Olvidado Rey Gudú (102 page)

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Authors: Ana María Matute

—Tengo la sospecha de que ya no deseáis escuchar más historias que hablen de milagros de amor, pues creo que todas las conocéis mejor que yo.

Pero tan embebidos estaban ambos en sí mismos, que no la oyeron.

Más tarde, en la soledad de la alcoba -pues a Raiga la guardaba en un pequeño lecho junto al suyo-, Ardid dijo a la muchacha:

—Raiga, tengo la certeza de que amas a Contrahecho.

—Oh, sí -dijo ella-, le amo, pero... es un sirviente, y sé que Raigo jamás me lo perdonaría.

—Niña querida, te voy a revelar algo: tal vez es un sirviente, tal vez no lo es, pero ¿qué puede importarte esto? Muchas cosas he aprendido en la vida y de muchas me he arrepentido. Pero la más amarga de todas es mi horror ante un sentimiento como el tuyo. No lo deseches tú, querida, pues sólo así conocerás un poco de la escasísima felicidad que ofrece este mundo.

—Señora -dijo Raiga vacilante, y pareció tan turbada que su turbación contagió a la Reina-, sólo sé que Raigo se enfurecería..., y amo mucho a Raigo, y él a mí. Y además, Contrahecho..., ¡es una criatura tan fea!

La Reina calló, pero díjose, con mezcla de alivio y tristeza, que al fin y al cabo no sería tan grande el amor, si resultaba incapaz de vencer semejantes barreras. Y un gran frío la hizo estremecerse, como si la envolviera el viento más helado. «Si al menos -murmuró, con labios temblorosos-, si al menos el querido Trasgo del Sur apareciera un día entre las brasas.»

Avanzaba el otoño, cuando cierto día, mientras ella regaba el cada vez más mustio Árbol de los juegos, llegó hasta ella Raiga, con las mejillas ardiendo y el cabello esparcido sobre los hombros. Y tan bella y joven era, y tan radiante, que creyó verse a sí misma en un tiempo en que, allí mismo, fue al encuentro del Rey Volodioso, e hizo valer sus derechos de mujer y Reina. Y asombrada, oyó decir a su nieta:

—Señora, Señora, un gran milagro ha sucedido. Y soy tan feliz con él, que sólo lamento la ausencia de Raigo -pues desde hacía tres días, Raigo no aparecía, sembrando una gran inquietud en su abuela-: pues sé que, como yo, se alegraría mucho de lo que os voy a contar. Y como sois vos la única que yo amo, después de ellos, a vos deseo revelaros esta gran maravilla.

—Dime niña -dijo Ardid, impaciente.

—Pues es que he besado a Contrahecho; le vi llorar en silencio, y como adiviné la causa de su aflicción, que era la mía misma, no pude contenerme y, tomándole en mis brazos, le besé en los labios... Y Señora, ¡no lo creeréis hasta que lo veáis! Lo que os digo: que tan hermoso y gallardo se ha tornado, que no tiene rival con el más apuesto de los príncipes..., ni siquiera con mi hermano Raigo.

Una gran emoción bañó a Ardid y, abrazando a su nieta, lloró silenciosamente sobre su rubia cabeza.

—Así -dijo al fin-, ¿le quieres por esposo?

—Ciertamente -dijo ella-. Y tan feliz seré con él, que nada me importa pasar por sirviente el resto de nuestras vidas.

—Pues así te lo prometo -dijo Ardid-. Di a tu amado que se apreste a llegar a mi cámara, que allí ordenaré venir a un fraile Abundio para que os una en matrimonio; y juro que os amaré y protegeré el resto de mi vida. Y tanto le amo a él como a ti, y los dos sois como los hijos que no supe tener jamás...

La muchacha salió corriendo, gozosa, y Ardid se apresuró a preparar lo prometido: aunque, con toda discreción, modestia y sigilo, como si se tratara de la boda de dos insignificantes pajes de la Reina.

