Authors: Ana María Matute
Así, le condujo con cariño y dulzura hasta la ventana; y comprobó cuán frágiles eran ya sus brazos, cuán inseguras sus piernas, cuán temblorosa toda su persona. Con un estremecimiento, se dio cuenta de cuánto había empequeñecido: quizás, en un imposible, remoto y misterioso deseo de regresar a la infancia. «Ay, Hechicero -se dijo, conteniendo importunas lágrimas-, bien cierto es que es triste y efímera la condición humana.» Y volviendo la mirada hacia el Trasgo, lo halló, a su vez, transfigurado. No le había reprochado como debiera sus continuas y cada vez más copiosas libaciones, ni vigilado su estado de contaminación. El Trasgo, que se apresuró -entre raros tropezones, antes imposibles- a adelantárseles hacia la ventana, aparecía enrojecido en demasía, de la cabeza a los pies -algo así como una muy madura vid a punto de perder todo su fruto-. Al verles, la confusión y la pena de Ardid aumentaron hasta tal punto que ya sólo para ellos tenía ojos, y descuidó incluso dirigir su mirada hacia aquel a quien había dedicado, no sólo su vida, sino la de tan fieles y ancianos compañeros.
—Queridos -dijo al fin-, ahí está: ahí está nuestro tesoro, nuestra esperanza, nuestro bien. Y en verdad que podemos sentirnos orgullosos.
—¿Quién es ése? -dijo el Trasgo, con indiferencia y cierto desencanto-. No le conozco.
Y regresó a su agujero; pues el único niño que amaba ahora, dormía, y el Trasgo no quería importunar sus sueños.
Gudulina debía esperar al Rey junto a lo más florido y representativo de la Corte. Recibirle con una reverencia y decir: «Señor, mi corazón se alegra de volveros a ver». Pues todas estas cosas constaban en alguna parte, tal vez en alguna pequeña nota de El Libro de los Linajes, o especificado en las leyes de protocolo, o quizá residía sólo en la memoria de los más viejos. Pero en algún otro lugar existía una ley que, sin haber sido escrita por hombre o mujer alguna, recorría, como el viento y el tiempo, toda la especie humana, a la que pertenecía, ejemplarmente, la joven Reina Gudulina.
Así, cuando, muy engalanada, aguardaba junto a la madre del Rey y el Barón Presidente de la Asamblea de Nobles, la última arena de oro cayó en el reloj de su paciencia. Y, súbitamente, vio que el cielo enrojecía con la despedida de un día, y que la noche -tan luciente noche como ninguna otra le pareciera- llegaba y amenazaba con huir: tan deprisa, que el tiempo era el peor enemigo. Y supo que ni batalla ni Corte Negra alguna podían rivalizar en tan cauta como irreparable lucha. Una noche, una hora, un minuto, valían más que la más esplendorosa joya.
Cuando llegaron los ladridos de los perros y el son de las trompetas, y luego la música, y penetraron por las ventanas del salón de recepciones Gudulina, ante el estupor de la Asamblea y la reprobadora -aunque levemente tierna- mirada de Ardid, surgió de las respetuosas, apretadas y ceremoniosas filas y, atropellando sirvientes, pajes y aun músicos, que se disponían a llevar a los labios flautas y otros instrumentos que juzgaban apropiados para la ocasión, a punto estuvo de derribar al joven Abad de los Abundios -cuya colérica expresión ignoró-. Y así, cruzó recintos y patios, y justo a tiempo llegó para ver cómo su Rey, y su amor, en una sola pieza, atravesaba el puente levadizo, entre los clamores a medias esperanzados, a medias temerosos de la plebe, y los de placer salvaje de los soldados, y entraba en el Patio de Armas.
