Ocho casos de Poirot (4 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Pues si no te interesa finges muy bien —insinuó lady Astwell— porque el pobre Ruben creía que tenías una razón secreta para interrogarle.

Los ojos del detective no se separaron del fuego que contemplaba fijamente. Sin embargo, advirtió el rubor con que la contrariedad tiñó las mejillas de Lily Murgrave y con sumo tacto varió de conversación. Cuando llegó la hora de dar las buenas noches dijo a la dueña de la casa:

—¿Me permite dos palabras, madame?

Lily Murgrave se eclipsó discretamente y lady Astwell dirigió una mirada de curiosa interrogación al detective.

—¿Fue usted la última persona que vio con vida a sir Ruben? —preguntó Poirot.

Lady Astwell afirmó con un gesto. Las lágrimas brotaron de sus ojos y las enjugó apresuradamente con un pañuelo orlado de negro.

—¡Ah, no se aflija, no se aflija, por Dios!

—Perdón, monsieur Poirot. No puedo remediarlo.

—Soy un imbécil y la estoy atormentando.

—No, no, de ninguna manera. Prosiga. ¿Qué iba usted a decir?

—Usted entró en la habitación de la Torre a las once en punto y sir Ruben despidió entonces a mister Trefusis; ¿me equivoco?

—No, señor. Así debió de ser.

—¿Cuánto rato estuvo haciendo compañía a su marido?

—Eran las doce menos cuarto cuando entré en mi habitación; lo recuerdo porque miré el reloj.

—Lady Astwell, tenga la bondad de decirme sobre qué versó la conversación que sostuvo con su marido.

Lady Astwell se dejó caer en el sofá y prorrumpió en fuertes sollozos.

—Re... ñi... mos —gimió.

—¿Acerca de qué? —dijo insinuante, casi tiernamente, la voz de Poirot.

—Ah... acerca de... muchas cosas. La cosa co... menzó por... Lily. Ruben le cobró antipatía sin motivo y decía haberla sorprendido leyendo sus papeles. Quería despedirla; yo le dije que era muy buena y que no se lo consentiría. Entonces co... menzó a... chillarme. Pero yo le hice frente. Le dije todo cuanto pensaba de él.

»En el fondo no pensaba nada malo, monsieur Poirot. Estaba ofendida porque dijo que me había sacado del arroyo para casarse conmigo, pero ¿qué importancia tiene eso ahora? Nunca me perdonaré. Le conocía bien, y yo siempre he sostenido que una buena discusión purifica el ambiente. ¿Cómo iba a saber que iban a asesinarle aquella misma noche? ¡Pobre viejo Ruben!

Poirot había escuchado con simpatía el desahogo.

—Le estoy haciendo sufrir —dijo— y le ofrezco mis excusas. Seamos ahora más materialistas, más prácticos, más precisos. ¿Sigue aferrada a la idea de que mister Trefusis fue quien mató a su mando?

—Mi instinto de mujer —dijo— no me engaña, monsieur Poirot.

—Exactamente, exactamente —repuso el detective—. ¿Cuándo cometió el hecho?

—¿Cuándo? Cuando me separé de Ruben, naturalmente.

—Usted le dejó solo a las doce menos cuarto. A las doce menos cinco entró en la habitación mister Leverson. En esos diez minutos de intervalo, ¿cree que pudo matarle el secretario?

—Es muy posible.

—Son tantas cosas posibles... En efecto, pudo cometer el crimen en diez minutos. ¡Oh, sí! Pero, ¿lo cometió?

—Él asegura que estaba en la cama y que dormía profundamente. Es natural. Pero, ¿quién nos asegura que nos dice la verdad?

—Recuerde que nadie lo vio.

—Todo el mundo dormía a aquella hora —observó lady Astwell con acento triunfante—; ¿cómo quiere usted que le vieran?

—¡Quién sabe! —se dijo Poirot.

Breve pausa.


Eh bien
, lady Astwell, le deseo muy buenas noches.

