Authors: Ana María Matute
Y pasando rápidamente a otra cuestión, añadió, con dulce y dubitativa entonación:
—La verdad es, hijo mío, que desde que llegaron a Olar, algo extraño ocurre en el Castillo. No sabría explicártelo: es como si un aire musical, o una brisa o, mejor dicho, una melodía de todo punto excéntrica nos rodeara, empujara las cortinas, los tapices, las puertas, las ropas... Algo como una escondida canción, audible e inaudible a un tiempo.
Y comprobando la mirada de asombro que se traslucía en los ojos del Príncipe Predilecto, recompuso su gesto y añadió:
—Claro está que eso pueden ser fantasías de una mujer que ya ha dejado lejos la juventud, abrumada por la soledad y las preocupaciones. Con deciros que ni uno solo de los bailes ni recepciones, ni acto alguno de los preparados para la estancia de la Princesa entre nosotros, ha sido posible llevarse a cabo... Esa criatura es mansa y escurridiza a un tiempo, dulce e insolente, mal educada y exquisita hasta lo incomprensible: pero no según su capricho o humor (cosas que, por humanas, si no agradables, al menos pueden entenderse), sino que todas esas cosas a la vez, parecen amasadas en el mismo pan, cocidas en el mismo horno... Vaya -resumió, tal vez más para sí misma que para su oyente-: la Princesa Tontina es de una candidez y sabiduría tales que, en conjunto, os aseguro producen el más extraño efecto.
Luego, con volubilidad rara en ella, pasó a otra cosa.
—¿Sabéis una cosa, Predilecto? Desde hace algún tiempo, vengo apercibiéndome de lo destartalado y poco acogedor que es este Castillo. Más aún, estimo que no sólo el Castillo, sino todos sus habitantes no ofrecemos el aspecto de suntuosidad y aseo que sería deseable. Vos mismo, querido, ¿desde cuándo no os habéis quitado ese jubón de cuero, tan mugriento?
El rostro de Predilecto se cubrió de un ligero rubor, y se aprestó a decir:
—Señora, no se trata de un jubón, sino de una coraza. Pero es verdad que, entre unas y otras cosas, perdí la cuenta del tiempo que la llevo puesta.
—Pues eso -dijo la Reina, al tiempo que, sin ceremonia alguna, le tomaba por los hombros y le hacía girar, examinándolo de arriba abajo- debe solucionarse rápidamente. No sois, en modo alguno, feo, y un poquito de aseo y cuidado no os vendría mal. También sería oportuno -añadió, con aire de concentrada reflexión- que os perfumarais algo: despedís un olor nada agradable a leña quemada, monte y sangre, que se hace notar cuando estáis cerca.
—Oh, Señora -dijo el Príncipe, no sabía si más asombrado que avergonzado-. Nunca me dijisteis nada al respecto. Y no olvidéis: vengo ahora mismo de un lugar donde estas cosas no tienen la misma importancia que en la Corte...
—Bueno -dijo Ardid-. Daos un buen baño y pediré a Almíbar que os proporcione ropas más adecuadas. Yo misma -añadió con fingida modestia- no ofrezco el aspecto que me corresponde. Por tanto, hora es ya de que me procure algunos detalles de mayor refinamiento, gusto y cierta riqueza. Sé que mi país ha pasado malos momentos, y la austeridad era la joya más preciada que lucía en mi persona, pero la verdad -su voz tomó nuevamente un cálido y ronroneante matiz de confidencia-: en este momento nuestro tesoro se ha enriquecido. Y no sólo por las riquezas que ha conseguido el Rey Gudú en el País de los Desfiladeros, sino por el incalculable valor de las joyas que Tontina aportó como dote. Así pues, creo llegado el momento de que esta Corte se inicie en el esplendor a que, sin duda, está destinada.