Pero cuando aparecieron los novios, tomados de las manos -traían los cabellos entrelazados de hojas doradas, y se preguntó dónde las habrían conseguido-, su corazón se paralizó de pena. Pues, si bien Raiga contemplaba con arrobo al que ella eligiera como el más hermoso y gallardo mortal, era tan sólo aquel infeliz y feísimo muchacho, cuya alegría aún resultaba más dolorosa que su propia fealdad.

Ardid no tuvo valor para decir nada: y así, Raiga y Contrahecho se unieron en matrimonio, y la Reina les instaló en una pequeña habitación contigua. Y cuando se quedó sola, arrodillada junto a las brasas, lloró, lloró tanto toda la noche -y no sabía si por Contrahecho, por Raiga y Raigo, por Gudú, por ella misma, por Tontina y Predilecto, o por el marchito Árbol de los Juegos que sólo atinaba a pronunciar el nombre del Trasgo, entre sollozos y reproches. Y sin recibir respuesta alguna, le sorprendió el día.

2

No tan tiernas eran las escenas que se sucedían entre la Reina Urdska y sus hijos Kiro y Arno. Pues si en la lánguida Corte de Olar reinaban la desazón y el descontento, y en las cámaras de Ardid la melancolía y la tristeza, en la Corte Negra bullían la ambición y los sueños de poder, y en la cámara de Urdska crecía el odio en su más espléndida sazón.

Raigo merodeaba a menudo por los alrededores, y más de una vez vio a sus hermanos -que ya, pese a sus ocho años, montaban como verdaderos jinetes esteparios- seguidos de su madre y de una breve escolta. Trepaban entonces a las ramas de un alto abedul, y su corazón se agitaba en encontrados sentimientos. Diez días hacía ya que abandonara el Castillo, y a lomos de su caballo, que pertrechó de víveres, abrigo y una vieja espada hurtada a un soldado dormido -en esta habilidad demostraba haber heredado antiguos hábitos familiares-, ahora vagaba por el bosque, llevando una vida libre y salvaje. Y así, con la agilidad que adquirió en sus anteriores escapadas por la ventana de la Torre Azul, moraba ahora casi como un pájaro, de árbol en árbol, y dormía guarecido en una gruta cercana a aquel manantial que otrora hicieron brotar las lágrimas del Trasgo. Y bebiendo de aquella agua notaba que el paladar se le llenaba de un remoto gusto a vino, o de uvas maduras, que le dejaba perplejo. Cuando veía a la Reina Urdska y a sus hermanos Kiro y Arno galopando fuera del recinto amurallado, experimentaba una mezcla de admiración y odio salvaje, y en tales sentimientos se debatía, y perdía el sueño. Pero hacia su padre sentía una fuerte fascinación: y aun a sabiendas del despego y crueldad que había mostrado hacia ellos, no lograba en modo alguno odiarle. «Algún día -se decía- me mostraré al Rey y le diré: yo soy tu hijo, tu único hijo legítimo, y a mi vez, yo seré el Rey de Olar. Y él me aceptará.»

En tanto, en la oscuridad y secreto, Urdska instruía a sus cachorros Kiro y Arno en la venganza hacia Gudú. De manera, que ambos muchachitos, a la par que se encendía su imaginación al calor de las historias que les contaba Urdska de su tierra, añoraban destruir a aquel que les despojara y desterrara de su verdadera patria originaria. Y Urdska, consciente del efecto de sus palabras, hablábales sin cesar del día en que recuperarían la isla del Brazo Gigante, y tornarían a ser los más gloriosos reyes de la estepa. «Entonces, el Reino de Gudú también será nuestro; y nuestro pueblo no conocerá la miseria de la estepa, ni será un pueblo que sólo se nutra de sombras», les decía. Y cuando Kiro y Arno preguntaban a su madre: «Madre, ¿cuándo llegará ese día?, ¿qué hemos de hacer?». Ella contestaba -igual que cuando Ardid intentaba aplacar a Raigo-: «Tened paciencia. El día señalado, confiad en mí: mi mente no deja pasar un solo instante inactiva, y todo lo llevo escrito en mi memoria y en mi corazón».

