—¡Poirot! Es usted el colmo.
—¡
Mon Dieu
! No voy a estar siempre hablando de rayos y de sangre. De repente olfateó el aire y dijo:
—Hastings, Hastings, mire. Falta el rey de trébol de la baraja.
—¡Zara! —exclamé.
—¿Cómo?
—De momento Poirot no comprendió mi alusión. Maquinalmente guardó las barajas, ordenadas, en sus cajas. Su rostro asumía una expresión grave.
—Hastings —dijo por fin—. Yo, Hércules Poirot, he estado a punto de cometer un error, un gran error. Le miré impresionado, pero sin comprender. Le interrumpió la entrada en el salón de una hermosa señora de alguna edad que llevaba un libro de cuentas en la mano. Poirot le dedicó un galante saludo. La dama le preguntó:
—Según tengo entendido, es usted amigo de... miss Sinclair.
—Precisamente su amigo, no, señora. He venido de parte de un amigo.
—Ah, comprendo. Me pareció que...
Poirot señaló bruscamente la ventana y dijo, interrumpiéndola:
—¿Anoche tenían ustedes corridos los visillos?
—No, y supongo que por eso vio luz miss Sinclair y se orientó.
—Anoche estaba la luna llena. ¿Vio usted a miss Sinclair, sentada como estaba delante de la ventana?
—No, porque me abstraía el juego. Además porque, naturalmente, nunca nos ha sucedido nada parecido a esto.
—Lo creo,
madame
.
Mademoiselle
Sinclair proyecta marcharse mañana.
—¡Oh! —el rostro de la dama se iluminó.
—Le deseo muy buenos días,
madame
.
Una criada limpiaba la escalera cuando salimos por la puerta principal de la casa. Poirot dijo:
—¿Fue usted la que limpió los zapatos de la señora forastera?
La doncella meneó la cabeza.
—No, señor. No creo tampoco que haya que limpiarlos.
—¿Quién los limpió entonces? —pregunté a Poirot mientras bajábamos por la calzada.
—Nadie. No estaban sucios.
—Concedo que por bajar por el camino o por un sendero, en una noche de luna, no se ensucien, pero después de aplastar con ellos la hierba del jardín se manchan y ensucian.
—Sí, estoy de acuerdo —repuso Poirot con una sonrisa singular.
—Entonces... —Tenga paciencia, amigo mío. Vamos a volver a Mon Désir.
El mayordomo nos vio llegar con visible sorpresa, pero no se opuso a que volviéramos a entrar en la biblioteca.
—Oiga, Poirot, se equivoca de ventana —exclamé al ver que se aproximaba a la que daba sobre la calzada de coches.
—Me parece que no. Vea —repuso indicándome la cabeza marmórea del león en la que vi una mancha oscura.
Poirot levantó un dedo y me mostró otra parecida en el suelo.
—Alguien asestó a Reedburn un golpe, con el puño cerrado, entre los dos ojos. Cayó hacia atrás sobre la protuberante cabeza de mármol y a continuación resbaló hasta el suelo. Luego le arrastraron hasta la otra ventana y allí le dejaron, pero no en el mismo ángulo como observó el doctor.
—Pero ¿por qué? No parece que fuera necesario.
—Por el contrario, era esencial. Y también es la clave de la identidad del asesino aunque sepa usted que no tuvo intención de matar a Reedburn y que por ello no podemos tacharle de criminal. ¡Debe poseer mucha fuerza!
—¿Porque pudo arrastrar a Reedburn por el suelo?
—No. Éste es un caso muy interesante. Pero me he portado como un imbécil.
—¿De manera que se ha terminado, que ya sabe usted todo lo sucedido?
—Sí.
—¡No! —exclamé recordando algo de repente—. Todavía hay algo que ignora.
—¿Qué es ello?
—Ignora dónde se halla el rey de trébol.