—Se hará como decís, Señora -dijo Predilecto. Aunque, en verdad, venían a su mente los horrores de la reciente campaña y la miseria de los Desdichados. Y aquella amargura que invadía su espíritu de un tiempo a esta parte, crecía por momentos. Por tanto, osó decir:
—Señora, si me lo permitís, juzgo que un detalle no sería desdeñable en Reina y Señora de tan indudable buen sentido: y esto es que, al tiempo que una presencia hermosa y suntuosa, no sientan mal a una Reina, como sois vos, los gestos de generosidad y magnanimidad para quienes nada poseen y tanto necesitan.
—Habláis como el caballero que sois -respondió solemnemente Ardid, mientras le acariciaba levemente la mejilla con la punta de sus dedos-. Y tened por seguro que no lo olvidaré.
—¿Es cierto, Señora? -murmuró Predilecto, esperanzado.
—Tan cierto como que soy la Reina Ardid -contestó ella. Pero, en el supuesto de que tales proyectos se hubieran formulado seriamente en su ánimo, lo cierto es que aún no desaparecido el Príncipe de su presencia, ya los había olvidado.
Almíbar halló en el fondo de sus cofres un traje de suave paño color verde musgo, un cinto con incrustaciones de plata, y alguna otra fruslería; todo ello le venía ya muy estrecho, pues lejano quedaba el tiempo en que su torso y su talle lucían tan apuestos como flexibles. Con algún ligero retoque de los Maestros Sastres que se trajo de la Isla de Leonia, y dirigidos por él mismo, el azorado e incómodo Predilecto ofreció -tras el concienzudo baño y las nuevas prendas- un aspecto verdaderamente radiante.
Cuando Ardid le tuvo de nuevo en su presencia, quedó maravillada.
—Sois hermoso como pocos -dijo, satisfecha, esta vez dando ella vueltas a su alrededor, en vez de obligarle a él a darlas-. Y creo sinceramente que, si debéis representar al Rey en ceremonia tan importante como es su boda, no haréis un papel que pueda humillarle... allí donde esté.
Con vaga amargura, Predilecto condujo su imaginación hacia los lugares donde, en aquel momento, el Rey Gudú debía oler tan mal y ofrecer un aspecto tan lamentable y mugriento como ofrecía él mismo días antes. Pero, para no empañar el amoroso y maternal recuerdo de la Reina, prefirió guardarse de todo comentario.
—Ahora -seguía diciendo Ardid, cuyos ojos brillaban con aquella luz especial que los hacía inolvidables-, ha llegado el momento de que conozcáis a la Princesa, vuestra futura Reina, y que, con el tacto y los caballerosos modales que siempre os distinguieron, le hagáis saber la decisión del Rey.
Entonces comprendió Predilecto la última verdad de aquellas cosas, y el porqué Ardid había guardado para el final comunicarle tan importante como desagradable encomienda. Tanto azaro y angustia le invadieron ante la perspectiva de tener que decir a la Princesa cuanto se esperaba de ella y de él en tan señalada ocasión, que, venciendo su natural prudencia, dijo:
—Señora, ¿no creéis que vuestro tacto femenino podrá llevar a cabo con mejores resultados que yo una comunicación como ésa?...
—Oh no -contestó ella, con semblante que no dejaba lugar a dudas sobre la decisión tomada-. Vos sois el Protector, Guardián y Más Leal Hermano del Rey. A vos, pues, corresponde tal honor, y no seré yo tan egoísta que, por precipitación y amor maternales, os prive de él.
Predilecto calló; sabía por experiencia que, tratándose de Ardid, ninguna otra cosa cabía oponer. La Reina dijo entonces, bajando la voz, en tono ligeramente confidencial:
—Antes de la presentación oficial, desearía que observases a hurtadillas a nuestra preciosa criatura. Así, tal vez, observándola (aunque, por supuesto, ocultamente), os sea más fácil hallar las palabras con que deberéis ponerla en conocimiento de la voluntad de mi hijo.
—Será como decís, Señora. Entiendo que la bondad que experimentáis hacia mí os guía, para insinuarme tal cosa... Pero os confieso que jamás espié a nadie tras puerta ni tapiz alguno, y que ello, aun conociendo la nobleza de tal propósito, me repugna.
