Ocho casos de Poirot (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Ahora comprenderá mi agitación cuando abrí el periódico esta mañana. Suponiendo que en un ataque de locura, Valerie... pero no, ¡es imposible...!, ¡no puedo concebirlo, ni en sueños!

Poirot se levantó del sillón y dio unas palmaditas afectuosas en el hombro del joven.

—No se aflija, se lo ruego. Déjelo todo en mis manos.

—¿Irá a Streatham? Sé que está en Daisymead, postrada por la conmoción sufrida.

—Iré en seguida.

—Ya lo he arreglado todo por medio de la Embajada. Tendrá usted acceso a todas partes.

—Marchemos entonces. Hastings, ¿quiere acompañarme?
Au revoir, monsieur le Prince
.

* * *

Mon Désir
era una preciosa villa moderna y cómoda. Una calzada para coches conducía a ella y detrás de la casa tenía un terreno de varias hectáreas de magníficos jardines.

En cuanto mencionamos al príncipe Paul, el mayordomo que nos abrió la puerta nos llevó al instante al lugar de la tragedia. La biblioteca era una habitación magnífica que ocupaba toda la fachada del edificio con una ventana a cada extremo, de las cuales una daba a la calzada y otra a los jardines. El cadáver yacía junto a esta última. No hacía mucho que se lo habían llevado después de concluir su examen la policía.

—¡Qué lástima! —murmuré al oído de Poirot—. La de pruebas que habrán destruido.

Mi amigo sonrió.

—¡Eh, eh! ¿Cuántas veces habré de decirle que las pruebas vienen de dentro?. En las pequeñas células grises del cerebro es donde se halla la solución de cada misterio. Se volvió al mayordomo y preguntó:

—Supongo que a excepción del levantamiento del cadáver no se habrá tocado la habitación.

—No, señor. Se halla en el mismo estado que cuando llegó la policía anoche.

—Veamos. Veo que esas cortinas pueden correrse y que ocultan el alféizar de la ventana. Lo mismo sucede con las cortinas de la ventana opuesta. ¿Estaban corridas anoche también?

—Sí, señor. Yo verifico la operación todas las noches.

—Entonces, ¿debió descorrerlas el propio Reedburn?

—Así parece, señor.

—¿Sabía usted que esperaba visita?

—No me lo dijo, señor. Pero dio orden de que no se le molestase después de la cena. Ve, señor, por esa puerta se sale de la biblioteca a una terraza lateral. Quizá dio entrada a alguien por ella.

—¿Tenía por costumbre hacerlo así?

El mayordomo tosió discretamente.

—Creo que sí, señor.

Poirot se dirigió a aquella puerta. No estaba cerrada con llave. En vista de ello salió a la terraza que iba a parar a la calzada sita a su derecha; a la izquierda se levantaba una pared de ladrillo rojo.

—Al otro lado está el huerto, señor. Más allá hay otra puerta que conduce a él, pero permanece cerrada desde las seis de la tarde.

Poirot entró en la biblioteca seguido del mayordomo.

—¿Oyó algo de los acontecimientos de anoche? —preguntó Poirot.

—Oímos, señor, voces, una de ellas de mujer, en la biblioteca, poco antes de dar las nueve. Pero no era un hecho extraordinario. Luego, cuando nos retiramos al vestíbulo de servicio que está a la derecha del edificio, ya no oímos nada, naturalmente. Y la policía llegó a las once en punto.

—¿Cuántas voces oyeron?

—No sabría decírselo, señor. Sólo reparé en la voz de mujer.

—¡Ah!

—Perdón, señor. Si desea ver al doctor Ryan está aquí todavía.

La idea nos pareció de perlas y poco después se reunió con nosotros el doctor, hombre de edad madura, muy jovial, que proporcionó a Poirot los informes que solicitaba. Se encontró a Reedburn tendido cerca de la ventana con la cabeza apoyada en el asiento de mármol adosado a aquélla. Tenía dos heridas: una entre ambos ojos; otra, la fatal, en la nuca.

—¿Yacía de espaldas?

—Sí. Ahí está la prueba.

El doctor nos indico una pequeña mancha negra que había en el suelo.

—¿Y no pudo ocasionarle la caída el golpe que recibió en la cabeza?

—Imposible. Porque el arma, sea cualquiera que fuese, penetró en el cráneo.

Poirot miró pensativo el vacío. En el vano de cada ventana había un asiento, esculpido, de mármol cuyas armas representaban la cabeza de un león. Los ojos de Poirot se iluminaron.

—Suponiendo que cayera de espaldas sobre esta cabeza saliente de león y que de ella resbalase hasta el suelo, ¿podría haberse abierto una herida como la que usted describe?

—Sí, es posible. Pero el ángulo en que yacía nos obliga a considerar esa teoría imposible. Además, hubiera dejado huellas de sangre en el asiento de mármol.

—Sí, contando con que no se hayan borrado. El doctor se encogió de hombros.

—Es improbable. Sobre todo porque no veo qué ventaja puede aportar convertir un accidente en un crimen.

