Ojalá fuera cierto (13 page)

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Authors: Marc Levy

—Buenas noches. Hasta mañana—dijo antes de salir de la habitación.

El día siguiente transcurrió al ritmo de los minutos que se desgranan atrapados en la pereza de los domingos. El sol jugaba al escondite con los chaparrones. Hablaron poco. De vez en cuando, ella lo miraba fijamente y le preguntaba si estaba seguro de querer seguir adelante. El ya no respondía a su pregunta. Hacia la mitad del día, fueron a pasear por la orilla del mar. Arthur le rodeó los hombros con un brazo.

—Ven, vayamos junto al agua, me gustaría decirte una cosa.

Se acercaron todo lo posible a la orilla, donde las olas rompen contra la arena.

—Mira bien todo lo que hay a nuestro alrededor: agua embravecida, tierra indiferente a esa furia, montañas dominantes, árboles, luz que juega a cambiar de intensidad y de color cada minuto del día, pájaros que revolotean sobre nuestras cabezas, peces que intentan no ser atrapados por las gaviotas mientras ellos devoran a otros peces. Hay una armonía de ruidos: el de las olas, el del viento, el de la arena. Y en medio de todo ese concierto increíble de vidas y materias estamos tú, yo y todos los seres humanos que nos rodean. ¿Cuántos de ellos verán todo lo que acabo de describirte? ¿Cuántos son conscientes del privilegio que supone despertar todas las mañanas y ver, oler, tocar, oír y degustar? ¿Cuántos de nosotros somos capaces de olvidar por un instante nuestras preocupaciones para maravillarnos ante este prodigioso espectáculo? Resulta evidente que la mayor inconsciencia del hombre es la de su propia vida. Tú has tomado conciencia de ello porque estás en peligro, y eso te convierte en un ser único; eso y lo que necesitas para vivir: a los demás. Contestando a la pregunta con la que me martilleas desde hace días, te diré que si no me arriesgo, toda esta belleza, toda esta energía, toda esta materia viva será definitivamente inaccesible para ti. Por eso hago esto; conseguir devolverte al mundo da sentido a mi vida. ¿Cuántas veces me brindará la vida la posibilidad de hacer algo esencial?

Lauren no pronunció ni una palabra y acabó por bajar los ojos, clavando la mirada en la arena. Anduvieron uno junto a otro hasta el coche.

9

A
las diez, Paul metió la ambulancia en el garaje de Arthur y llamó a la puerta.

—Estoy preparado —dijo.

—Ponte esta bata y estas gafas. Son cristales neutros.

—¿No tienes barbas postizas?

—Te lo explicaré todo por el camino. Venga, tenemos que estar allí a la hora del relevo, a las once en punto. Lauren, ven con nosotros, te necesitaremos.

—¿Hablas con el fantasma? —preguntó Paul.

—Con alguien que está con nosotros pero a quien tú no ves.

—Arthur, ¿todo esto es una broma, o realmente estás volviéndote majara?

—Ni una cosa ni la otra. Es imposible entenderlo, así que no vale la pena explicarlo.

—Lo mejor sería que me transformara en pastilla de chocolate, así el tiempo pasaría más deprisa y yo no me preocuparía tanto envuelto en papel de aluminio.

—Es una opción, desde luego. Venga, date prisa.

Disfrazados de médico y camillero respectivamente, se dirigieron al garaje.

—¿Esta ambulancia ha estado en la guerra?

—He pillado lo que he podido, ¿comprendes? ¡Menuda bronca! En fin, lo único que falta es que me hables con subtítulos en alemán. Me parece que estoy soñando.

—Era broma, hombre, nos irá de coña.

Paul se puso al volante, Arthur se sentó a su lado y Lauren entre los dos.

—¿Quiere que conecte el faro giratorio y la sirena, doctor?

—¿Y tú quieres tomarte esto en serio?

