Ocho casos de Poirot (12 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—¿Qué responde a esto míster Beltane?

—Declara que uno de los camareros estaba borracho y que él le propinó una reprimenda, y que esto sucedía a la una y no a la una y media de la madrugada. La declaración del capitán Digby determina la hora exacta, ya que sólo transcurrieron diez minutos entre el momento en que habló con Cronshaw y el momento en que descubrió su cadáver.

—Supongo que Beltane, que vestía un traje de Polichinela, debía llevar joroba y un cuello de volantes...

—Ignoro los detalles exactos de los trajes de máscara —repuso Japp, dirigiendo una mirada de curiosidad—. De todos modos no veo que tengan nada que ver con el crimen.

—¿No? —Poirot sonrió con ironía. No se había movido del asiento, pero sus ojos despedían una luz verde, que yo comenzaba a conocer bien—, ¿verdad que había una cortina en el reservado?

—Sí, pero...

—¿Queda detrás espacio suficiente para ocultar a un hombre?

—Sí, en efecto, puede servir de escondite, pero ¿cómo lo sabe, monsieur Poirot, si no ha estado allí?

—No he estado en efecto, mi buen Japp, pero mi imaginación ha proporcionado a la escena esa cortina. Sin ella el drama no tenía fundamento. Y hay que ser razonable. Pero, dígame: ¿enviaron los amigos de Cronshaw a por un médico o no?

—En seguida, claro es. Sin embargo, no había nada que hacer. La muerte debió ser instantánea.

Poirot hizo un movimiento de impaciencia.

—Sí, sí, comprendo. Y ese médico, ¿ha prestado ya declaración en la investigación iniciada?

—Sí.

—¿Dijo algo acerca de algún síntoma poco corriente? ¿Era mortal el aspecto del cadáver?

Japp fijó una mirada penetrante en el hombrecillo.

—Sí, monsieur Poirot. Ignoro adonde quiere ir a parar, pero el doctor explicó que había una tensión, una rigidez en los miembros del cadáver que no podía ni acertaba a explicarse.

—¡Aja! ¡Aja!
Mon Dieu
! —exclamó Poirot—. Esto da que pensar, ¿no le parece?

Yo vi que a Japp no le preocupaba lo más mínimo.

—¿Piensa tal vez en el veneno, monsieur? ¿Para qué ha de envenenarse primero a un hombre al que se asesta después una puñalada?

—Realmente sería ridículo —manifestó Poirot plácidamente.

—Bueno, ¿desea ver algo, monsieur? ¿Le gustaría examinar la habitación donde se halló el cadáver de lord Cronshaw?

Poirot agitó la mano.

—No, nada de eso. Usted me ha referido ya lo único que puede interesarme: el punto de vista de lord Cronshaw respecto de los estupefacientes.

—¿De manera que no desea ver nada?

—Una sola cosa.

—Usted dirá...

—El juego de las figuras de porcelana china que sirvieron para sacar copia de los trajes de máscara.

Japp le miró sorprendido.

—¡La verdad es que tiene usted gracia! —exclamó después.

—¿Puede hacerme ese favor?

—Desde luego. Acompáñeme ahora mismo a Bergeley Square, si gusta. No creo que míster Beltane ponga reparos.

* * *

Partimos en el acto en un taxi. El nuevo lord Cronshaw no estaba en casa, pero a petición de Japp nos introdujeron en la «habitación china» donde se guardaban las gemas de la colección. Japp miró unos instantes a su alrededor, titubeando.

—No se me alcanza cómo va usted a encontrar lo que busca, monsieur —dijo.

Pero Poirot había tirado ya de una silla, colocada junto a la chimenea, y se subía a ella de un salto, más propio de un pájaro que de una persona. En un pequeño estante, colocadas encima del espejo, había seis figuras de porcelana china. Poirot las examinó atentamente, haciendo poquísimos comentarios mientras verificaba la operación.


Les voilà
! La antigua Comedia italiana. ¡Tres parejas! Arlequín y Colombina; Pierrot y Pierrette, exquisitos con sus trajes verde y blanco. Polichinela y su compañera vestidos de malva y amarillo. El traje de Polichinela es complicado: Lleva frunces, volantes, joroba, sombrero alto... Sí, de veras es muy complicado.

Volvió a colocar en su sitio las figuritas y se bajó de un salto.

Japp no quedó satisfecho, pero al parecer Poirot no tenía intención de explicarnos nada y el detective tuvo que conformarse. Cuando nos disponíamos a salir de la sala entró en ella el dueño de la casa y Japp hizo las debidas presentaciones.

El sexto vizconde Cronshaw era hombre de unos cincuenta años, de maneras suaves, con un rostro bello pero disoluto. Era un
roué
que adoptaba la lánguida actitud de un
poseur
. A mí me inspiró antipatía. Sin embargo, nos acogió de una manera amable y dijo que había oído alabar la habilidad de Poirot. Al propio tiempo se puso a nuestra disposición por entero.

—Sé que la policía hace todo lo que puede —declaró—, pero temo que no llegue nunca a solucionarse el misterio que encierra la muerte de mi sobrino. Le rodean también circunstancias muy misteriosas.

