Authors: Ana María Matute
Éste fue, pues, el aspecto que ofrecieron a sus ojos aquellas regiones, cuando por primera vez el joven Rey Gudú se asomó a ellas. Restos de aldeas carbonizadas, viento y lejanas nubes de polvo o rara niebla, inmensidad abandonada, lejanía, silencio y aullidos de alimañas: el eco de los muertos, en suma. Por el Norte, los bosques avanzaban, espesos y negros, hasta la linde de la estepa. Y la pequeña fortaleza, medio ruinosa, albergaba a soldados que, en tan dura existencia, parecían incluso haber perdido el don del habla.
La llegada de Gudú y su pequeño pero audaz y reorganizado ejército, sacudió aquel silencio donde sólo parecían romper la uniformidad del tiempo los lentos vuelos de los buitres y las aves de rapiña.
Gudú instaló su campamento en la ruinosa fortaleza, extendiéndolo con tacto y astucia a lo largo de la línea que separaba ambos países. A poco, algunas gentes empezaron a salir de los bosques. Primero con timidez, luego con esperanza, se les fueron uniendo. Lentamente, atraídos por el olor de los cabritos asados, el balar de los rebaños y las voces y risas de los soldados, entraron en contacto con ellos: eran leñadores y pastores, a su vez, moradores de zonas tan agrestes. Pertenecían a Olar, ya que Volodioso les había sometido hacía años, pero sólo para cobrarles tributo. Veían, de tarde en tarde, un emisario de aquel Rey que les había derrotado y, en puridad, esclavizado. Por contra, este nuevo Rey aparecía, si rudo y dando muestras con frecuencia de una severidad aún más estricta que la caprichosa crueldad de Volodioso, mucho más razonable y magnánimo.
Así que, a poco, su ejército se había reforzado con casi un centenar de hombres, jóvenes y fuertes. Y Gudú les había prometido pagarles y vestirles. Así lo hacía, y los soldados empezaron a sentir por él una viva admiración. Los relatos de su extraordinaria victoria contra el País inexpugnable de los Desfiladeros crecían, y se adornaban en labios de quienes la contaban de tal modo, que aquel muchacho apenas salido de la infancia iba tomando ante sus ojos y su imaginación proporciones de invulnerable criatura.
Las gentes del Norte practicaban, aunque en secreto, la religión de sus antepasados. Y aunque Volodioso era Rey cristiano y a la cristiandad sometía las gentes y tierras que añadía a su país, duro resultaba a menudo, si no imposible, conseguir que tales órdenes se cumplieran en lo profundo, aunque externamente se fingiera lo contrario. Gudú, en cambio, mostró una tolerancia que mucho tenía de indiferencia en estas cosas: tanto le importaba un dios como otro -dijo una vez a Yahek, que secretamente adoraba al dios de su madre-, puesto que en ninguno tenía excesiva confianza y no veía, por lo menos en la práctica, gran diferencia de unos a otros. Así pues, al menos momentáneamente, juzgó que en tales cosas mejor era no entrometerse, y dio libertad y holgura a tales manifestaciones. Así ganó una batalla, al parecer humilde, pero profundamente sólida e importante para lo que realmente se proponía. «Tiempo habrá -se decía- de que, si tal conviene, tornen las cosas a ser de otro modo. Entretanto, y tal y como las llevo, me parecen oportunas y eficaces.»
Como había tolerado que sus hombres arrastrasen tras sí -si bien que a prudente distancia- su cortejo de mujeres y chiquillos, aunque estaban sujetos a un entrenamiento fuerte, duro y cotidiano, del que anteriormente jamás habían sido objeto, no se hallaban en modo alguno descontentos con tal jefe y Señor. Pero también era cierto que la menor falta de disciplina, el robo entre los hombres y bienes del campamento, o cosas parecidas -como las riñas provocadas por culpa de alguna mujer-, eran severamente castigadas. Así que buen cuidado tenían de evitar tales lances. Pues en semejantes casos, la crueldad de Gudú podía llegar a extremos jamás sospechados: incluso los ejemplares castigos infligidos por su padre, se antojaban a su lado banales y tolerables.