Pero la Reina ya le había tomado de la mano, y no le oía. Entre las raras y nada estúpidas cualidades que ornaban a aquella criatura, se contaba la de no oír lo que no deseaba oír y, por contra, escuchar -aunque a ella no fuera dirigido- lo que mucho le interesaba.
Le guió, pues, con gran sigilo, hacia una puertecilla que, disimulada -si bien conocida por casi todos los componentes de aquel destartalado Castillo-, conducía a un corredor convencionalmente secreto. Este corredor, por un lado, llevaba directamente al trono y, por otro, a las dependencias destinadas a la Princesa -no habían sido elegidas al buen tuntún por Ardid, como era de suponer.
De esta forma, avanzaron en sigilo y alcanzaron un punto en que, ocultos tras un grueso tapiz, la Reina miró significativamente a Predilecto. Tras ponerle un dedo sobre los labios, tomó con delicadeza la cabeza del muchacho entre sus manos y la aproximó a cierto agujero que horadaba sus pliegues.
—Ved y oíd atentamente -deslizó en voz muy baja al oído del muchacho-. Y luego, venid a contármelo todo.
Y con gesto de gran dignidad, que a las claras demostraba que una Reina no puede permitirse tales acciones -aunque sí ordenarlas-, regresó por donde había venido, dejando estupefacto, molesto, avergonzado y muy atropellada la honestidad del pobre Príncipe Predilecto.
En un principio, Predilecto nada veía. Su ojo permanecía pegado a aquel agujerillo del tapiz, pero tan grande era la vergüenza que sentía, y tal era su confusión y la amargura de sus encontrados sentimientos, que aunque allí estaba su ojo, ni su pensamiento ni su mirada percibían otra cosa que el brillo dorado de la luz. Y sólo al cabo de un rato, cuando su corazón dejó de latir desacompasadamente, distinguió vagamente algunas cabezas de muchachos y, luego, el murmullo de sus voces y sus breves y agudas risas. Así estaba cuando, súbitamente, acertó a interponerse entre él y la luz una cabeza de muchacha; pero estaba de espaldas a él, de forma que sólo podía contemplar su nuca: y ésta era de un rubio tan claro, sedoso y brillante, que despertó en él un viejo recuerdo de la infancia. «Yo he visto unos cabellos como ésos... -se dijo, lentamente, a través del brumoso camino de su memoria-. En alguna parte, en algún tiempo.» Y, entonces, oyó nuevamente la voz de Tontina: voz que, como el día en que ella perdió el cofre del íntimo y valioso tesoro, le llenó de desazón y congoja.
Poco a poco fue comprendiendo de qué se trataba aquello a que estaban jugando: y era aquél un viejo pasatiempo al que, en su niñez, cuando vivía en el Sur, solía jugar con los hijos de los viñadores. «¿Cómo se llamaba aquel juego?», pensó. Pero, por más que lo intentaba, no lograba recordar el nombre y esto, al parecer tan fútil, le desazonaba por momentos, hasta el punto de que le daban ganas de apartar el tapiz, entrar en la estancia y averiguarlo. Sólo la prudencia -aquella prudencia y tino que tan buenos servicios prestaran a Gudú y a la Reina, ya que no a sí mismo- le detenía. Y oyéndoles jugar, se decía que muy poco era lo que veía y oía, para proporcionarle una idea exacta de las palabras con que debería dirigirse a la Princesa, y enterarla de los deseos de Gudú. En estas cavilaciones se hallaba, cuando una voz fresca de muchacho sonó en sus oídos, y aunque la voz no era áspera, creyó sentirlos atravesados por un dardo. Aquella voz -en la que reconoció al raro acompañante de Tontina, que llevaba corona de oro y cuya espada le cegara junto al Lago- dijo:
—Ah, Tontina, el Príncipe Predilecto quiere jugar con nosotros: y es una suerte porque, desde que llegamos aquí, siempre falta uno para nuestros juegos.
