qué le induce a creerlo?

Una vez superada la reticencia de mistress Pengelley se metió en una intrincada serie de explicaciones más propias para los oídos de un médico, que para los nuestros de índole policíaca.

—Conque dolor y malestar después de las comidas, ¿no es eso? —dijo Poirot pensativo—. ¿La ha visitado un médico, madame? ¿Qué dice?

—Dice que tengo una gastritis aguda. Pero he reparado en su inquietud, en su perplejidad. Cambia continuamente de medicamentos, pero ninguno me sienta bien.

—¿Le ha hablado de... sus temores?

—No, monsieur Poirot. No quiero que se divulgue la noticia. Quizá sea realmente una gastritis lo que padezco. De todas maneras es raro que en cuanto se va Edward de casa todos los fines de semana, vuelva a sentirme bien. Incluso Freda, mi sobrina, se ha fijado en ello. Luego hay lo de la botella del veneno para las malas hierbas, casi vacía, a pesar de que asegura el jardinero que no se utiliza.

Mistress Pengelley miró con expresión suplicante a Poirot, que sonrió para tranquilizarla, mientras tomaba papel y lápiz.

—Vamos a ser prácticos, madame —dijo—. ¿Dónde residen ustedes?

—En Polgarwith, pequeña ciudad de Cornwall.

—¿Hace tiempo que habitan en esa ciudad?

—Catorce años.

—Usted y su marido ¿son los únicos habitantes de la casa? ¿Tienen ustedes hijos?

—No.

—Pero, ¿sí una sobrina?

—Sí, Freda Stanton, hija de la única hermana de Edward. Ha vivido con nosotros por espacio de ocho años, o sea hasta la semana pasada.

—¡Oh!! ¿Qué pasó en esa semana?

—Pues la verdad es que no sé qué le pasó a Freda. Se mostraba ruda, impertinente, cambiaba con frecuencia de humor hasta que un día, después de uno de sus desahogos, salió de casa y alquiló habitaciones en otra calle de la población. Desde entonces no he vuelto a verla. Vale más esperar a que recupere el sentido común, como dice míster Radnor.

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