Read Ocho casos de Poirot Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Ocho casos de Poirot (3 page)

«Entonces me volví a la cama pensando que sin duda se habría caído algún mueble porque, dígame, señor, ¿cómo iba a sospechar que acababa de asesinar a sir Ruben después de darle, con toda despreocupación, mister Leverson, las buenas noches?

—¿Está bien seguro de que oyó usted su voz?

Parsons miró al pequeño belga con aire de compasión. Estaba convencido de lo que afirmaba.

—¿Desea saber algo más el señor?

—No, deseo hacerle una sola pregunta. ¿Le gusta a usted Leverson? —No le comprendo, señor.

—Se trata de una simple pregunta. ¿Le es simpático mister Leverson? Parsons pasó del sobresalto al embarazo.

—Es opinión general de la servidumbre... —comenzó a decir; y calló de repente.

—Diga, dígalo en la forma que guste.

—Pues la servidumbre opina, señor, que es un caballero muy generoso, pero... no muy inteligente.

—¡Ah! ¿Sabe, Parsons, que sin tener el gusto de conocerle, me adhiero a esa opinión?

—Ciertamente, señor.

—¿Y puede saberse ahora qué opina usted... qué opina la servidumbre, del secretario de sir Ruben?

—Opina que es un caballero muy callado, muy paciente, que no ocasiona ninguna molestia.


Vraiment
! —dijo Poirot.

El mayordomo tosió.

—Su Señoría, señor —murmuró—, es algo precipitada en sus juicios. —¿De manera que, en opinión de la servidumbre, mister Leverson es el autor del crimen?

—Verá: a nadie le gusta pensar que ha sido él, además, no posee un temperamento criminal.

—Pero tiene mal genio, ¿no es así?

Parsons se le acercó un poco más.

—¿Desea saber cuál es el miembro de la familia que tiene peor carácter? —preguntó.

Poirot levantó una mano.

—No —contestó—. Por el contrario, me disponía a preguntarle cuál es el que lo tiene mejor.

Parsons se le quedó mirando con la boca abierta.

Poirot no perdió más el tiempo. Le dirigió una amable inclinación de cabeza, porque era amable con todo el mundo y salió de la habitación al gran vestíbulo cuadrado de
Mon Repos
. Al llegar a su centro se detuvo, absorto un instante y después, al oír un leve sonido, ladeó la cabeza como un pajarillo y, sin hacer el menor ruido, se acercó a una puerta.

Al llegar al umbral volvió a detenerse para echarle un vistazo a la habitación que hacía las veces de biblioteca. Sentado a una mesita divisó, escribiendo, a un joven pálido y delgado. Tenía una barbilla saliente y llevaba gafas.

Poirot le examinó unos segundos y a continuación rompió el silencio reinante con una tosecilla teatral.

—¡Ejem! —exclamó.

El joven dejó de escribir y levantó la cabeza. No parecía sobresaltado, pero miró a Poirot con expresión perpleja.

Éste avanzó unos pasos.

—¿Tengo el honor de hablar con mister Trefusis? —preguntó—. Me llamo Hércules Poirot. Pero supongo que ya habrá oído hablar de mí...

—¡Oh, sí, ya lo creo...! —balbució el joven.

Poirot le miró con más atención.

Representaba tener unos treinta años y el detective vio en seguida que no era posible que nadie tomara en serio la acusación de lady Astwell porque mister Trefusis era un joven correcto, atildado, tímido, es decir, el tipo de hombre a quien puede tratarse y se trata sin ningún miramiento.

—Ya veo que lady Astwell le ha hecho venir —dijo—. ¿Puedo servirle en algo?

Se mostraba cortés sin ser efusivo. Poirot tomó una silla y murmuró con acento suave:

—¿Le ha confiado lady Astwell sus sospechas? ¿Está enterado de lo que supone?

Owen Trefusis sonrió un poco.

—Creo que sospecha de mí —contestó—. Es un absurdo, pero no deja de ser cierto. Desde la noche del crimen no me dirige la palabra y cuando yo paso se estremece y se pega a la pared.

Su actitud era perfectamente natural y su voz dejaba traslucir más diversión que resentimiento. Poirot adoptó un aire de atrayente franqueza.

—Quede esto entre nosotros, pero así lo ha dicho —declaró—. Yo no he querido discutir jamás con las señoras, sobre todo cuando se sienten tan seguras de sí mismas. Es una lamentable pérdida de tiempo, ¿comprende?

—Oh, sí, comprendo.

—Sólo le he contestado: «Sí, milady. Perfectamente, milady.
Precisement, milady
.» Esas palabras no significaban nada o muy poca cosa, pero tranquilizan. Entretanto llevo a cabo una investigación porque parece imposible que nadie, a excepción de mister Leverson, haya cometido el crimen, pero..., bien, lo imposible ha sucedido ya antes de ahora.

—Comprendo perfectamente su actitud —repuso el secretario— y le ruego que me considere a su entera disposición.


