Olvidado Rey Gudú (85 page)

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Authors: Ana María Matute

—Ha muerto, Gudú dijo la Reina-. ¿No ves? Ha muerto, y jamás veré su rostro ni oiré su voz.

—Y bien -dijo el Rey, impaciente, iniciando la retirada-, ¿qué esperabais? Harto vivió ya, y pienso que, para lo que ya servía, mejor es así, tanto para vos como para él.

Entonces, la Reina volvió hacia él el rostro y, por primera vez, Gudú sintió un escalofrío -si no de terror, sí era portador de un frío desconocido- que recorrió su nuca y su espalda:

—¡Oh, madre! -añadió, presa de estupor. Y tocando las mejillas de la Reina, al punto retiró la mano, como si hubiese tocado un reptil: pues así le pareció el húmedo contacto de su inexplicable y aborrecido llanto.

La Reina, entonces, recuperó su dominio. Precipitadamente secó sus mejillas, y buscó y halló una extraña y nada alegre sonrisa, en tanto decía:

—Sólo se trata de una estúpida debilidad de mujer. Volved a vuestras ocupaciones. Os juro que ésta es la primera y última vez que os expongo a tan ingrato espectáculo.

—Así lo espero -murmuró Gudú. Y se alejó.

El anciano Hechicero no podía ser enterrado en el Cementerio de los Reyes ni en el de los nobles. Por otra parte, tampoco era posible en el Monasterio de los Abundios, puesto que el Abad no lo hubiera tolerado. Así que Ardid dispuso en su jardín una pequeña parcela junto a la sepultura de Dolinda, como última morada de aquel que tanto amó y a quien tanto debía.

El entierro fue íntimo, y tan privado que casi nadie en la Corte tuvo noticia de él. El anciano -a quien, sin saberlo, tanto debían todos ellos- apenas si era recordado. En total soledad, si exceptuado queda el Trasgo que, acurrucado en su hombro, lloraba, aunque no entendía, partió tan entrañable compañero...

Poco después, Gudú decidió que aquella vida cortesana había tocado a su fin. Ordenó que sus soldados se dispusieran para la partida, pues aquel invierno debía retenerle en la Corte Negra, sumido en preparativos de una empresa que consideraba, por el momento, de gran importancia. Ante el llanto y las súplicas de su joven esposa, que no podía comprender, tan bruscamente, el declive del tiempo hermoso ni el color maduro de las hojas, ni el frío viento que traía el aire sobre el Lago, Gudú mostróse impaciente e irritado. Y besándola distraídamente, dijo:

—No podéis quejaros, pues no existe mujer alguna que haya logrado retenerme tanto tiempo a su lado. Y cuando nazca el nuevo hijo que, según decís, se anuncia en vuestro vientre, dadme noticia de su sexo, pero no me importunéis ni con visitas ni con misivas. Pues volveré para conocerle cuando mi tarea de Rey, más importante que tales minucias, lo juzgue oportuno. Y ya que bien asegurada parece la sucesión -si éste nace, y el otro muriese-, creo que he cumplido sobradamente en esta ciudad y en esta Corte con mis obligaciones.

Y partió. Entonces, Gudulina buscó a Ardid y, sollozando, apoyada la cabeza en sus rodillas, preguntaba: «¿Por qué es tan corto el amor?», y la Reina nada contestaba. Y a su vez, en la más grande soledad que jamás conociera -pues ni el pequeño Gudulín ni el dulce Contrahecho lograban llenar el gran vacío de su corazón-, pensaba: «¿Por qué es tan corta la vida?».

El propio Rey Gudú andaba perplejo y en silencio junto a Randal. Y al tiempo que dudaba en enviarle al confín norteño, a las tan pacíficas como en verdad agónicas regiones donde la guarnición de un caduco barón guardaba los límites del Reino por aquel lado, dijo:

—Randal, dime, ¿conoces algo más grande y bello que la gloria?

—No sé, Señor -respondió el soldado, que inútilmente intentaba ocultar su ya avanzada edad. Y añadió, titubeando-: Acaso, tan sólo el amor.