—¡Bah! Pero qué tontería. ¡Qué tontería,
mon ami
!
—¿Por qué?
—Porque lo tengo en el bolsillo.
Y, en efecto, Poirot lo sacó y me lo mostró.
—¡Oh! —dije alicaído—. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso aquí?
—No tiene nada de sensacional. Estaba dentro de la caja de la baraja. No la utilizaron.
—¡Hum! De todas maneras sirvió para darle alguna idea, ¿verdad?
—Sí, amigo mío. Y ofrezco mis respetos a Su Majestad.
—Y ¡a
madame
Zara!
—Ah, sí, también a esa señora.
—Bueno, ¿qué piensa hacer ahora?
—Volver a Londres. Pero antes de ausentarme deseo decirle dos palabras a una persona que vive en Daisymead.
La misma doncella nos abrió la puerta.
—Están en el comedor, señor. Si desea ver a miss Sinclair se halla descansando.
—Deseo ver a mistress Ogiander. Haga el favor de llamarla. Es cuestión de un instante.
Nos condujeron al salón y allí esperamos. Al pasar por delante del comedor distinguí a la familia Ogiander, acrecentada ahora por la presencia de dos fornidos caballeros, uno afeitado, otro con barba y bigote.
Poco después entró mistress Ogiander en el salón mirando con aire de interrogación a Poirot, que se inclinó ante ella.
—
Madame
, en mi país sentimos suma ternura, un gran respeto por la madre.
La mere de famille
es todo para nosotros —dijo.
Mistress Ogiander le miró con asombro.
—Y esta única razón es la que me trae aquí, en estos momentos, pues deseo disipar su ansiedad. No tema, el asesino de mister Reedburn no será descubierto. Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro a usted. ¿Digo bien o es la ansiedad de una esposa la que debo calmar?
Hubo un momento de silencio en el que mistress Ogiander dirigió a Poirot una mirada penetrante. Por fin repuso en voz baja:
—No sé lo que quiere decir pero, sí, dice usted bien sin duda.
Poirot hizo un gesto con el rostro grave.
—Eso es,
madame
. No se inquiete. La policía inglesa no posee los ojos de Hércules Poirot.
Así diciendo dio un golpecito sobre el retrato de la familia que pendía de la pared e interrogó:
—¿Usted tuvo dos hijas,
madame
? ¿Ha muerto una de ellas?
Hubo una pausa durante la cual mistress Ogiander volvió a dirigir una mirada profunda a mi amigo. Luego respondió:
—Sí, ha muerto.
—¡Ah! —exclamó Poirot vivamente—. Bien, vamos a volver a la ciudad. Permítame que le devuelva el rey de trébol y que lo coloque en la caja. Constituye su único resbalón. Comprenda que no se puede jugar al bridge, por espacio de una hora, con únicamente cincuenta y una cartas para cuatro personas. Nadie que sepa jugar creerá en su palabra. ¡
Bonjour
!
—Y ahora, amigo mío, ¿se da cuenta de lo ocurrido? —me dijo cuando emprendimos el camino de la estación.
—¡En absoluto! –contesté—. ¿Quién mató a Reedburn?
—John Ogiander, hijo. Yo no estaba seguro si había sido él o su padre, pero me pareció que debía ser el hijo el culpable por ser el más joven y el más fuerte de los dos. Asimismo tuvo que ser culpable uno de ellos a causa de las ventanas.
—¿Por qué?
—Mire, la biblioteca tiene cuatro salidas: dos puertas, dos ventanas; y de éstas eligió una sola. La tragedia se desarrolló delante de una ventana que lo mismo que las dos puertas da, directa o indirectamente, a la parte de delante de la casa. Pero se simuló que se había desarrollado ante la ventana que cae sobre la puerta de atrás para que pareciera pura casualidad que Valerie eligiera Daisymead como refugio. En realidad, lo que sucedió fue que se desmayó y que John se la echó sobre los hombros. Por eso dije y ahora afirmo que posee mucha fuerza.