Alguna vez, el Rey mismo tomó alguna mujer de las que merodeaban en torno a sus hombres. Unas por hambre, otras por verdadero deseo de compañía, otras porque no tenían otra elección que aparejarse con un soldado y beneficiarse de sus privilegios, o morir de hambre y frío entre las ruinas de sus aldeas. Pero jamás mostró interés particular por ninguna y, en general, ninguna era lo suficientemente bella ni refinada como para interesarle particularmente.
Sin embargo, a poco de hallarse acampados en la linde de las estepas, Ondina acertó a localizar el manantial que su severa y purísima abuela tuvo a buen hacer fluir, hacía tiempo, por los alrededores. Y flotó por el agua de los riachuelos, atisbando las costumbres y predilecciones de aquellas gentes. Así, al fin, llegó a distinguir al Rey y le observó con detenimiento. Gudú solía entretener su espera entre largas charlas con Yahek y la caza por los bosques cercanos. También solía, a menudo, sentarse en un altozano que dominaba la estepa, y hacia ella dirigía sus ojos, con avidez y sed. Su corazón latía y su imaginación se espoleaba con los relatos de algún ex mercenario, que más o menos veladamente dejaban entrever pasados contactos -bien que muy moderados- con aquellas gentes y tierras. La idea de adentrarse en el grande y vasto mundo desconocido y dominarlo y desentrañarlo -cosa que no logró su padre- le enardecía. Él mismo, a veces, siguiendo las huellas de cuanto aprendiera del Hechicero, trazaba a su vez algunas cartas donde podían limitarse los contornos de las tierras lindantes, de los bosques y todo aquello que abarcaba su mirada. Y llegó un momento en que estos dibujos, si bien más escuetos y rotundos que los de su anciano Maestro, dábanle una idea bastante exacta de cuál era el lugar donde se hallaba y cómo era este lugar.
—Dicen -le explicaba a veces Yahek, junto a la hoguera que hacía brillar su piel cobriza- que tras el Gran Río, la estepa se detiene bruscamente y allí el mundo acaba. Y quienes llegan allí, se precipitan en el abismo insondable de la Eternidad. Por lo que, a juicio de muchos, las Hordas en sí mismas son espectros demoníacos de aquellos que murieron sin confesión, y allí cayeron para siempre... Por ejemplo, aquellos que cometieron incesto, o se mancharon con la sangre de su madre o de sus hijos... Por tal, ahora son sólo espectros huidizos como diablos, y como diablos aparecen y desaparecen.
—A fe mía -dijo Gudú- que jamás vi diablo alguno entre ellos que no chillara como criatura humana y carnal, si se le aplicó un tizón ardiendo.
—Pero... -añadió Yahek con gran recelo en la voz- recordad a la muchacha cautiva, aquella que quemasteis por bruja: ni un quejido se oyó de sus labios.
—Porque el humo la asfixió antes -respondió Gudú-. Y aún creo que me excedí en generosidad, ante su insolencia.
Pero tales razonamientos, si bien guardaba silencio respetuoso, a la vista estaba que no lograban convencer al viejo guerrero. Había tomado por mujer a la hija de Usurpino, y si bien ésta en un principio le arañó y le cubrió de insultos, llegó un momento en que pareció reverdecer toda ella en una rara juventud. Y si no aparecía bella a los ojos de Gudú, sí presentaba ante todos algunos matices de lozanía y plenitud, que suavizaron su expresión, hasta volverla no sólo apacible, sino incluso complaciente con Yahek. Hasta el punto que éste la liberó de sus cadenas, y ella le preparaba la comida y escogía para él bayas y frutos con que, de improviso, el nacimiento de la primavera y el deshielo habían inundado los bosques.