—No, claro está. ¿Qué le parece? ¿Pudo asestar una mujer uno de los dos golpes?

—Oh, no, señor. Supongo que está pensando en
mademoiselle
Sinclair.

—No pienso en ninguna persona determinada —repuso con acento suave Poirot.

Concentró su atención en la ventaba abierta mientras decía el doctor:


Mademoiselle
Sinclair huyó por allí. Vean cómo se divisa Daisymead por entre los árboles. Naturalmente, que hay muchas otras casas en la carretera, frente a ésta, pero Daisymead es la única visible por este lado.

—Gracias por sus informes, doctor —dijo Poirot—. Venga, Hastings. Vamos a seguir los pasos de mademoiselle.

Echó a andar delante de mí y en este orden pasamos por el jardín, dejando atrás la verja de hierro y llegamos, también por la puerta del jardín, a Daisymead, finca poco ostentosa, que poseía media hectárea de terreno. Un pequeño tramo de escalera conducía a la puerta de cristales a la francesa. Poirot me la indicó con el gesto.

—Por ahí entró anoche
mademoiselle
Sinclair. Nosotros no tenemos ninguna prisa y lo haremos por la puerta principal.

La doncella que nos abrió la puerta nos llevó al salón, donde nos dejó para ir en busca de mistress Ogiander. Era evidente que no se había limpiado la habitación desde el día anterior, porque el hogar estaba todavía lleno de cenizas y la mesa de bridge colocada en el centro con una jota boca arriba y varias manos de naipes puestas aún sobre el tablero. Vimos a nuestro alrededor innumerables objetos de adorno y unos cuantos retratos de familia de una fealdad sorprendente, colgados de las paredes.

Poirot los examinó con más indulgencia que la que mostré yo, enderezando uno o dos que se habían ladeado.

—¡Qué lazo tan fuerte el de la
famille
! El sentimiento ocupa en ella el lugar de la estética.

Yo asentí a estas palabras sin separar la vista de un grupo fotográfico compuesto de un caballero con patillas, de una señora de moño alto, de un muchacho fornido y de dos muchachas adornadas con una multitud de lazos innecesarios. Suponiendo que era la familia Ogiander de los tiempos pasados la contemplé con interés.

En este momento se abrió la puerta del salón y entró en él una mujer joven. Llevaba bien peinado el cabello oscuro y vestía un jersey y una falda a cuadros.

Poirot avanzó unos pasos como respuesta a una mirada de interrogación de la recién llegada.

—¿Miss Ogiander? –dijo—. Lamento tener que molestarla... sobre todo después de lo ocurrido. ¡Ha sido espantoso!

—Si, y nos tiene a todos muy trastornados —confesó la muchacha sin demostrar emoción.

Yo empezaba a creer que los elementos del drama pasaban inadvertidos para miss Ogiander, que su falta de imaginación era superior a cualquier tragedia y me confirmó en esta creencia su actitud, cuando continuó diciendo:

—Disculpen el desorden de la habitación. Los sirvientes están muy excitados.

—¿Es aquí donde pasaron ustedes la velada anoche,
n 'est-ce pas?

—Sí, jugábamos al bridge después de cenar cuando...

—Perdón. ¿Cuánto hacía que jugaban ustedes?

—Pues... —miss Ogiander reflexionó— la verdad es que no lo recuerdo. Supongo que comenzamos a las diez.

—¿Dónde estaba usted sentada?

—Frente a la puerta de cristales. Jugaba con mi madre y acababa de echar una carta. De súbito, sin previo aviso, se abrió la puerta y entró miss Sinclair tambaleándose en el salón.

—¿La reconoció?

—Me di vaga cuenta de que su rostro me era familiar.

—Sigue aquí, ¿verdad?

—Sí, pero está postrada y no quiere ver a nadie.

—Creo que me recibirá. Dígale que vengo a petición del príncipe Paul de Mauritania.

Me pareció que el nombre del príncipe alteraba la calma imperturbable de miss Ogiander. Pero salió sin hacer comentarios del salón y volvió casi en seguida para comunicarnos que
mademoiselle
nos esperaba en su dormitorio.

La seguimos y por la escalera llegamos a una bonita habitación, bien iluminada, empapelada de color claro. En un diván, junto a la ventana, vimos a una señorita que volvió la cabeza al hacer nuestra entrada. El contraste que ella y miss Ogiander ofrecían me llamó en seguida la atención, pues si bien en las facciones y en el color del cabello se parecían, ¡qué diferencia tan notable existía entre las dos! La palabra, el gesto de Valerie Sinclair constituían un poema. De ella se desprendía un aura romántica. Vestía una prenda muy casera, una bata de franela encarnada que le llegaba a los pies, pero el encanto de su personalidad le daba un sabor exótico y semejaba una vestidura oriental de encendido color. En cuanto entró Poirot, fijó sus grandes ojos en él.

—¿Vienen de parte de Paul? —su voz armonizaba con su aspecto, era lánguida y llena.

—Sí, mademoiselle. Estoy aquí para servir a él... y a usted.

—¿Qué es lo que desea saber?