Bon
—dijo Poirot—. Ahora nos entendemos. Tenga la bondad de referirme los acontecimientos de aquella noche. Será mejor para la buena comprensión que comience por la cena.

—Leverson no asistió a ella —dijo el secretario—. Había tenido una serie de desavenencias con su tío y se fue a cenar al Golf Club. Por tanto sir Ruben estaba de pésimo humor.

—No era muy amable ese monsieur, ¿verdad? —dijo Poirot.

—¡Oh, no! Era un tártaro. Le conocí bien, que no en balde le serví por espacio de nueve años, y digo, monsieur Poirot, que era hombre extraordinariamente difícil de complacer. Cuando se encolerizaba era presa de verdaderos ataques infantiles de rabia, durante los cuales insultaba a todo aquel que se le acercaba. Yo ya me había habituado y adopté la costumbre de no prestar, en absoluto, la menor atención a lo que decía. No era mala persona, pero sí exasperante y bobo. Lo mejor era, pues, no responder ni una sola palabra.

—¿Se mostraban los demás tan prudentes como lo era usted?

Trefusis se encogió de hombros.

—Lady Astwell disfrutaba oyéndole despotricar. No le tenía miedo, por el contrario, le defendía y le daba cuanto exigía. Después hacían las paces porque sir Ruben la quería de veras.

—¿Riñeron la noche del crimen?

El secretario le miró de soslayo, titubeó un momento y contestó luego:

—Así lo creo. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque se me ha ocurrido. Eso es todo.

—Naturalmente, no lo sé —explicó el secretario—; pero me parece que sí.

—¿Quién más se sentó a la mesa?

—Miss Murgrave, mister Víctor Astwell y un servidor.

—¿Qué hicieron después de cenar?

—Pasamos al salón. Sir Ruben no nos acompañó. Diez minutos después vino a buscarme y me armó un escándalo por algo sin importancia relacionado con una carta. Yo subí con él a la Torre y arreglé el desperfecto; luego llegó mister Víctor Astwell diciendo que deseaba hablar a solas con su hermano y entonces bajé a reunirme con las señoras.

»Al cabo de un cuarto de hora sir Ruben tocó, con violencia, la campanilla y Parsons vino a rogarme que subiera a la Torre en seguida. Cuando entré en ella salía mister Astwell con tanta prisa que a poco más me derriba.

Era evidente que había ocurrido algo y que se sentía trastornado. Tiene un carácter muy violento y es muy posible que no me viera.

—¿Hizo sir Ruben algún comentario?

—Me dijo: «Víctor es un lunático; en uno de esos ataques de rabia hará alguna sonada.»

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Tiene idea de qué trataron?

—No, señor, en absoluto.

Poirot volvió con lentitud la cabeza y miró al secretario. Había pronunciado con demasiada precipitación estas últimas palabras y él estaba convencido de que Trefusis podía haber dicho más si hubiera querido. Pero no le instó a que lo dijera.

—¿Y después...? Continúe, por favor.

—Trabajé al lado de sir Ruben por espacio de hora y media. A las once en punto llegó lady Astwell y sir Ruben me dio permiso para que me retirase.

—¿Y se retiró?

—Sí.

—¿Tiene idea del tiempo que permaneció lady Astwell haciéndole compañía?

—No, señor. Su habitación está en el primer piso, la mía en el segundo y por esto no la oí salir de la Torre.

—Entendido.

Poirot se puso de un salto de pie.

—Ahora, monsieur, tenga la bondad de conducirme a la Torre.

Siguió al secretario por la amplia escalera hasta el primer rellano y allí Trefusis le condujo por un corredor y luego por una puerta excusada que había al final, a la escalera de servicio. Sucedía a ésta un corto pasillo que terminaba ante una puerta cerrada. Franqueada esta puerta se encontraron en la escena del crimen.

Era una habitación de techo más elevado que el de las demás de la casa y tenía unos treinta pies cuadrados. Espadas y azagayas ornaban las paredes y sobre las mesas vio Poirot muchas antigüedades indígenas. En uno de sus extremos, junto a una ventana, había una hermosa mesa escritorio. Poirot se dirigió en línea recta hacia aquella mesa.

—¿Es aquí donde encontraron muerto a sir Ruben? —interrogó.

Trefusis hizo un gesto de afirmación.

—¿Le golpearon por detrás, según tengo entendido?

El secretario volvió a afirmar con el gesto.

—El crimen se cometió con una de esas armas indígenas —explicó—, tremendamente pesadas. La muerte fue instantánea.

—Esto afirma mi convicción de que no fue premeditado. Tras de una discusión acalorada el asesino debió arrancar el... arma de la pared casi inconscientemente.

—¡Sí, pobre mister Leverson!

—¿Y después se encontraría, sin duda, el cadáver caído sobre la mesa?

—No, había resbalado hasta el suelo.

—¡Ah, es curioso!

—¿Curioso? ¿Por qué?

—A causa de eso.

Poirot señaló a Trefusis una mancha redonda e irregular que había en la bruñida superficie de la mesa.

—Es una mancha de sangre,
mon ami
.

