Olvidado Rey Gudú (91 page)

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Authors: Ana María Matute

Por primera vez contempló el verdadero aspecto de la Reina. Era mucho más joven de lo que creía, o al menos a él así le pareció. Urdska era una mujer alta, delgada, pero fuerte como un hombre. Cuando se desprendió de su casco, dos largas trenzas negras cayeron sobre sus hombros. Tenía ojos rasgados, encendidos como carbones, sobre unos pómulos altos. El óvalo de su rostro era fino y su mentón, enérgico, aunque suave. Sus labios carnosos sonreían con displicencia y orgullo. Pese a todo, allí estaba, a su merced, vencida y humillada, la gran Reina esteparia, la Reina-guerrero, el terror y la esperanza de las tribus de las planicies, amigas o enemigas.

A su lado distinguió la segunda figura. Una jovencita muy bella, que apenas rebasaría los doce años. Intentaba, a toda costa, imitar el porte de la Reina. Pero un temblor interno, apenas perceptible a miradas menos avisadas que la de Gudú, estremecía su cuerpo. Y tampoco pasaron inadvertidas al Rey la tierna belleza de aquella criatura -le recordó a una joven corza caída en una trampa- ni la inmensa, casi transparente curiosidad que, sobreponiéndose a todo otro sentimiento, afloraba a sus grandes ojos. Una curiosidad que acaso superaba el miedo, incluso el gran estupor que sin duda le causaba el espectáculo del mundo y de sus gentes.

Pero la Reina ¿qué reina era aquélla? De pronto no le pareció reina ni mujer, sólo la encarnación de una especie perseguida y deseada desde lo más hondo de su ser. Y era verdad lo que dijo Rakjel: no tenía edad, estaba más allá del Tiempo, del pasado y del futuro.

El Rey ordenó que tanto Urdska como su hermana fueran transportadas a una tienda; y que allí las trataran con la dignidad que su rango merecía. «Un rey nunca humilla a otro rey, aunque lo vea derrotado», se dijo. Sin embargo, Urdska mostraba, en todo momento, un gran desprecio hacia él. Aun prisionera, se mantenía altiva y desdeñosa, y su ejemplo animaba a su hermana, la princesa Ravja.

Mientras las veía conducir, entre los soldados capitaneados por Rakjel, Gudú se entretuvo a contemplar las ruinas de aquella que fue la leyenda más acuciante de su vida. «Es extraño -se dijo, mientras avanzaba entre los escombros, bajo un cielo que parecía observarle con unos inmensos ojos-, es extraño que la realización de un deseo provoque un vacío tan grande...» Y era verdad: en vez de la euforia que se reflejaba en sus hombres, un vacío creciente se abría ante él.

Rakjel era ahora el encargado de guardar y atender a las Reales prisioneras. Cierto día Gudú le ordenó traer a su presencia a la princesa Ravja. Pero Ravja se negó, quizás obligada por su hermana.

—¿Cómo se atreve a desobedecer una orden del Rey?

—Señor -dijo Rakjel, y su voz temblaba de forma inusual-, para ellas... vos no sois el Rey.

La cólera, unida a la sorpresa y un vago temor, paralizó por un momento a Gudú. Pero reaccionando rápidamente, gritó:

—¿Y quién es su Rey? ¿Cuál es su Reino?

—No lo sé, Señor -dijo Rakjel-. Pero, en todo caso, no está aquí.

Y en su voz, una oculta pasión fluía como un soterrado manantial que, aunque todavía débil, podía llegar a convertirse en catarata.

—¿Qué te ocurre? -preguntó Gudú. Pero como eran más acuciantes otros intereses que los sentimientos de su Cachorro preferido, los dejó para escudriñarlos más adelante. Reflexionó unos instantes y al cabo dijo-: Advierte a la pequeña Ravja que el Rey irá a visitarla esta noche: y que tan sólo desea hablar con ella y manifestarle su admiración y... afecto.