Y así era. Aunque Raigo no podía explicarse de qué se trataba, desde el abedul vio cómo Urdska, a solas, mantenía secretas entrevistas y cuchicheaba misteriosamente frases, en una lengua por él desconocida, con jóvenes guerreros de su raza; y de tanto en tanto, uno de estos partía misteriosamente hacia el Este.

Pero aún era muy joven, e ignorante, para adivinar todo lo que se urde y trama en un Reino, y qué es lo que maquinaba tan fascinante como atemorizadora Reina.

Llevaba ya Raigo quince días ausente, y la inquietud de Ardid crecía, pero como mantenía tan escondidos a los nietos, y deseaba que pasaran inadvertidos, lo cierto es que no se atrevía a ordenar batidas por los bosques -ni aun a sus incondicionales soldados o sirvientes-, pues tal interés hubiera llamado la atención, tratándose tan sólo de un insignificante paje. Sin embargo, la tensión era grande, y a menudo Raiga y Contrahecho -que en el egoísmo de sus transportes amorosos no se interesaban más que por sí mismos- le decían que no era posible que le hubiera ocurrido nada, ya que Raigo era tan valiente como astuto. Y que, en aquella estación, aún no se acercaban los lobos a los poblados, así que no parecía fácil le devorasen.

Hasta que cierto día, no pudiendo resistir más, Ardid montó sola en su caballo, sin escolta alguna, como una muchacha que se escapa de su casa. Y aun sintiendo que sus piernas no tenían la agilidad de antaño, partió envuelta en su capa y ocultándose cabeza y rostro con su capucha. Recorrió los alrededores del Lago, y preguntó aquí y allí, a pescadores y mujeres que remendaban redes, a los muchachitos que por allí moraban y cogían zarzamoras, si habían visto por aquellos pasajes a un joven de cabello rubio como el sol, montado en corcel castaño. Pero todos decían que no lo habían visto, y nadie le dio noticia de él. Decidió entonces acercarse a los bosques que bordeaban las Tierras Negras y el malhadado Castillo Negro.

Anochecía, cuando, indiferente a la oscuridad que se avecinaba y al cansancio que iba ganándola, sólo guiada por su deseo de hallar al nieto, en quien ya cifraba sus únicas esperanzas, viose de pronto rodeada por la oscuridad y, adentrada en la espesura, sintió -quizá por vez primera- el roce del miedo. Desmontó y, llevando al caballo de la brida, se aproximó al rumor que indicaba la proximidad de un manantial. Al acercarse, vislumbró un débil resplandor de fuego que provenía de una gruta. Con sigilo ató su montura a un árbol y, reverdeciendo en su memoria antiguas experiencias en lides parecidas, se aproximó a la cueva. Y en su interior halló, cándida e imprudentemente dormido, a Raigo.

Tal fue su emoción, que se apresuró a despertarle y, abrazándole, lloró de alegría. Pero Raigo, colérico, se desasió de su abrazo. Y la miró con tal furia, que le heló el corazón:

—¿Qué hacéis aquí, imprudente anciana? ¿Queréis dar al traste con mis planes?

Estas palabras atravesaron a Ardid como una daga. Pero al punto la hicieron recuperar su fuerza y voluntad. De suerte que, proporcionándole un sonoro bofetón que dejó atónito al muchacho, dijo, revestida de su más grande majestad y arrogancia:

—¿Osáis hablar así a vuestra Reina y Señora, pequeño lacayo? Habéis de saber que, si yo quiero, aquí mismo os mando colgar de un árbol, para escarmiento más de estúpidos que de desvergonzados.

Y antes de que el estupefacto Raigo saliera de su asombro, le despojó de su espada -en verdad mohosa- y, empuñándola con ambas manos, apoyó la punta en el pecho de su nieto:

—Levantaos ante la Reina, mentecato, y prestad oído a lo que os digo, de forma que jamás lo olvidéis.

Así lo hizo Raigo, y con tan manso y contrito aspecto, que la ira se aplacó en la Reina. No obstante, fingió mayor severidad aún, para decirle:

—Bien me parece que deseéis recuperar lo que es vuestro y sólo vuestro. Y mucho me asombra hayáis desconfiado de quien sólo os puede ayudar y conducir. Pero, teniendo en cuenta vuestra ignorancia y juventud, y placiéndome en verdad comprobar el talante de vuestra naturaleza (que no desmiente mi estirpe) y vuestro coraje, aun si va, como ahora, aparejado a la natural insensatez propia de vuestros años, os diré lo que de ahora en adelante debéis hacer: como primera medida, que apaguéis ese fuego sin dilación.