Este fenómeno no se limitó a la mujer de Yahek, sino que un raro aire pareció desentumecer y aliviar a todos los componentes del campamento. La primavera iniciaba su acostumbrado ciclo de amor a la vida, por ruda y primaria que fuese. Algunas cabras y ovejas parieron cabritos y corderillos. Y al mismo tiempo, alguna mujer alumbró un niño. De suerte que un eterno balido parecía recorrer el campamento, tanto humano como bovino. Y aunque el Rey parecía ajeno a este fenómeno, un día, adentrándose en el bosque tras un ciervo, fue objeto a su vez del conocido y antiquísimo embrujo.
A su entender, Ondina ya había observado lo suficiente de los seres humanos como para iniciar, por su cuenta, la primera experiencia. Estaba tan encaprichada con ello y tal era la curiosidad que sentía por conocer aquellas sensaciones, que sólo la magnitud de su estupidez podía compararse a la violencia de sus deseos. Fiel al pacto que había acordado con el Trasgo, decidió iniciarse con el Rey Gudú, ya que, en puridad, su sentido de la honorabilidad así lo aconsejaba -su abuela la había instruido muy minuciosamente en tales asuntos-. Al contemplarle de cerca y en carne y hueso, Gudú le pareció menos desagradable de lo que había supuesto en un principio. Era muy joven, lo que le predisponía favorablemente en relación a sus gustos. Tenía fiereza en la mirada y agilidad y fuerza en sus movimientos, así que juzgó no era bocado despreciable. Pues si sus preferencias se decantaban hacia los de facciones más delicadas, suave cabello y graciosos movimientos -sus cánones de belleza se aproximaban más a los que rigen la beldad del tritón que la del hombre-, algún escondido encanto tendría para ella, una vez tomada su figura humana.
Así pues, llegado el momento en que Gudú daba alcance a su presa y se disponía a lanzar la jabalina, Ondina escamoteó el animal entre los árboles y, emergiendo del agua la cabeza como le aconsejara el Trasgo, bebió un sorbito del elixir maravilloso. Este elixir la convirtió al punto en una muchacha de una insólita belleza, pues, dado que las ondinas y sirenas -y todo ser acuático en general, sean lacustres, fluviales o marítimas- tienen más semejanza con los humanos en cuanto al concepto de la belleza que cualquier otro de especie alguna, se dijo que, si bien con humana armadura y sólido contenido, no transparente y susceptible a placer y dolor, su nueva naturaleza era muy parecida a ella misma. Y no olvidando la recomendación del Trasgo, que la advirtiera de la imperfección del elixir, tapóse con cuidado las orejas con sus largos cabellos, que retenían el reflejo del manantial y el oscuro y verdeante de los bosques. Sus ojos se habían tornado más cálidos y verdes, como los altos helechos y como el joven liquen que cubría las piedras de la orilla. Y su carne, de por sí azulada y nacarada, se volvió ahora suavemente rosada y oro. Y como no disponía de ropa, tal y como estaba, por lo que había atisbado, juzgó no desagradaría al Rey. Sentóse, pues, a la orilla del manantial, y comenzando a trenzar su larguísima cabellera, cuando, con el estupor que tal visión podía causarle, no tardó en divisarla el joven y avispado Gudú.
Conocedor como era de estas cosas, pues sus experiencias en tal terreno habían aumentado de forma prodigiosa, atinó a decirse que, en situaciones como aquélla, la imprudencia y falta de cautela podían estropear resultados felices. Así pues, avanzó con sumo tiento y sigilo, ocultándose entre los helechos y altos juncos -sin suponer que, pese a ello, Ondina le veía por el rabillo de sus largos y relucientes ojos-. Sólo cuando estuvo casi a su lado -y sujetándola fuertemente por un pie, en previsión de que una fuga asustada le privase de cuanto se prometía-, dijo, con la más suave entonación que encontró:
—¿Qué haces aquí, hermosa muchacha? ¿Quién eres y de dónde vienes? No te he visto nunca y me extraña, porque estas regiones han sido minuciosamente exploradas y recorridas por mí.