—¿El amor? -se extraño Gudú. Y espoleando su caballo, dijo, con su breve y peculiar risita-: ¡Eso no existe! Verdaderamente, Randal, creo que eres hombre acabado.

Y el invierno reunió de nuevo a los soldados junto al Rey.

Como siempre ocurría en ausencia de Gudú, la Corte languidecía, y el amor de Gudulina, de nostálgico y lloroso, tornóse en furioso y enloquecido. A menudo, escapaba en su corcel, y paseaba su embarazo por los bosques, rondando de lejos las almenas negras del odiado recinto que la separaba tan cruelmente de Gudú. Y anochecido, regresaba a Olar con semblante sombrío y ojos brillantes que, ya, habían olvidado, al parecer, las lágrimas. Poco a poco se tornó áspera y cruel con sus doncellas, y hosca con la Reina. Empezó a circular por la Corte la sospecha de que portaba un maligno encantamiento. Por todo lo cual, la Asamblea de Nobles envió batidas por las aldeas, en busca y captura de algún hechicero, bruja y demás ralea culpable. Fueron conducidos a la hoguera un par de ellos, de forma que la no hacía demasiado tiempo alegre plaza del mercado, se tiñó de un negro, grasiento y peculiar humo que, pese a la distancia, incluso llegaba a las ventanas del Castillo y estremecía a Ardid.

La misma Reina empezó a ser causa de murmuraciones: pues reverdecía su leyenda, y más de uno rememoraba un tiempo en que de muy extraña forma llegó a Olar, y de más extraña forma aún llegó a ocupar el trono. Pero estas murmuraciones se acallaban al considerar cuánto se habían enriquecido, y la muelle y regalada vida que proporcionara a aquellos que compartían tan oscura memoria. Así, las bocas se sellaban y el invierno avanzaba, sin que nadie se ocupase del curioso carácter que, en tan tierna edad, mostraba el pequeño Príncipe Gudulín: futuro Rey de Olar en virtud de las tan duramente conseguidas nuevas leyes de sucesión.

Gudulín, que cumpliría pronto tres años, era una linda criatura de grandes ojos negros -que recordaban a su abuela- y crespos cabellos -que recordaban los de su padre-. Y mostraba una rara afición: clavar cuanto objeto punzante hallaran sus inquietas y gordezuelas manos, en la carne de quienes se prestaran a tal cosa. Con deleite singular observaba el dolor, y con más deleite aún buscaba y guardaba en sus bolsillos agujas, punzones y espinos, cuando aún apenas se mantenía sobre sus piernecillas -que mucho recordaban, también, las de aquel otrora ignorado o despreciado Príncipe Gudú, objeto de la burla de criados y parientes-. Cuando recorría, como su padre, unas veces a cuatro patas, otras apoyándose torpemente en los muros, los vastos pasillos, un mismo espíritu aventurero y curioso parecía guiarle. Y muy vigilantes debían andar su aya, las doncellas y la propia Reina -pues Gudulina parecía ignorar su presencia excepto para rechazarle por importuno y molesto-, para conseguir que no se zafara de sus cuidados y escapara como una ardilla de sus vistas.

Martirizaba a su juguete-bufón el pobre Contrahecho, cuya carne, de por sí triste y amarillenta, a menudo aparecía señalada por la contumaz y maligna afición del Príncipe. Pero nada decía el pobrecillo pues, creyéndose sirviente, a los sirvientes imitaba: y sabía no era aconsejable, a los que a tal clase pertenecían, mostrar quejas ni rebeldía alguna contra quien se tenía por dueño de sus vidas.

