Olvidado Rey Gudú (54 page)

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Authors: Ana María Matute

—¡Sois el más divertido de todos! A nadie, a nadie, ni siquiera a Once, se le hubiera ocurrido un juego semejante.

—Por favor, Señora -dijo Predilecto con voz alterada. Se desprendió cuan rápidamente pudo de aquel abrazo, y añadió-: Os lo ruego, no hagáis esto: estáis muy equivocada si creéis que de un juego se trata, pues sólo la verdad y nada más que la verdad habéis oído.

—Pues aunque sea la verdad... -dijo Tontina, un tanto asombrada de su actitud (Predilecto vio con una indefinible pena, que no tenía ninguna razón de ser, que ahora ella ocultaba tímidamente los brazos a la espalda, para evitar un nuevo abrazo)-. Aunque sea verdad: es un juego bonito.

Sus ojos le miraban tan serios ahora, que tuvo la impresión de que había un deje extraño en su voz, como un temblor apenas cierto, como una levísima tristeza.

Y así quedaron, uno frente a otro, sin saber qué decirse. Y estaban callados, y como asombrados de ver algo que nunca habían visto; o escuchado algo que jamás habían oído; como si acabaran de descubrir lo que nadie antes de ellos había conocido nunca, aunque, fuera tan conocido y tan distinto y tan viejo como el mundo.

El Príncipe Almíbar se anunció entonces y, precediendo a la Reina, entraron ambos con rostros alegres en la cámara de Tontina.

—Querida -dijo la Reina-, creo que mi querido Príncipe Predilecto os ha comunicado ya los deseos del Rey.

—Así es, Señora -dijo la muchacha. Pero seguía mirando a Predilecto de tal forma, que el muchacho pensó que probablemente no oía, o, al menos, no entendía, lo que le decía la Reina. Y en esta misma actitud, y en el mismo silencio que, de improviso, había llegado a ella y la invadía totalmente como una nueva y misteriosa naturaleza, oyó la alborozada y a todas luces presurosa enhorabuena de Ardid; y también sus diligentes, pero al parecer muy elaboradas con antelación, órdenes y consejos para que la ceremonia se celebrase sin dilación. Y tan entusiasmada estaba, y tan feliz parecía enumerando los preparativos y menudencias que para tal acto serían necesarios, que no vio ni oyó otra cosa que sus palabras, a pesar de que el repentino y denso silencio de Tontina y del propio Predilecto eran tan visibles y audibles como sus personas y sus voces.

Sólo cuando Predilecto se retiró, junto a Almíbar, y quedaron solas, acertó a ver la Reina un resplandor distinto en los ojos de la Princesa:

—¿Lloras, hija mía? -dijo, atrayéndola hacia sí. Y mientras la besaba en la frente y alisaba sus hermosos cabellos rubios, añadió-: No es cosa de importancia, ¿sabes? Todas las muchachas lloran la víspera de su boda.

Y se retiró, sin apercibirse de que en la mano derecha, fuertemente apretada en el puño, hasta sentir dolor, Tontina se aferraba -con desespero desconocido y terrible- a la mitad que le correspondiera de cierta piedra horadada y azul. Con súbita congoja, Tontina se dijo por primera vez que, acaso, contrariamente a lo que siempre creyó, el mundo no era hermoso.

Los problemas y vicisitudes de Ardid no habían llegado a su fin, como tan confiadamente creía.

Apenas había transcurrido la mitad de la tarde, fue llamada urgentemente por dos de las muchachitas que acompañaban a la Princesa:

—Venid, Señora -le dijeron, tan llorosas y azoradas que trabajo tuvo para entenderlas.

Explicaron que su Señora, la Princesa Tontina, se hallaba en verdad en trance de muerte. Desolada corrió la Reina ante tales noticias: y en verdad que halló a Tontina tendida en el suelo, y tal ardor había en sus mejillas y tal brillo en sus ojos -que por otra parte no veían ni conocían-, que temió por un instante que aquellas desdichadas e insensatas emisarias no se hallaran lejos de la verdad.