* * *

Jorge dejó la bandeja del desayuno sobre la mesilla de noche.

—Miss Murgrave, señor, llevaba puesto la noche del crimen un vestido verde claro, de chiffon.

—Gracias, Jorge. Eres digno de toda confianza.

—La tercera doncella de la casa es la que sirve a miss Murgrave, señor. Se llama Gladys.

—Gracias, Jorge. Eres un tesoro.

—No hay para tanto, señor.

—Hace una hermosa mañana —observó Poirot mirando por la ventana—, pero no parece haberse levantado nadie de la cama. Jorge, mi buen Jorge, iremos los dos a la Torre y allí haremos un pequeño experimento.

—¿Me necesita realmente, señor?

—Sí, el experimento no será penoso.

Cuando llegaron a la habitación seguían las cortinas corridas. Jorge iba a descorrerlas, pero se lo impidió Poirot.

—Dejaremos la habitación conforme se halla. Enciende la lámpara de pie.

El sirviente obedeció.

—Ahora, mi buen Jorge, siéntate en esa silla. Colócate en posición adecuada para escribir.
Tres bien
. Yo cogeré una azagaya, me acercaré a ti de puntillas..., así... y te asestaré un golpe en la cabeza.

—Sí, señor —repuso Jorge.

—¡Ah! Pero cuando te lo aseste no sigas escribiendo. Ten presente que no voy a pegártelo en realidad. No puedo herirte con la misma fuerza que hirió el asesino a sir Ruben. Estamos representando la escena, ¿entiendes? Te doy en la cabeza y tú caes... así. Con los brazos colgando y el cuerpo inerte. Permite que te coloque en posición. Pero no, no tires de los músculos.

Poirot exhaló un suspiro de impaciencia.

—Me planchas a maravilla los pantalones, Jorge, pero careces en absoluto de imaginación. Levántate, yo ocuparé tu lugar.

Y, a su vez, Hércules Poirot se sentó ante la mesa escritorio.

—Voy a escribir. ¿Lo ves? Estoy muy atareado escribiendo. Acércate tú por detrás y pégame en la cabeza con el garrote. ¡Cras! La pluma se me escapa de los dedos, me echo hacia delante, pero no exageradamente, porque la silla es baja, la mesa es alta y además me sostienen los brazos. Haz el favor, Jorge, de acercarte a la puerta, quédate de pie junto a ella y dime qué es lo que ves.

—¡Ejem!

—¿Bien, Jorge...?

—Le veo, señor, sentado a la mesa.

—¿
Sentado
a la mesa?

—No distingo con claridad, señor. Es algo difícil —explicó Jorge—, porque estoy lejos de ella y porque la lámpara tiene una pantalla gruesa. ¿Puedo encender la luz del techo, señor?

—¡No, no! —dijo vivamente Poirot—. No te muevas. Yo estoy aquí, inclinado sobre la mesa, y tú, de pie junto a la puerta. Avanza ahora, Jorge, avanza y ponme una mano en el hombro.

Jorge obedeció.

—Inclínate un poco, Jorge, como si quisieras sostenerte sobre las puntas de los pies.

El cuerpo inerte de Hércules Poirot se deslizó, de manera artística, del sillón al suelo.

—Me caigo... así —observó—. Eso es. Está bien imaginado. Ahora hay que llevar a cabo algo mucho más importante.

—¿De veras, señor?

—Sí, desayunarse.

El detective rió con toda su alma celebrando el chiste.

—¡No pasemos por alto el estómago, Jorge!

Jorge guardó silencio. Poirot bajó la escalera riendo entre dientes. Le satisfacía el giro que tomaban las cosas. Después de desayunarse fue en busca de Gladys, la tercera doncella. Le interesaba todo lo que pudiera referirle la muchacha. Además ella le tenía simpatía a Carlos, aunque no dudaba de su culpabilidad.

—¡Pobre señor! —dijo—. Es una lástima que no estuviera sereno aquella noche.