Poirot le miraba con atención.

—¿Sabe si tenía enemigos?

—Ninguno. Estoy bien seguro —Tras de una pausa, Beltane interrogó—: ¿Desea dirigirme alguna otra pregunta?

—Una sola. —Poirot se había puesto serio—. ¿Se reprodujeron exactamente los trajes de máscara de estos figurines?

—Hasta el menor detalle.

—Gracias, milord. No necesito saber más. Muy buenos días.

* * *

—¿Y ahora qué? —preguntó Japp en cuanto salimos a la calle—. Porque debo notificar algo al Yard, como ya sabe usted.

—¡Bien! No le detengo. También yo tengo un poco de quehacer y después...

—¿Después?

—Quedará el caso completo.

—¡Qué! ¿Se da cuenta de lo que dice? ¿Sabe ya quién mató a lord Cronshaw?


Parfaitement
.

—¿Quién fue? ¿Eustaquio Beltane?

—Ah,
mon ami
! Ya conoce mis debilidades. Deseo siempre tener todos los cabos sueltos en la mano hasta el último momento. Pero no tema. Lo revelaré todo a su debido tiempo. No deseo honores. El caso será suyo a condición de que me permita llegar al
denouement
a mi modo.

—Si es que el
denouement
llega —observó Japp—. Entre tanto, ya se sabe, usted piensa mostrarse tan hermético como una ostra, ¿no es eso? —Poirot sonrió—. Bien, hasta la vista. Me voy al Yard.

Bajó la calle a paso largo y Poirot llamó a un taxi.

—¿Adonde vamos ahora? —le pregunté, presa de viva curiosidad.

—A Chelsea para ver a los Davidson.

—¿Qué opina del nuevo lord Cronshaw? —pregunté mientras le daba las señas al taxista.

—¿Qué dice mi buen amigo Hastings?

—Que me inspira instintiva desconfianza.

—¿Cree que es el «hombre malo» de los libros de cuentos, verdad?

—¿Y usted no?

—Yo creo que ha estado muy amable con nosotros —repuso Poirot sin comprometerse.

—¡Porque tiene sus razones!

Poirot me miró, meneó la cabeza con tristeza y murmuró algo que sonaba como si dijera: «¡Qué falta de método!»

* * *

Los Davidson habitaban en el tercer piso de una manzana de casas-mansión. Se nos dijo que míster Davidson había salido pero que mistress Davidson estaba en casa, y se nos introdujo en una habitación larga, de techo bajo, ornada de cortinajes, de alegres colores, estilo oriental. El aire, opresivo, estaba saturado del olor fuerte de los nardos. Mistress Davidson no nos hizo esperar. Era una mujercita menuda, rubia, cuya fragilidad hubiera parecido poética, de no ser por el brillo penetrante, calculador, de los ojos azules.

Poirot le explicó su relación con el caso y ella movió tristemente la cabeza.

—¡Pobre Cronsh... y pobre Coco también! —exclamó al propio tiempo—. Nosotros, mi marido y yo, la queríamos mucho y su muerte nos parece lamentable y espantosa. ¿Qué es lo que desea saber? ¿Debo volver a recordar aquella triste noche?

—Crea, madame, que no abusaré de sus sentimientos. Sobre todo porque ya el inspector Japp me ha contado lo más imprescindible. Deseo ver, solamente, el vestido de máscara que llevó usted al baile.

Mistress Davidson pareció sorprenderse de la singular petición y Poirot continuó diciendo con acento tranquilizador:

—Comprenda, madame, que trabajo de acuerdo con el sistema de mi país. Nosotros tratamos siempre de «reconstruir» el crimen. Y como es probable que desee hacer una
representation
, esos vestidos tienen su importancia.

Pero mistress Davidson parecía dudar todavía de la palabra de Poirot.

—Ya he oído decir eso, naturalmente —dijo—, pero ignoraba que usted fuera tan amante del detalle. Voy a por el vestido en seguida.

Salió de la habitación para regresar casi en el acto con un exquisito vestido de raso verde y blanco. Poirot lo tomó de sus manos, lo examinó y se lo devolvió con un atento saludo.


Merci, madame
! Ya veo que ha tenido la desgracia de perder un pompón, aquí en el hombro.

—Sí, me lo arrancaron bailando. Lo recogí y se lo di al pobre lord Cronshaw para que me lo guardase.

—¿Sucedió eso después de la cena?

—Sí.

—Entonces, ¿muy poco antes de desarrollarse la tragedia, quizá?

Los pálidos ojos de mistress Davidson expresaron leve alarma y replicó vivamente:

—Oh, no, mucho antes. Inmediatamente después de cenar.

—Entiendo. Bien, esto es todo. No queremos molestarla más.
Bonjour, madame
.

—Bueno —dije cuando salíamos del edificio—. Ya está explicado el misterio del pompón verde.

—¡Hum!

—¡Oiga! ¿Qué quiere decir con eso?

—Se ha fijado, Hastings, en que he examinado el traje, ¿verdad?

—Sí.