Suspendió, si bien por contrariedades momentáneas, la ceremonia nupcial, y se apresuró a llamar al Hechicero en su ayuda. El anciano entró en la estancia, y aun mucho antes de observar a la postrada Tontina, recorrió con astuta mirada la sala en general, las cabezas de muñecos que asomaban por doquier y las asustadas flores que, al borde de la ventana abierta, esperaban ansiosamente su veredicto. Entraba a su través el más puro y perfumado aire que podía respirarse en el Castillo, y una vez observadas minuciosamente todas estas cosas, en vez de aproximarse al lecho, acercó su cabeza al hueco de la chimenea y llamó:

—Amigo, ¿has reconocido y recogido algún síntoma del tradicional veneno?

El Trasgo apareció con rapidez inaudita -en los últimos años se hacía cada vez más remolón- y dijo:

—Algunos. Abre su mano derecha.

El Hechicero se aproximó a la Princesa y, tomando su mano fuertemente cerrada, la abrió: contempló algo, y volvió a cerrarla inmediatamente.

—Dime -dijo Ardid, impaciente-. ¿Qué es?

—Nada de particular importancia -contestó el anciano-. Aunque te lo explicara, dudo que lo entendieras. Has de saber, en cambio, que según presumo, lo que ocurre es vulgar y pasajero, y en suma: no reviste interés especial.

—Sea como fuere -dijo Ardid golpeando el suelo con el pie, cosa que no hacía desde los tiempos lejanos de su infancia-, date prisa en hallarle cura, porque sabes que la boda urge.

—Ten calma -dijo el Hechicero, con voz cansada y triste-, ten calma, Ardid: la vida sigue la vida, y a la vida, la muerte. Ante estas cosas, poco podemos los humanos.

—¿Va a morir? -se alarmó la Reina.

—No en este trance -dijo el anciano-. Pero morirá, tenlo por seguro, como tú y como yo.

—Bueno, pues apresúrate -se impacientó ella-. Conoces lo delicado de la situación, y conviene dar remate cuanto antes a asunto tan enojoso.

Sin embargo, en vez de retirarse, se sentó junto al lecho de Tontina, mirándola. Y mientras el Hechicero se inclinaba sobre el pecho de la niña y escuchaba su corazón, y escudriñaba el fondo de sus ojos -que parecían ciegos- y tocaba levemente sus oídos -que parecían sordos- y colocaba un ramito de orégano entre sus labios -que parecían privados de todas las palabras-, y luego dejó el mismo ramito sobre el corazón de la Princesa, Ardid no dejaba de mirarla. Al fin, en un impulso raro en ella, tomó entre las suyas la mano que, laxa -aunque cerrada como una concha-, caía entre los pliegues de su lecho. Y así, con aquella mano pequeña que tenía el color mezclado del ámbar y la nieve, intentó abrirla; pero aunque con sólo presionarla levemente lo había conseguido el Hechicero, ella no podía hacerlo. Más que una mano cerrada parecía un cofre cerrado: como aquel que contenía el peregrino tesoro, ya sin secretos. Y dijo:

—¿Qué guarda aquí, Maestro?

—Nada de interés, querida niña: una piedra del río.

—Ah -dijo ella. Y sin saber por qué, suspiró y repitió, como para sí misma-, una piedra del río.

Y pensativa, tal vez un largo tiempo, tal vez un solo instante -nunca podría saberlo- oyó decir con voz aliviada a su Maestro:

—Oh, iasí que buena!

—¿Qué es eso? -preguntó Ardid, curiosa e impaciente. Y vio que la ramita de orégano se había trocado en una flor de largos pétalos, hermosa y resplandeciente. El Hechicero la tomó delicadamente entre el pulgar y el índice, y dijo, guardándola en los pliegues de su túnica:

—En verdad es una flor muy útil: sirve para innumerables conjuros y no es frecuente la oportunidad de asistir a su nacimiento. Pero, para explicártelo claramente, te diré que la Princesa no está enferma, sino tan sólo... ¿cómo podría decírtelo?, ha sufrido una metamorfosis.

