Olvidado Rey Gudú (104 page)

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Authors: Ana María Matute

Y en aparente calma, bienestar, e incluso felicidad, pasó un año Gudú en la Corte de Olar: si bien, en secreto, a menudo escapaba al lugar de su predilección; y allí revisaba las tropas y engrandecía y fortalecía su ejército.

Lentamente, durante aquel año, la Reina Ardid fue retirándose de toda ostentación, y cedió su puesto a la nueva Reina Urdska. De suerte que, en los últimos tiempos, apenas si se mostraba en público, y honores y fastos estaban casi siempre presididos por la nueva soberana. Urdska, ante el asombro de los más suspicaces, se mostró discreta, afable y cortés; y aparentemente no se inmiscuyó -como lo hiciera antes Ardid- en asuntos internos del Reino. Y como era bella -más que bella, fascinante- y de naturaleza fastuosa en sí misma, la Corte de Olar, entregada nuevamente a la molicie y lo que creían el colmo del lujo y del bienestar, iba acostumbrándose a ella, y olvidaba que -según siempre oyeron a sus mayores- era de raza tan temible como traicionera.

Pero de espalda a la Corte y a su propio hijo, Ardid seguía tejiendo los hilos de su tozudo e indomable propósito. «Ya llegará el día en que te atrape, raposa esteparia», se decía en la soledad de su cámara, mientras cavilaba sin cesar. Y cuando Ardid se decía algo semejante, raramente se equivocaba.

4

Nadie reparaba en ellos, como nadie reparaba en los otros sirvientes de la vieja Reina. Niños olvidados en los desvanes de la Torre Azul. Supuestos pajes, sirvientes, anodinas criaturas. Pero eran los príncipes, eran los hijos del Rey. Así pues, una vez no le cupo duda alguna de las verdaderas intenciones del Rey respecto a Raigo, y viendo a la Corte y el pueblo en general enfrascados en su bienestar y opulencia, Ardid procuró también hacerse olvidar lentamente: y junto a ella, el recuerdo del misterioso desaparecido, que nadie lograba esclarecer: Raigo. Y juzgándolo suficientemente olvidado de todos -incluido su propio padre-, decidió que había llegado la hora de sacarle de su escondite y convertirlo, de la noche a la mañana, en joven soldado de su Guardia personal.

No fue fácil para ella: Raigo, que se consumía de impaciencia, tuvo un acceso de desesperación al enterarse de la decisión de su padre. Pero reconfortado por Ardid, se vistió la malla, peto y espada de soldado, y se dejó conducir por ella hasta su estancia. Había llamado la Reina la atención de Gudú sobre aquel muchacho; y dijo que, encantada por su fiel comportamiento y buena presencia -le llamó Risko-, deseaba que fuera miembro en soldado de su Guardia. El Rey quiso conocerlo, y así lo hizo la Reina; y por vez primera, padre e hijo se contemplaron frente a frente. El Rey pareció un instante pensativo. Al fin dijo:

—En verdad, Señora, al ver a este muchacho pienso que mejor servicio haría en mi propio ejército, que en menesteres cortesanos... Pero, si lo deseáis, así os lo permito por algún tiempo. No obstante, antes desearía comprobar por mí mismo cuáles son sus dotes, y cuál su forma de empuñar la espada.

—Ah, hijo -exclamó Ardid, cuyo corazón temblaba-, aún no está bien adiestrado: pero sin duda, llegado el momento, vos lo pondréis en buenas manos.

—Así se hará -dijo el Rey. Y preocupado con asuntos que más le importaban, ordenó que Raigo fuese entrenado someramente, antes de pasar a formar parte de la Guardia de la Reina. Y cuando esto último ocurrió, el Rey ya le había olvidado.

Llamó la Reina al Capitán de su Guardia, el viejo y noble servidor Randal, diciéndole que el Rey ordenaba incorporar a aquel joven soldado traído del Sur a su Guardia personal. Randal -medio ciego ya- lo aceptó sin reservas, viniendo de quien venía. Afortunadamente para Ardid, permanecía en las estancias menos visitadas del Castillo. No sólo era muy difícil que alguien reconociera en el joven y robusto Raigo de ahora al débil niño de siete años -última vez en que le vio la Corte- de otros días. Ni siquiera tenían ocasión de llegar a verle.