Algo mágico, misterioso, sucedió entonces: aun por breve espacio de tiempo -o quién sabe si por largos siglos, pues estas medidas escapan al usual medimiento que del tiempo suelen hacer los humanos- quedaron dos simples criaturas, suspensas, frente a frente. Gudulina, parada en el Patio, miraba al Rey. Y el Rey frenó su caballo y miró a Gudulina. «¿Quién es ésta?», pensó el Rey. «¿Quién es éste?», pensó la Reina. Y Rey y Reina desaparecieron; y ante los ojos de Gudulina apareció un hombre joven, tan gallardo y tan hermoso que el más gallardo y hermoso hombre hubiera palidecido en su presencia. Y a los ojos de Gudú, la más atractiva y misteriosa mujer hubiera parecido débil sombra a su lado. De suerte que Gudulina, levantando graciosamente con ambas manos el borde de su larga falda de ceremonias, corrió hacia él: y había tal brillo en su mirada, que a su lado el día moría definitivamente. Y le pareció a Gudú que jamás mujer alguna le miró con tales ojos ni tal sonrisa. Pues la borrosa imagen de una niña soñadora y entontecida, sumisa e ignorante de hacía un año, se había esfumado; una mujer rebosante de juventud, esplendorosa, aparecía bañada con el brillo dorado de la misteriosa piel del Lago; y su sonrisa sólo podía compararse a la gloria, a un recóndito descubrimiento de sí mismo. Y a su vez Gudulina vio que un hombre poderoso, lleno de gloria, rebosante de vida, descendía del caballo y hacia ella iba. Y por primera vez -y quizás última- vieron los soldados la sonrisa -que no risa breve, seca y escalofriante- del Rey. Y así veía a Gudulina -como si la viera por primera vez-, al tiempo que sus ojos en algo parecido a arena de oro y sueño se inundaban. Y Gudú besó unos labios que ni la más fresca fruta que ofrecieran a sus resecos labios de soldado en la aridez de la estepa, hubiera gustado.
Ante el jubiloso clamor de los soldados -cuya maliciosa sonrisa pareció de pronto llenar de alegría tan austeros como sombríos recintos- y el cándido asombro de los pajes -que jamás vieron cosa semejante-, el Rey y la Reina se abrazaron, se besaron y se contemplaron; y aun volvieron a besarse, una y tantas veces, que todos y cada uno de los soldados, y todos los presentes, sintieron la ácida punzada de una ausencia, de unos labios, de unos besos distantes ya de aquel lugar, y tal vez de su corazón. Gudú pronunció muy breves palabras, y en voz muy baja, en aquella orejita que como dorada caracola se pegaba a sus labios: y todas las palabras, y el rumor del mundo, y el fuego que en la tierra ardía, quedaron sumidos en un vasto y remoto espacio, cuando Gudulina oyó decir a Gudú, de forma que sólo con su amor y su atento oído de muchacha amante lograba descifrar: «En verdad que eres hermosa».
Y no se equivocaba Gudú en esto -como, en general, parecía no equivocarse en nada-, pues el invierno y el amor habían madurado en ella de tal forma, que la niña caprichosa y charlatana, la glotona y curiosa Gudulina de la Isla de Leonia, la pequeña cautiva de su doncellez, se había tornado en una criatura que casi llegaba al mentón del Rey -y el Rey era el hombre de más alta estatura (exceptuados los misteriosos saqueadores del Norte, de pelambre dorada y ojos azules) que había ella conocido-. Ahora, la piel de Gudulina aparecía suavemente dorada por el sol del verano. Su cuerpo se había redondeado y estilizado tan armoniosa y equilibradamente, que en más de una mente abrigaba la sospecha -abonada por el misterio de su origen paterno de que quizá no era totalmente criatura humana. Pero de humana y bien humana criatura se trataba, y así lo pensaba, por lo menos, el Rey, cuando la estrechaba contra sí y sentía el fluir de la sangre en su garganta, en sus labios y en su pecho. Y repitió, tanto para sí como para ella, lo único que se le ocurría: «En verdad, eres hermosa» .
Por tanto, no extrañó a nadie que apenas comenzado el banquete con que se festejaba el regreso del Rey, y como si se tratara de nupcial banquete, los jóvenes esposos abandonaran a sus invitados.
