Read Ocho casos de Poirot Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Ocho casos de Poirot (21 page)

—Sí, era su día de salida.

—Pues probablemente, madame, habrá sufrido un accidente. ¿Ha preguntado ya en los hospitales?

—Pensaba hacerlo ayer, pero esta mañana me ha mandado a pedir el baúl, ¡sin ponerme cuatro líneas siquiera! Si hubiera estado yo en la casa le aseguro que no la hubiera dejado marchar así. Pero había ido a la carnicería.

—¿Quiere darme sus señas?

—Se llama Elisa Dunn y es de edad madura, gruesa, de cabello negro canoso y de aspecto respetable.

—¿Habían reñido ustedes antes?

—No, señor. Y esto es lo raro del caso.

—¿Cuántos criados tiene, madame?

—Dos. Annie, la doncella, es una buena muchacha. Es olvidadiza y tiene la cabeza algo a pájaros, pero es buena sirvienta siempre que se esté encima de ella.

—¿Se avenían ella y la cocinera?

—En general sí, aunque tenían sus altercados de vez en cuando.

—¿Y la doncella no puede arrojar alguna luz sobre el misterio?

—Dice que no, pero ya conoce usted a los sirvientes, se tapan unos a otros.

—Bien, bien, ya veremos esto. ¿Dónde reside, madame?

—En Clapham; Albert Road, número 88.

—Bien, madame, le deseo muy buenos días y cuente con verme en su residencia en el curso del día.

Luego mistress Todd, que así se llamaba la nueva clienta, se despidió de nosotros.

Poirot me miró con cierta rudeza.

—Bien, bien. Hastings, éste es un caso nuevo. ¡La desaparición de una cocinera! ¡Seguramente que el inspector Japp no habrá oído jamás cosa parecida!

A continuación calentó una plancha y con ella quitó, con ayuda de un trozo de papel de estraza, la mancha de grasa del nuevo traje gris. Dejando con sentimiento para otro día el arreglo de los bigotes, marchamos en dirección a Clapham.

Prince Albert Road demostró ser una calle de pocas casas, todas exactamente iguales, con ventanas ornadas de cortinas de encajes y llamadores de brillante latón en las puertas.

Al pulsar el timbre del número 88 nos abrió la puerta una bonita doncella, vestida pulcramente. Mistress Todd salió al vestíbulo para saludarnos.

—No se vaya, Annie —exclamó—. Este caballero es detective y desea dirigir a usted algunas preguntas.

El rostro de Annie reveló la alarma y una excitación agradable.

—Gracias, madame —dijo Poirot inclinándose—. Me gustaría interrogar a su doncella ahora y sin testigos.

Nos introdujeron en un saloncito, y cuando se fue mistress Todd, a disgusto, comenzó Poirot el interrogatorio.


Voyons
, mademoiselle Annie, todo cuanto nos explique revestirá la mayor importancia. Sólo usted puede arrojar alguna luz sobre nuestro caso y sin su ayuda no haremos nada.

La alarma se desvaneció del semblante de la doncella y la agradable excitación se hizo más patente.

—Esté seguro, señor, de que diré todo lo que sé.

—Muy bien —dijo Poirot con el rostro resplandeciente—. Ante todo, ¿qué opina usted? Porque posee una inteligencia notable. ¡Se ve en seguida! ¿Cuál es su explicación de la desaparición de Elisa?

Animada de esta manera, Annie se dejó llevar de una verbosidad abundante.

—Se trata de los esclavistas blancos, señor. Lo he dicho siempre. La cocinera me ponía siempre en guardia contra ellos. «Por caballeros que te parezcan —me decía—, no olfatees ningún perfume ni comas ningún dulce de los que le ofrezcan.» Éstas fueron sus palabras. Y ahora se han apoderado de ella, estoy segura. Han debido llevársela a Turquía o a uno de esos lugares de Oriente donde, según se dice, gustan de las mujeres entradas en carnes.

—Pero en tal caso, y es admirable su idea, ¿hubiera mandado a buscar el baúl?

