Ojalá fuera cierto (3 page)

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Authors: Marc Levy

Para zanjar todo posible debate, explicó que el líquido inyectado se había acumulado alrededor del pericardio.

—Y cuando usted ha frenado bruscamente ha pasado al corazón, que ha tenido una reacción puramente química y se ha puesto en marcha.

Desgraciadamente, aquello no cambiaba en absoluto la muerte cerebral de la víctima. En lo referente al corazón, cuando el líquido se disolviera, se detendría.

—En el caso de que no lo haya hecho ya —añadió.

Fernstein invitó al policía a pedir excusas al doctor Stern por su nerviosismo, totalmente fuera de lugar, y rogó a este último que pasara a verlo antes de marcharse. El agente se volvió hacia Philip.

—Veo que en la policía no tenemos el monopolio del corporativismo —masculló—. No le deseo que pase un buen día.

Acto seguido, giró sobre sus talones y abandonó el recinto del hospital.

A pesar de que los dos batientes se cerraron tras él, se oyó el ruido de las puertas de la furgoneta al ser cerradas con violencia.

Stern se quedó con los brazos apoyados en el mostrador, mirando a la enfermera de guardia con el entrecejo fruncido.

—Pero ¿qué es todo ese rollo que ha contado?

La mujer se encogió de hombros y le recordó que Fernstein lo esperaba.

Philip llamó a la puerta del jefe de Lauren. El mandarín lo invitó a entrar. De pie, detrás de la mesa, dándole la espalda y mirando por la ventana, esperaba ostensiblemente que Stern hablase primero, cosa que hizo. Le confesó que no entendía lo que le había dicho al policía. Fernstein lo interrumpió con sequedad.

—Escúcheme bien, Stern. Lo que le he dicho a ese oficial es la explicación más sencilla para que no haga un informe sobre usted y destroce su carrera. Su comportamiento es inadmisible para alguien con su experiencia. Hay que saber aceptar la muerte cuando se nos impone. Nosotros no somos dioses ni responsables del destino. Esa chica estaba muerta cuando llegaron, y su obstinación habría podido costarle cara.

—Pero ¿cómo explica que haya empezado a respirar de nuevo?

—Ni lo explico ni tengo por qué hacerlo. No lo sabemos todo. Está muerta, doctor Stern. Que eso no le guste es una cosa, pero lo cierto es que se ha ido. Me importa un bledo que los pulmones se muevan y que el corazón palpite por su cuenta. Su electroencefalograma es plano. Su muerte cerebral es irreversible. Esperaremos a que el resto siga el mismo camino y la bajaremos al depósito. Punto final.

—Pero… ¡no puede hacer eso! ¡No puede hacerlo teniendo tantas evidencias!

Fernstein expresó su irritación con un gesto de la cabeza y alzando la voz. No tenía por qué recibir lecciones. ¿Sabía Stern el coste de un día de reanimación? ¿Creía que el hospital iba a ocupar una cama para mantener artificialmente con vida a un «vegetal»? Lo invitó vivamente a madurar un poco. Se negaba a que una familia tuviera que pasar semanas enteras junto a la cabecera de un ser inerte y sin inteligencia, mantenido con vida gracias a las máquinas. Se negaba a ser responsable de ese tipo de decisiones, simplemente para satisfacer el ego de un médico.

Le ordenó a Stern que desapareciese de su vista y que fuera a darse una ducha. El joven interno siguió plantado frente al profesor, defendiendo con ardor su postura. Cuando había certificado la muerte, su paciente estaba en parada cardiorespiratoria desde hacía diez minutos. Su corazón y sus pulmones habían dejado de vivir. Sí, se había obcecado porque por primera vez desde que era médico había notado que alguien, aquella mujer, no quería morir.

Le describió cómo, tras sus ojos abiertos, la había sentido luchar, negarse a irse.

Entonces había luchado junto a ella saltándose las normas, y diez minutos más tarde, en contra de toda lógica, en contra de todo lo que le habían enseñado, su corazón había comenzado a palpitar de nuevo, sus pulmones a inspirar y a espirar aire, un soplo de vida.

—Tiene razón —prosiguió—, somos médicos y no lo sabemos todo. Esa mujer también es médico.

Le suplicó a Fernstein que le diera una posibilidad. Se habían visto comas de más de seis meses que volvían a la vida sin que nadie entendiera por qué. Lo que ella había hecho no lo había hecho nunca nadie, así que daba igual lo que costara.

—No deje que se vaya, no quiere. Es lo que nos está diciendo.

El profesor esperó unos instantes antes de responder.

—Doctor Stern, Lauren era alumna mía. Tenía un carácter endemoniado, pero también un gran talento. Yo la apreciaba mucho y tenía puestas muchas esperanzas en su carrera, como también las tengo puestas en la de usted. Esta conversación ha terminado.

Stern salió del despacho sin cerrar la puerta. Frank lo esperaba en el pasillo.

—¿Qué haces aquí?