—Ah, no, amigo mío, eso sí que no. Si intento considerar en serio que estoy en una ambulancia que me he agenciado para ir con mi socio a robar un cadáver a un hospital, me expongo a despertar y entonces tu plan se iría al garete. De modo que voy a hacer lo que sea por tomármelo lo menos en serio posible; así seguiré creyendo que estoy en un sueño… o en una pesadilla. El lado bueno es que las noches de los domingos siempre me han parecido tristes, y quieras que no esto da un poco de vidilla.

Lauren se echó a reír.

—¿A ti te hace gracia? —preguntó Arthur.

—¿Quieres dejar de hablar solo de una vez?

—No hablo solo.

—De acuerdo, hay un fantasma ahí detrás. Pero deja de hacer apartes con él, me pone nervioso.

—Es ella.

—¿Quién?

—Es una mujer, y oye todo lo que dices.

—Quiero los mismos cigarrillos que fumas tú.

—¡Conduce!

—¿Estáis siempre así? —preguntó Lauren.

—Muchas veces.

—Muchas veces ¿qué? —preguntó Paul.

—No hablaba contigo.

Paul frenó en seco.

—¿Qué te pasa? —preguntó Arthur.

—¡Para ya! ¡Te juro que me pones negro!

—Pero ¿qué te pasa?

—¿Que qué me pasa? ¡Pues que estoy hasta las narices de tu absurdo empeño en hablar solo!

—No hablo solo, Paul, hablo con Lauren. Por favor, confía en mí.

—Arthur, estás como un cencerro. Hay que acabar inmediatamente con esta historia; necesitas ayuda.

—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, joder? —repuso Arthur levantando la voz—. Lo único que te pido es ¡que confíes en mí!

—¡Pues si quieres que confíe en ti, cuéntamelo todo! —gritó Paul—. ¡Porque pareces un demente, haces cosas disparatadas, hablas solo, crees en historias de fantasmas de pacotilla y me embarcas en una aventura ridícula!

—Conduce, por favor. Yo intentaré contártelo y tú harás todo lo posible por entenderlo, ¿vale?

Y mientras la ambulancia atravesaba la ciudad, Arthur le contó a su cómplice de siempre lo increíble. Se lo contó todo desde el principio, desde la aparición en el armario hasta esa noche. Olvidando por un instante la presencia de Lauren, le habló de ella, de sus miradas, de su vida, de sus dudas, de su fuerza, de sus conversaciones, de la placidez de los ratos compartidos, de sus discusiones.

—Si está realmente aquí —lo interrumpió Paul—, la has pringado, amigo.

—¿Porqué?

—Porque lo que acabas de decir es una declaración en toda regla. —Paul volvió la cabeza y miró a su amigo—. En cualquier caso —añadió, con una sonrisa de satisfacción—, está claro que te crees la historia.

—¡Pues claro que me la creo! ¿Por qué lo dices?

—Porque te has puesto colorado. Nunca te había visto sonrojarte, y mira por dónde… —Y sin solución de continuidad, añadió—: Señorita cuyo cuerpo vamos a secuestrar, si está realmente aquí, le aseguro que mi colega está muy colgado de usted. ¡Yo nunca lo había visto así!

—Cállate y conduce.

—Voy a creerme la historia porque eres mi amigo y no me dejas elección. Si la amistad no es compartir todos los delirios, entonces, ¿qué es? Mira, aquí está el hospital.

—¡Qué pareja más entrañable! —dijo Lauren con expresión radiante, saliendo de su silencio.

—¿Adónde voy ahora?

—Dirígete a urgencias y aparca. Enciende el faro giratorio.

Bajaron los tres y se acercaron al mostrador de admisión, donde fueron saludados por un enfermera.

—¿Qué nos traéis? —dijo.

—A nadie. Venimos a llevarnos a alguien —contestó Arthur en tono autoritario.

—¿A quién?