—Bien, no lo sé, señor. Pero supongo que aun en aquellos lugares exóticos, necesitará ropa.

—¿Quién vino a buscar el baúl? ¿Un hombre?

—Carter Peterson, señor.

—¿Lo cerró usted?

—No, señor. Ya estaba cerrado y atado.

—¡Ah! Es interesante. Eso demuestra que cuando salió el miércoles de casa estaba ya decidida a no volver a ella. ¿Se da cuenta de esto, no?

—Sí, señor. —Annie pareció sorprenderse—. No había caído en ello. Pero aun así puede tratarse de los esclavistas, ¿no cree? —agregó con tristeza.

—¡Claro! —dijo gravemente Poirot—. ¿Duermen ustedes en una misma habitación?

—No, señor. En distintas habitaciones.

—¿Le había dicho Elisa si estaba descontenta de su puesto actual? ¿Se sentían felices las dos aquí?

—La casa es buena —replicó Annie titubeando—. Ella nunca habló de que pensara dejarla.

—Hable con franqueza. No se lo diré a la señora —dijo Poirot con acento afectuoso.

—Bien, la señora es algo difícil, naturalmente. Pero la comida es buena. Y abundante. Se come caliente a la hora de la cena, hay buenos entremeses y se nos da mucha carne de cerdo. Yo estoy segura de que aunque hubiera querido cambiar de casa, Elisa no se hubiera marchado así. Hubiera dado un mes de tiempo a la señora; sobre todo porque de lo contrario no hubiera cobrado el salario.

—¿Y el trabajo es muy duro?

—Bueno, la señora es muy meticulosa y anda buscando siempre polvo por todos los rincones. Además hay que cuidar del alojado, del huésped, como a sí mismo se llama. Pero únicamente desayuna y cena en casa, como el amo. Los dos pasan el día en la City.

—¿Le es simpático el amo?

—Sí, es bueno, muy callado y algo picajoso.

—¿Recuerda, por casualidad, lo último que dijo Elisa antes de salir de casa?

—Sí, lo recuerdo. Dijo: «Esta noche cenaremos una loncha de jamón con patatas fritas. Y luego, melocotón en conserva.» Se moría por los melocotones.

—¿Salía regularmente los miércoles?

—Sí, ella los miércoles y yo los jueves.

Poirot dirigió todavía a Annie varias preguntas y luego se dio por satisfecho. Annie marchóse y entró mistress Todd con el rostro iluminado por la curiosidad. Estaba algo resentida, estoy seguro, de que la hubiéramos hecho salir de la habitación durante nuestra conversación con Annie. Poirot se cuidó, no obstante, de aplacarla con tacto.

—Es difícil —explicó— que una mujer de inteligencia tan excepcional como la suya, madame, soporte con paciencia el procedimiento que nosotros, pobres detectives, tenemos que emplear. Porque tener la paciencia con la estupidez es difícil para las personas de entendimiento vivo.

Habiendo sido disipado el resentimiento que mistress Todd pudiera albergar, hizo recaer la conversación sobre el marido y obtuvo la información de que trabajaba para una firma de la City y de que no llegaría hasta las seis a casa.

—Este asunto debe traerle preocupado e inquieto, ¿no es así?

—Oh, no se preocupa por nada —declaró mistress Todd—. «Bien, bien, toma otra, querida.» Esto es todo lo que dijo. Es tan tranquilo que en ocasiones me saca de quicio: «Es una ingrata. Vale más que nos desembaracemos de ella.»

—¿Hay otras personas en la casa, mistress Todd?

—¿Se refiere a míster Simpson, el realquilado? Pues tampoco se preocupa de nada mientras se le dé de desayunar y de cenar.

—¿Cuál es su profesión, madame?

—Trabaja en un Banco. —Mistress Todd mencionó el nombre y yo me sobresalté recordando la lectura del
Daily Blare
.

—¿Es joven?

—Tiene veintiocho años. Es muy simpático.

