Authors: Ana María Matute
—Ten por seguro que lo haré -dijo el Trasgo-. Y también que, mientras duren estas pesquisas, no beberé un trago.
Al día siguiente, el Rey Gudú partió con Predilecto al Castillo Negro. Y anunciaron que permanecerían cazando y adiestrándose en el manejo de las armas y de la cabalgadura durante varios días. Y con pequeña pero bien armada escolta, partieron, rodeados de ladridos de perros y de los gritos cansinos de los ojeadores.
Sucedía esto durante el otoño, pero nadie se extrañó de aquellas cosas: ambos hermanos, al parecer, eran aficionados a tan excéntricas incomodidades, en una Corte cada día más apoltronada gracias a los buenos manejos de la Reina Ardid.
Se cumplía el décimo día, después de estos acontecimientos, cuando la Reina Ardid oyó un conocido golpeteo redoblando suavemente en el hueco de la chimenea. Era el martillo de diamante del Trasgo. Llena de exaltada impaciencia, asomó su cabeza por el hueco y le llamó quedamente. El Trasgo apareció en seguida, dando cabriolas sobre los leños apagados.
—Querida niña, tantas noticias te traigo, y de tan grave importancia, que debes darme cuanto antes un sorbito del precioso líquido. He respetado hasta el máximo tus advertencias, pero ya he alcanzado el límite de mi capacidad de contención.
—¿Qué pasa? -murmuró Almíbar, despertando de su duermevela.
Aquélla era la placentera hora en que reuníanse en la cámara de la Reina y ambos se abandonaban a sus transportes amorosos. Almíbar iba dejando atrás lo que parecía una eterna juventud -tan hermoso y gallardo era-, y el caso es que tras sus lances amorosos, un dulce sueño solía invadirle.
—Querido mío -dijo Ardid-, no te sobresaltes: es el Trasgo.
—¿Dónde está?
Almíbar aún no podía verle. Sólo cuando éste aparecía muy borracho, y el resplandor fugaz de su roja pelambre lanzaba destellos -otro, no avisado, lo hubiera tomado por el sol o el reflejo del fuego sobre algún bruñido metal-, adivinaba su presencia.
—Aquí, querido -dijo Ardid-. Pero te suplico silencio, pues trae importantes nuevas para nosotros.
—Bien, querida, ya me lo contarás después.
Almíbar cerró los párpados dulcemente y, ahuecando la almohada, se entregó de nuevo al mundo de los sueños. Aunque la Reina le tenía al corriente de cuanto ocurría, lo cierto es que Almíbar no había llegado a integrarse plenamente en el meollo de todas las cuestiones que se debatían en la camarilla de los íntimos. Su amor hacia Ardid lo llenaba todo, y fuera de ese amor y de su belleza no atinaba a ver cosa alguna: mucho menos al Trasgo. La Reina acababa de rebasar los treinta años, pero se cuidaba y acicalaba cuanto le era posible; y era en sí misma de tan sana y lozana hechura, a un tiempo que fibrosa y cimbreante, que muchas doncellas de quince años parecían, a su lado, pájaros estrujados por un niño maligno.