—¿Qué dices? -se alarmó Ardid-. No irás a decirme que va a convertirse en rana o en cierva, como según pudimos comprobar, sucedió a algunas de sus antepasadas...

—No, no es eso exactamente -dijo el anciano, pensativo. Entonces, el Trasgo asomó la cabeza bajo el lecho y, encaramándose al respaldo de la silla de la Reina, dijo:

—Es sólo una especie de contaminación.

—¿Contaminación? -dijo Ardid, más nerviosa de lo aconsejable-. ¿Qué clase de contaminación?

—En verdad -dijo el Trasgo-, lo que ocurre es que dejó de ser, si no totalmente, sí en parte, quien era. Es decir, que saltó la barrera del Plazo Establecido.

—Pero ¿queréis volverme loca? -se lamentó Ardid-. Hablad en mi lengua, os lo suplico.

El Trasgo y el Hechicero cambiaron impresiones en voz baja y, al fin, el Maestro dijo a Ardid:

—Verás, la vida humana está compuesta y condicionada por plazos que, de una u otra forma, pueden tener su prórroga o su fin. En este caso, un plazo ha vencido: pero a lo que parece, con ciertas prórrogas. En definitiva, y para elegir una fórmula que puedas alcanzar, te diré simplemente que la Princesa Tontina ahora ha abandonado a Tontina sin dejar de ser Tontina... Y créeme, no hay motivo, al menos por ahora, de alarma. Pasarán seis o siete días, a lo sumo, y Tontina volverá a levantarse del lecho, a ver, y oír, y hablar. En suma, a comportarse normalmente. Y tengo para mí, que al menos en el aspecto que a ti te place, se comportará mucho más normalmente de como lo ha hecho hasta el presente.

—Bien, si así es, tengamos paciencia -dijo Ardid-. Pero ya me parece casi imposible ver el día en que esta muchacha deje de proporcionarme inquietudes y sobresaltos.

—Muy pronto dejará de hacerlo -dijo el Trasgo-. Tenlo por seguro, querida niña.

Y con estas palabras -que no alcanzó en su profundo significado-, Ardid quedó tan cansada que, a poco, se durmió.

-Dejémosla descansar -dijo el Hechicero-. Falta le hace.

-Así lo creo -añadió el Trasgo-. Pobrecita niña, querida... ¡qué sabe ella!

—Querida niña es, en verdad.

Y besándola ambos en la frente, cada uno regresó a su lugar adecuado.

Pero no había pasado mucho rato cuando Ardid despertó sobresaltada. Contempló a Tontina a su lado, que parecía dormida. Arregló los pliegues de su vestido, alisó sus cabellos y, suavemente, colocó sus manos en posición descansada. Entonces, descubrió una cabecita negra que, bajo la almohada, parecía contemplarla. Con una honda y lenta ensoñación, tan vieja como el mundo, tomó aquel muñeco: lo examinó entre sus manos, le dio vueltas y, al fin, volvió a dejarlo junto a la Princesa; al lado de la mano que permanecía tan fuertemente cerrada.

—Es extraño -se dijo-. Nunca pensé, hasta ahora, cuán pronto perdí mi infancia... si es que la tuve algún día.

Y recordó de nuevo aquel muñeco que había enterrado en la cueva, junto al mar; le pareció que apenas había transcurrido el tiempo desde aquel atardecer en que contemplara las siluetas de las cabezas de su padre y su hermano hincadas en las picas, sobre las ruinas del Castillo. Algún día -pensó- iría allí y desenterraría aquel muñeco, y tal vez lo guardaría en alguna parte -en algún cajón, en algún saco, en algún secreto lugar-, donde nada, ni nadie, excepto su tímida y temblorosa memoria, pudieran encontrarlo.