—Pero ¿se puede saber qué tienes en la cabeza, Philip? ¿Sabes a quién estabas hablándole en ese tono?

—Tú dirás.

—El tipo con quien hablabas es el profesor de esa chica, la conoce y la trata desde hace quince meses. Ha salvado más vidas de las que quizá puedas salvar tú en toda la tuya. Tienes que aprender a controlarte. La verdad es que a veces desvarías.

—Déjame en paz, Frank. Hoy ya he recibido mi dosis de lecciones de moral.

3

E
l doctor Fernstein cerró la puerta de su despacho, descolgó el teléfono, dudó unos instantes, colgó. Dio unos pasos en dirección a la ventana y levantó de nuevo el auricular del teléfono. Pidió que le pusieran con el quirófano.

—Soy Fernstein. Prepárense, vamos a operar dentro de diez minutos. Enseguida le mando el informe.

Colgó con cuidado y meneó la cabeza. Al salir del despacho se dio de bruces con el profesor Williams.

—¿Qué tal? —preguntó éste—. Te invito a un café.

—No, no puedo.

—¿Qué vas a hacer?

—Una estupidez, me dispongo a hacer una estupidez. Tengo que irme. Te llamo luego.

Fernstein entró en el quirófano con una bata verde atada en la cintura. Una enfermera le puso los guantes esterilizados. La sala era inmensa; un equipo completo rodeaba el cuerpo de Lauren. Detrás de su cabeza había un monitor en cuya pantalla aparecían las señales que mostraban el ritmo de su respiración y de los latidos de su corazón.

—¿Cómo están las constantes? —preguntó Fernstein al anestesista.

—Estables, increíblemente estables. Sesenta y cinco y 12/8. Está dormida. Los gases de la sangre son normales, puede empezar.

—Sí, está dormida, como usted dice.

El escalpelo penetró en el muslo, cortando toda la zona que ocupaba la fractura. Mientras comenzaba a apartar los músculos, Fernstein se dirigió a todo el equipo llamándolos «queridos colegas» y les explicó que iban a ver a un profesor de cirugía, con veinte años de carrera a sus espaldas, realizar una intervención digna de un interno de quinto curso: reducción de fémur.

—¿Y saben por qué la practico yo? —preguntó.

Porque ningún estudiante de quinto curso aceptaría reducir una fractura en el cuerpo de una persona cerebralmente muerta desde hacía más de dos horas. De modo que les rogaba que no hicieran preguntas y les agradecía que se prestaran al juego; tardarían quince minutos como máximo. Pero Lauren era una de sus alumnas y todo el personal médico presente en la sala comprendía al cirujano y lo apoyaba. Entró un radiólogo y pidió que le pasaran unas placas de escáner. Los negativos mostraban un hematoma a la altura del lóbulo occipital. Se decidió efectuar una punción para liberar la compresión. Se practicó un orificio en la parte posterior de la cabeza; controlando la trayectoria a través de una pantalla, el cirujano atravesó las meninges con una fina aguja y dirigió ésta hasta el lugar donde se hallaba el hematoma. El cerebro no parecía afectado. El flujo sanguíneo corrió por la sonda. La presión intracraneal descendió casi al instante. El anestesista aumentó de inmediato el caudal de oxígeno enviado al cerebro mediante la intubación de las vías respiratorias. Las células, liberadas de la presión, recobraron un metabolismo normal, eliminando poco a poco las toxinas acumuladas. La perspectiva de la intervención cambiaba de minuto en minuto. Todo el equipo olvidaba de forma progresiva que estaba operando a un ser humano clínicamente muerto. Cada uno se metió en su papel, y se fueron encadenando los movimientos diestros. Se hicieron radiografías de la pared costal, se repararon las fracturas de las costillas y se practicó una punción en la pleura. La intervención fue metódica y precisa. Cinco horas más tarde, el profesor Fernstein se quitaba los guantes. Pidió que cerraran las heridas y que después trasladaran a la paciente a la sala de reanimación. A continuación ordenó que, una vez pasados los efectos de la anestesia, desconectaran toda clase de asistencia respiratoria.

Dio las gracias de nuevo a su equipo por su presencia y su futura discreción. Antes de abandonar la sala, le pidió a Betty, una de las enfermeras, que lo avisara cuando hubieran desconectado a Lauren. Salió del quirófano y se dirigió a paso rápido a los ascensores, Al pasar por delante del mostrador, le preguntó a la recepcionista si el doctor Stern todavía se encontraba en el recinto del hospital. La joven le contestó que no y el médico se alejó abatido, no sin antes darle las gracias e indicarle que estaría en su despacho por si alguien preguntaba por él.

Desde el quirófano, Lauren fue conducida a la sala de reanimación. Betty conectó el
monitoring
cardíaco, el electroencefalógrafo y la cánula de intubación al respirador artificial. Con todo aquello, la joven parecía un cosmonauta. La enfermera tomó una muestra de sangre y salió de la habitación. La paciente dormía plácidamente, sus párpados parecían dibujar los contornos de un universo de sueño sereno y profundo.