—Te lo prometo -dijo Ardid. Y, sentándose, sacó de su arca un frasquito donde guardaba un añejo muy caro al Trasgo, cuya sola vista ya pareció embriagarle. Se llevó los labios al frasquito, bebió, y tras chascar la lengua contra el paladar -cosa que hizo un pésimo efecto a Ardid, ya que lo había visto hacer a muchos hombres de distinta condición-, se aprestó a hablar a la Reina:
—Querida niña, horadé tenazmente la piedra y llegué a la cámara de Tuso. Me senté en el hueco de la chimenea y le vi muy ocupado en escribir y sellar un pergamino. Estaba sentado a su lado Ancio, que, por cierto, se urgaba la nariz con sus dedazos sucios, lo que le valió un palmetazo del Consejero. Y éste le dijo entonces: «Óyeme bien, estúpido: manda rápidamente un emisario al Desfiladero de la Muerte, portando esta encomienda. Y una vez allí, haga éste el canto de la codorniz, y encienda una fogata que apagará y volverá a encender hasta tres veces. Entregue esto a un hombre, con aspecto de pastor de cabras, y aguarde hasta recibir respuesta. De inmediato, que regrese lo más rápidamente le sea posible. Pero el emisario debe ser de confianza plena, pues van nuestras cabezas en el envío». «Ay, no hay nadie de confianza -dijo Ancio, entrecerrando los ojos-. Sólo podría ir yo mismo o mi hermano Furcio. Porque los gemelos son cobardes, y podrían dejarse apresar: amén de que, si no saben andar el uno sin el otro, tampoco pueden caminar juntos dos leguas sin enzarzarse en disputas y emprenderla a mandobles el uno contra el otro. En estas andanzas, en el mejor caso, tardarían tres veces más que un emisario cachazudo.» «¡Sea quien sea, cumple este encargo... si un día quieres ser Rey, animal!», gritó Tuso. Como verás, no usa ceremonia alguna cuando a solas están: más bien diríase que le trata sin respeto alguno. Pues bien, Ancio tomó el pergamino sellado, y dijo: «Dime lo que has escrito». «A su hora lo sabrás», contestó Tuso. Pero por muy desconfiado que sea Ancio, como no sabe leer se quedó sin conocer el contenido. Esa misma noche se reunió -pues ten por seguro que no lo he perdido de vista- con el pequeño Furcio y le envió con la encomienda. Porque has de saber que Ancio y Furcio han llegado a un acuerdo; y esto es que, si Ancio llega a ser Rey, matarán a los gemelos, y Ancio ha prometido -si esto llega- colmar de bienes y riquezas a Furcio. Pero he podido adivinar, por la forma como Furcio le miraba, cuando de espaldas a él atizaba el fuego de su pestilente cámara, que una vez estas cosas estén en su punto, Furcio no tendrá ningún reparo en eliminar a Ancio. Así, bajó a las caballerizas y montó en su caballo. Yo, a mi vez, trepé a la cola, y con él viajé cosa de dos días: y te digo que, si bien los Soeces resultan repulsivos, no son en modo alguno alfeñiques. No se dio reposo ni para beber, y comía frugalmente pan y un poco de queso que sacaba del zurrón, tan maloliente como él mismo. Así, llegamos al Desfiladero, e hizo todo lo que el otro le indicó (aunque tengo para mí que posee una curiosa idea de lo que es el canto de la codorniz). De todos modos, como no es tiempo de que cante ningún pájaro, el pastor debió imaginarse de qué se trataba, y a poco le vi: iba tapado como un oso, sólo las pieles que lo cubrían se veían. Bajó, con una antorcha encendida, tomó el pergamino sin decir palabra, y se marchó. Pero yo no fui siguiendo sus pasos bajo tierra, mi conducto habitual: créeme que sólo por no perder de vista a Furcio sufrí la incomodidad de viajar en la cola de su caballo. Y así entré en el Reino inaccesible de Argante el Loco. Ahora, prepárate a oír nuevas muy sustanciosas. Has de saber que el Rey Loco, en verdad así lo parece, adorna sus estancias con cráneos humanos, de manera que tiene mucho en común con las Hordas Feroces. Su Castillo (que he recorrido a conciencia en todos sus vericuetos) es lo más primario y rudo que imaginar puedas, frío y sucio como ninguno: ten por seguro que más confortables eran las ruinas del de tu padre, que lo que vi del que te estoy hablando. El Reino es tan pequeño, que de tal no tiene casi nada. Apenas rodean al Castillo algunos burgos miserables y aldeas de lo más pobre: sólo son comparables sus moradores a los de las minas de las tierras de los Desdichados. Y, en cambio, he podido ver que la tierra que se extiende dentro de las murallas naturales que lo hacen inaccesible es tan fructífera como pocas, y que poseen cantidad de