«Ésta es la más bella noche», pensaba Gudulina; y el mismo Gudú se decía: «Es particularmente hermosa, esta noche». Y lo era: pues el aire cálido, la hierba y las flores llevaban su perfume a todos los rincones de Olar. Por propia iniciativa, y sin que su madre hubiera de recomendárselo, Gudú se bañó prolijamente. Cuerpo desnudo sobre su cuerpo desnudo, despojados de todo ornamento superfluo, Gudulina supo que jamás, aderezada con los más ricos ropajes, ni ciñendo corona alguna -a excepción de aquel áspero y brillante cabello negro que entre sus dientes tenía el sabor de un muy antiguo y deseado aroma- sintió a Gudú como Rey, entre todos los reyes de la tierra. Y de tal forma la admiró Gudú, que, cuando el alba les sorprendía en importuno pero inevitable sueño, dijo:
—Mucho y muy bien habéis madurado, y aprendido, durante este tiempo... ¿Acaso os aleccionó algún maestro?
—El amor es mi maestro -dijo Gudulina, con la cabeza apoyada en su pecho. Y acariciaba su piel, y aspiraba su olor, y bebía aquella respiración que distaba mucho de los espesos perfumes de la Corte de Leonia: pero nada parecíale tan embriagador, tan pleno y tan deseado.
Y en aquel instante algo vibró, con la delicadeza y dureza sólo posibles en el cristal. Una vibración tenue como el eco, o el recuerdo; dura y frágil a un tiempo, capaz de derribar un muro o despertar un corazón. Y esa vibración amenazó, por un instante, estallar en mil pedazos la urna que apresaba el corazón del Rey. Pero el sortilegio era muy poderoso, o la naturaleza del Rey poco propicia a tales cosas. De suerte que, de inmediato, la vibración cesó, y de nuevo el corazón del Rey permaneció a salvo.
—¿Amor? -dijo. El sueño venció al fin, a pesar de tan intenso encuentro, y no pudo meditar como debía tan insólita como exótica palabra.
Pero lo cierto es que el amor estaba allí; que amor respiraba toda la estancia; que reposaba sobre las viejas pieles que cubrían el lecho, y que amor, en suma, cerraba los ojos de Gudulina. Y acaso, si no le hubieran incapacitado para tal cosa, también hubiera conocido el Rey Gudú, aquella noche, tan raro como extraordinario acontecimiento humano.
Pero si no el amor, sí la curiosidad retuvo a Gudú al lado de la joven Reina. Una desazón nueva le impulsaba a desentrañar el misterio que en ella y junto a ella sabía retenerle, con tanta fuerza como lo desconocido que se abría tras las estepas; el misterio de un sentimiento que él no captaba, y le parecía tan nuevo, excitante y maravilloso, que hacía que sus días pasaran sin aburrimiento, y le llenaba de placer sus noches. De vez en vez -con amargura desconocida-, se decía que había algo que él parecía haber olvidado o perdido: y este pensamiento le desasosegaba, y deseaba recuperarlo, o descubrirlo. Así, si no amor, sí su curiosidad, el indomable deseo por dominar lo que no dominaba, la enorme ansia por desentrañar lo que no desentrañaba, tuvieron la virtud de retener al Rey en la Corte de Olar. No sólo hasta la espléndida primavera en la que el pequeño Gudulín acababa de cumplir su primer año -acontecimiento al que no prestaron demasiada atención sus padres-, sino también durante el verano, otoño, invierno y otra prometedora primavera.