Así pues, aquella noche Gudú entró en la tienda de sus regias prisioneras, Ravja le esperaba, temblorosa. Su hermana la Reina permanecía en el interior, tras las cortinas, y ni siquiera su sombra se anunció en el suelo ni en parte alguna.

—Niña querida -dijo Gudú, extendiendo sus dos manos hacia la pequeña. Al ver aquellas manos abiertas, la niña tendió las suyas, y aquel gesto amistoso se convirtió en un abrazo, y el abrazo en un beso, y el beso se prolongó hasta el amanecer.

Al día siguiente Ravja se trasladó a la tienda del Rey, y quizás aquellas breves noches se convirtieron en lo más bello y radiante de su corta, ignorante e infeliz vida.

A pesar de todos los esfuerzos llevados a cabo por sus hombres, lo cierto es que los famosos tesoros de la ciudad no aparecieron por ninguna parte. Sólo ruina, muerte y desolación. Gudú, a través de Rakjel, amenazó a Urdska con la muerte si no revelaba el lugar donde aquellos tesoros se ocultaban. Al oírle, Urdska se burló de él:

—Ni con la tortura lograrán arrancarme este secreto. Entretanto, la jovencita Ravja se había prendado de Gudú. Aquel hombre tan distinto a cuantos conociera, que llegaba a su tienda con aire tan gallardo y porte tan real, la había conmovido desde el primer instante en que le vio. Se sentía atraída por aquellos ojos azules, helados y brillantes como jamás había visto en ningún hombre de su raza. Había oído, desde que nació, el eco de sus hazañas y su prestigio: aun considerándole un feroz enemigo, las gentes esteparias siempre habían respetado profundamente su valor y su poder.

Gudú no ignoró los sentimientos de la niña, y aunque cuanto aquella pobre muchacha sabía no parecía de gran utilidad, sí desveló el camino que conducía al lugar secreto. Así pues, bajo sus indicaciones se adentraron más y más, estepa adelante, y todavía tardaron año y medio en hallarlo.

Aparentemente, aquél no podía ser el lugar anhelado. Se trataba de un pequeño reducto, entre las dunas que el viento día a día transformaba: y lo que hoy semejaba una loma mañana parecía una torre, y las siluetas tomaban las más impensables formas.

Sólo un pequeño indicio, tan insignificante como revelador para quien supiera desentrañarlo, les indicó el lugar exacto donde debían detenerse y excavar. Era un pequeño vergel, inusitado en la planicie reseca, donde brotaba una enramada parda, salpicada de oro, púrpura y azul, que recordaba el inmenso, pesado e interminable firmamento estepario. La pequeña Ravja se detuvo:

—Es aquí -dijo-, desde que nací he soñado noches y noches con este lugar.

Y encontraron tal cantidad de piedras preciosas, de copas y vasijas de metales raros y joyas nunca vistas, que Gudú quedó deslumbrado. Y además, algo que aún apreció más y que le anonadó: un sinfín de pergaminos y de escrituras donde se narraba la historia de Urdska y su linaje.

Pertenecía a una antiquísima civilización condenada a desaparecer. Y allí se decía que él, Gudú, sería el esposo de Urdska y que de ella tendría dos hijos, hermosos, crueles y valientes, a los que nombraría sus sucesores. Sin embargo, aquí la profecía tomaba un oscuro cariz, plagada de pequeñas cláusulas -las pequeñas y malvadas cláusulas con las que también habían tropezado Ardid, el Hechicero y el propio Trasgo en El Libro de los Linajes- de las que Gudú no hizo caso, como no lo hiciera su madre, en otro tiempo. Con todo lo cual, su imaginación se espoleó.

En tanto, Urdska seguía prisionera en su tienda. Rakjel, la atendía directamente hasta en sus menores deseos, tal y como le había ordenado el Rey. Día a día, poco a poco, empezó a reconstruirse entre ellos un mundo: la verdadera cuna del muchacho. Toda su historia, y la historia de los hombres y mujeres que formaban su pueblo, renacía en sus oídos por boca de Urdska.