Media hora más tarde, Betty telefoneó al profesor Fernstein y le dijo que Lauren ya no estaba bajo los efectos de la anestesia. Él le preguntó cuáles eran sus constantes vitales. La enfermera le confirmó lo que se esperaba, que seguían estables, e insistió para que le repitiera lo que debía hacer.

—Desconecte el respirador —dijo el médico—. Yo bajaré enseguida —añadió antes de colgar.

Betty entró en la sala y separó la sonda de la cánula, dejando que la paciente intentara respirar por sí misma. Unos instantes después retiró la cánula, liberando de este modo la tráquea.

Apartó un mechón de pelo de la cara de Lauren, la miró con ternura y salió, apagando la luz. La habitación quedó bañada por la luz verde del aparato de encefalografía, cuyo trazado seguía siendo plano. Eran casi las nueve y media de la noche y todo estaba en silencio.

Al cabo de una hora, la señal del osciloscopio comenzó a temblar, al principio muy levemente. De pronto, el punto que marcaba el extremo de la línea se elevó considerablemente, para descender de forma vertiginosa y volver a la horizontal.

Nadie fue testigo de esta anomalía. El azar es así. Betty entró de nuevo en la estancia una hora más tarde. Tomó las constantes de Lauren, desenrolló unos centímetros de la tira de papel que expulsaba la máquina, vio la punta anormal, frunció el entrecejo y siguió revisando unos centímetros más. Al constatar que seguía habiendo una línea recta, tiró el papel sin darle más vueltas al asunto. Descolgó el teléfono mural y llamó a Fernstein.

—Soy yo. Tenemos un coma profundo con constantes estables. ¿Qué hago?

—Busque una cama en la quinta planta. Gracias, Betty.

Fernstein colgó.

4

Invierno 1996

A
rthur pulsó el mando a distancia de la puerta del garaje y aparcó el coche. Subió por la escalera interior y entró en su nuevo apartamento. Cerró la puerta, empujándola con un pie, dejó la cartera, se quitó el abrigo y se arrellanó en el sofá. Una veintena de cajas esparcidas en medio del salón le recordó sus obligaciones. Se quitó el traje, se puso unos vaqueros y comenzó a vaciar las cajas, colocando en las estanterías los libros que contenían. El parqué crujía bajo sus pies. Unas horas más tarde, cuando hubo acabado, dobló las cajas de cartón, pasó el aspirador y acabó de arreglar la cocina. Entonces contempló su nuevo nido. «Debo de estar volviéndome un poco maniático», se dijo mientras se dirigía al cuarto de baño. Una vez allí, dudó entre darse una ducha o un baño. Al fin se decidió por el baño, abrió el grifo, conectó la pequeña radio que estaba sobre el radiador, junto a los armarios roperos de madera, se desnudó y se metió en la bañera exhalando un suspiro de alivio.

Mientras Peggy Lee cantaba
Fever
en el 101.3 de la FM, Arthur sumergió la cabeza varias veces en el agua. Primero le llamó la atención la calidad sonora de la canción que estaba escuchando, y después el sorprendente realismo de la estereofonía, sobre todo tratándose de un aparato que se suponía que era monofónico. De hecho, prestando mucha atención, parecía que el chasquido de dedos que acompañaba la melodía procediera del interior del armario. Intrigado, salió del agua y se acercó sigilosamente para oír mejor. El sonido era cada vez más preciso. Vaciló, respiró hondo y abrió bruscamente las dos hojas. Con los ojos como platos, dio un paso atrás.

Escondida entre las perchas, había una mujer con los ojos cerrados, aparentemente cautivada por el ritmo de la canción, que hacía chascar los dedos al tiempo que tarareaba.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? —preguntó Arthur.

La mujer abrió los ojos, sobresaltada.

—¿Me ve?

—Pues claro que la veo.

Parecía absolutamente sorprendida por el hecho de que la viese. Él le aclaró que no estaba ni ciego ni sordo y volvió a preguntarle qué hacía allí. Por toda respuesta, ella dijo que aquello le parecía fantástico. Arthur no veía nada «fantástico» en aquella situación y, en un tono más irritado, le preguntó por tercera vez qué estaba haciendo en su armario a aquellas horas de la noche.

—Creo que no se da usted cuenta —dijo ella—. ¡Tóqueme un brazo!

Él se quedó desconcertado. La mujer insistió.

—Tóqueme el brazo, por favor.

—No, no pienso tocarle el brazo. ¿Qué está ocurriendo aquí?

La mujer asió a Arthur de la muñeca y le preguntó si la sentía cuando lo tocaba. Él, exasperado, le confirmó con firmeza que la había sentido cuando lo había tocado, y que también la veía y la oía perfectamente. Después le preguntó por cuarta vez quién era y qué hacía en su armario. Ella eludió totalmente la pregunta y repitió, muy contenta, que era «fabuloso» que la viera, la oyera y pudiera tocarla. Arthur, que había tenido un día agotador, no estaba de humor para tonterías.

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