Entonces, se aficionó, como su padre, a la caza; y a las cacerías llevaba consigo a Gudulina y a lo más florido de la Corte -blanca o negra-. Y puede decirse que jamás Olar vivió dos años más largos, espléndidos y alegres que aquellos. Los ancianos, en su mayoría, habían muerto, y los jóvenes de su edad llenaban ahora el Castillo, los contornos y los bosques, con tal pujanza, alegría y riqueza como jamás, ni en tiempos de Volodioso ni en los mejores días de Ardid, se gozara en Olar. Llegó de nuevo el verano a las tierras de Olar. El Rey tenía diecinueve años largos y la Reina dieciocho, y ni se apercibían del paso de los días, ni de la inexorable caducidad de todas las cosas. Sólo Ardid, que veía crecer a Gudulín y Contrahecho, al mismo tiempo que envejecer y consumirse al Hechicero, y al Trasgo perder día a día el poco seso que aún le quedaba, constataba que la vida es demasiado breve para cuanto de ella se espera, y el mundo demasiado versátil e imprevisible para tomarlo tan en serio como ella, en su ardiente juventud, hiciera. Pero Ardid había dado el primer paso hacia el último camino, y tan débiles eran sus razones como la inconsciente felicidad de Gudulina: que creía aún que la vida y el amor son cosas que no pueden acabar.
Gudú no descuidaba la Corte Negra, y puntualmente acudía allí para inspeccionar y controlar el progreso de sus muy avanzados Cachorros -cinco de los cuales pasaron a soldados- y el adiestramiento de sus soldados -tres de los cuales pasaron a Capitanes-. Pero eso no impedía, ahora, su puntual regreso a Olar y, allí, dar testimonio a su joven esposa de que, además de Rey y Reina, también eran hombre y mujer, y dueños de una esplendorosa juventud. Por eso, más de una joven noble le amó también: y en verdad que no fue rechazada.
Un día, estaba ya anunciándose el nuevo otoño cuando algo vino a cambiar totalmente las cosas. Era una mañana madura y bella, y Ardid gozaba de la creciente hermosura de su renacido jardín, cuando descubrió que el débil tallo que creciera de entre aparentes cenizas, se había convertido, de arbusto, en joven árbol; y que en torno a él jugaban dos jóvenes Príncipes -aunque uno de ellos, por pequeño y contrahecho, bufón y juguete del otro parecía-. Contenta, fue a comunicar a su anciano Maestro cuán extraña y hermosa y precoz era la aparición de aquel nuevo árbol. Acudió a su cámara -de la que apenas salía- y, besándole en la mejilla -le pareció que el anciano dormitaba, o despertaba suavemente-, dijo:
—¿Recordáis un árbol que, en tiempos, fue llamado el Árbol de los juegos? Pues en verdad que ha crecido de forma maravillosa y rápida. ¿Tenéis noticia vos, querido mío, de la razón de tanta maravilla?
Pero la sonrisa huyó de sus labios, y el frío inundó su cuerpo todo, y un gran temblor se apoderó de sus manos.
—Maestro, Maestro -balbuceó. Y llorando, y gimiendo, se arrodilló a su lado. Y así, abrazada a sus rodillas, y sumida en un silencio que ni lágrimas ni dolor podían romper, halláronla sus doncellas.
El Rey fue avisado de que alguna grave circunstancia se cernía sobre su madre. Y temió -por vez primera- que aquella que siempre tuvo como sagaz y sabia consejera, le faltase ahora. Interrumpió así su partida de caza, y al galope acudió en su busca. Se sabía aún muy joven como para prescindir de tan certera como sabia criatura, y no podía imaginar su ausencia. Cuando subía precipitadamente la escalera que le conducía a su cámara, recordaba que su madre no sólo jamás había defraudado al Rey, sino que, en más de una ocasión, le evitó un grave error. Con ánimo tan preocupado, entró en la cámara de su madre. Pues si el amor a ella le llevara, no hubiera mostrado semblante más demudado. Al verla viva, aunque postrada por incomprensible dolencia, respiró aliviado.
—¿Qué ocurre, que tanto me habéis alarmado? -dijo, inclinándose hacia ella. Y entonces vio que los brazos de su madre se aferraban en un abrazo insólito, del todo punto inexplicable, a las rodillas de un anciano, al parecer inánime.
—Ha muerto -dijo Ardid-. Ha muerto mi querido Maestro. -¿Y por eso habéis osado interrumpir mi caza? -dijo Gudú, violentamente. Pero salvábale de la ira el alivio de comprobar que se trataba de tan nimia nueva-. No volváis a incurrir en tal error... ¿Cómo mujer tan cuerda como vos puede cometer semejante torpeza?