Ojalá fuera cierto (8 page)

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Authors: Marc Levy

—¡Yo también la siento!

—Quería estar segura.

—Pues puede estarlo.

La camarera que estaba tomándole nota, le preguntó haciendo una mueca de perplejidad:

—¿Qué es lo que siente?

—Nada, no siento nada.

—Acaba de decir «yo también la siento».

—¡Está tirado! Puedo conseguir que me encierren simplemente haciendo lo que hago —dijo Arthur dirigiéndose a Lauren, que exhibía una sonrisa radiante.

—Probablemente es lo mejor que podría hacer —repuso la camarera, encogiéndose de hombros y girando sobre sus talones.

—¿Le importa tomarme nota? —dijo Arthur.

—Ahora le mando a Bob, para comprobar si también lo siente.

Al cabo de unos minutos se acercó Bob, casi más femenino que su compañera. Arthur pidió dos huevos revueltos con salmón y un zumo de tomate sazonado. Esta vez esperó a que el camarero se alejase para preguntarle a Lauren sobre su soledad en los últimos seis meses.

Bob, de pie en medio de la sala, lo miraba hablar solo con cara de consternación. Al poco de iniciada la conversación, Lauren interrumpió a Arthur a media frase y le preguntó si tenía un teléfono móvil. Él, sin comprender la relación, asintió con la cabeza.

—Tome el aparato y haga como que está hablando con alguien; si no, van a encerrarlo de verdad.

Arthur se volvió y pudo comprobar que varios clientes lo estaban observando, algunos casi molestos por la presencia de aquel individuo que le hablaba al vacío. Sacó el móvil, simuló que marcaba un número y pronunció un «¡Oiga!» en voz bien alta. La gente siguió mirándolo unos segundos y, al ver que la situación adquiría un aire de normalidad, se puso a comer de nuevo sin prestarle atención. Arthur volvió a hacerle la pregunta a Lauren con el teléfono al oído. Los primeros días su transparencia le había resultado algo divertido. Le describió la sensación de libertad absoluta que había experimentado al principio de la aventura. Ya no tenía que pensar en cómo vestirse y peinarse, en si tenía buena o mala cara, en su figura…, nadie la miraba. Ya no tenía ni obligaciones ni jefes, no necesitaba hacer cola, pasaba delante de todo el mundo sin molestar a nadie, nadie la juzgaba por su comportamiento. Ya no hacía falta que fingiera discreción, podía escuchar las conversaciones de unos y otros, ver lo invisible, oír lo inaudible, estar donde no tenía derecho a estar…, nadie la oía.

—Podía aparecer en el despacho oval y escuchar todos los secretos de Estado, sentarme sobre las rodillas de Richard Gere o ducharme con Tom Cruise.

Todo o casi todo era posible para ella: visitar los museos cuando están cerrados, entrar en los cines sin pagar, dormir en palacios, subir a un avión de caza, asistir a las intervenciones quirúrgicas más complicadas, visitar en secreto los laboratorios de investigación, caminar sobre los pilares del Golden Gate. Arthur, con la oreja pegada al móvil, sintió curiosidad por saber si había intentado realizar alguna de esas experiencias.

—No. Tengo vértigo, me dan miedo los aviones, Washington está demasiado lejos y no sé trasladarme a tanta distancia. Ayer dormí por primera vez, así que los palacios no me sirven de nada, y en cuanto a las tiendas, ¿de qué sirven cuando no se puede tocar nada?

—¿Y Richard Gere y Tom Cruise?

—¡Ocurre lo mismo que con las tiendas!

Le confesó con gran sinceridad que ser un fantasma no era nada divertido. Lo encontraba más bien patético. Todo es accesible pero, al mismo tiempo, todo es imposible. Echaba de menos a la gente que quería. No podía establecer contacto con ellos.

—Ya no existo. Puedo verlos, pero me causa más dolor que placer. Quizás el purgatorio sea esto, una soledad eterna.

—¿Cree en Dios?

—No, pero en mi situación se tiene cierta tendencia a cuestionar lo que se cree y lo que no se cree. Tampoco creía en los fantasmas.

—Yo tampoco creo —dijo Arthur.

—¿No cree en los fantasmas?

—Usted no es un fantasma.

—¿De verdad?

—No está muerta, Lauren. Su corazón late en un sitio y su espíritu vive en otro. Se han separado momentáneamente, eso es todo. Simplemente hay que averiguar por qué y cómo reunidos de nuevo.

—Desde ese punto de vista, se habrá percatado de que se trata de un divorcio con graves consecuencias.

Era un fenómeno que escapaba a su comprensión, pero Arthur no tenía intención de limitarse a constatar tal cosa. Sin soltar el teléfono, insistió en su voluntad de comprender; era preciso buscar y encontrar el modo de permitirle reincorporarse a su cuerpo, y era preciso también que saliera del coma, pues los dos fenómenos estaban ligados, añadió.

—Perdone, pero creo que acaba de dar un gran paso en sus investigaciones.