Así lo hizo Raigo, y aun a riesgo de abrasarse, se aprestó a apagarlo y pisar las cenizas con manos y pies, de modo que ni un solo resplandor les delatase.

Una vez apagado el fuego, y ya en la oscuridad, cuando solo adivinábanse el uno y el otro por el bulto negro de sus cuerpos y el jadeo de sus gargantas, dijo Ardid:

—Ahora, siéntate y escucha bien.

Ambos se sentaron en el suelo, y la vieja pero bien templada abuela murmuró lentamente:

—Si permanecer escondido en las habitaciones de una anciana Reina como vulgar sirviente os asfixia y desespera, no sólo no me extraña, sino que os comprendo. Pero no entiendo, en cambio, vuestra imprudente actitud. ¿Sólo con una vieja espada y una daga de niño, que ni tan sólo lograría degollar un cordero, pensáis vencer a las alimañas que dentro de ese Castillo Negro larvan contra vos y contra mí sus tretas de lobos, e incluso contra vuestro ciego padre? Oh, no, Príncipe Raigo, no es así como se recuperan los tronos. Pues habéis de saber que tan rebelde, y aun más que vos, fui yo en mi infancia, y a vuestra edad; y sin embargo, con paciencia y astucia supe permanecer en cautiverio, y en cautiverio supe levantar, uno a uno, los peldaños del trono de tu padre. De forma que, si Rey queréis ser, y no cadáver devorado por lobos o ensartado en lanzas por sucios esteparios de olor caprino, tendrás que tener paciencia y astucia. Y si yo supe aconsejarme por quienes mucho más que yo sabían (y ten por seguro que toda la ciencia, en verdad parca que hayas asimilado, no puede llegar ni a la suela del zapato de la ciencia que yo acumulaba a tu edad), cuánto más tú, ignorante y cándido cachorro de león, deberás aconsejarte de quien tanto te ama: pues eres el centro de mi propia ambición y orgullo. Y aunque no te amara (que sí te amo) tú serías, y no otro, el afán de mi vida; y no cejaré en el empeño de que tú seas el siguiente Rey de Olar hasta el fin de mis días.

Entonces oyó cómo el Príncipe Raigo, aun a su pesar, sollozaba en silencio; y adivinó en aquel llanto, no sólo dolor, sino contenida ira. Pero se calmó su sobresalto al presentir que aquella ira no iba contra ella, sino contra quienes pretendían arrebatarle lo que consideraba suyo, y de su mismo padre. Así pues, depuso su tono severo, y con más dulzura dijo:

—No me opongo a que abandones tan servil escondite. Pero desde ahora sigue mis indicaciones, y ten por seguro que éstas te conducirán hacia el éxito mucho mejor que los impulsos de tu inexperto corazón. Atiéndeme, Raigo: monta en tu caballo y ven conmigo, pues he de conducirte, ahora más que nunca, a lugar seguro, donde nadie pueda encontrarte y donde podrás comunicarte conmigo, y yo contigo, tantas veces como lo desees.

Obedeció el muchacho, y Ardid lo condujo hasta el Lago, olvidando repentinamente el gran cansancio y la debilidad de sus piernas, que cobraban inusitadas fuerzas sobre su caballo. Y allí, en aquella vieja y medio derruida cabaña, que fuera en tiempos escondite de ella misma y del desdichado Amor, le instaló. Y díjole:

—Mañana te enviaré una paloma muy bien adiestrada; ella será nuestro mensajero. Y tendrás cuanto necesites: pero cuida de parecer como vagabundo o mendigo, y oculta tu espada -no ésta, sino otra que yo te enviaré, además de carcaj y flechas bajo las ropas de tu disfraz. Y así, aguarda el momento en que sea oportuno presentarte nuevamente a tu padre, y recuperar lo que te pertenece.

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