Olvidado Rey Gudú (26 page)

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Authors: Ana María Matute

Entre las escasas virtudes -aparte sus dotes guerreras y de mando- que adornaban el carácter de Volodioso, contábase, no obstante, su feliz memoria para quien le hizo un favor. Y así como jamás olvidó una afrenta, tampoco se desmemoriaba en esta clase de lances. Desde aquel día, pues, el fraterno sentimiento del Rey se volvió -en cuanto era posible- hacia el medio-hermano. Juró protegerle mientras viviera, y darle cuanto él apeteciera y en su ánimo estuviese.

Terminadas las campañas del Sur, mandó fabricar una mano de marfil, sujetarla hábilmente al muñón del desgraciado y fiel Almíbar, y cubrirla con un guante de rico terciopelo carmesí. Además, le regaló una daga de oro puro con puño de rubíes; y en su hoja leíase este emblema: «Un corazón fiel es digno de vivir». Con lo cual vino a demostrar a todo el mundo que las dudas abrigadas hasta el momento sobre la conveniencia de enviarlo junto a sus otros hermanos, quedaban zanjadas para siempre.

No contento con ello y arrastrado por la euforia de sus crecientes victorias y su engrandecimiento -era el tiempo joven: el hermoso tiempo en que el Reino se enriquecía y ensanchaba aún a costa de las guerras, en vez de desangrarse en ellas; el tiempo en que un Rey nacía y crecía, más aún dentro de su corazón que en parte alguna; un tiempo en que los pájaros, sus amigos, venían a recibirle los primeros a la Puerta Volinka (veíalos llegar a él en bandadas de plata, sobre las murallas de la cada día más rica y poderosa Olar), antes que las campanas del triunfo que volteaban en las torres resonaran en sus oídos-, embargado, en aquellos días, de gloria y de poder, ofreció dar a Almíbar lo que más deseara. El muchacho reflexionó y al fin dijo, ruborizándose, que, puesto que más que otra cosa en el mundo amaba el estudio, para cumplir tales deseos no veía otro lugar más adecuado que ingresar en el Monasterio de los Abundios. Volodioso disimuló su extrañeza, pero al fin concedió a su medio-hermano tan peregrino deseo.

Partió Almíbar con el corazón arrebatado de ilusión, hacia lo que consideraba su más preciado sueño. Pero no llevaba en el Monasterio mucho tiempo, cuando fue devuelto al Rey, con el siguiente aviso del Abad: «Mucho lamentamos devolveros a nuestro dulce y sensible hermano Almíbar, de quien, en verdad, nos duele desprendernos. Pero sabed que si bien parece dotado de buena inteligencia, no parece en cambio provisto, como aquí conviene, de perseverancia y auténtica vocación en cosa alguna. Es lo que podríamos llamar espíritu de mariposa; que no se detiene mucho tiempo en una sola flor. Por otra parte, el joven Almíbar, acostumbrado a vuestra generosa protección, no se adapta a la austeridad de esta Orden: detesta las gachas y la dureza del lecho, lleva bajo el hábito impropios collares e incluso jubón de terciopelo, con la excusa de ser éste un preciado regalo vuestro. Dadas éstas y otras circunstancias, juzgamos que mejor prosperará en la Corte, para entretener a las nobles damas con su aguda y gentil forma de ser y conversar, su buena disposición para la música y el canto, y, en fin, todas esas cosas que a todas luces le hacen más feliz que esta muy severa vida monacal». El Rey quedó perplejo, y ya estaba dispuesto a arrasar el Convento con sus monjes dentro, cuando sospechó que antes debía preguntar su parecer al propio Almíbar. Éste se ruborizó de nuevo, suspiró, y bajando la cabeza, admitió que en verdad la vida en el Monasterio no era ni mucho menos como la había imaginado, y que estaba tan deseoso de abandonarlo como los monjes de perderlo de vista.

