Olvidado Rey Gudú (86 page)

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Authors: Ana María Matute

Así se hizo y, contrariamente a lo que esperaba la malicia de quienes la seguían, la joven Reina no tenía citas ni encuentros con ningún joven o maduro varón. Sola, recorría los parajes, y únicamente de tarde en tarde hablaba con algunos pobres muchachitos y muchachitas que, entre temerosos y fascinados como ella, se asomaban a la superficie del Lago. Luego, Gudulina, o bien permanecía largo rato contemplando la luz última del sol en el agua, o se sentaba bajo algún árbol, pensativa y arrebujada en su manto de pieles.

Intrigada por estas cosas, la Reina Ardid siguió a Gudulina y, oculta en la enramada, la vio hablar con los niños, con ellos asirse de las manos, asomarse al Lago y, luego, huir de allí. Y aunque a su vez y repetidas veces ella se asomó al Lago, nada veía, excepto el brillo del cielo y la dorada bruma huyendo o brotando de las aguas.

Hasta que un día, dio alcance a Gudulina, y ésta, al verla, no pareció sorprendida. Al fin, llegadas junto al Lago, Ardid detuvo su montura, descabalgó y ordenó a la muchacha que hiciera lo mismo. Gudulina obedeció, sin resistencia. Y tomándola fuertemente del brazo, dijo clavando sus ojos en los enajenados de la muchacha:

—¿Adónde vas, Gudulina? ¿Qué es lo que buscas... o ves en el Lago?

Gudulina entonces pareció despertar de un largo sueño y, estremeciéndose, se abrigó más en sus pieles. Después, empezó a llorar, muy suavemente:

—No sé, madre dijo con voz débil (y la nombró así, por primera y última vez)-. No sé: tal vez amor.

Luego, se dejó conducir, sin resistencia, por Ardid, que había quedado sumida en estupor y profunda tristeza.

Envió a sus más leales sirvientes al lugar de estos hechos para que interrogaran a aquellos niños. Al fin, éstos vencieron su terror, y aunque en un principio no querían hablar -pues no querían ser «llevados a la guerra», como ellos decían, o en el temor de peores castigos-, uno de ellos rompió entre sollozos su silencio y confesó que, desde hacía mucho, mucho tiempo -su hermano mayor se lo había dicho en secreto, y otros muchachos y muchachas, ahora crecidos o ausentes, también lo habían visto-, a aquella hora y en aquel punto, bajo la tersa piel del agua, podía descubrirse -reflejados como árboles, barcos o nubes- los cuerpos enlazados y errantes (como naves a la deriva) del Príncipe Predilecto y la Princesa Tontina.

Era un niño pequeño, de ojos brillantes, oscuros y dulces como ciruelas. La Reina se inclinó hacia él y preguntó:

—¿Qué más veis bajo las aguas?...

—Oh sí -dijo el niño, ahora más tranquilo-. Vemos, a veces, un ejército.

—¿Un ejército? -se alarmó Ardid.

—Sí, Señora: pero es un ejército muy extraño. Tienen todos los brazos extendidos, y las manos parecen sujetar lanzas. Pero lo cierto es que sus manos están vacías, y no sujetan lanzas ni cualquier otra cosa: están así, quietos, esperando...

—Esperando... ¿A quién o qué esperan?

—No lo sé: esperan... sólo esperan.

Ardid se incorporó. Un viejo y conocido eco, una sombra, una voz se alejaba ahora de su memoria.

—¿Y qué más?... -indagó.

—Una mujer...

—¿Qué mujer?... .

El niño titubeó, como buscando algo en sus recuerdos.

—Una que llega, a veces, con la bruma... y trepa, y trepa, desde las aguas hasta las aldeas, las barcas, las casas de los hombres...

—¿Conoces su nombre?

—Los hombres la llaman Tristeza.

Al escuchar esto, la Reina ordenó que liberaran a aquel niño y que nunca, nadie, le importunara. Y que quienes oyeron estas cosas, las guardaran para sí y a nadie las repitieran.