Arthur se presentó como el doctor Bronswick, iba a hacerse cargo de su paciente, que se llamaba Lauren Kline y debía ser trasladada esa noche. La auxiliar le pidió el volante de traslado y Arthur le tendió todo el fajo de documentos. Ella puso mala cara. ¡Tenían que llegar justo en el momento del cambio de servicio! Tardarían por lo menos media hora, y sólo faltaban cinco minutos para que ella acabara su turno. Arthur dijo que lo sentían mucho, pero que habían tenido mucho trabajo hasta ese momento.

—Yo también lo siento —replicó la enfermera.

Los envió a la habitación 505, en la quinta planta. Ella firmaría los documentos, se los dejaría sobre el asiento de la ambulancia cuando se marchara e informaría a su sustituta. ¡No eran horas de hacer un traslado! Arthur le contestó sin poderse contener que nunca era la hora adecuada, «siempre demasiado pronto o demasiado tarde». Ella se limitó a indicarles el camino.

—Voy a buscar la camilla —dijo Paul para poner fin a la discusión—. ¡Nos vemos arriba, doctor!

La enfermera se ofreció a ayudarlos con la boca chica, pero Arthur declinó su ofrecimiento y le pidió que buscara el expediente de Lauren y lo dejara con los demás papeles en la ambulancia.

—El expediente se queda de momento aquí. Lo enviarán por correo; usted debería saberlo —dijo ella, como extrañada de la petición.

—Ya lo sé, señorita —repuso Arthur en el acto—. Me refiero a su último control: constantes, recuentos, gases de la sangre, NFS, química, hematocritos…

—Te desenvuelves increíblemente bien —le susurró Lauren—. ¿Dónde has aprendido todo eso?

—En la tele —respondió él, también en un susurro.

Ese informe podría consultarlo en la habitación, dijo la enfermera, y se ofreció de nuevo a acompañarlo. Arthur le dio las gracias y la animó a acabar su turno a la hora prevista; se las arreglaría solo. Era domingo, se había ganado de sobra un descanso. Paul, que acababa de llegar con la camilla, asió a su cómplice de un brazo y se adentró con él en el pasillo. Subieron los tres en ascensor hasta la quinta planta. Las puertas acababan de abrirse cuando Arthur comentó, mirando a Lauren:

—Las cosas van bastante bien por ahora.

—¡Sí! —contestaron a coro Lauren y Paul.

—¿Me hablabas a mí? —preguntó Paul.

—A los dos.

De una habitación salió disparado un joven externo. Al llegar a su altura, se detuvo en seco, miró la bata de Arthur y lo agarró de los hombros.

—¿Es médico? —le preguntó, pillándolo desprevenido.

—No, bueno, sí, sí, claro, ¿por qué?

—Venga conmigo. Tengo un problema en la 508. ¡Menos mal que ha aparecido usted!

El estudiante de medicina regresó corriendo a la habitación de donde había salido.

—¿Qué hacemos? —preguntó Arthur, presa del pánico.

—¿A mí me lo preguntas? —repuso Paul, igual de aterrorizado.

—¡No, a Lauren!

—Vamos, no tenemos elección. Yo te ayudaré —dijo ésta.

—Vamos, no tenemos elección —repitió Arthur en voz alta.

—¿Cómo que vamos? ¡Tú no eres médico! ¡Será mejor que pongas fin a tu delirio antes de matar a alguien!

—Ella nos ayudará.

—Ah, bueno, si ella nos ayuda… —dijo Paul, levantando los brazos hacia el cielo—. Pero ¿por qué yo, Señor? ¿Por qué yo?

Entraron los tres en la 508. El externo estaba junto a la cabecera de la cama con una enfermera.

—Tiene arritmia cardíaca y es diabético —le dijo a Arthur, muerto de miedo—. No consigo reanimarlo. Sólo estoy en tercero.

—Pues para lo que le sirve… —musitó Paul.

—Corta la tira de papel que sale del monitor cardíaco—le susurró Lauren a Arthur al oído—y mírala de forma que yo pueda leerla.