Sólo alguien no solía separarse -y podía hacerlo- del pequeño Príncipe: el viejo Trasgo, que en él y por él vivía. Y como las punzadas no podían dañarle, antes bien le producían regocijo, a gusto y con hartura clavaba el niño en él cuantos punzones o agujas le placían. Desde la cuna, Gudulín podía verle. Creía Ardid -que de inmediato lo notó- que era a causa de su avanzada contaminación. Ahora casi todo el mundo -si se hubieran tomado la molestia de interrogarse por súbitos e inexplicables reflejos, bruscas sacudidas y fugaces sombras- sin demasiado esfuerzo le habría visto. Por todo ello, Ardid mucho sufría por él. Era el último amigo verdadero que le quedaba, aunque ya pocas conversaciones de sustancia pudiera mantener con él: pues andaba preso, tan borracho como obseso, por la compañía de Gudulín. Trasgo era el último refugio de su solitario corazón, pues si amaba mucho al pequeño y gran afecto y compasión sentía por Contrahecho, ninguna de estas criaturas podía suplir en ella la desaparición de un tiempo joven, apasionado y bello, y que ya sólo era posible recuperar -aunque únicamente como el agua recupera el reflejo de los árboles, y el cielo el brillo de los días en el recuerdo.

El Trasgo, ahora, golpeaba con su martillo bajo las torpes pisadas del pequeño Príncipe, y era el verdadero causante de sus continuas escapadas y su continuo perderse por los vastos pasillos del Castillo desde que, un día, viera el niño cómo el Trasgo apuraba con deleite su pequeña ánfora de vino y, arrebatándosela de las manos, agotara en su boca las últimas gotas. Esto regocijó de tal manera al Trasgo que, poniendo un dedo sobre los labios, dijo al niño -que, por su edad, aún no entendía a los humanos pero sí el Lenguaje Ningún- que de un buen y ahora compartido secreto se trataba.

El nuevo hijo que se anunciaba en las entrañas de Gudulina había sido engendrado en la última primavera de la plenitud de su amor. Según calculó Ardid -y ni siquiera en este cálculo se equivocaba-, el parto tendría lugar hacia la Navidad cristiana. Dirigiéndose al Trasgo -que en verdad no la escuchaba- dijo: «Es curioso: todos los niños de esta dinastía nacen en invierno».

Así, poco antes del cumpleaños del Rey, ante el asombro de todos, Gudulina dio a luz no un niño, sino dos. Y como de tal cosa hubo antecedentes -y no gratos- en la familia, no se hicieron demasiadas conjeturas sobre el suceso -aun a pesar de la suposición de brujería o hechizo que pesaba sobre la joven Reina-. Al contrario del anterior nacimiento -engendrado más por obligación que por amor-, este nuevo alumbramiento produjo tal dolor y tan grave estado en Gudulina, que llegó a temerse por su vida. Y ni físicos ni sanguijuelas, ni médicos de más o menos sospechoso origen, llamados a toda prisa -y alguno sacado de la mazmorra-, pudieron asegurar que tan desfallecida criatura reviviría.

Los gemelos eran, esta vez, niño y niña. Y tan parecidos entre sí, que difícil sería distinguirlos si no hubiera sido por tan oportuno distintivo como vinieron al mundo. Fueron bautizados en los Abundios sin boato alguno, con los nombres de Raigo y Raiga. Y, confiados a una joven nodriza, fueron relegados a la estancia de los niños sin que merecieran gran interés, ni tan sólo de la propia Ardid -al menos por el momento.

El Rey fue avisado, al fin, de la gravedad que atravesaba la salud de su joven esposa. Y ante el estupor de la Corte, el monarca envió una concisa misiva en la que enteraba a todos de que, si sanaba la Reina, mucho le alegraría, y si, por el contrario, moría, lo lamentaría en extremo. Pero como ni uno ni otro caso obligaba su presencia en Olar ni desviaba el curso de los acontecimientos, no veía utilidad alguna en regresar, pues -decía- más graves asuntos requerían su presencia y le retenían donde ahora estaba. Su sucesión estaba asegurada con los últimos nacimientos. Nadie volvió a hablar del asunto ni a insinuar la posibilidad de su regreso.