5

Desde que fue enterado de la enfermedad de Tontina, Predilecto se hallaba preso de una desazón que le sumía en profundas inquietudes. Algo extraño sucedía en él, pues lo que tan candorosamente creyó como el único horizonte de su vida -la lealtad, el afecto, el agradecimento, tanto al Rey como a Ardid-, se había tornado día a día más complejo y oscuro. Estas cosas ya no constituían tan simples como incuestionables causas. Eran, por contra, origen mismo de duda, de miedo, de meditación; y de una creciente, aunque vaga y remota, rebeldía. El conocimiento de la Princesa le había sumido en un mar de perplejidad y desasosiego: por un lado, una extraña piedad se apoderaba de él al comprobar cuán ciegamente vivía la Princesa Tontina en un mundo que era del todo distinto a como ella suponía; y por otro, era en aquella piedad donde más claramente se apercibía de que, aunque en distintas circunstancias, él mismo sufría esa misma clase de ceguera.

Casi sin reflexión -cosa en él muy extraña-, montó en su caballo y -como hiciera en otro tiempo, cuando acompañaba a su padre, y no hacía mucho a su hermano- se adentró en los bosques, en busca de paz y serenidad. Y así, sin que tuviera entera conciencia de ello, llegó al borde de las Tierras Negras, donde habitaba el sufrido pueblo de los Desdichados. Entonces, su corazón reavivó la vieja simpatía y amistad por aquellas familias, cuando la joven Lure le había sanado la herida. Y experimentó el gozo de reencontrar tan entrañables amigos. A medida que se acercaba allí, iba descubriendo algo antes nunca pensado: que ellos eran sus únicos y verdaderos amigos, pues nada más que su amistad y afecto esperaban de él; y que sólo su persona era lo que les agradaba, y nada que pudiera beneficiarles en su desesperanza.

Así pensaba cuando entró en la aldea, y con dolor comprobó que las míseras cabañas ofrecían un aspecto desolado, abandonado, yermo. Ningún fuego ardía, ninguna voz resonaba entre la arboleda, ningún niño se perseguía entre risas: hasta los pájaros, al parecer, habían abandonado tan desolado lugar. Un gran silencio se aposentaba por doquier. Así lo respiraba, hasta casi anegarse en él, cuando al fin, entre unas empalizadas, divisó un perrillo gris, de ojos como ciruelas maduras, tan joven y tierno que, al parecer, no había aprendido aún ni siquiera a huir; sólo su curiosidad le mantenía allí, casi sonriente -en verdad, parecía sonreír-. Predilecto desmontó, lo tomó en sus brazos y le prodigó cariñosos nombres, mientras se decía que aquel perrito era, tal vez, el único superviviente de algo atroz que no se atrevía a pensar. Se juró a sí mismo salvarlo de la muerte y conocer la causa de tanta desolación. Así estaba, cuando una piedra, y luego varias, vinieron a caer junto a él. Rápido -como soldado que era-, se aprestó a la defensa, y conminó a su adversario a luchar de frente, si así lo tenía por justo.

Apenas había dicho esto, sin resguardarse, solamente en pie en aquel claro del bosque tan seco y triste, con la espada en alto, cuando un nuevo silencio le rodeó. Estaba ya a punto de creer que había sido objeto de alguna broma por parte de las criaturas silenciosas que habitan los bosques, cuando, lentamente, surgieron de la espesura algunas figuras. Eran de baja estatura, delgadas y harapientas, pero todas portaban toscas armas fabricadas con ramas y piedras afiladas. Y de entre todas, una más que ninguna le llamó la atención, por ser, al parecer, quien las capitaneaba. Al fin, descubrió sus ojos: tan negros y tan fieros como jamás vio otros. Cuando le hubieron rodeado, comprobó que se trataba de muchachos, de ocho o diez años a lo sumo, y que aquel cuyos ojos tanto le impresionaban, alcanzaría los quince. Sin embargo, algo había en él que le devolvió la imagen familiar de un rostro, antaño muy conocido. Al punto, le reconoció, y bajando su espada, dijo:

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