Authors: Ana María Matute
Al fin, cierta madrugada, anuncióse con gran evidencia la llegada al mundo de aquel que, entre las tres, llamaban ya el Príncipe Heredero. Y como la joven Reina fue instruida sin remilgos en las causas y orígenes de la vida humana por su Maestro, conocía mejor que partera alguna todo lo referente a tales cuestiones. De manera que ella misma dio instrucciones muy precisas a las dos doncellas; y sin alharacas ni gemidos al uso, la Reina dio a luz, sin complicaciones de ninguna clase, a una criatura robusta y de abundante pelambre negra -que, al decir de las muchachas, no era corriente lucir en recién nacidos-. Más motivo de admiración dio a las tres comprobar que la mirada azulnegra del niño -si bien turbado por la expresión de los que, a buen seguro, quedan estupefactos en su primera ojeada al mundo donde les tocó nacer- no tardó en significarse con brillo singular; e hizo por primera vez, tras su cautividad, sonreír a la Reina Ardid.
—¡Ah! -exclamó-, esos ojos no desdecirán de mi casta. Ahora, queridas niñas, dormid, que bien ganado tenéis el reposo. Habían confeccionado entre las tres unos sencillos pañales, y con ellos, como si de un campesino se tratase, vistieron pobremente al que, sin saberlo ellas, sería, con el tiempo, el más grande Rey de Olar.
Cuando las muchachas estuvieron profundamente dormidas, la Reina llamó al Trasgo. Desde su cautiverio sólo le había visto dos veces, y en ambas ocasiones ella se negó a abandonar la prisión a través de los subterráneos, como él pretendía. Aparte de que su estatura se lo impedía, le razonó de esta forma:
—¿Por qué he de huir, mi buen amigo? ¿Dónde voy a ocultarme? Me perseguirán como una alimaña: y al fin y al cabo, aquí nada nos faltará a mí y a mi hijo. Por el contrario, prefiero pasar mis días relegada, hasta el momento en que mi hijo pueda reclamar sus derechos. Entonces se cumplirá mi vieja venganza, tan estúpidamente olvidada, y cuya desatención me ha traído tanto mal. Así, querido Trasgo, aguarda con paciencia, como yo, a que llegue ese día. Y avisa de todo a mi buen Maestro, pues, sumido en sus estudios y averiguaciones, no creo que esté muy enterado del curso de los acontecimientos. Y de ello me alegro, pues su humilde y sustanciosa vida fue olvidada por el Rey y de este modo se ha salvado de un castigo semejante al mío.
—Así lo haré -dijo el Trasgo-, pero no creo que mis subterráneos sean un camino de fácil acceso para él...
—Pedidle un esfuerzo -dijo Ardid-, ya que le necesito de veras.
El Trasgo volvió a poco con la noticia de que el anciano, si bien derramando abundantes lágrimas, no había sido capaz de atravesar los laberintos llevados a cabo por él.
—Es muy viejo, en verdad -dijo el Trasgo chascando la lengua. Y olvidando que le sobrepasaba cuantiosamente en lustros, añadió-: Temo que por mucho cariño que os tenga, no le sea posible llegar hasta aquí.
—Entonces -dijo Ardid-, decidle que esta noche dejaré abierta mi ventana: de suerte que, si forma la nubecilla voladora (aunque sé que esto no es de su agrado, pues aparte de que se marea mucho, lo considera cosa poco seria), podrá entrar aquí. Es la única forma de encontrarnos que se me ocurre, y así podamos celebrar asamblea íntima y urdir diferentes y variados proyectos.
Así lo hizo el Trasgo. Y a la noche, cuando dormían las doncellas, el Hechicero voló, entró y cayó cuan largo era sobre las pieles con que el Rey permitió cubrir el suelo de la estancia, y entre las que figuraba una, precisamente perteneciente al infortunado Hukjo: aquella que cubría las rodillas de Volodioso el día en que halló a Ardid en su jardín. El Trasgo le reanimó hábilmente, dándole a beber de un frasquito azul que él mismo le había enseñado a llenar con un preparado de hierbas saludables. Pasada su pequeña agonía, el Hechicero abrazó a Ardid y juntos lloraron su desdicha, ante la mirada amorosa y entristecida del Trasgo, cuya contaminación aún no le permitía llorar, aunque sí abonar de una pena cada día más peligrosa su naciente raíz.