Excepto, naturalmente, Gudulina. En su delirio, sólo pronunciaba un nombre, y este nombre no era el de su madre, ni el de su suegra, ni el de sus hijos, sino tan sólo el nombre que, a su sentir, llenaba el mundo y la vida entera. Y así, con este nombre en los labios, asiéndose a él, venció lentamente la fiebre. Y un día, cuando ya declinaba el invierno, volvió a recuperar las fuerzas y pudo abandonar el lecho. Pero ya no era la Gudulina que todos conocieron, ni la caprichosa, preguntona y un tanto impertinente niña que llegó de la Isla de Leonia, ni la radiante y joven mujer que tan sólo unos meses antes conocía las dulzuras del amor y de la vida. Ahora, un brillo siniestro lucía en su mirada, y a poco, todos -desde la Corte al pueblo- entendieron que la Reina Gudulina había perdido totalmente el seso.

La vida de Ardid no era una vida animada: pues si incoherentes se volvían sus conversaciones con el cada día más embriagado y olvidadizo Trasgo, peor y más deshilvanada -y más triste y penosa- era la compañía de la joven Reina. Ya que ni por un solo instante podía con ella entablar alguna razonable charla, ni tan sólo consolarla de las horribles visiones que la atemorizaban ni de las demasiado livianas esperanzas que, sin apenas transición, la convertían de exaltadamente alegre, en temible y siniestra criatura. Puede decirse sin exageración alguna que los días de Ardid no eran alegres, como alegre no era tampoco aquel invierno. Y por más que volvía sus ojos a los niños, éstos eran aún muy pequeños: y uno por extraño -tanto que le recordaba a su madre, por el brillo de sus ojos, lo que la estremecía-, y por cándido y en extremo sumiso el otro, no podía enderezar en alguna empresa útil su sagaz inteligencia, ni su ánimo todavía vigoroso.

Se aficionó mucho a retirarse en la antigua cámara de su Maestro. Y estando allí, un día, abrió un libro, otro día recompuso un retortero, otro reconoció una palabra: el caso es que, lentamente, sintióse de nuevo más y más interesada en aquello que, a medio aprendizaje, abandonara, aun antes de su muerte, el amado Maestro. Muchos amaneceres la encontraban allí, y muchas noches pasaba en vela. Luego, cavilaba y se decía que, si en un tiempo creyóse no sólo la mujer, sino la criatura más culta y avispada del Reino -y de más allá-, sabía muy poco y mucha era su ignorancia. Y que en la ciencia y el conocimiento de humana o no humana especie, era tan pobre y tan ciega, que ni con mil vidas lograría asomarse a incógnita tan grande, vasta y cegadora. Y así, sin saberlo, espoleábase su curiosidad y su deseo.

A medida que acababa el invierno, y la primavera de nuevo se extendía lentamente sobre Olar, Gudulina pareció aplacarse. Pero su aplacamiento extrañó a todos, pues más que tal cosa era una suerte de ensimismamiento que la mantenía horas y horas en profundo silencio y con los ojos tan ajenos a cuanto la rodeaba, que diríase tan sólo contemplaban algo que bullía en su interior. Pese al frío que todavía se hacía sentir -como acostumbraba a suceder en aquellas regiones-, pedía que ensillaran su caballo y, sin escolta, a pesar de las serias advertencias de que era objeto, partía a galope. Y ordenaba esto con tal severidad que nadie, ni doncellas ni criados ni sirvientes, lograba disuadirla; y más de una vez cruzó un rostro dispuesto a acompañarla, con una fusta que aún hería menos que sus encendidos ojos.

Sumida, como estaba, en sus intentos de investigación y recuperación de antiguas enseñanzas, Ardid permanecía ignorante de estas escapatorias. Hasta que un día su Doncella Mayor -ahora llamada Cindra- le advirtió tímidamente de las extrañas incursiones que practicaba la joven Reina en los bosques, y en las enramadas que bordeaban el Lago. Ardid ordenó, entonces, que la vigilasen estrechamente y que, sin ella notarlo, algunos sirvientes y soldados del Castillo la siguieran y protegieran del peligro que pudiera acecharla.

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