—Pues bien -dijo el Rey-, permanece en la Corte. Te nombraré Príncipe y te cederé el viejo Castillo y las tierras que fueron de nuestro padre. Tú sabrás engalanarlo con el buen gusto que demuestras. Te daré también una pequeña tropa que tú vestirás y mantendrás. Pero has de saber que tanto tú como tus hombres estaréis dispuestos en todo momento, si yo lo precisara, a acudir en mi ayuda; puesto que en ti confío como en ningún otro. Los adiestrarás (que de ello sabes, aunque no te guste) y los mantendrás en buena forma, para cualquier imprevisto que se presentara. Y aunque no posees dote alguna, puedes disfrutar de por vida el dominio y vasallaje de todas las aldeas comprendidas en ese territorio. Pero una cosa te advierto: tanto tú, como tus tierras, como tus soldados son, en puridad, míos. Y tal como te los doy, te los quitaré, si no respondes a mi confianza con tu lealtad.

Con lágrimas en los ojos, Almíbar besó la mano del Rey. Y ya Príncipe, fue elemento indispensable en toda reunión cortesana; de suerte que fue nombrado jefe de Ceremonias y, al mismo tiempo, era él quien dirigía las expediciones a la Isla de Leonia, en el Sur, donde se llevaban a efecto compras y toda clase de intercambio de mercancías. Vistió con gran generosidad a sus soldados, y si bien éstos permanecían hasta el momento al margen de las batallas llevadas a cabo por Volodioso, el Rey sabía que siempre contaba con un bien alimentado y pertrechado refuerzo para casos de emergencia. El carácter de Almíbar era excelente y su fidelidad hasta tal punto inquebrantable, que no tuvo pocas ocasiones de demostrarla al Rey. Y éste se hallaba muy complacido.

Pero comprobando, por algunas murmuraciones, que al joven Príncipe Almíbar, si bien encantaba a las damas con la inspirada música de su laúd y sus canciones, con sus poesías y otras zarandajas por el estilo -causando la profunda envidia de Caralinda-, no se le conocía, en cambio, ningún amorío, aunque más de un corazón latía por sus oscuros rizos y sus azules ojos, sospechó Volodioso que las aficiones de su hermano se encaminaban por otros derroteros. Y llamándole confidencialmente, le planteó directamente la cuestión, pues, según pensó, si así eran las cosas, debían aceptarse como tal, y no veía inconveniente alguno en que, aunque observando gran discreción, hermano tan noble y fiel tuviera sus lícitos esparcimientos carnales. Pero el joven, asombrado, dijo:

—¡Oh no, Señor! No es eso. Realmente he formado en mi interior una imagen tan ideal de la criatura amada, que no puedo mirar con ojos amorosos a nadie, pues a nadie parecido he hallado todavía.

Volodioso recordó entonces que la madre de Almíbar fue un hada, de manera que, después de todo, no tenía nada de raro lo que oía.

—Pero bueno -dijo el Rey-, descríbela, y la buscaremos.

—Es indescriptible -contestó el joven.

—Bien, dime, al menos, si se trata de hombre, mujer o de qué otra especie.

—En verdad, no estoy seguro -dijo el muchacho-. No estoy seguro de ese pequeño detalle. Os prometo que, llegado el caso de hallarla, os avisaré.

Pero, llegado el caso, no le avisó. Y no le avisó por justificadísima prudencia, ya que la criatura ideal y soñada por él durante largos años fue inmediata y dolorosamente identificada en la figura de la pequeña Ardid, de siete años de edad, el día en que ésta, tras curioso matrimonio, alzó su velo ante la maravillada Corte.

Desde ese momento, el joven Almíbar luchaba como un poseso entre su fidelidad y el amor creciente por aquella insólita criatura, a decir verdad, de todo punto indescriptible. Y así, guardó este secreto en su corazón, y aunque la Reina creció, y al fin cayó en desgracia, este amor no había sufrido merma alguna. Porque, así como algunos seres humanos experimentaban tales sensaciones ora a partir del corazón, ora a partir del vientre, Almíbar era de los que anidaban tan peregrino sentimiento en el reducto más espeso e intrincado de su imaginación. Lo cual, ni que decir tiene, acarrea sinsabores mucho más graves que al resto de los humanos afectados del mismo mal, pero radicado en lugar más pertinente.