—¡Ay, niña mía! -dijo al fin el viejo, secándose las lágrimas con el borde de la túnica-. ¿Qué te ha trastornado de tal guisa? ¿Cómo no cumpliste estrictamente un plan tan bien trazado, y dejaste vivir y colear a tu verdugo? ¿Qué es lo que falló?
—Dejemos eso -dijo Ardid, con evidente desazón-. ¡Ya pasó el maleficio!
—¿Maleficio? -se asombró el viejo-. No sabía que en este Castillo alguien poseyera (descontados el Trasgo y yo) tales conocimientos.
—No se trata de un maleficio a vuestro uso -dijo Ardid-, sino un maleficio que suele atacar a infinidad de seres humanos. Pero, dejemos eso, os lo ruego: ya pasó. Por contra, la maligna raíz de ese mal se ha convertido en poderosa rama, de muy distinta y más eficaz especie: el odio.
—Entiendo, entiendo -dijo entonces el anciano-. Le amasteis.
—Bien, si así lo entendéis -dijo ella, con voz trémula; pero este temblor fue el último jirón de un amor ya totalmente aventado. Un amor que huyó, cual ráfaga de viento, por la abierta ventana.
Y al pasar junto a la espesa cortina, ésta se agitó: y un pájaro azul que había tejido en ella palideció como si el sol le hubiera dado muy de frente, y mucho tiempo.
—Al fin y al cabo -dijo Ardid, totalmente serenada, y recuperando la firmeza y juicio que siempre la distinguiera-, si se considera fríamente la situación, la cosa no es demasiado rara: torpes fuimos los tres por no atinar en ello, y no urdir algún remedio contra tal posibilidad. Pues si entre hombres maduros me crié, natural era que amara a un hombre maduro, y no a un jovenzuelo. Siempre consideré que sólo los hombres de edad eran dignos oponentes de mi conversación y mi amistad. Tanto más, si el amor había de llegar a mí. Torpemente, pues, no dimos en pensar que la edad y el porte de Volodioso eran las justas para despertar en mí semejante sentimiento. Pero, puesto que ya todo pasó, y en el presente tan sólo un odio lento y reposado crece en mi pecho, paciencia tengo para aguardar el momento en que broten sus ramas y pueda regar sus flores; y así, deleitarme con su perfume.
—¡Así me gusta oír a mi pequeña Reina! -dijo el anciano-. ¡Ésta es mi Ardid!
—En efecto, ésta es mi Ardid -se regocijó el Trasgo. Y para celebrarlo se echó al gaznate unos tragos suplementarios que, en puridad, le correspondían.
La noche en que el pequeño Príncipe nació, la Reina llamó al Trasgo por tercera vez. Y éste se enterneció mucho en la contemplación del niño: le tocó los ojos y la cara con sus dedos ingrávidos -para los humanos no iniciados-, y dijo:
—Es muy parecido a su padre, querida niña.
—¡No digas eso en mi presencia! -silabeó Ardid, súbitamente enfurecida-. Sus ojos son mis ojos.
—No sé -titubeó el Trasgo-, te digo (y es verdad, pues veo la configuración de su futuro cerebro y esqueleto) que se parece a su padre: como él, será fuerte, sensual y valiente. Pero aguarda: atisbo en el nacimiento de su mirada algo no habitual... ¿Será, acaso, capaz de verme, igual que tú me viste, aquella mañana, en los sarmientos? No sé, querida niña: acaso también se parece a ti...