Pero Raigo no desaprovechó las lecciones recibidas, como tampoco la experiencia que le proporcionaba su amarga espera. Y confiaba en Ardid, como su única esperanza. No dejaba de entrenarse en el manejo de la espada y lanza, y tan buena disposición mostraba en ello, como poca manifestara, en tiempos, su hermano mayor, el desaparecido Gudulín.

Finalizó aquel año. Y apenas amanecido el nuevo, se produjo un cambio sustancial en la vida de la Corte y Reino de Olar. Y también en las vidas de la Reina, el Rey, de Ardid y sus nietos.

Sucedió que, apenas avanzado el invierno del año naciente, llegaron emisarios de la estepa con la noticia de que nuevas Hordas aprestábanse a recuperar la antigua Ciudad del Gran Río; y éstos llegaban capitaneados, nada menos, que por el antiguo brazo derecho de Gudú: el misteriosamente desaparecido Rakjel. Y como si deseara librar de toda sospecha a la Reina Urdska, enviaba noticia de que contra ella, y no tanto contra Gudú, enviaba sus hombres y su odio. Deseaba hacer desaparecer de la tierra al uno por haberse aliado con la otra. Según dijo, la consideraba traidora de su raza, de su tierra y de la estepa entera. Pues Gudú era su noble rival, natural y aceptado; pero la traición de Urdska era merecedora de venganza sin límites.

A todos sumió en gran estupor aquella noticia. A todos, excepto al Rey. Desde hacía largo tiempo esperaba la reaparación de aquel a quien admiró, y en quien nunca logró confiar enteramente. Educado en sus enseñanzas, era mucho peor adversario que sus antecesores.

Entonces, Urdska pareció afligida. Y por ello ofreció a Olar un espectáculo como antes nunca conocieran. Suplicó ser escuchada por la Asamblea en pleno, esto es, no sólo por nobles y damas, sino también por jueces, e incluso por algunos representantes del pueblo -que por primera vez accedía a tales derechos, acogidos a las nuevas leyes-. Presentóse ante todos pobremente vestida -una túnica de lana burda cubría su espléndida figura- y llevando sus dos hijos a los lados, también parcamente vestidos y desarmados -aun de sus pequeñas espadas de Cachorros, ya que tan sólo contaban diez años-. Y así, arrodillándose ante todos, y obligando a sus hijos a imitarla, ofreció su cuello y el de sus hijos -como si se tratara de una decapitación-, diciendo, con solemnidad y digno porte:

—Pueblo de Olar, Rey y Señor Gudú, Nobles Caballeros y Damas: enterada de las desdichadas nuevas que el traidor Rakjel, en grave amenaza para este país que tan generoso y magnánimo ha sido conmigo, y para que nadie pueda jamás, por pertenecer a mi raza, abrigar suspicacia alguna contra mí o mis hijos, ruego se nos corte la cabeza; y así, con la inmolación de nuestras vidas, se extirpe toda sospecha de traición hacia quienes tanto amamos y respetamos.

La Asamblea permaneció muda, a partes iguales por la emoción, excitación, asombro, terror e, incluso, placer que les causaron tales palabras y actitudes. Pero Gudú, alzando la voz, decidió:

—No estimo necesaria tan cruel y extrema medida. Sin embargo, creo que mis sentimientos y opiniones personales no deben influir en la opinión de los representantes de mi Reino. Así pues, a ellos encomiendo la decisión de que tal cosa se cumpla o no se cumpla sin tener en cuenta mi parecer.

Clamores y murmullos se elevaron entonces de la sala. Al fin, el Rey dijo:

—No deben tomarse decisiones precipitadas en cosa tan grave. Estimo que debéis retiraros a deliberar sobre el asunto. Pero os ruego brevedad; pues urge mi presencia en la estepa, y no quiero partir sin antes conocer vuestra decisión.