—Todo lo que sucedió anoche, ¡absolutamente todo!

La bailarina sonrió con visible expresión de cansancio.

—¿Supone que voy a mentir? No soy tan estúpida. Veo con claridad que no debo ocultarle nada. Ese hombre, me refiero al que ha muerto, poseía un secreto mío y me amenazaba con él. En bien de Paul traté de llegar a un acuerdo con él. No podía arriesgarme a perder al príncipe. Ahora que ha muerto me siento segura, pero no lo maté.

Poirot meneó la cabeza, sonriendo.

—No es necesario que lo afirme,
mademoiselle
–dijo—. Cuénteme lo que sucedió la noche pasada.

—Parecía dispuesto a hacer un trato conmigo y le ofrecí dinero. Me citó en su casa a las nueve en punto. Yo conocía ya MonDésir, había estado en ella. Debía entrar en la biblioteca por la puerta falsa para que no me vieran los criados.

—Perdón, mademoiselle, pero ¿no tuvo miedo de ir allí sola y por la noche?

¿Lo imaginé o Valerie hizo una pausa antes de contestar?

—Sí, es posible. Pero no podía pedir a nadie que me acompañara y estaba desesperada. Reedburn me recibió en la biblioteca. ¡Celebro que haya muerto! ¡Oh, qué hombre! Jugó conmigo como el gato y el ratón. Me puso los nervios en tensión. Yo le rogué, le supliqué de rodillas, le ofrecí todas mis joyas. ¡Todo en vano! Luego me dictó sus condiciones. Ya adivinará las que fueron. Me negué a complacerle. Le dije lo que pensaba de él, rabié, me encolericé. Él sonreía sin perder la calma. Y de pronto, en un momento de silencio, sonó algo en la ventana, tras la cortina corrida. Reedburn lo oyó también. Se acercó a ella, y la descorrió rápidamente. Detrás había un hombre escondido, era un vagabundo de feo aspecto. Atacó a mister Reedburn, al que dio primero un golpe... luego otro. Reedburn cayó al suelo. El vagabundo me asió entonces con la mano cubierta de sangre, pero yo me solté, me deslicé al exterior por la ventana y corrí para salvar la vida. En aquel momento distinguí las luces de esta casa y a ella me encaminé. Los visillos estaban descorridos y vi que los habitantes de la casa jugaban al bridge. Yo entré, tropezando, en el salón. Recuerdo que pude gritar: «asesinado», y luego caí al suelo y ya no vi nada...

—Gracias, mademoiselle. El espectáculo debió constituir un gran choque para su sistema nervioso. ¿Podría describirme al vagabundo? ¿Recuerda lo que llevaba puesto?

—No. Fue todo tan rápido... Pero su rostro está grabado en mi pensamiento y estoy segura de conocerle en cuanto le vea.

—Una pregunta todavía, mademoiselle. ¿Estaban corridas las cortinas de la otra ventana, de la que mira a la calzada?

En el rostro de la bailarina se pintó por vez primera una expresión de perplejidad. Pero trató de recordar con precisión.

—¿Eh, bien mademoiselle?

—Creo... casi estoy segura... ¡sí, segurísima!, de que no estaban corridas.

—Es curioso, sobre todo estando corridas las primeras. No importa, la cosa tiene poca importancia. ¿Permanecerá todavía aquí mucho tiempo, mademoiselle?

—El doctor cree que mañana podré volver a la ciudad. Valerie miró a su alrededor. Miss Ogiander había salido.

—Estas gentes son muy amables, pero... no pertenecen a mi esfera. Yo las escandalizo... bien, no simpatizo con la
bourgeoisie
.

Sus palabras tenían un matiz de amargura.

Poirot repuso:

—Comprendo y confío en que no la habré fatigado con mis preguntas.

—Nada de eso, monsieur. No deseo más sino que Paul lo sepa todo lo antes posible.

—Entonces, ¡muy buenos días, mademoiselle! Antes de salir Poirot de la habitación se paró y preguntó señalando un par de zapatos de piel.

—¿Son suyos, mademoiselle?

—Sí. Ya están limpios. Me los acaban de traer.

—¡Ah! —exclamó Poirot mientras bajábamos la escalera—. Los criados estaban muy excitados, pero por lo visto no lo están para limpiar un par de zapatos. Bien,
mon ami
, el caso me pareció interesante, de momento, pero se me figura que se está concluyendo.

—Pero ¿y el asesino?

—¿Cree que Hércules Poirot se dedica a la caza de vagabundos? —replicó con acento grandilocuente el detective.

Al llegar al vestíbulo nos tropezamos con miss Ogiander que salía a nuestro encuentro.

—Háganme el favor de esperar en el salón. Mamá quiere hablar con ustedes —nos dijo.

La habitación seguía sin arreglar y Poirot tomó la baraja y comenzó a barajar los naipes al azar con sus manos pequeñas y bien cuidadas.

—¿Sabe lo que pienso, amigo mío?

—¡No! —repuse ansiosamente.

—Pues que miss Ogiander hizo mal en no echar un triunfo. Debió poner sobre la mesa el tres de picas.

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