Pero cuando se halló de nuevo a solas, cerró los libros y contempló con muy hondo pesar todas las vasijas, probetas, elixires y fórmulas con que su viejo Maestro, y ella misma, pretendían descubrir las entrañas del mundo. Y se dijo que nada llegaría a descubrir y desentrañar con aquellos instrumentos, puesto que tan gran desconocido era el corazón humano, y erraba tan cerca y tan lejos y tan solitario.

Cerró la estancia, guardó la llave en la misma arqueta donde aún conservaba la mano de marfil de Almíbar y el cinturón de Dolinda y, luego, sentóse junto al fuego. Y sintiendo sus manos ociosas y vacías, la Reina lloró. Ahora sabía que no hallaría en los libros del Hechicero, ni en parte alguna, lo que buscaba, algo que había perdido para siempre, aunque no osaba nombrar ni reconocer. Pero a poco, secó sus lágrimas. Muy torpe era la vida, y muy torpe la especie humana, si tal vacío o ausencia podía destruirla. Ella no sólo lo había apartado de su vida, sino que lo había desterrado del corazón de aquel que, hasta el momento, tuvo por su mejor obra.

XX. ANTIGUO VENENO

En el Castillo Negro, Gudú despertó del largo tiempo de placer y ocio, y con nuevas energías se sumió en viejos sueños y proyectos que, ahora, según pensaba, parecían factibles.

Durante su ausencia, la Corte Negra habíase mantenido viva y en buena forma. Se tuvieron que ampliar los recintos, e incluso el departamento de las mujeres fue también renovado, pues aunque algunas ya sólo en las tareas de cocina y cuidado de los soldados se empleaban, no era tan escaso como antaño el afluir de jovencitas en florida edad.

A las órdenes del joven Barón Silu y sus ayudantes -que tan provechosamente habían asimilado sus enseñanzas-, tomaba cuerpo el viejo sueño tanto tiempo acariciado. Gudú comprobó con agrado los progresos de los Cachorros: algunos habían ascendido a soldados, en tanto que un nutrido grupo de los más jóvenes ascendieron en jerarquía y valor. Con íntima satisfacción, tuvo constancia de la admiración que sentían hacia su Rey y del entusiasmo que les invadía ante las empresas que él les prometía llevar a cabo. A su vez, pudo comprobar que los jóvenes nobles que se añadieron a su Corte Negra descollaban con idéntico ardor y esperanza, quizá movidos unos por codicia, acaso otros por admiración y algunos, acuciados por un mismo o parecido sueño. Aunque aquel sueño seguía escondido, sólo para él, en lo más profundo de su ser. Únicamente en la noche, en compañía de los Capitanes, bebiendo o comiendo con ellos, solía expresarse en términos que sus comensales no entendían totalmente. Pero sus palabras les enardecían y les sumían en tan singular como antiguo veneno: la atracción de lo desconocido, la búsqueda y dominio de aquello que podía constituir un misterio para la mayoría, aun asaetado por sombríos presagios o terroríficas leyendas, propagadas de boca a boca.

—Fantasías de campesinos -solía decir, al resplandor del fuego que enrojecía la luz de sus ojos-. No existen misterios que un hombre valeroso no pueda desentrañar: y ahí tenéis la prueba de algo que puede dominarse, algo que atemorizaba a nuestras gentes, y aun quitó el sueño a Volodioso el Engrandecedor...

Así diciendo, señalaba a los Cachorros procedentes de las estepas y con más insistencia todavía, al joven Rakjel, que ahora se había convertido en uno de sus más fervientes y prometedores guerreros.

Sus planes no eran complicados, pero parecían seguros. Mientras finalizaba el invierno, se entregó de lleno a perfeccionar la organización y el avituallamiento de su ejército. Creó un sistema de comunicaciones con todas las fronteras vulnerables, a través de torres y vigías apostados de forma que, rápidamente, ni un solo día transcurriera sin recibir noticias de su estado.