rebaños de cabras y ovejas. En verdad, son gentes montaraces y campesinas, hasta el propio Rey, que todas las mañanas ordeña su cabra predilecta, y bebe su leche en un cuenco. Una vez allí dentro, quedé maravillado con tanta pedrería y oro por todas partes: aunque todo en la mayor suciedad. Entre tapices desteñidos y rotos, y grandes telas de arañas como embudos, se acomodan sus moradores por doquier; pero ellos no parecen dar importancia a estas cosas. Así que el caso es que el emisario pastor no fue al Rey a quien se dirigió, como me imaginaba, sino a otro personaje que me llenó de cavilaciones: un hombre que me recordaba demasiado a otro, aunque más joven y más robusto. Le recibió por una puerta medio oculta en la maleza de la Muralla Sur del Castillo, junto al foso. Entraron juntos, y yo, con ellos. Y de viga en viga fui saltando sobre sus cabezas, hasta que pude acomodarme en el hueco de la chimenea de una cámara pequeña, donde, por lo que vi, habitaba dicho personaje. Éste leyó el papel, y a su vez escribió lo que pude muy bien, desde el techo, conducir con la luz: de modo que todo lo escrito quedara a su vez reproducido en mi espalda; para que tú lo leas, ya que yo no entiendo vuestros garabatos. Además le entregó un cartucho relleno de algo que no pude ver, y luego despidió al pastor, o lo que fuera, pues al quitarse las pieles por el calor del fuego vi que llevaba daga y cota de malla, y tenía aspecto más guerrero que bucólico. Regresó a Furcio, que tomó el pergamino y el cartucho, y regresamos todos (quiero decir, el caballo, él y yo). En este momento, Tuso y tú vais a leer la misma cosa. Con que mira mi espalda, y entérate de todo lo que están urdiendo.
Con gran excitación, la Reina contempló la espalda del Trasgo. Muy gentilmente éste se colocó de forma que ella pudiera leer con comodidad. Y la Reina leyó:
Querido hermano Tuso, Veo que las cosas han tomado un giro favorable y que, después de tanta paciencia, vamos por fin a conseguir los frutos deseados. Tengo ya todo a punto, como planeamos, de forma que el Rey, nuestro primo, será esta noche encarcelado, y, dado los cargos que almacenamos contra él, en breve decapitado. Como tengo al ejército y los nobles bien avisados, las cosas se llevarán con más legalidad de lo que el pueblo está acostumbrado a sufrir de Argante. Y tal como dices, mi hija Indra está en edad sobrada de matrimonio, pues si la memoria no me falla, ha cumplido ya los veinticinco años, y me parece muy oportuno, y como bajado del cielo mismo para nuestra fortuna, el curioso deseo de matrimonio de vuestro joven Rey. Creo que nuestros planes van perfilándose de la mejor manera, incluso superando nuestras esperanzas. Así pues, te envío el retrato de Indra, aunque de cuando tenía doce años, pues ha engordado mucho desde entonces, y se le marca en el rostro en demasía la amargura que la caracteriza. Nuestra sobrina e hija hará un buen papel, os lo aseguro, pues está de sobras aleccionada para la cuestión. Mucho me hubiera gustado ver a nuestro común sobrino, Furcio, pero como no me parece pertinente descubrirme aún ante él, momento llegará para que la desgraciada familia que componemos, tan esparcida y diezmada, pueda volcarse en expansivas demostraciones de afecto. Mucho me gustaría saber qué es de nuestra hermana, la Condesa Soez, pues dicen que casó con un cortesano muy particular, y habita en algún lugar del Sur. La recuerdo estúpida y glotona, y tan perezosa que mejor nos tendrá dejarla aparte en estas cuestiones. Cuando Ancio sea Rey, y mi hija Reina, ya podremos reunirnos nuevamente, y continuar esta labor que, tras largos años, ya empezaba a no verle solución. Así pues, ten por seguro que en el momento en que tú leas estas cosas, el Rey Loco ya estará posiblemente separado de su poca cabeza, y la Asamblea de los Nobles -a los que tanto despreciaba Argante, y tan bien he manejado yo- me habrá nombrado sucesor. Has de saber que las minas no están ni con mucho agotadas, que las piedras preciosas se dan con prodigalidad, y que las cosas se aclaran mucho para nuestro futuro; que, digo yo, hora es ya de ello.
Te besa en ambas mejillas tu hermano Usurpino.
Quedó la Reina sumamente afectada por esta lectura, y si bien la invadieron graves pensamientos su boca sólo acertó a decir -como ocurre con frecuencia en trances semejantes- una futilidad:
—¡Ahora comprendo por qué Ancio se deja tratar como un mulo por Tuso!