Él hizo caso omiso de su sarcasmo y le propuso volver a casa e iniciar una serie de búsquedas en Internet. Quería recopilar todo lo relacionado con el coma: estudios científicos, informes médicos, bibliografía, historiales y testimonios, sobre todo los que exponían casos de comas largos cuyos pacientes se habían recuperado.

—Tenemos que localizarlos e ir a hablar con ellos. Sus testimonios pueden ser muy importantes.

—¿Por qué hace esto?

—Porque no tiene usted elección.

—Conteste a mi pregunta. ¿Se da cuenta de las implicaciones personales de lo que quiere hacer, del tiempo que va a ocuparle? Usted tiene trabajo, obligaciones…

—Es usted una mujer muy contradictoria.

—No, soy lúcida. ¿No es consciente de que todo el mundo ha estado mirándolo de reojo porque se ha pasado diez minutos hablando solo? ¿Sabe que la próxima vez que venga a este restaurante le dirán que está completo porque a la gente no le gusta la diferencia, porque un tipo que habla en voz alta y gesticula mientras come solo resulta molesto?

—Hay más de mil restaurantes en la ciudad; eso deja bastante margen.

—Arthur, es usted un caballero, un auténtico caballero, pero no es realista.

—Sin ánimo de ofenderla, creo que en la situación actual usted me gana de calle en irrealidad.

—No juegue con las palabras, Arthur. No me haga promesas a la ligera. Jamás podrá resolver un enigma como éste.

—¡Yo nunca hago promesas vanas! ¡Y no soy un caballero!

—No me haga abrigar falsas esperanzas. Porque no tendrá tiempo, simplemente.

—Me horroriza hacer esto en un restaurante, pero usted me obliga. Perdone un momento.

Arthur hizo como si colgara, la miró fijamente, descolgó de verdad y marcó el número de su socio. Le agradeció el tiempo que le había dedicado esa misma mañana y su atención. Lo tranquilizó con unas frases sensatas y dijo que, efectivamente, estaba muy estresado y que era mejor para la empresa que descansara unos días. Le dio alguna información específica sobre los proyectos en curso y le indicó que Maureen estaría a su disposición. De cualquier modo, como estaba demasiado cansado para ir a ningún sitio, se quedaría en casa, así que podrían llamarlo en caso necesario.

—Ya está. Ahora estoy libre de toda obligación profesional y le propongo que empecemos a buscar de inmediato.

—No sé qué decir.

—Empiece por ayudarme con sus conocimientos médicos.

Bob llevó la cuenta y se quedó mirando a Arthur. Este abrió los ojos como platos, hizo una mueca horrible, sacó la lengua y se levantó de un salto. Bob dio un paso atrás.

—Esperaba algo mejor de usted, Bob, me siento muy decepcionado. Vamos, Lauren, este sitio no es digno de nosotros.

En el coche, mientras se dirigían a casa, Arthur le expuso a Lauren el método de trabajo que a su parecer había que seguir. Intercambiaron puntos de vista y trazaron de común acuerdo un plan de ataque.

7

U
na vez en casa, Arthur se instaló tras su mesa de trabajo. Conectó el ordenador y entró en Internet. Las «autopistas informáticas» le permitían acceder instantáneamente a cientos de bases de datos sobre el tema que lo ocupaba. Había formulado una petición en un buscador tecleando simplemente la palabra «coma» en la casilla correspondiente, y la red le había propuesto varias direcciones de sites que contenían publicaciones, testimonios, ensayos y conversaciones sobre el tema. Lauren se situó junto a la mesa.

En primer lugar se conectaron al servidor del Memorial Hospital, sección de Neuropatología y Traumatología Cerebral. Una reciente publicación del profesor Silverstone sobre los traumatismos craneales les permitió acceder a la clasificación de los diferentes tipos de coma según la escala de Glasgow: mediante tres números se indicaba la reactividad a los estímulos visuales, auditivos y sensitivos. Lauren entraba en la categoría 1.1.2, que correspondía a un coma en fase 4. Un servidor los envió a otra biblioteca de datos donde aparecían campos de análisis estadísticos sobre las evoluciones de los pacientes en cada familia de coma. Nadie había regresado jamás de un viaje en «cuarta»… Infinidad de diagramas, cortes axonométricos, dibujos, informes de síntesis y fuentes bibliográficas fueron cargados en el ordenador de Arthur y luego imprimidos. En total, casi setecientas páginas de información clasificada, seleccionada y relacionada por centros de interés.

Arthur encargó una pizza y dos cervezas y dijo que lo único que había que hacer era leer. Lauren le preguntó de nuevo por qué hacía todo aquello.

—Porque se lo debo a alguien que en muy poco tiempo me ha enseñado muchas cosas, y especialmente una: el sabor de la felicidad. Todos los sueños tienen un precio.

Inmediatamente reanudó la lectura, anotando lo que no entendía, es decir, casi todo. A medida que avanzaban, Lauren le explicaba los términos y razonamientos médicos.

Arthur puso una gran hoja de papel sobre la mesa de trabajo y empezó a redactar los resúmenes de las notas que había tomado. Clasificaba la información por grupos y relacionaba éstos entre sí. De este modo se formó poco a poco un gigantesco diagrama, que continuó en una segunda hoja donde los razonamientos se mezclaban con conclusiones.

