Authors: Ana María Matute
El alarido que oyeron los ojeadores no fue, pues, exhalado por la garganta real, sino tan sólo por sus aterrados acompañantes. Ni uno entre ellos empero, osó avanzar un paso en socorro del Rey. Al contrario, nobles, damas, caballeros y demás cortesanos -incluido el Consejero y los jóvenes Soeces- emprendieron tan frenética como veloz retirada del lugar donde ambos reyes ajustaban una última y misteriosa cuenta. Con despavorida agilidad y un absoluto desprecio del bien parecer -que ni su rango ni lo abrupto del terreno hacían presumibles-, treparon vertiente arriba y pusieron sus personas a buen recaudo.
Únicamente un muchacho espigado, de apenas catorce años de edad, alzó prestamente su jabalina y ésta cruzó el aire, como reluciente pájaro de oro, hasta clavarse en el ojo derecho del Rey Jabalí: con tan certera puntería como mortal precisión.
Sólo entonces, un tenue silbido que respondía a la voz del Consejero deslizó en la oreja de Ancio el Zorro un claro y rotundo «¡imbécil!», poco apropiado, en verdad, a las dolorosas circunstancias presentes. Apenas designó de este modo al primogénito de Volodioso, le empujó de malos modos hacia el lugar donde aún rebullía el Rey, desfallecido ahora en una rara y casi voluntaria agonía. Con grandes alaridos, Ancio se lanzó hacia el revoltijo que, insólita y promiscuamente enlazados, ofrecían ambos reyes: acribilló así al animal de saetas, entre blasfemias y gemidos.
Cuando la desperdigada hueste cortesana descendió de sus refugios, entre mucho quejido y rotura de corpiños o jubones -pues en estas ocasiones se tenía en Olar por señal de mucho dolor rasgarse trajes y camisas-, rodearon la triste escena. En lo que quedaba del Real Puesto comprobaron, la mayoría con estupefacto horror, que Volodioso aún vivía. Y que, además, les miraba a todos con sus coléricos ojos azules, inmersos -esta vez- en un misterioso y dolorido asombro, casi infantil, que nunca antes le vieran. Nadie lo sabía, pero en el instante de su muerte, la imagen de Volodioso reproducía, con extraordinaria similitud, los despertares de su padre.
El real manto aparecía desgarrado, y la sangre que manaba muy abundantemente de su cuello venía a confundirse en su color. Luego, la hierba de octubre pareció regarse de una suerte de rocío, vivaz e insólito. Y entonces, unos lamentos auténticos y lastimeros cruzaron el aire: los fieles lebreles, la cabeza al viento, lloraban solitariamente y de todo corazón la muerte del Rey. Pues si la muerte aún no se había aposentado totalmente en aquel cuerpo, poco quedaba ya del que otrora abrigó esperanzas, triunfos, sueños y fatigas de soberano. Volodioso, al oírles, alzó el brazo, sus dedos se aflojaron, la copa cayó al suelo, y vino, manto y sangre se confundieron por última vez en un mismo tono rojo.
Tuso, con voz tonante, ordenó izar su cuerpo del suelo, con gran cuidado, y conducirle, lo más rápido posible, hasta el Castillo. Y en medio de aquella confusión de gritos y sollozos, un muchacho -casi un niño-, el único entre todos que verdaderamente dio muerte al Rey del Bosque, se ocultó a un lado, entre los árboles. Y así, aparte y en silencio, lloró la muerte de su padre. Le habían enseñado desde su más tierna edad que las lágrimas son cosa despreciable e impropia de varones; por eso, su llanto no mojaba sus mejillas, sino que, como río de fuego, vertíase hacia dentro de su pecho, camino del corazón. Y allí sentía confundirse sus llamas y su hiel.
Mientras los sirvientes armaban una suerte de parihuelas donde extender y conducir al moribundo Volodioso, la mente de cuantos le rodeaban hervía en una desazonada y febril encrucijada de disparatadas posibilidades, amenazas o premios. Y todos y cada uno de ellos, en el entresijo de sus molleras, apresurábanse a dirimir cuál sería la más acertada actitud a adoptar: si aproximarse al bando de Ancio o al de Predilecto. Pues -pensaban si Volodioso conservaba aún un destello de vida, ese destello haría prevalecer, a buen seguro, su fiera voluntad. No en vano le habían obedecido y soportado durante casi treinta años. Y mientras que, con toda suavidad, le conducían al Castillo, de la boca del Rey surgían vagos rugidos que, a todas luces y sin ofrecer la posibilidad de otras conjeturas, sustituían la ristra de juramentos y blasfemias que le inspiraba tan estúpida y banal forma de morir.