—Él y miss Murgrave son los dos habitantes más jóvenes de la casa. ¿Se llevaban bien?

Gladys movió la cabeza.

—Miss Murgrave le demostraba mucha frialdad —repuso—. No deseaba alentar sus avances.

—Está enamorado de ella, ¿verdad?

—Un poco quizás. El que está loco por miss Lily es mister Víctor Astwell.

Gladys rió.

—¡Ah,
vraiment
!

Gladys volvió a reír.

—Eso es, loquito por ella. Claro, miss Lily es un lirio en realidad. Tiene una bonita figura y un cabello dorado precioso, ¿no le parece?

—Debía ponerse un vestido verde —murmuró Poirot—. El verde les sienta bien a las rubias.

—Pero si ya tiene uno, señor —dijo Gladys—. Ahora no lo lleva, como es natural, porque va de luto, pero se lo puso la noche en que mataron a sir Ruben.

—¿Es verde claro?

—Sí, señor, verde claro. Aguarde y se lo enseñaré. Miss Lily acaba de salir de paseo con los perros.

Poirot hizo un gesto de asentimiento. Lo sabía tan bien como la doncella. La verdad era que sólo después de ver marchar a miss Murgrave había ido en busca de Gladys. Esta se dio prisa en salir de la habitación y a poco volvió con un vestido verde colgado de su percha.


Exquis
! —murmuró uniendo las manos en señal de admiración—. Permítame que lo acerque un momento a la luz.

Se lo quitó a Gladys de las manos, le volvió la espalda y corrió a la ventana. Primero se inclinó sobre él y luego lo colocó lejos de su vista.

—Es perfecto —declaró—. Encantador. Un millón de gracias por habérmelo enseñado.

—No las merece. Todos sabemos que a los franceses les interesan los vestidos femeninos.

—Es usted muy amable —murmuró Poirot.

La siguió un momento con la vista y a continuación se miró las manos y sonrió. En la derecha sostenía un par de tijeras de las uñas; en la izquierda, un pedacito del vestido de
chiffon
.

—Y ahora —murmuró—, seamos heroicos.

Al volver a su departamento llamó a Jorge.

—En el tocador, mi buen Jorge, me he dejado un alfiler de oro de corbata.

—Sí, señor.

—En el lavabo hay una solución de ácido fénico. Haz el favor de sumergir en ella la punta del alfiler.

Jorge hizo lo que le ordenaban. Hacía tiempo que no le asombraban las extravagancias de su amo. Por otra parte estaba acostumbrado a ellas.

—Ya está, señor.


Tres bien!
Ahora, ven acá. Voy a tenderte el dedo índice; inserta en él la punta del alfiler.

—Perdón, señor. ¿Desea usted que le pinche?

—Sí, lo has adivinado. Debes sacarme sangre, ¿comprendes?, pero no mucha.

Jorge cogió el dedo de su amo. Poirot cerró los ojos y se recostó en el sillón. El ayuda de cámara clavó el alfiler y Poirot profirió un chillido.


Je vous remercie
, Jorge —dijo—. Lo has hecho demasiado bien.

Y se enjugó el dedo con un pedacito de
chiffon
que se sacó del bolsillo.

—La operación ha salido estupendamente bien —observó contemplando el resultado—. ¿No te inspira curiosidad, Jorge? Pues, ¡es admirable!

El ayuda de cámara dirigió una ojeada discreta a la ventana.

—Perdón, señor —murmuró—. Acaba de llegar en coche un caballero.

—¡Ah, ah! —Poirot se puso en pie—. El escurridizo mister Víctor Astwell. Voy a conseguir trabar conocimiento con él.

Pero el destino quiso que le oyera antes de poder echarle la vista encima.

—¡Cuidado con lo que haces, maldito idiota! Esa caja encierra un cristal en su interior. ¡Maldito sea! Parsons, quítese de en medio. ¡Ponga eso en el suelo, imbécil!