—Me gustaría poder hablar con él y también con su marido, si no tienen inconveniente. Volveré por la tarde. Entretanto, le aconsejo que descanse, madame. Parece fatigada.

Poirot murmuró unas palabras de simpatía y nos despedimos de la buena señora.

—Es una coincidencia curiosa —observé—, pero Davis, el empleado fugitivo, trabajaba en la misma casa de Banca que Simpson. ¿Qué le parece, existirá alguna relación entre las dos personas?

Poirot sonrió.

—Coloquemos en un extremo al empleado poco escrupuloso y en el otro a la cocinera desaparecida. Es difícil hallar relación entre ambas personas a menos que si Davis visitaba a Simpson se hubiera enamorado de la cocinera y la convenciera de que le acompañase en su huida.

Yo reí, pero Poirot conservó la seriedad.

—Pudo escoger peor. Recuerde, Hastings, que cuando se va camino del destierro, una buena cocinera puede proporcionar más consuelo que una cara bonita. —Hizo una pausa momentánea y luego continuó—: Éste es un caso de los más curiosos, lleno de hechos contradictorios. Me interesa, sí, me interesa extraordinariamente.

* * *

Por la tarde volvimos a la calle Prince Albert, número 88, y entrevistamos a Todd y a Simpson. Era el primero un melancólico caballero, de unos cuarenta años.

—¡Ah, sí, sí, Elisa! Era una buena cocinera, mujer muy económica. A mí me gusta la economía.

—¿Alcanza a comprender por qué les dejó a ustedes de manera tan repentina?

—Verá: los criados son así —repuso con un aire vago—. Mi mujer se disgusta por todo. Le agota la preocupación constante. Y el problema es muy sencillo en realidad. Yo le digo: «Busca otra, querida. Busca otra cocinera. ¿De qué sirve llorar por la leche derramada?»

Míster Simpson se mostró igualmente vago. Era un joven taciturno, poco llamativo, que gastaba gafas.

—Era una mujer madura. Sí, la conocía. La otra es Annie, muchacha simpática y servicial.

—¿Sabe si se llevaban bien?

Míster Simpson lo suponía. No podía asegurarlo.

—Bueno, no hemos obtenido ninguna noticia interesante,
mon ami
—me dijo Poirot cuando salimos de la casa después de volver a escuchar de labios de mistress Todd la explicación, ampliada, de lo ocurrido, que conocíamos desde por la mañana.

—¿Está decepcionado porque esperaba saber algo nuevo? —dije.

—Hombre, siempre existe una posibilidad, naturalmente —repuso Poirot—. Pero tampoco lo creí probable.

Al día siguiente recibió una carta que leyó, rojo de indignación y me entregó después.

«Mistress Todd —decía— lamenta tener que prescindir de los servicios de monsieur Poirot, ya que después de hablar con su marido se da cuenta de lo innecesario que es llamar a un detective para la solución de un problema de índole doméstica. Mistress Todd le incluye una guinea como retribución a su consulta...»

—¡Aja! —exclamó mi amigo lleno de cólera—. ¿Será posible que crean que van a desembarazarse de mí, Hércules Poirot, con tanta facilidad? Como favor, un gran favor, consentí en investigar ese asunto tan miserable y mezquino y me despiden ¿
comme ça
? Aquí anda, o mucho me engaño, la mano de míster Todd. Pero ¡no y mil veces no!

Gastaré veinte, treinta guineas, si fuere preciso, hasta llegar al fondo de la cuestión.

—Sí. Pero, ¿cómo?

Poirot se calmó un poco.


D'abord
—contestó—; pondremos un anuncio en los periódicos. Un anuncio que diga, sobre poco más o menos... sí, eso es: «Si Elisa Dunn quiere molestarse en darnos su dirección le comunicaremos algo que le interesa mucho.» Insértelo en los periódicos de mayor circulación, Hastings. Entretanto, verificaré algunas pesquisas. Vaya, vaya, no hay tiempo que perder!

No volví a verle hasta por la tarde, en que se dignó referirme en un corto espacio de tiempo lo que había estado haciendo.