Pero Ardid no se apercibió -o no quiso apercibirse- de que en aquellas últimas apreciaciones había, por parte del Trasgo, más deseo y esperanza que riguroso análisis. Y tampoco vio -pues ni ella ni el mismo Trasgo estaban en condiciones de prestar atención a tales cosas- la maligna lozanía que, a impulsos de tal aseveración, vivificó la peligrosa raíz que crecía en el pecho del Trasgo del Sur.
—En tal caso -dijo-, no tengo nada que objetar. Si en lo bueno es como su padre, y al mismo tiempo lleva lo mejor de mí, contenta puedo estar: será un gran Rey.
—¿Es tan importante ser un gran Rey? -preguntó el Trasgo, lleno de curiosidad-. Niña mía, se me antoja difícil entender a los humanos.
La Reina quedó pensativa. Pero, al fin, espantó de su mente un enjambre de vagas dudas, y aseveró:
—Lo es, y aunque sé cuánto trastorna este viaje a mi querido Maestro, anda y dile que venga a conocer a nuestro Príncipe. Así lo hizo el Trasgo, y algo más tarde entró como una tromba por la abierta ventana el Hechicero. Y tal era la impaciencia de su corazón por ver al niño, que acaso olvidó marearse. Sentados junto a la cuna, permanecieron los tres en tiernas pláticas, hasta rayar el alba. Entonces, cada uno regresó a su lugar: el Trasgo al subterráneo, el Hechicero a su laboratorio y la Reina a su lecho. Pero una esperanza, aún tenue como la luz de una luciérnaga, pareció iluminar a los tres amigos.
Apenas despertaron, la Reina dijo a sus doncellas:
—Muchachas, vuestra huida está dispuesta: ya que el Príncipe ha nacido, no os necesito, pues en verdad sé arreglármelas muy bien sola. Por tanto, os revelaré un pasadizo secreto por el que podréis escapar; y os daré uno de mis pendientes, única joya que aquí poseo, a cada una, para que no os vayáis con las manos vacías, pues bien sé que el oro, o cosa que lo valga, mucho ayuda a solucionar todas las cosas de este mundo.
Las muchachas se miraron y quedaron un rato indecisas. Al fin, cuchichearon, y entonces Dolinda, que era la mejor conversadora, manifestó:
—Majestad, lo hemos meditado mucho, y hemos dado en pensar que al fin y al cabo aquí estamos bien guarecidas y alimentadas. No olvidéis que hemos salido del bajo pueblo, y que no es una suerte bendita volver a él. Por otra parte, creed que os hemos tomado gran cariño, pues siendo gran Reina, y gran Señora sobre todas, no sois caprichosa ni malvada como otras damas a quienes nos tocó servir: que nos clavaban agujas y nos arañaban la cara si no las peinábamos a su gusto. Aparte de estas cosas, y una vez ha nacido y hemos conocido al joven Príncipe, hemos de confesaros que él se ha adueñado de nuestro corazón: y mucho nos afligiría abandonaros a vos y a él. Así que, si nos lo permitís, permaneceremos con vos, en tanto no os enoje nuestra presencia.
La Reina las abrazó, complacida. Y así, tuvo dos muchachas con quienes compartir los tristes días de su encierro: pues la compañía del Trasgo y el anciano Hechicero, si bien la confortaba como ninguna otra cosa en el mundo, no llenaba ciertos escondrijos de su corazón que comenzó a atisbar; y por esto, ellos ya no lo eran todo en su vida, como en otros tiempos en que, descalza, recorría campos y viñedos, y miraba al mar a través de una piedra horadada. En la Corte y en el amor que brevemente conoció, había descubierto otros aspectos de la vida que, en verdad, dos ancianos tan alejados del humano ajetreo como eran el Trasgo y el Hechicero, mal podían comprender. La Reina, que ahora por vez primera deseaba conservarse bonita y joven, podía conversar de aquellas cosas con las dos muchachas: ya que ellas, por haber peinado, vestido y maquillado a muchas damas, conocían infinidad de recursos y martingalas sobre afeites, secretos de belleza y de juventud, que Ardid, con toda su gran sabiduría, no había llegado a sospechar. Por otra parte, también conocían aquellas muchachas la veleidad y las debilidades de los hombres, tanto nobles como plebeyos. Y de esto tampoco había aprendido lo suficiente la niña, que creía saberlo todo.