Al oír tales palabras, Urdska se estremeció. Pues si bien ella odiaba a Gudú, había llegado a creer que Gudú la amaba a ella; y, sobre todo, que amaba a sus hijos. Tal sospecha se desvaneció totalmente, ya que con tanta frialdad dejaba en manos de la Asamblea y el pueblo sus vidas, sin oponerse a su decisión, por tremenda que fuese. Ignoraba que Gudú no la amaba a ella, ni a sus hijos, ni a nadie, ni siquiera a su madre.

Tan anonadados habían quedado todos, que en tan breve margen de tiempo, y en presencia del Rey -que dejaba en sus manos tan grave decisión-, nadie osó aprobar aquella autoinmolación. A poco, se procedió a una larga votación, de la cual, al fin, y mayoritariamente, se decidió dejar con vida a Urdska y sus hijos. Según manifestaron uno a uno los representantes de cada grupo, en la actitud de Urdska sólo veían una valiente y leal mujer, amén de irreprochable Reina. En cuanto a los niños, siendo como eran los hijos del Rey Gudú, y tan semejantes a él, nadie osaría ponerles una mano encima. Con lo que el espectáculo de Ursdka quedó resuelto a su favor. Y el Rey partió, por vez primera, sin dejar tras de sí esposa lacrimosa, sino con una tersa y suave sonrisa. Y aclamado por la multitud, fue de nuevo a reunirse con su ejército, hacia la estepa.

Sólo una persona se sintió defraudada, e íntimamente redobló sus ansias de venganza: la Reina Ardid. Como excepción, había acudido a la singular reunión, y comprobó, decepcionada, cuán ardua era todavía su labor en pos de restituir en sus derechos al joven soldado que aún nadie conocía: el verdadero y legítimo sucesor del Rey de Olar. «Pero la Reina no está vencida. Oh, no, la Reina Ardid envejece por fuera, pero, como los Árboles del Bosque, mucha vida aún le queda en las raíces. Y os juro que no me veréis morir, perros esteparios...»

Gudú, mientras avanzaba hacia las inmensas planicies, sentíase invadido por un odio que, anteriormente, jamás había experimentado. Y este sentimiento le turbaba -ya que el amor y el odio se aproximan-. Y sí odiaba a Rakjel era porque Rakjel fue un Cachorro suyo; y si la amistad era algo ajeno a Gudú, en cambio la convivencia y la compañía de los soldados -y en especial la educación de sus Cachorros- sustituían tal vez en él otros sentimientos. De suerte que esta traición le conmovía como pocas cosas antes. Su ira crecía, y en esta ira y este odio, sin saberlo, iba gastando lo mejor de su astucia e inteligencia, e incluso prudencia.

Apenas el Rey partió, sabiéndose sola en una Corte donde, a pesar de todo, se estimaba, admiraba o respetaba a su enemiga Ardid, Urdska olfateó el peligro que para ella y sus hijos suponía esta mujer. Con humildad comunicó a su suegra que, ya que la ausencia del Rey la sumía en gran tristeza, y sabiendo cuánto quería Gudú el Castillo Negro, deseaba de nuevo recluirse allí.

En principio, esta decisión -aunque manifestada como una consulta de opinión- no agradó a Ardid. Pero al cabo, atinó que tal vez así podría controlar y espiar mejor sus movimientos -que tenía por cierto no eran buenos-. Así, respondió con su beneplácito, junto al de la Asamblea. Y Urdska, con sus hijos, regresó a la Corte Negra -de donde, se dijo Ardid, jamás debió salir-. Ahora, quizá disponía de mayor libertad de acción, en especial hacia Raigo.