—¿De modo que los hermanos se dirigieron juntos a Mon Désir?
—Sí. Recordará la vacilación de Valerie cuando le pregunté si no tuvo miedo de ir sola a casa de Reedburn. John Ogiander la acompañó, suscitando la cólera de Reedburn, si no me engaño. El tercero disputó y probablemente un insulto dirigido por el dueño de la casa a Valerie motivó que Ogiander le pegase un puñetazo. Ya conoce el resto.
—Pero ¿por qué motivo le llamó la atención la partida de bridge?
—Porque para jugar a él se requieren cuatro jugadores y únicamente tres personas ocuparon, durante la velada, el salón.
Yo seguía perplejo.
—Pero ¿qué tienen que ver los Ogiander con la bailarina Sinclair?— pregunté—. No acabo de comprenderlo.
—Amigo, me maravilla que no se haya dado cuenta, a pesar de que miró con más atención que yo la fotografía de la familia que adorna la pared del salón. No dudo de que para dicha familia haya muerto la hija segunda de mistress Ogiander, pero el mundo la conoce ¡con el nombre de Valerie Sinclair!
—¿Qué?
—¿De veras no se ha dado cuenta del parecido de las dos hermanas?
—No –confesé—. Por el contrario, me dije que no podían ser más distintas.
—Es porque, querido Hastings, su imaginación se halla abierta a las románticas impresiones exteriores. Las facciones de las dos son idénticas lo mismo que el color de sus ojos y cabello. Pero lo más gracioso es que Valerie se avergüenza de los suyos y que los suyos se avergüenzan de ella. Sin embargo, en un momento de peligro pidió ayuda a su hermano y cuando las cosas adoptaron un giro desagradable y amenazador todos se unieron de manera notable. ¡No hay ni existe nada tan maravilloso como el amor de la familia! Y ésta sabe representar. De ella ha sacado Valerie su talento. ¡Yo, lo mismo que el príncipe Paul, creo en la ley de la herencia! Ellos me engañaron. Pero por una feliz casualidad y una pregunta dirigida a mistress Ogiander que contradecía la explicación, acerca de cómo estaban sentados alrededor de la mesa de bridge, que nos hizo su hija, no salió Hércules Poirot chasqueado.
—¿Qué dirá usted al príncipe?
—Que Valerie no ha cometido ese crimen y que dudo mucho de que pueda llegar a darse con el vagabundo asesino. Asimismo que transmita mis cumplidos a Zara. ¡Qué curiosa coincidencia! Me parece que voy a ponerle a este pequeño caso un titulo: «La aventura del rey de trébol». ¿Le gusta, amigo mío?
Un muchacho mensajero trajo una carta que Poirot leyó en silencio, y mientras leía asomaba a sus ojos el brillo del interés y de la emoción. Después de despedir al mensajero con breves frases, se volvió a mirarme.
—Corra, amigo, haga la maleta. Nos vamos a Sharples.
Yo di un salto al oírle mencionar la famosa residencia campestre de lord Alloway. Presidente del recién formado Ministerio de Defensa, lord Alloway era miembro distinguido del Gabinete.
Con el nombre de sir Ralph Curtis, director de una gran empresa de ingeniería, había pasado por la Cámara de los Comunes y se decía ahora de él que era un hombre de porvenir y que probablemente se le llamaría a formar Ministerio en el caso que resultasen fundados los rumores que corrían del mal estado de salud de mister David Mac Adam.
Un hermoso «Rolls Royce» nos aguardaba a la puerta y mientras corríamos en la oscuridad, abrumé con mis preguntas a Poirot.
—Son más de las once —le dije—. ¿Para qué nos llaman a esta hora avanzada de la noche?
Poirot meneó la cabeza.
—Debe tratarse de algo muy urgente, sin duda —repuso.