—He hecho averiguaciones en la casa donde trabaja míster Todd. Tiene buen carácter y no faltó al trabajo el miércoles por la tarde. Tanto mejor para él. El martes, Simpson cayó enfermo y no fue al Banco, pero sí estuvo también el miércoles por la tarde. Era amigo de Davis, pero no muy amigo. De modo que no hay novedades por ese lado. Confiemos en el anuncio.

Éste apareció en los principales periódicos de la ciudad. Las órdenes de Poirot eran que siguiera apareciendo por espacio de una semana. Su ansiedad en este caso, tan poco interesante, de la desaparición de una cocinera, era extraordinaria, pero me di cuenta de que consideraba cuestión de honor perseverar hasta obtener el éxito. En esta época se le ofreció la solución de otros casos, más atrayentes, pero se negó a encargarse de ellos. Todas las mañanas abría precipitadamente la correspondencia y luego dejaba las cartas con un suspiro. Pero nuestra paciencia obtuvo su recompensa al fin. El miércoles que sucedió a la visita de mistress Todd la patrona nos anunció a una visitante que decía llamarse Elisa Dunn.


En fin!
—exclamó Poirot—. Dígale que suba. En seguida, Inmediatamente.

Al verse así incitada, la patrona salió a escape y poco después reapareció seguida de miss Dunn. Nuestra mujer era tal y como nos la habían descrito, alta, vigorosa, enteramente respetable.

—He leído su anuncio, y por si existe alguna dificultad vengo a decirles lo que ignoran; que ya he cobrado la herencia.

Poirot, que la observaba con atención, tiró de una silla y se la ofreció con un saludo.

—Su ama, mistress Todd —explicó—, se sentía inquieta. Temía que hubiera sido víctima de un accidente realmente serio.

Elisa Dunn pareció sorprenderse mucho.

—Entonces, ¿no ha recibido mi carta? —interrogó.


No
. —Poirot hizo una pausa y luego dijo con acento persuasivo—: Ea, cuéntenos lo ocurrido.

Y Elisa, que no necesitaba que se la incitase a ello, inició al punto una larga explicación.

—Al volver el miércoles por la tarde a casa, y cuando casi me hallaba delante de la puerta, me salió al paso un caballero. "Miss Elisa Dunn, ¿estoy en lo cierto?", preguntó. "Sí, señor", respondí. Acabo de preguntar por usted en el número 88 y me han dicho que no tardaría en llegar. Miss Dunn, he venido de Australia dispuesto a dar con su paradero. ¿Cuál era el nombre de soltera de su madre?" "Jane Ermott." "Precisamente. Bien, pues, aun cuando usted lo ignore,, miss Dunn, su abuela tenía una amiga muy querida que se llamaba Elisa Leech. Esta muchacha se expatrió, se fue a Australia, y allí contrajo matrimonio con un hombre acaudalado. Sus dos hijos murieron en la infancia y ella heredó la propiedad de su marido. Ha muerto hace unos meses y le deja a usted en herencia una casa y una considerable cantidad de dinero."

»La noticia me impresionó tanto que hubieran podido derribarme con una pluma —prosiguió miss Dunn—. Además, de momento, aquel hombre me inspiró recelos, de lo que se dio cuenta, porque dijo sonriendo: "Veo que es prudente, y hace bien en ponerse en guardia, pero mire mis credenciales." Me entregó una carta y una tarjeta de los señores Hurts y Crotchet, notarios de Melbourne. Él era míster Crotchet. "Ahora, que la difunta le impone dos condiciones para que pueda percibir la herencia (era algo excéntrica, ¿comprende?) Primero debe tomar posesión de su casa de Cumberland mañana a mediodía; luego, cláusula menos importante, no debe prestar servicios domésticos." Yo quedé consternada. "Pero, míster Crotchet, soy cocinera", dije. "¿No se lo han dicho en casa?" "¡Caramba, caramba! No tenía la menor idea de semejante cosa. Creí que era aya o señorita de compañía. Es muy sensible, muy sensible, desde luego."

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