Morir así, evidentemente, no entró nunca ni en los más descabellados cálculos del Rey de Olar.
2
Tendido en su lecho, entre negras pieles esteparias, Volodioso ofrecía su más salvaje aspecto. Ardían dos enormes troncos en la gran chimenea, y el resplandor del fuego enrojecía las cabezas de madera de los vencidos, de modo que a trechos parecían jubilosas o anonadadas por su agonía: como si el momento de su venganza hubiera llegado inesperadamente, y no lograran paladearlo como merecía.
Los nobles distinguidos situáronse más o menos estratégicamente en torno al lecho del Rey. Sentados, o de pie, con rostro afligido, bien que con un puntito de temor en los ojos. Con su actitud y mirada, tan autoritaria como amenazadora, el lugar más próximo al Rey lo consiguió su Consejero, el Conde Tuso, como era de esperar. Hizo señas a Ancio para que se situara a su lado, y cuando éste le obedeció, todos apreciaron que tenía erizado el cabello. Al parecer era la primera vez que Ancio veía morir a alguien sin la propia intervención y, según se deducía de su actitud, semejante fenómeno no le producía ningún placer; antes bien mostrábase horrorizado y tembloroso como ante la imagen del mismísimo diablo.
Era aquél, en verdad, un otoño espléndido, y como, entre unas y otras cosas, la mañana estaba ya muy avanzada y brillaba el sol, los presentes juzgaron que debían descorrerse las cortinas que protegían las ventanas. Entonces un grupo de oscuros pájaros, humildes y sin nombre, esos que anuncian el invierno, vinieron a posarse en ellas. Así, los viejos amigos del Rey, descendientes de aquellos que en un tiempo, y junto a Almíbar, anunciaran al joven segundón su alto destino, venían ahora a despedirle. Año tras año, de padres a hijos, los pájaros de aquellos tiempos volvían a Volodioso. No le abandonaron nunca: cuando, tras alguna batalla, regresaba triunfalmente a Olar, eran ellos los primeros en recibirle y acompañarle hasta el Castillo. El Rey tenía prohibido a todo el mundo hacerles el menor daño, so pena de muy graves castigos; tanto si se trataba de hombres maduros, mujeres, mozalbetes e incluso niños.
El Rey volvió la cabeza y miró, tras la ventana, un pedazo de cielo, ya azul. Y por última vez pudo contemplar cómo sus amigos venían a rendirle postrer homenaje. Estuvo escuchando un instante su piar, entre el súbito silencio de los que le rodeaban. Y entendió su lenguaje, como otrora lo entendiera el pequeño Vigía; y le decían: «Adiós, adiós, amigo. Nunca más nos traerá el sol noticia de tu gloria, ni la hierba podrá narrarnos tus pisadas, ni el arroyo la historia de tu corazón. Adiós, amigo. Ten por seguro que volaremos allí donde exista un recuerdo para ti; y a todo inoportuno o estúpido que manche tu memoria, le picotearemos hasta ahuyentarlo».
Era la primera vez que entendía su lenguaje, por más que lo deseó. Y echó en falta a Almíbar.
Luego, los ojos del Rey perdieron fiereza. Y pronunció las últimas palabras de su vida:
—Acércate, hijo mío.
Ancio titubeó. Pero un empujón de Tuso le obligó a avanzar -temblaba todo él y se mordía un dedo- hacia aquello que aún era su padre y que tanto le atemorizaba. Es seguro que por su mente pasó en aquel trance un deseo: «Pido al cielo, o al infierno (cualquiera de los dos que me sea favorable) no morir jamás en lecho».