Tras este comentario, convocó rápidamente camarilla íntima. Y no tardó en acudir a ella el Hechicero, que despertó a Almíbar. El Trasgo, con evidentes muestras de satisfacción, dejó que el anciano Maestro copiara lo transcrito en su espalda, y se maravillara de la exactitud con que podía conducir la luz. «Cuántas cosas ignoráis los humanos», pensó el Trasgo, pero no dijo nada.
—He visitado las minas -añadió el Trasgo, tras reconfortarse con una ligera libación-, y tened por seguro que las de las pedregosas tierras de los Desdichados son una estupidez sin sentido al lado de las que disfrutan los del Desfiladero de la Muerte.
Allí relucen los diamantes, el oro y los rubíes de tal forma, que (sabéis bien que ésa es mi especialidad) pocas veces he visto nada semejante.
Almíbar -que, aunque no le veía, poco a poco comenzaba a oírlo- dijo:
—¿Por qué no trajiste alguna piedrecita? ¡Ya sabes cómo me gustan los collares!
—Ay, querido -dijo Ardid, acariciándole como a un niño-, ¿cuántas veces tengo que decirte que si un trasgo da una piedra preciosa a un ser humano, ésta se vuelve inmediatamente carbón encendido?
—Ah, sí -dijo Almíbar-, lo había olvidado.
—Pero otra cosa vi recorriendo los túneles subterráneos que muy poco me agradó -añadió el Trasgo-. Y esto es que sobre mi cabeza oí pasos precipitados, y atinando que me hallaba bajo algún pasadizo del Castillo, asomé con cuidado la cabeza. Entonces vi que el personaje que ya sabemos hermano de Tuso acudía con dos soldados armados a una estancia pequeña, donde entraron, y yo con ellos. Allí había una nodriza que tenía en brazos una criatura muy pequeña (me digo yo si tendría sólo algunos meses). Y era una criatura completamente desgarradora, pues su cabeza era grande y su cuerpo pequeño, y tan jorobado y contrahecho como no vi otro. Entonces, el hombre malvado dijo a la nodriza: «Mujer, ha llegado la hora -y, dándole una bolsa donde tintineaban monedas, añadió-: lleva al Príncipe Contrahecho hasta la casa del zapatero Lain, como te tengo ordenado. Y que allí lo guarde y espere mis órdenes. Pero que en modo alguno diga nada de todo esto, pues sabéis que en ello os va la cabeza». «Así lo haré, Señor», dijo la nodriza. Y envolviéndose en un manto con el niño en brazos, y guardada por los soldados, partió por el pasadizo. Yo los seguí hasta las afueras de la aldea, y entraron en una casucha muy humilde, donde vive, al parecer, ese zapatero. Y él tomó al niño en brazos, y cerró la puerta. Y los soldados regresaron al Castillo.
—Ah -dijo Ardid-, tengo amarga experiencia de cosas parecidas. Y no olvidaré nunca que si por vosotros no fuera -y miró a Almíbar, que descabezaba aún restos de su sueño con una sonrisa de fingido interés, al Hechicero y al Trasgo-, tal vez la suerte de mi hijo no sería hoy muy diferente.
Besó uno por uno a los tres. Parecía muy conmovida: y en verdad, aquella vez lo estaba.
2
Pero tampoco la Reina Ardid había permanecido ociosa en el transcurso de aquellos diez días. Entre el Hechicero y ella, y ayudados por Almíbar -que de estas cosas, por interesarle más que un juego, mucho sabía-, consultaron minuciosa y prolongadamente El Libro de los Linajes. No era un libro incompleto y vulgar como el que se guardaba en el Castillo -y en la mayoría de los castillos-, sino uno mucho más completo, elaborado pacientemente por el Hechicero durante largos años. Era un libro especial, no de fácil interpretación, donde quedaban patentes y muy a la vista los entronques viles, las usurpaciones, los incestos, los crímenes, la pureza de la sangre, las auténticas líneas de vena real, las mezcolanzas adulterinas, las supercherías: en fin, las auténticas y las falsas dinastías.