5

Andaba el Trasgo borracho por las playas o las orillas de los ríos, aún sin asomar la cabeza. Oía el golpe de las olas, y las confusas advertencias que le hacían las criaturas submarinas, sin apenas entenderlas. Así estuvo llorando mucho tiempo, confundiendo sus senderos, porque los labraba en la arena, y a la arena volvían, sin remedio. Al fin terminó todo el vino que llevaba, y estuvo un tiempo vagando por ríos dorados y secos, hasta que se despejó. Y entonces regresó al subsuelo de la viña donde Gudulín permanecía aún tan inmovil, sordo y mudo como si jamás hubiera existido. Y entonces, el terror le bañó: pues un enjambre de gnomos, severos y puros, habían bajado de las montañas y con sus picos negros horadaban por doquier, y se lo habían llevado con ellos. Estremecido, al ver que había perdido al niño entre innumerables niños, que, como su amor, no oían, hablaban ni veían, exclamó: «Ah, gnomos entrometidos, ¿por qué habéis confundido mi tesoro con vuestras coronas?».

Pero el Gnomo Más Viejo se abrió paso al oír su voz de borracho contaminado y le miró con tal dureza que una profunda tristeza llenó al Trasgo y empezó a sollozar: «Gnomo purísimo, ¿no sabes que aquí guardaba a mi niño?». «Quita eso de ahí -dijo entonces el Gnomo, señalando con un dedo que encendía todos los subterráneos y se apoderó luminosamente del cuerpo de Gudulín-. Está estorbándonos.» «Pero Gnomo, éstas son tierras de Trasgos, éste es el Sur: y aquí puedo yo guardar cuanto me plazca.» «Calla, contaminado», rugió el Gnomo, con tal desprecio e ira, que los robles y los almendros, y hasta las raíces más escondidas, tuvieron un estremecimiento, y se oyó en las entrañas del bosque la música de un órgano monstruoso, un órgano hecho de Tiempo que hubiera desencadenado su tempestad en el interior del mundo. «¿Quiénes sois los contaminados para ordenar a los puros? Has de saber que en el vientre de la montaña y el valle permanecen muchos, muchos niños que, como ese que tú guardas, murieron sin conocer ni entender el mundo: porque Gudú llegó con sus hombres a pacificar estas tierras, y los primeros en caer fueron los niños de la oscura región.» «Ah, mi niño, mi niño -lloró el Trasgo-. Mi niño era la Oscuridad del mundo... Hazme el favor, déjamelo guardar en esta viña.» «¿Por qué la quieres, si ni siquiera la recuerdas ya?», dijo el Gnomo Menos Severo. El Trasgo escudriñó en su memoria, y súbitamente apareció el rostro vivaz, las mejillas doradas, los ojitos de ardilla de una niña que allí le vio por vez primera. «Niña querida, niña querida -rugió el Trasgo, súbitamente exaltado-, ¿dónde andas, niña mía?»

Entonces el Gnomo Menos Severo sintió lástima de él. Puso su mano sobre la roja pelambre del Trasgo y dijo, mirando hacia todos los niños que reposaban entre raíces y ríos subterráneos: «Oscuros, oscuros niños del mundo..., ¿hasta cuándo seréis tan ferozmente ignorados?, ¿hasta cuándo será nuestra misión recogeros y guardaros de la cruel glotonería, de la estúpida indiferencia? Mira Trasgo: he visto cómo se va abriendo paso hacia aquí un manantial, y huele como tú. Es tu manatial y si lo remontas, llegaras a la viña querida. ¿Sabes avanzar al revés del agua?». «Sí, puedo, si vuelvo al revés mis ojos -dijo el Trasgo-. Pero entretanto, ¿guardarás a mi niño?» «Sí, junto a los demás, te lo prometo: labor tuya es reconocerle si regresas.» «Regresaré. Ésta es mi tierra, y en ella está la luz de mi vida.» «¡Pobre contaminado!», se escandalizaron los gnomos, desde lo más escondido del subsuelo, desde las raíces del valle hasta las lejanas montañas. «¿Estás seguro de que mi niño querido no esta ahí, entre los tuyos?», suplicó el Trasgo. «No lo creo. Quizá lo encuentres al final del manantial que te pertenece.» «Déjame ver, al menos.» «Puedes buscarlo, si te place», dijo entonces el Gnomo Superior -el Señor de los Subsuelos-. Y ordenó que todos los gnomos mantuvieran los picos alzados y que iluminaran los recónditos senderos de la tierra.

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