Al principio, Rakjel se resistía, pero la voz de Urdska penetraba en él, despertando ecos amordazados.

—Rakjel, Rakjel, tú eres el nieto del Gran Rakjel, el jefe que unificó las tribus del Nordeste estepario... Y tú precisamente, el único heredero de aquel gran jefe, has traicionado tu sangre, tu raza y tu pueblo.

—Yo no he traicionado a nada ni a nadie... Sólo era un niño hambriento y abandonado cuando el Rey Gudú me acogió, y me incorporó a sus Cachorros, él hizo de mí un guerrero y un hombre.

—¿Qué dices? Tú eres la esperanza de tu pueblo; eres el nieto del Gran Rakjel el Indomable, el que supo unificar las tribus y hacer un pueblo... ¿Cómo puedes traicionar tu sangre?

Pobre Rakjel. Su corazón se desplomaba, y un viejo orgullo, un antiquísimo y poderoso sentimiento le invadió; él era el único heredero de un mundo que el Rey Gudú se empeñaba en destruir. Pero su corazón de niño se negaba a traicionar a Gudú, pues, como Cachorro, aún conservaba una inocencia, una lealtad y admiración hacia aquel que le había arrebatado cuanto le pertenecía. Él le había dado una razón, un motivo, una esperanza en la vida.

«Rakjel, Rakjel, nieto del Gran Rakjel, tú no puedes traicionar a tu raza ni a tu estirpe.»

Y Rakjel, en la soledad de su tienda, se decía: «¿Qué raza? ¿Qué estirpe? ¿A quién traiciono?». Y tan lentamente como alcanzan las aguas del Lago las orillas de la tierra, iba invadiéndole un sentimiento de amor, resentimiento y odio. «¿Por qué no puedo regresar a mi vida, por qué han desviado su curso como se desvían las aguas de un río...?», se decía, con la misma inocencia de un niño que se pregunta por qué el sol desaparece todas las noches, por qué se desnudan los bosques en invierno, por qué los hombres no recuerdan el último día de su infancia.

Aquella Reina cautiva era de pronto, para él, su raza, su patria, su memoria y su esperanza. Ya no era una terrible mujer, ya no era una malvada bruja, ya no era la imagen del terror. Era una hermosa, fascinante mujer que no se parecía a ninguna otra, y en ella residía toda la belleza de la tierra.

Así llegó un día en que Rakjel comprendió que se hallaba totalmente enamorado de Urdska, y que este amor era superior a cuantos sentimientos de lealtad y afecto experimentara hacia Olar y su Rey. Renacía en su memoria las gentes, las gestas, las leyendas y hasta las canciones de su origen estepario, y esa estepa se abría ante él, y dentro de él, como una sangre, antigua y recuperada. Él era el joven Rakjel, el nieto del Gran Rakjel. Él era la esperanza de su vejado y humillado pueblo.

Urdska fingió corresponder a su amor. Y una noche en la que ella y Rakjel descansaban entrelazados en el lecho, entró Ravja en la tienda, temblando de miedo y de dolor. Gudú había mandado devolver a Urdska a su joven hermana, y esto colmó la ira y el odio de la Reina de las estepas. Fue el gran error de Gudú: él, que no sabía amar, tampoco era consciente de lo que puede acarrear el desamor.

—Tú nos vengarás -dijo Urdska a su hermana-. Conduce a Rakjel hasta las tribus dispersas, preséntale como el jefe que esperan desde hace mucho tiempo, y armaos contra el Rey Gudú y combatidlo hasta darle muerte.

Y una noche larga, encendida e inabarcable como son las noches de las estepas, Rakjel, en unión de la joven princesa Ravja, huyó y traicionó al Rey Gudú. Un nuevo fuego, mucho más verdadero, mucho más profundo que el que le animara a seguir al Rey de Olar, le empujaba. Armaría de nuevo a sus tribus, llevaría con él toda la sabiduría que aprendió en la Corte Negra, sus tretas, tácticas y añagazas, y desde lo más profundo, no sólo de su pueblo, sino de sí mismo, recuperaría por fin el verdadero sentido de su vida.