—Oh, Señor -dijo Ondina, súbitamente conmovida por una sensación desconocida que la estremeció hasta los huesos. Pues el contacto de la mano de Gudú en su pie desnudo fue la primera experiencia que le cupo en suerte sobre los placeres humanos. Y a fe que nada ingrata le pareció.
—Soy una desvalida muchacha que, despojada de todo, va errando de aquí para allá, en busca de algo con que subsistir...
—Verdad que habéis sido despojada al máximo -dijo Gudú, con una leve sonrisa-. Y aunque lamentándolo por vos, no puedo menos de congratularme por lo que, por su causa, tengo ocasión de contemplar.
Asiéndola con la otra mano del otro pie, la atrajo hacia sí. Si bien con modales no en extremo refinados -pues la arrastró sobre la hierba y los helechos, aunque cuidando de que su cabeza saltara sobre las piedras y su espalda y fina piel no se arañaran en la hojarasca-, la recibió luego en sus brazos, y besó su boca. Fácil es suponer el resto de aquel encuentro. Pues a su vez Ondina experimentó la primera y nada baladí sensación humana en su carne. Y presa de una íntima y punzante alegría, juzgó que, si bien los humanos poseían curiosas costumbres y procedimientos, el amor del más hermoso y grácil tritón era una pura imbecilidad si con aquello se comparaba. Claro está que su recién adquirida carnadura humana contribuía con mucho a tal conclusión. Así fue como, no obstante, al contacto de la piel y la carne, conoció por vez primera la Alegría, cosa, hasta aquel momento, totalmente desconocida, tanto por ella como por los de su especie.
El Rey sintióse realmente satisfecho de aquel encuentro, y considerando que, al lado de aquella criatura, la más joven y agraciada muchacha del campamento semejaba un serón mal relleno, la instó a acompañarle al mismo, diciéndole:
—Muy hermosa me pareces, aunque algo inexperta en estos lances. Pero como estoy consumiéndome en una espera que se me antoja aburrida, antes de iniciar una empresa de mucho interés, creo que no será fatigoso para mí instruiros en algunos detalles que han de beneficiaros mucho a vos, tanto como a mí mismo. Por tanto, creo que os llevaré conmigo al campamento, y repetiremos estas cosas cuantas veces nos sea placentero y agradable a ambos.
—Así será, si lo deseáis, Señor -dijo Ondina, muy divertida-. Y nada debo oponer a ello, pues, como sabéis, nada ni nadie tengo en el mundo.
—Pues ambas cosas serán remediadas -dijo Gudú, alzándola hasta su caballo y llevándola a la grupa-. Si bien, para entrar en el campamento, bueno será que os cubráis con mi capa.
Dicho y hecho, así lo hizo. Y cuando llegó al campamento con tan insólita carga, huelga decir que las miradas quedaron prendadas de aquella adquisición, y que dejó sin habla a más de un bravucón.
El Rey ordenó entonces que confeccionaran y tejieran, con lana de oveja de las que se proveían e hilaban las mujeres, una túnica y unas medias para su hallazgo -como la llamó, pues desconocía su nombre-. Como todas sabían que una orden del Rey no debía ser aplazada más de lo conveniente y razonable -y aún mucho más rápidamente de lo razonable y conveniente-, lo cierto es que seis mujeres tejieron hasta el alba. Pero aquella noche, en la tienda del Rey, cuando Ondina recibió sus primeras y preciosas enseñanzas en el arte que tanto deseaba conocer, no precisó en verdad la túnica en cuestión. No obstante, cuando volvió a lucir el sol, Ondina pudo salir de la real tienda sin necesidad de cubrirse con el manto de Gudú. Y experimentó entonces una curiosa sensación de placentero deleite al vestir por primera vez aquella rara cosa que, a lo que veía, resultaba imprescindible para circular, por lo menos, entre las gentes de aquella zona.