Poirot se dejó escurrir escalera abajo. Víctor era hombre corpulento y Poirot le dedicó un saludo cortés.

—¿Quién demonios es usted? —rugió el otro.

Poirot volvió a saludar.

—Me llamo Hércules Poirot —dijo.

—¡Caramba! Conque Nancy le llamó por fin, ¿no?

Puso una mano en el hombro del detective y le empujó en dirección a la biblioteca.

—No puede figurarse lo que se habla de usted —dijo luego, mirándole de arriba abajo—. Le pido excuse mis recientes palabras, pero el chófer es un perfecto asno y Parsons un idiota que me sacó de quicio. Yo no puedo sufrir a los idiotas. Usted no lo es, ¿verdad, monsieur Poirot?

—Muy equivocados están los que lo suponen —repuso plácidamente el detective.

—¿De verdad? Bueno, de manera que Nancy le ha llamado... Sí, sospecha del secretario. Pero no tiene razón. Trefusis es tan dulce como la leche..., por cierto que la toma en lugar de agua, según creo. Es abstemio. Conque pierde usted el tiempo.

—Nunca se pierde el tiempo cuando se tiene ocasión de estudiar la naturaleza humana —dijo Poirot tranquilamente.

—La naturaleza humana, ¿eh?

Víctor le miró y seguidamente se dejó caer en una silla.

—¿Puedo servirle en algo? —interrogó.

—Sí. Dígame por qué discutió con su hermano la noche del crimen.

Víctor Astwell movió la cabeza.

—No tiene nada que ver con el caso —contestó.

—No estoy seguro de ello.

—Tampoco tiene nada que ver con Carlos Leverson.

—Lady Astwell cree que Carlos no ha cometido el crimen.

—¡Oh, Nancy!

—Trefusis estaba en la habitación —dijo Poirot—, cuando Carlos entró en la Torre aquella noche, pero no le vio. Nadie le vio.

—Se equivoca. Le vi yo.

—¿Usted?

—Sí, voy a explicárselo. Ruben le estuvo pinchando y no sin razón, se lo aseguro a usted. Más tarde se metió conmigo y para irritarle resolví apoyar al muchacho. Luego pensé en ir a verle para ponerle al corriente de lo ocurrido. Cuando subí a mi cuarto no me fui en seguida a la cama. En vez de ello, dejé la puerta entornada, me senté en una silla y me puse a fumar. Mi habitación está en el segundo piso, monsieur Poirot, y la de Carlos se halla al lado de la mía.

—Perdón, voy a interrumpirle, ¿duerme mister Trefusis también en el segundo piso?

Astwell hizo un gesto afirmativo.

—Sí, su habitación está un poco más lejos.

—¿O sea, más cerca de la escalera?

—No, más lejos.

El rostro de Poirot se iluminó, pero sin reparar en aquella luz, mister Víctor Astwell prosiguió:

—Decía que aguardé a Carlos. A las doce menos cinco, si no me engaño, oí cerrar de golpe la puerta de la calle, pero no vi a Carlos por ninguna parte hasta diez minutos después. Y cuando subió la escalera me di cuenta en seguida de que no estaba en disposición de escucharme. Víctor arqueó las cejas con aire significativo.

—Comprendo —murmuró Poirot.

—El pobre diablo se tambaleaba y estaba muy pálido. Entonces atribuí a su estado aquella palidez. Hoy creo que venía de cometer el crimen.

Poirot le dirigió una rápida pregunta.

—¿Oyó salir algún ruido de la Torre?

—No, recuerdo que me hallaba en el otro extremo de la casa. Las paredes son gruesas y tal vez no lo crea, pero en el lugar donde me hallaba no hubiera oído ni un disparo siquiera suponiendo que se hubiera hecho en el interior de la Torre.

Poirot hizo un gesto de asentimiento.

—Le pregunté si deseaba ayuda —siguió diciendo Astwell—, pero repuso que se encontraba bien, entró solo en su cuarto y cerró la puerta. Yo me desnudé y me metí en la cama.

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