Cuando Gudú se enfrentó a esta inesperada traición, Urdska le recibió con la más sarcástica de sus risas, parecida al aullido de los chacales. Pero aquella risa, contradictoriamente, no sólo no despertó la ira de Gudú, sino que espoleó su deseo de ella. Ya hacía mucho que deseaba hacerla suya -para humillarla y para honrarla-. Y aquella noche entró en su lecho y en su vida, sin ser consciente de que, en realidad, era ella quien entraba en la vida de él. Tras esa noche, el Rey quedó subyugado por el magnetismo de aquella mujer. El viejo sueño llegaba hasta él revestido de un deslumbramiento que si hubiera sido capaz de sentirlo, hubiera podido llamarse amor, pero que no era más que otra manifestación de su única pasión: la estepa.

Desde entonces, se sucedieron las noches más largas en la vida de Gudú. Noches sin fin, sin alborada que las serenara, como si fueran lo único posible, apenas interrumpidas por unos días tan breves como suspiros. Y en las vastas noches esteparias, bajo un cielo surcado por tenues resplandores, donde de cuando en cuando el lejano estallido de un relámpago alertaba del eco de remotísimas tormentas, Gudú recorría a lomos de su caballo aquellas llanuras tan interminables como su curiosidad o su incipiente desesperanza, y se acercaba y merodeaba, como mendigo o ladrón, aquella tienda en la que permanecía cautiva la imagen de su deseo.

Oler de nuevo el viento, percibir el suave crujido de la hierba y los matorrales inclinándose a su paso enardecía su pasión. Aún era joven, aún podía desear y soñar. En uno de aquellos inmensos amaneceres presenció algo que había oído referir a muy viejos soldados. Una historia fantasmal que le parecía desvarío senil o fantasiosa imaginación olareña, y a la que nunca había prestado atención: la visión de los guerreros muertos, cruzando el cielo, arrollando las nubes y aun el mismo resplandor del sol. Porque, según había oído desde niño, los grandes y verdaderos guerreros no morían jamás. Sus fantasmas repetían, cielo adelante, la más gloriosa de sus batallas, aquella en la que habían dejado su vida, convencidos de su razón, enloquecidos por su fe. Y mientras se preguntaba qué clase de fe sería aquélla, les vio. Les vio en el inabarcable cielo que pesaba sobre la estepa, como otra estepa misma, tan grácil, transparente o tenebrosa como la que él hollaba. Les vio tan claramente como podía ver sus manos o la crin de su caballo: eran legiones de jinetes a la vez transparentes y reconocibles, que galopaban hacia algún lugar indescifrable, sobre nubes aún no desprendidas del último resplandor de la noche, y su galope era un largo aullido, más que el eco de cascos en las dunas.

Antes de él, y quizá mucho después de él, otros les habían visto o les verían. Y aunque hasta aquel momento él había dudado de semejantes historias -tan desgarradoramente inútiles como dolorosas-, ahora las reconocía. Como si despertaran de un viejísimo y olvidado sueño, desperezándose polvoriento en lo más hondo de su ser. Eran sus ojos los que contemplaban el galope de aquel cortejo de sombras alargándose hacia el confín del firmamento estepario. Y eran sus oídos los que oían el largo ulular, el último grito de su desbandada, hasta que se perdió cielo adelante; y sólo quedó rebotando en sus oídos el eco de unos cascos ya remotos, el eco del tiempo, de alguna desaparecida gloria, de alguna desaparecida derrota. Y ambas cosas no importaban nada, pues ambas eran lo mismo: olvido y polvo.

Al fin, estalló el día, pero quedaban huellas, huellas imborrables en la memoria: el galope furioso de una huida, pisadas de hombres y animales muertos, de lealtades y traiciones, de valor y cobardía, odio y placer. Todo latiendo aún bajo el páramo del olvido, empujado por el viento, por el tiempo. Y cuando ya desaparecieron cielo adelante, algo gravitaba aún en el aire: el más puro silencio.

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