Estando así las cosas, fue enorme la consternación del Príncipe Almíbar cuando, de regreso de cacería con el Rey, recibió las nuevas de la desgracia de Ardid, al tiempo que la delicada misión que se le encomendaba: ser su Guardián.

No obstante, cumplió las órdenes de su hermano: envió la nutrida y brillante Guardia de su pequeño ejército a custodiar las habitaciones de la Reina, con la minuciosidad y exactitud que ponía en todas sus obligaciones. Pero su corazón latía con desenfreno, y aquella misma noche tuvo que guardar cama, preso de violentas calenturas. Sanó rápidamente de éstas, pero desde ese momento sus poesías y canciones tenían una singular melancolía que prendía en los corazones de todos los que las oían, y a menudo llegaban al pueblo, y éste las propagaba a su modo y entender: unos mejorándolas, otros haciendo de ellas auténticos estropicios.

Al fin, llegó un día en que no pudo demorar por más tiempo su obligada visita semanal a la Reina -hasta aquel momento aplazada por excusas más o menos bien urdidas-, pues fue enterado por la Guardia -a su vez enterada por las doncellas- del nacimiento del Príncipe. Armándose de valor, sentía, mientras se acicalaba con esmero, que una gran batalla se libraba en su interior. Pese a su apariencia soñadora y dulce, abrigaba un temperamento de gran ímpetu amoroso, a lo cual había contribuido mucho su consanguinidad con Volodioso: pues, al parecer, Sikrosio dotó a toda su ralea de la furia erótica que los distinguía y trastornaba. Pero también la nobleza de su carácter y su indudable amor y admiración hacia el Rey eran una dura roca donde se estrellaban todos sus sueños de amor.

Comprendió que un día u otro debía afrontar la situación, y así, anunció a la Reina que el Príncipe Almíbar, su Guardián, la visitaría aquella tarde, poco antes de la puesta del sol, para informarse del curso de su vida, como tenía mandado.

La Reina escuchó con indiferencia la noticia de aquella visita. Recordaba vagamente a Almíbar como un joven tímido e insensato, que solía deslizarse por entre las cortinas como una sombra. A decir verdad, sentía hacia su persona un ligero desprecio, por parecerle un inútil, aprovechado de la generosidad del Rey. En cuanto a sus poesías y canciones, nunca estuvo capacitada para apreciar tales sutilezas, y sólo le parecían palabrería y sonidos más o menos afortunados.

La ciencia era lo único que le interesaba por aquellos tiempos, y, después, su venganza. Más tarde, el amor borró todas estas cosas y, en la actualidad, sólo llenaba sus pensamientos el pequeño Príncipe, en quien había reunido toda la capacidad de amor y esperanza de que era capaz. Hacerlo Rey era, pues, su única ambición y anhelo en este mundo. Y por ello, se veía capaz de cualquier cosa. Sabía ya que los encantos femeninos no eran arma desdeñable en la lucha que se proponía librar, y cuidaba con esmero de que la frescura de sus mejillas y la tersura de su rostro no se marchitasen.

Entró el Príncipe Almíbar muy erguido, dispuesto a ofrecer un aspecto severo y de gran prestancia, si bien su corazón se partía. La Reina le recibió con idéntica altivez, en la que se traslucía un ligero desdén, y tras un frío y ceremonioso saludo, le mostró la cuna del Príncipe.

—Se lo comunicaré a nuestro amado Rey -dijo, procurando dar a su voz un tono frío y rutinario.