La cría y cuidado de los caballos capturados a las Hordas merecieron gran atención. Para ello destinó Gudú a los mejores caballerizos, y les recompensaba, si cabe, más que a sus jinetes. La caballería pesada era muy importante, podría decirse que se trataba del puño ofensivo de su ejército. Gudú conocía, tanto por sus lecturas como por el ejemplo de su padre -había estudiado minuciosamente cuanto se relacionaba con sus batallas y conquistas-, la gran importancia que ésta revestía. Ahora él se enorgullecía tanto de sus caballos como de sus hombres.

Había equipado a todos ellos sin regateo: cota de malla, lanza, espada y algún armamento secundario. La caballería ligera ofrecía a sus ojos un inmejorable aspecto: destinada a hostigar, perseguir y explorar, bien provista de arcos y jabalinas, montaban aquellos veloces caballos oriundos de las estepas, que con tanto afán habían cuidado proveerse, no sólo él, sino su padre y aun su abuelo. Eran el orgullo de su vida, y aun podría decirse que su pasión. Porque la pasión también puede anidar en cualquier lugar del ser humano aunque no resida precisamente en el corazón. En la mente, quizás, es más poderosa. En cuanto a las armas llamadas secundarias, Gudú sabía ahora -y esto por la experiencia adquirida en las propias contiendas- que se trataba de algo muy valioso: aquella maza, hacha, espada corta, o incluso aquel rudimentario artilugio fabricado por el propio soldado, resultaban muy eficaces durante el combate. Aquellas armas que podríaseles llamar personales, comunicaban a quien las poseía una fuerza especial, casi mágica. Y así, desde sus más altos Capitanes hasta el último soldado, Gudú dejaba a sus hombres en completa libertad para portarlas, y aun fabricarlas según su elección.

Reanudó el reclutamiento de todo joven sano que en los alrededores se hallase, y sólo dejó en aldeas, burgos y alquerías aquellos que se mostraron imprescindibles para el mantenimiento de las tierras de los nobles, que no hubieran perdonado mayores tropelías. Los campesinos, que llegaban a regañadientes o llorando -en ocasiones, encadenados- a la Corte Negra, a poco, ante el insólito y benévolo trato allí recibido, olvidaban en su mayoría familia, mujer, hijos, simientes o vacas, para enardecerse en futuras glorias y prebendas junto a Gudú; o esperaban un botín que, sus confusas e ignorantes mentes, imaginaban de variada y disparatada forma. Pero estas cosas bastaban al Rey: la esperanza de que existía y podía manejar algo -aun revestido de las más peregrinas formas- que podía arrastrar a los hombres, que ardía en ellos con mayor incentivo que el terror o el hambre.

Una y otra vez pasaba revista a sus soldados, una y otra vez se decía que ni su padre ni su abuelo habían reunido jamás un contingente de hombres como el suyo. Su infantería podía, ahora, organizada y obediente, convertirse en un sólido muro erizado de picas, apoyada por bien adiestrados arqueros. Ahora no existían ni la confusión ni el desorden de otros tiempos: todo movimiento de tropa era estudiado y ensayado bajo una inflexible disciplina.

Cuando se anunciaba tímidamente la primavera, Gudú pudo envanecerse de contar con algo que, hasta el momento, parecía el mejor adiestrado y bien provisto contingente de tropas conocido: constituía a todas luces un verdadero ejército.

No obstante, algo ensombrecía sus esperanzas y confundió un tanto sus ideas: pues llegaron noticias de las guarniciones esteparias sobre la extraña conducta de Yahek. Parecía dominado por algún mal hechizo: se creía perseguido por cierta vieja Bruja de las Estepas, a la que culpaba de mal de ojo. De la noche a la mañana, limpiaba continuamente el filo de su espada, e insistía en que ésta aparecía manchada de sangre fresca. «Cosas comunes a quienes permanecen largo tiempo en la linde de la estepa -dijo entonces Rakjel-. No hagáis caso de ello, mi Señor. Estas cosas suceden, y pasan en el fragor de la batalla: Yahek está desesperado y padece la enfermedad que conlleva la inactividad de la guarnición; eso es todo.» Pero Rakjel había sido discípulo aventajado de Yahek y Gudú sospechaba que el gran afecto que sentía hacia su maestro le hacía hablar así. «En su momento se comprobará todo esto -pensó-. Si las cosas son así, nada cambiará. Pero si son como temo, Yahek pasará a la reserva, y Rakjel, en quien cada día confío más, le sucederá.» Y nada de cuanto pensaba lo manifestaba, para no herir a los ambiciosos y jóvenes nobles, en especial al Barón Silu, que mostraba tanta valentía como ambición sin límites.