—Recuerdo —expliqué— que la conducta seguida por Ralph Curtis con relación a determinadas acciones dio lugar a un escándalo formidable. Al final se le declaró inocente de la acusación que se le dirigía, pero es improbable que vuelva a repetirse ahora el hecho, o que haya sucedido algo por el estilo.
—No creo que me llamasen, aunque así fuera, a hora tan intempestiva —repuso mi amigo.
Callé porque tenía razón y continuamos el viaje en medio del mayor silencio. Una vez fuera de la ciudad, el coche redobló la velocidad y en menos de lo que se cuenta llegamos a Sharples.
Un mayordomo, vestido de pontifical, nos condujo al punto al pequeño estudio donde nos aguardaba lord Alloway. Al vernos, el digno caballero se puso en pie de un salto lleno de vigor y de vitalidad.
—Encantado de volver a verle, monsieur Poirot —dijo a mi amigo—. Ésta es la segunda vez que necesita el Gobierno de sus servicios. Recuerdo muy bien lo que hizo por nosotros durante la guerra y cómo logró liberar al Primer Ministro de su secuestro, verificado de manera tan hábil. Sus magníficas deducciones y su descripción, permítame que lo diga así, despejaron la situación.
Poirot parpadeó un poco.
—¿Puedo deducir de esto, milord, que va a ofrecerme la solución de un caso parecido?
—Sí, señor. Sir Harry y yo... oh, permítame que les presente. Sir Harry Weardale, Primer Lord del Almirantazgo... Monsieur Poirot... y el capitán...
—Hastings —dije yo.
—He oído hablar de usted con elogio, monsieur Poirot —dijo sir Harry estrechándonos la mano—. Nos encontramos frente a un problema insoluble al parecer, y si acierta usted a resolverlo le quedaremos por siempre extraordinariamente agradecidos.
El Primer Lord del mar era un marino, cuadrado de hombros, de la antigua escuela, que se granjeó al punto toda mi simpatía.
Poirot les dirigió una mirada de interrogación y Alloway se encargó de darles las explicaciones necesarias.
—Ante todo, monsieur Poirot, dése cuenta de que todo lo que voy a decirle es confidencial. Acabamos de sufrir una pérdida muy grave. Nos han robado los planos del nuevo submarino tipo Z.
—¿Cuándo?
—Esta misma noche, hará cosa de unas tres horas. Supongo que se dará cuenta de la magnitud del desastre, por qué es esencial que no se divulgue la noticia de esta pérdida. Mis huéspedes, en estos momentos, son aquí, el almirante, su mujer y su hija y mistress Conrad, una dama muy conocida de la buena sociedad. Las señoras se retiraron temprano a descansar... sobre las diez si mal no recuerdo, lo mismo que mister Leonard Weardale. Sir Harry estaba aquí porque quería hablar, conmigo de la construcción de ese nuevo tipo de submarino. De acuerdo con esto rogué a mister Fitzroy, mi secretario, que sacara los planos de la caja que ve ahí, en el rincón, y que los ordenara junto con otros documentos diversos que tratan del asunto que traemos entre manos.
»Mientras obedecía mis instrucciones, el almirante y yo nos paseábamos por la terraza, fumando y disfrutando del aire tibio de junio. Cuando concluimos de fumar y de charlar decidimos tratar de negocios. Cuando dimos media vuelta, en el extremo opuesto de la terraza, yo creí ver una sombra salir de aquí por la puerta-ventana, cruzar la terraza y desaparecer. Sin embargo, no presté gran atención al hecho. Sabía que Fitzroy estaba aquí, en esta misma habitación, y no me pasó por las mientes que pudiera haber ocurrido nada desagradable. Creí mal, naturalmente. Bien, volviendo sobre nuestros pasos, como ya he dicho, entramos en el estudio por la puerta de la terraza en el mismo momento en que entraba Fitzroy por la del vestíbulo.