Eh bien
, el pompón que faltaba no fue arrancado, como dijo esa señora, sino... cortado por unas tijeras, porque todas las hebras son iguales.

—¡Caramba! La cosa se complica...

—Por el contrario —repuso con aire plácido Poirot—, se simplifica cada vez más.

—¡Poirot! ¡Se me acaba la paciencia! —exclamé—. Su costumbre de encontrar todo tan sencillo es un agravante.

—Pero cuando me explico, diga,
mon ami
, ¿no es cierto que resulta muy simple?

—Sí, y eso es lo que más me irrita: que entonces se me figura que también yo hubiera podido adivinar fácilmente.

—Y lo adivinaría, Hastings, si se tomase el trabajo de poner en orden sus ideas. Sin un método...

—Sí, sí —me apresuré a decir, interrumpiéndole, porque conocía demasiado bien la elocuencia que desplegaba, cuando trataba de su tema favorito—. Dígame: ¿qué piensa hacer ahora? ¿Está dispuesto, de veras, a reconstruir el crimen?

—Nada de eso. El drama ha concluido. Únicamente me propongo añadirle... ¡una arlequinada!

* * *

Poirot señaló el martes siguiente como día a propósito para la misteriosa representación y he de confesar que sus preparativos me intrigaron de modo extraordinario. En un lado de la habitación se colocó una pantalla; al otro un pesado cortinaje. Luego vino un obrero con un aparato para la luz y finalmente un grupo de actores que desaparecieron en el dormitorio de Poirot, destinado provisionalmente a cuarto tocador. Japp se presentó poco después de las ocho. Venía de visible mal humor.

—La representación es tan melodramática como sus ideas —manifestó—. Pero, en fin, no tiene nada de malo y, como el mismo Poirot dice, nos ahorrará infinitas molestias y cavilaciones. Yo mismo sigo el rastro, he prometido dejarle hacer las cosas a su manera. ¡Ah! Ya están aquí esos señores.

Llegó primero Su Señoría acompañando a mistress Mallaby, a la que yo no conocía aún. Era una linda morena y parecía estar nerviosa. Les siguieron los Davidson. También vi a Cristóbal Davidson por vez primera. Era un guapo mozo, esbelto y moreno, que poseía los modales graciosos y desenvueltos del verdadero actor.

Poirot dispuso que tomasen todos asiento delante de la pantalla, que estaba iluminada por una luz brillante. Luego apagó las luces y la habitación quedó, a excepción de la pantalla, totalmente sumida en tinieblas.

—Señoras, caballeros, permítanme unas palabras de explicación. Por la pantalla van a pasar por turno seis figuras que son familiares a ustedes: Pierrot y su Pierrette; Polichinela el bufón, y la elegante Polichinela; la bella Colombina coqueta y seductora, y Arlequín, el invisible para los hombres.

Y tras estas palabras de introducción comenzó la comedia. Cada una de las figuras mencionadas por Poirot surgieron en la pantalla, permanecieron en ella un momento en pose y desaparecieron. Cuando se encendieron las luces sonó un suspiro general de alivio. Todos los presentes estaban nerviosos, temerosos, sabe Dios de qué. Si el criminal estaba en medio de nosotros y Poirot esperaba que confesase a la sola presencia de una figura familiar, la estratagema había ya fracasado evidentemente, puesto que no se produjo. Sin embargo, no se descompuso, sino que avanzó un paso, con el rostro animado.

—Ahora, señoras y señores —dijo—, díganme, uno por uno, qué es lo que acaban de ver. ¿Quiere empezar, milord?

Este caballero quedó perplejo.

—Perdón, no le comprendo —dijo.

—Dígame nada más qué es lo que ha visto.

—Ah, pues... he visto pasar por la pantalla a seis personas vestidas como los personajes de la vieja Comedia italiana, o sea, como la otra noche.

—No pensemos en la otra noche, milord —le advirtió Poirot—. Sólo quiero saber lo que ha visto. Madame, ¿está de acuerdo con lord Cronshaw?

Se dirigía a mistress Mallaby.

—Sí, naturalmente.

—¿Cree haber visto seis figuras que representan a los personajes de la Comedia italiana?

—Sí, señor.

—¿Y usted, monsieur Davidson?

—Sí.

—¿Y madame?

—Sí.

—¿Hastings? ¿Japp? ¿Sí? ¿Están ustedes de completo acuerdo?

Poirot nos miró uno a uno; tenía el rostro pálido y los ojos verdes tan claros como los de un gato.

—¡Pues debo decir que se equivocan todos ustedes! —exclamó—. Sus ojos mienten... como mintieron la otra noche en el baile de la Victoria. Ver las cosas con los propios ojos, como vulgarmente se dice, no es ver la verdad. Hay que ver con los ojos del entendimiento; hay que servirse de las pequeñas células grises. ¡Sepan, pues, que lo mismo esta noche que la noche del baile vieron sólo cinco figuras, no seis! ¡Miren ustedes!

Volvieron a apagarse las luces. Y una figura se dibujó en la pantalla: ¡Pierrot!

—¿Quién es? ¿Pierrot, no es eso? —preguntó Poirot con acento severo.

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