—Debió salpicar o quizá la dejaron después los que levantaron el cadáver —sugirió Trefusis.

—Sí, es muy posible —repuso Poirot—. ¿La habitación tiene dos puertas?

—Sí, ahí detrás hay otra escalera.

Trefusis descorrió una cortina de terciopelo, que ocultaba el ángulo de la habitación más próximo a la puerta de entrada y apareció una escalera de caracol.

—La Torre perteneció a un astrónomo. Esa escalera conduce a la parte superior, donde estaba colocado el telescopio. Sir Ruben instaló en ella un dormitorio y en ocasiones, cuando trabajaba hasta horas avanzadas de la noche, dormía en él.

Poirot subió torpemente los peldaños. La habitación circular en que se terminaba la escalera estaba simplemente amueblada con un lecho de campaña, una silla y un tocador. Después de asegurarse de que no tenía otra salida, Poirot volvió a bajar a la habitación donde Trefusis se había quedado aguardando.

—¿Oyó llegar de la calle a mister Leverson? —le preguntó.

Trefusis movió la cabeza.

—No, señor. Dormía profundamente.


Eh bien!
—exclamó después—. Me parece que ya no nos resta nada que hacer aquí a excepción de..., ¿me hace el favor de correr las cortinas?

Trefusis tiró, obediente, las pesadas cortinas negras que pendían de la ventana al otro extremo de la Habitación. Poirot encendió la luz central oculta en el fondo de un enorme cuenco de alabastro que pendía del techo.

—¿Tiene alguna otra luz la habitación? —interrogó.

El secretario encendió, como respuesta, una enorme lámpara de pie, de pantalla verde, que estaba colocada junto a la mesa escritorio. Poirot apagó la del techo, luego la encendió y la volvió a apagar.


C'est bien
—exclamó—. Hemos concluido.

—Se cena a las siete y media —murmuró el secretario.

—Bien. Gracias, mister Trefusis, por sus bondades.

—No hay de qué.

Poirot se dirigió pensativo por el pasillo a la habitación que se le había asignado. El inconmovible Jorge estaba ya en ella sacando la ropa de la maleta.

—Mi buen Jorge —dijo Poirot al verle—, esta noche a la hora de cenar voy a conocer a un caballero que me intriga muchísimo. Vuelve de los trópicos, Jorge, y posee un carácter... muy tropical. Parsons pretendía hablarme de él, pero Lily Murgrave no le ha mencionado. También el difunto sir Ruben tenía un carácter irascible, Jorge. Vamos a suponer que se pusiera en contacto con un hombre más colérico que él, ¿qué pasaría? Que uno de los dos saltaría, ¿no?

—Sí, señor, saltaría... o no.

—¿No?

—No, señor. Mi tía Jemima, señor, tenía una lengua muy larga y mortificaba sin cesar a una hermana pobre, que vivía con ella. Le hacía la vida imposible, en realidad. Pues bien: la hermana no toleraba que se le defendiera. No soportaba la dulzura ni la conmiseración de las gentes.

—¡Ya! Tiene gracia —observó Poirot.

Jorge tosió.

—¿Desea algo más el señor? —dijo muy circunspecto—. ¿Quiere que le ayude a vestirse?

—Mira, hazme un pequeño favor —repuso Poirot prontamente—. Averigua, si puedes, de qué color era el vestido que llevaba miss Murgrave la noche del crimen y qué doncella la sirve.

Jorge recibió el encargo con su impasibilidad acostumbrada.

—El señor lo sabrá mañana por la mañana —contestó.

Poirot se levantó
de
la silla y se situó delante del fuego encendido en la chimenea.

—Jorge, me eres muy útil —murmuró—. No me olvidaré de la tía Jemima.

Sin embargo, aquella noche no fue presentado a Víctor Astwell, a quien sus obligaciones retenían en Londres, según explicó en un telegrama.

—Atiende a los negocios de su difunto marido, ¿verdad? —preguntó a lady Astwell.

—Víctor era un socio —explicó ella—. Fue al África para echarle una ojeada a unas concesiones mineras que interesaban a la sociedad. Es decir... ¿eran mineras, Lily?

—Sí, lady Astwell.

—Eso es. Son minas de... oro o de cobre o de estaño. Tú debes saberlo, Lily, mejor que yo porque recuerdo que hiciste a Ruben varias preguntas. ¡Oh, cuidado, querida! Vas a tirar ese jarro.

—Hace calor junto al fuego —dijo la muchacha—. ¿Podría... abrir un poco la ventana?

—Como gustes, querida —repuso lady Astwell.

Poirot siguió con la vista a la muchacha cuando fue a abrir la ventana y permaneció un minuto o dos junto a ella aspirando el aire puro de la noche. A su vuelta aguardó a que tomara asiento para interrogar cortésmente:

—Conque, mademoiselle, le interesa el negocio de minas, ¿no es eso?

—Oh, no, nada de eso —repuso Lily con indiferencia—. Me gusta escuchar las explicaciones de sir Ruben, pero soy profana en la materia.

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