Gudú trepó escaleras arriba hacia la noche, que se había apoderado de cuanto alcanzaban sus ojos. Impelido por un deseo acuciante que ni siquiera podía explicarse, ascendió a la torre más alta del Castillo Negro, allí donde los vigías oteaban el confín más alejado del horizonte, al acecho de posibles amigos o enemigos. Rechazó toda compañía -incluido el propio vigía- y se enfrentó, solo, a la gran tiniebla del mundo, a la enorme y oscura pregunta de lo desconocido. Se sintió solo bajo la inmensidad de un cielo que parecía ignorar o despreciar palabras o memoria, que anulaba o reducía a la nada innumerables sabidurías anteriores -presentidas, leídas, o totalmente desconocidas-... Un escalofrío le atravesó, como un rayo. Si no hubiera tenido tan clara conciencia de haber nacido Rey, se habría arrodillado.

Encarado a la oscuridad, sólo una palabra acudió a su mente, tan inquietante como arrinconada: «Dios». Esta palabra brotaba a menudo de labios de su madre; desde muy niño la oyó pronunciar. El Abad de los Abundios era quien, al parecer, estaba en el secreto de aquel nombre, aunque se mostraba reticente a dar explicaciones concretas. Y aún más: se insinuaba ante quienes le escuchaban, como poseedor de las claves de algún tesoro no fácilmente alcanzable. «Mi madre y yo acatamos este misterio, la clave que sustenta el Monasterio y las Abadías de los Abundios... y cuantas iglesias y capillas han poblado nuestras tierras, a menudo costeadas por la Reina. Pero ni la Reina ni yo creemos ciegamente en las palabras del Abad de los Abundios. Así pues... ¿quién es Dios? ¿Por qué razón persiste su nombre, por qué se entrelaza en los recuerdos y varía su rostro, aquí o allá, según quien lo pronuncie?...»

Inesperadamente, de lo más alto y lejano de la noche, surgió una voz, renació, pues era una voz antigua, una voz que se remontaba a aquel día en que Sikrosio conoció el terror. Y Gudú creyó entrever en el gran cielo la enorme cabeza, misteriosa y agorera, de un Dragón. Pero antes de que pudiera afirmarse cabalmente en esta visión, tal y como se deshacen las nubes en el cielo, aquella imagen había desaparecido. Tan sólo la tersa y negra noche se extendía de nuevo, inmensa y sobrecogedora, sobre él.

Casi al instante le asaltó una sospecha. «Tal vez yo no tengo deseos, acaso soy únicamente el instrumento de innumerables deseos anteriores...» Y entonces deseó no desear nada; sentirse y saberse solo: sin pasado, sin futuro; inmensamente solo, una estrella errante en la inabarcable oscuridad del universo.

Poco a poco, como si despertara de un sueño, fue levantando la cabeza. Sabía que le estaban esperando, Olar le estaba esperando. Y tuvo miedo. El antiguo terror regresaba a él desde remotas regiones. Como herencia y maldición, llegaba hasta él, ahora. Y por primera vez se preguntó quién era realmente. ¿Sólo aquel que su madre había decidido que fuese? ¿Y qué había decidido para él? Ser, acaso, el arma esgrimida de otro deseo, de otro misterio, de los muchos que le empujaban siendo niño, por pasillos prohibidos, en pos de algo que no comprendía, ni sabía si ansiaba o aborrecía. Acaso algo que quería destruir o aniquilar para siempre. O, por el contrario, algo que secretamente anhelaba sobre todas las cosas conocidas.

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