—¿Dónde está? -oyó decir a la Princesa.
Lleno de horror ante aquellas palabras, Predilecto cerró los ojos. Sentía que el sudor bañaba su frente como no lo había sentido nunca antes, ni siquiera en vísperas de la batalla contra Usurpino.
—No vale si lo digo -oyó decir al muchacho-. Está jugando: hemos de encontrarlo nosotros...
En su angustia, Predilecto percibió gran confusión de risas, voces y carreras. Y tal terror y angustia le embargaban, que no acertaba ni tan sólo a mover, no ya un pie, sino un solo dedo de su mano. Así fue como, súbitamente, alguien descorrió el tapiz y, entre empujones y algazara, cayó sobre él, de forma que su cabeza vino a golpear su pecho con tan mala fortuna, que la aguda piedrecilla horadada que cierto día le diera Ardid, y que él tan celosamente guardaba bajo el jubón, sobre la misma piel, se clavó en su carne, con agudísimo dolor. Abrió entonces los ojos y al resplandor de la luz que iluminaba la habitación, y del gran fuego que ardía en la chimenea, pudo ver a una muchacha, de apenas diez u once años, que se estrechaba contra él. Así mismo, vio que sus brazos y los de ella estaban entrelazados. La cabeza de la muchacha se alzaba, sonriente y curiosa, ligeramente sofocada por la carrera, y reconoció en sus facciones y en su transparente mirada la que había contemplado como el retrato de Tontina. La Princesa, empujada por los demás muchachos, se estrechó aún más contra él, de forma que la piedra se hundió un poco más en su carne: y era tal el dolor que sintió, que no pudo reprimir un leve gemido.
—¿Qué os ocurre? -dijo Tontina, súbitamente seria. Y, de improviso, su rostro quedó totalmente inmerso en aquella seriedad tan profunda y misteriosa que, en su día, estremeció a la Corte y a la misma Reina.
—No es nada -dijo débilmente Predilecto, en tanto deshacía su involuntario abrazo con una brusquedad que a él mismo le sorprendió-. Perdonadme, os lo ruego...
—¿Perdonaron? ¿Por qué? -dijo la Princesa, recobrando su expresión alegre.
—En verdad, no debía estar aquí -dijo él-. Pero lo cierto es que me había extraviado, y...
Pero notaba la mentira en su lengua, con tan acre sabor que se detuvo. Entonces oyó decir al extraño muchacho:
—¿No queríais jugar? Así me lo parecía. Es una lástima, pues nos faltaba uno, y veníais tan oportuno...
Todos los muchachos mostraron su desencanto; hasta que Tontina dijo:
—Si no quiere, no podemos obligarle.
Pero le había tomado de la mano y le arrastraba tras sí, de forma que, antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Predilecto se halló en el centro del grupo y sentado junto a la Princesa.
—Estáis pálido -dijo ella. Y sacando un pañuelo del puño de su vestido lo acercó a su frente, con ánimo de enjugarle unas gotas de sudor. Pero él la rechazó, aún más bruscamente.
Tan asombrada quedó Tontina y tal expresión de pena leyó en sus ojos, que no pudo menos de decir:
—No quise ofenderos, Señora. Perdonadme.
—A los guerreros no se les hace esas cosas -dijo con aire de falsa sabiduría uno de los pajes más menudos-. No les gustan la compasión ni los cuidados: para eso son guerreros.
—¿Sois un guerrero? -dijo Tontina muy interesada, volviendo a guardar el pañuelo.
—Soy el Príncipe Predilecto -dijo él, esforzándose en dar un tono natural a su alterada voz-. El Protector y Guardián del Rey, nuestro Señor.
—Entonces, eres su hermano -dijo Tontina, con sencillez. Y añadió-: Creo que os estamos molestando. Pero tenía mucho deseo de conoceros después de lo que nos ha contado sobre vos mi primo, el Príncipe Once -y señaló al extraño muchacho que, en tanto, se había sentado sobre la mesa y balanceaba las piernas.