Al fin comprendía Ardid que ignoraba si no el más importante sí un muy provechoso aspecto de la vida entre sus semejantes. Por tanto, no sólo aprendió de ellas estas cosas, sino que mucho les oyó de intrigas y zancadillas, de odios y rencores disimulados bajo el colorete; mucho escuchó de amores apretados bajo la -por ella aún desconocida- tortura de una prenda íntima, que, a decir de las muchachas, oprimía de tal forma las carnes que a una mujer robusta la tornaba en talle de lirio -si bien no podía prolongarse por muchas horas, so peligro de asfixia y amoratamiento progresivo-. En fin, que con estas charlas, Ardid se divertía mucho, y aprendía aún más.
El Príncipe, si bien lloraba con ensordecedora potencia, que denotaba la robustez de sus pulmones, crecía hermoso y gordito. Miraba vivamente interesado las cortinas con pájaros azules, la piel esteparia, o el fuego que ardía en la gran chimenea de piedra. Y cuando llegó la primavera y el frío se alejó hacia otras regiones, y el sol entró por las estrechas ventanas de la Torre Este, sonrió por vez primera a un grupo de pájaros que, sin nadie notarlo, habíanle reconocido como hijo de un hombre a quien amaron mucho.
3
Almíbar, el medio-hermano de Volodioso, era por naturaleza enemigo de la guerra y la violencia. En su primera juventud sufrió muchas afrentas por parte de los hijos del Margrave Sikrosio, excepto de Volodioso. Era casi un niño cuando éste se proclamó Rey; y habiendo dado muerte más o menos directamente a sus otros dos hermanos, reflexionó sobre el destino que debía deparar a aquel niño, apenas llegado a la pubertad. Recordaba con agrado el tiempo en que Almíbar tenía apenas siete años -y quince él-, cuando de paje lo llevaba, portando carcaj, flechas o jabalina. Y el día en que, interpretando el lenguaje de los pájaros, profetizó su reinado.
Así pues, siendo ya Rey, contempló a aquel adolescente cuyos rasgos se le parecían, pero tan suavizados y embellecidos, que sólo tras una intensa y sagaz mirada podía adivinarse que eran hijos de un mismo padre. Pensó Volodioso que Almíbar era manso de carácter, le había secundado en todo, que le amaba y que, si bien no resultaba claro a su entender, la verdad es que sentía hacia el medio-hermano un tibio afecto, como jamás le inspiraron Sirko el taciturno, ni Roedisio el imbécil. Por tanto, lo retuvo a su lado; y a poco comprobó que era tímido y dulce como una muchacha, y que seguía tan aficionado a las letras y a las artes como en tiempos del libro bajo la cornamusa. Aunque era fuerte, hábil y capaz de manejar la espada, si a ello se veía obligado, tal cosa le repugnaba profundamente. Lo llevó consigo durante un tiempo, y tuvo la evidencia de su fidelidad en circunstancia muy significativa para él.
Eran los días de sus campañas del Sur, cuando adicionó a su Reino las regiones de clima suave y codiciados viñedos. En medio de una batalla, una flecha vino a herirle en el hombro: el dolor experimentado le hizo perder su montura, y en el suelo e indefenso, vio un iracundo adversario que se prestaba a partirle el cráneo con su hacha. Fue entonces cuando, inesperadamente, un cuerpo esbelto -e insospechadamente provisto de fuerza y agilidad- se interpuso entre él y su agresor. Era Almíbar, que solía avanzar a su lado, a guisa de escudero. La pequeña daga que, más como adorno que como arma, llevaba al cinto se hundió en el corazón del adversario. Y si bien el hacha de éste desvióse así de la cabeza del Rey, vino, en cambio, a cercenar la delicada muñeca de quien tan valerosa como humildemente le salvó la vida.