Dedicaron dos días y dos noches a intentar comprender, a buscar la clave del enigma que tenían ante sí.

Dos días y dos noches para llegar a la conclusión de que el coma seguía y seguiría siendo, durante bastantes años, una zona muy oscura en la que el cuerpo vive divorciado del espíritu que lo anima y le da un alma. Exhausto, con los ojos enrojecidos, Arthur se durmió en el suelo; Lauren, sentada tras la mesa de trabajo, miraba el diagrama recorriendo las flechas con la yema del índice y observando, no sin sorpresa, que la hoja se ondulaba bajo el dedo.

Se agachó junto a Arthur, frotó la palma de la mano contra la moqueta y después se la pasó por el antebrazo, cuyo vello se erizó. Entonces esbozó una sonrisa, le acarició el pelo y se tumbó a su lado, pensativa.

Arthur se despertó siete horas más tarde. Lauren seguía sentada tras la mesa de trabajo.

Se restregó los ojos y le dedicó una sonrisa, que ella le devolvió al instante.

—Hubieras estado mejor en la cama, pero dormías tan a gusto que no me atreví a despertarte.

—¿Llevo mucho tiempo durmiendo?

—Varias horas, pero no las suficientes para recuperar el sueño atrasado.

Arthur quería tomarse un café y ponerse de nuevo manos a la obra, pero ella frenó su impulso. Su dedicación la conmovía enormemente, pero no valía la pena. El no era médico y ella era una simple interna, así que no iban a resolver entre los dos la problemática del coma.

—¿Qué propones?

—Que te tomes un café como has dicho, que te des una buena ducha y que vayamos a pasear. No puedes vivir al margen del mundo, recluido en casa con la excusa de que albergas a un fantasma.

Arthur se tomaría el café, y después ya verían. Y quería que Lauren se olvidara de lo de «fantasma»; tenía aspecto de todo menos de fantasma. Ella le preguntó qué quería decir con «todo», pero él se negó a responder.

—Si digo cosas bonitas, después me lo echarás en cara.

Lauren arqueó las cejas con gesto inquisitivo, preguntando qué era eso de «cosas bonitas». Él insistió en que olvidara lo que acababa de decir, pero, tal como temía, fue inútil. Lauren se plantó frente a él, con los brazos en jarras:

—¿Qué es eso de «cosas bonitas»?

—Olvida lo que acabo de decir, Lauren. No eres una aparición, eso es todo.

—¿Qué soy, entonces?

—Una mujer, una mujer muy guapa. Y ahora voy a darme una ducha.

Salió de la estancia sin volverse. Lauren acarició de nuevo la moqueta, encantada. Media hora más tarde, Arthur salió del cuarto de baño con vaqueros y un grueso jersey de cachemira, y manifestó su deseo de ir a devorar un buen trozo de carne. Ella le indicó que todavía eran las diez de la mañana, pero él replicó de inmediato que en Nueva York era la hora de ir a comer, y en Sidney, la de ir a cenar.

—Sí, pero no estamos ni en Nueva York ni en Sidney. Estamos en San Francisco.

—Eso no cambiará en absoluto el sabor de la carne que voy a comerme.

Ella quería que volviese a su auténtica vida y se lo dijo. Afortunadamente tenía una y debía aprovecharla, no abandonarlo todo por las buenas. Él le pidió que no dramatizara; después de todo, sólo se había tomado unos días. Sin embargo, en opinión de ella estaba metiéndose en un juego peligroso y sin salida.

—¡Es increíble oír eso de boca de un médico! —explotó él—. Yo creía que la fatalidad no existe, que mientras hay vida hay esperanza, que todo es posible. ¿Por qué soy yo quien lo cree y no tú?

Lauren le respondió que precisamente porque ella era médico, porque reivindicaba ser lúcida, porque estaba convencida de que perdían el tiempo, el tiempo de Arthur, para hablar con propiedad.

—No debes aferrarte a mí. No tengo nada que ofrecerte, nada que darte, ni siquiera puedo prepararte un café, Arthur…

—¡Mierda! Si no puedes prepararme un café, entonces sí que no hay futuro posible. Lauren, yo no me aferró a ti; de hecho, ni a ti ni a nadie. Yo no pedí encontrarte en el armario, simplemente estabas allí; así es la vida. Nadie te oye, nadie te ve ni se comunica contigo.

Tenía razón, prosiguió, al decir que ocuparse de su problema era arriesgado para los dos; para ella, por las falsas esperanzas que eso podía alimentar, y para él, «por el tiempo que tendré que dedicar y el caos que introducirá en mi vida, pero así es la vida». No tenía alternativa. Ella estaba allí, a su alrededor, en su apartamento, «que es también tu apartamento», se hallaba en una situación delicada y él la cuidaba, «que es lo que se hace en un mundo civilizado, aunque ello comporte riesgos». En su opinión, darle un dólar a un vagabundo al salir del supermercado era algo fácil, que no tenía mérito.

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