—Enciendan una luz —dijo Arthur en tono autoritario.

Se dirigió al otro lado de la cama y arrancó el papel con el trazado del electrocardiograma. Lo desenrolló y se volvió.

—¿Lo ves así? —murmuró.

—¡Es una arritmia ventricular! ¡Ese tipo es una nulidad!

—Es una arritmia ventricular —repitió Arthur, palabra por palabra—. ¡Es usted una nulidad!

Paul puso los ojos en blanco mientras se pasaba una mano por la frente.

—Ya sé que es una arritmia ventricular, doctor, pero ¿qué hay que hacer?

—¡Usted no sabe nada, es una nulidad! ¿Qué hay que hacer? —repitió Arthur.

—Pregúntale qué le ha inyectado —contestó Lauren.

—¿Qué le ha inyectado?

—Nada.

—¡La situación es crítica, doctor! —intervino la enfermera con un tono de voz que revelaba lo fuera de sí que la había puesto el externo.

—¡Es usted una nulidad! —repitió Arthur—. A ver, ¿qué hay que hacer?

—¡Mierda, no le dé ahora una clase, doctor! ¡Este hombre está poniéndose gris por momentos!

—¡San Quintín, vamos directos a San Quintín! —exclamó Paul.

—Cálmese, hombre —le dijo Arthur a Paul—. Perdónelo —añadió, volviéndose hacia la enfermera—, es nuevo, pero era el único camillero disponible.

—Nefrina, una inyección de dos miligramos, y también aplicaremos una vía central, ¡Y ahí sí que va a complicarse el asunto, corazón! —dijo Lauren.

—Nefrina, una inyección de dos miligramos —repitió Arthur.

—¡Ya era hora! La tengo preparada, doctor —dijo la enfermera—. Esperaba que alguien tomara las riendas.

—Y después aplicaremos una vía central —anunció Arthur en una entonación medio interrogativa, medio afirmativa—. ¿Sabe usted aplicar una vía central? —le preguntó al externo.

—Haz que la aplique la enfermera, se pondrá loca de contento. Los médicos nunca las dejan hacerlo —dijo Lauren antes de que el externo respondiera.

—No he aplicado nunca ninguna —dijo el externo.

—Señorita, usted aplicará la vía central.

—No, doctor. Me encantaría, pero no tenemos tiempo. Yo se la preparo y usted la aplica. De todas formas, gracias por la confianza, es todo un detalle.

La enfermera se fue al otro extremo de la habitación para preparar la aguja y el tubo.

—¿Qué hago ahora? —preguntó en voz baja Arthur, presa del pánico.

—Nos vamos de aquí —contestó Paul—. Tú no vas a aplicar ni vía central, ni lateral, ni nada de nada. ¡Nos abrimos ahora mismo, tío!

—Sitúate delante de él —dijo Lauren—y apunta a una altura de dos dedos por debajo del esternón. Sabes qué es el esternón, ¿no? Yo te guiaré si no vas bien encaminado. Coloca la aguja con una inclinación de quince grados y clávala poco a poco pero con firmeza. Si has acertado, fluirá un líquido blancuzco; si has fallado, será sangre. Y reza para tener la suerte del principiante, porque si no, entonces sí que la hemos pringado, nosotros y el tipo que está ahí tendido.

—¡No puedo hacer eso! —murmuró Arthur.

—No tienes elección, y él tampoco. Morirá si no lo haces.

—Me has llamado antes «corazón» o ¿lo he soñado?

Lauren sonrió.

—Adelante, y respira hondo antes de clavar la aguja.

La enfermera se acercó a ellos y le tendió la vía central a Arthur.

—Tómala por el extremo de plástico. ¡Buena suerte!

Arthur colocó la aguja a la altura que Lauren le había indicado. La enfermera lo miraba atentamente.

—Perfecto —murmuró Lauren—. Inclínala un poco menos…, clávala ya con decisión.

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