Pero en aquel momento, unas muchachas que pasaban por la orilla del Lago entonaron una de sus canciones predilectas, compuesta con el corazón puesto en aquella que ahora se erguía frente a él, hermosa como nunca la viera antes. Y de tal modo la canción repetía la belleza y el amor que por ella sentía, que sintió cómo sus palabras se le clavaban directamente en el pecho, atravesándolo de parte a parte igual que una fina y dura daga. Tanto es así que palideció intensamente, llevóse la mano a la frente, y se desplomó suavemente sobre las famosas pieles de Hukjo. Al verle caer con la suavidad de un ciervo herido, la Reina y las doncellas quedaron boquiabiertas: jamás hombre alguno, como no fuera atravesado por alguna arma, había ofrecido un espectáculo semejante a sus ojos. Y esto con la diferencia de que en lugar de desplomarse con la suavidad del Príncipe, lo hacían entre juramentos, asiéndose con manos como garfios a cuantos tapices o ramajes -según el lugar del suceso- hallaban en la caída.

—¿Qué ocurre? -dijo la Reina-.

Se inclinó hacia él, dispuesta a levantarle de tan indigna postura. Y al inclinarse, sus rubias trenzas sueltas rozaron el rostro de Almíbar, que abrió los ojos. Y hallando tan cerca de los suyos los ojos y los labios de la Reina, toda su fidelidad y buenos propósitos se esfumaron como viento, y sólo su grandísimo amor llenaba el mundo. Hasta tal punto que, olvidando la presencia de las dos doncellas, asióse con desesperada pasión a la cintura de la Reina, y atrayéndola hacia sí con el brazo izquierdo -que era el de la mano sana-, besó sus labios con tal ardor y dulce violencia, que la Reina, habiendo ya conocido por su esposo las dulzuras que tales transportes llegaban a producir, sintió a su vez reverdecer emociones ya alejadas de su espíritu, pero no de su cuerpo. Así enlazados, rodaron ambos por sobre las pieles del feroz Hukjo, mientras las doncellas se ausentaban silenciosamente al aposento contiguo, tiernamente con Diríase que le ha dado un aire movidas y esperanzadas por lo que podía reportar aquel suceso a su amada Reina, a su no menos amado Príncipe, y a ellas mismas.

Y si bien tras aquel azaroso lance, la Reina recuperó su prestancia, y a través de la bruma de tan placentera sensación, descubrió que el Príncipe Almíbar no era en modo alguno feo, antes bien, un guapo mozo, arrebatado y dulce a un tiempo, la amargura de sus pasadas experiencias la avisó prontamente de lo aprovechable de la situación. Desasiéndose del brazo que tan empecinadamente la retenía, y sentada aún en el suelo, arreglóse prestamente el corpiño y los cabellos diciendo:

—¡Ah, Príncipe! ¿Cómo habéis osado abusar de tal forma de la debilidad de una mujer, aún joven, condenada a tan grande soledad y privaciones? ¿Tan cruel sois que venís a gozaros de mi desdicha, para luego hacer mofa vanidosa y escarnio de sentimientos tan nobles como los que experimento hacia vos?

Y mientras esto decía, recuperaba su memoria la visión de los azules ojos de Almíbar, medio oculto entre los tapices y las sedas, clavados en ella con una fijeza que entonces halló estúpida, y ahora entendía de muy distinta manera.

—Señora -rugió suavemente, si esto es posible, y a fe que en él lo fue-, ¿cómo podéis pensar tal indignidad de mí? Humildemente os suplico perdonéis este arrebato: hace tanto, tanto tiempo que...

Y así, empezó aquel idilio secreto, aquel pacto, aquella esperanza luminosa que, pacientemente, condujo a Ardid al soñado día de la venganza.

El amor de Almíbar creció con los días, con los años. Pero el amor no prendió en el pecho de Ardid: mucho había aprendido de sus funestas consecuencias, para dejarse arrastrar por tan peligroso sentimiento. Así pues, si bien consideraba muy agradable y sano tener oportunidad de no marchitar su robusta y bella juventud en la estúpida soledad de cuatro paredes, no por ello su cerebro dejaba de urdir planes de un futuro más halagüeño.

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