Apenas lo vio, el furor volvió al rostro del Rey, y levantando penosamente la cabeza, de cuya garganta aún brotaba sangre negruzca, buscó en torno ansiosamente. Hasta que, junto al tapiz donde mandó perpetuar la onerosa rendición de los Weringios, descubrió a Predilecto. Extendió el brazo en aquella dirección, mas aunque intentaba decir algo, ninguna palabra surgía de sus labios. Sin embargo, tan elocuente se mostraba su mirada, que Predilecto se aproximó.
Cuando lo vio a su lado, Volodioso reclinó de nuevo la cabeza, y de este modo Ancio y Predilecto quedaron juntos. Todos seguían la escena con el ánimo en suspenso, llenos de temor y cavilaciones. Tuso, que conocía la que hasta el momento, y en tanto el Rey no decidiera otra, considerábase regla de sucesión, musitó sordamente:
—¡Arrodillaos! -al tiempo que, con el pie, golpeaba las posaderas de su candidato, para que éste quedara más cerca de la mano del Rey.
Existía una remota tradición -que no ley-, usada a la sazón por otros monarcas, que decidía y daba como válido sucesor, en casos semejantes, a aquel sobre cuya cabeza se posara la mano del monarca moribundo.
Arrodilláronse todos, llenos de expectación, y aun algunos de terror. Los dos muchachos hiciéronlo casi a un tiempo. Y, en verdad, ofrecían un aspecto muy diferente: pues si bien Ancio miraba al Rey con ojos desorbitados y con la boca entreabierta, Predilecto intentaba ocultar el rostro, para que ninguna malsana curiosidad pudiera ofender su aflicción.
En éstas estaban cuando, ya con gran fatiga, el Rey levantó al fin la mano y la avanzó, con indudable intención, hacia la inclinada cabeza de su hijo Predilecto.
Pero aún no se había posado en sus brillantes y suaves cabellos, cuando sucedió algo totalmente imprevisto: debajo las coberturas del lecho, entre las pieles, emergió una cabeza hirsuta, oscura y rizada -que mucho recordaba, en verdad, a la de Volodioso en su juventud-. Y unas torpes manos infantiles alcanzaron una pelota azul que, surgida a su vez del mismo lugar, y dando botes, pretendía huir de ellas. La cabeza del niño se alzó entonces, con tal oportunidad y precisión, que la mano ya casi inerte del Rey se posó en ella. Y en ninguna más.
La expectación y el asombro de todos -incluido el propio Tuso- no había llegado aún a ese punto en que puede trocarse violenta o astuta decisión, cuando aún mucho más estupefactos -y de seguro que los que estos hechos presenciaron no olvidarán jamás-, las puertas de la Cámara Real se abrieron con gran solemnidad y dos hermosos pajes del Príncipe Almíbar anunciaron y dieron paso a la Reina de Olar.
Ardid atravesó el umbral con gran aplomo y soltura, y tras ella su Guardián el Príncipe Almíbar -en quien Volodioso depositara su única y real confianza-. Con disposición y firmeza como jamás le viera nadie -pues siempre aparecía tan enajenado y sumiso-, Carcelero y Reina penetraron en la estancia donde, ya totalmente inconsciente, moría el Rey. En su agonía, Volodioso atenazaba la cabeza infantil que tan oportuna -o inoportunamente, según criterio de cada cual allí presente- surgió de bajo su lecho.
El Príncipe Almíbar avanzó, y haciendo una profunda reverencia a su moribundo medio-hermano el Rey, dijo con voz fuerte y rotunda:
—Amada y respetada Majestad, bien claramente ha sido contemplado tu gesto y entendida por todos nosotros tu egregia voluntad.
Luego se volvió a la Reina. Ésta alzó el velo que hasta entonces cubriera su rostro, y muchos cortesanos revivieron, y algunos aún muy jóvenes contemplaron por primera vez, aquella faz. Y al tiempo pudieron darse cuenta de que la famosa Guardia y los famosos soldados, tan bien armados como perfectamente trajeados, de Almíbar y su Capitán Randal, ocupaban los puntos más estratégicos de la Cámara Real. De modo que si alguna duda les cabía aún sobre la legitimidad de aquella designación, huelga decir que esta duda fue rápidamente disipada.
La Reina avanzó entonces -a decir verdad con suprema majestad- hacia el lecho real. Observó unos momentos en silenció el rostro del que hasta aquel momento fue y aún era su esposo.
Durante su vida, Volodioso fue protagonista de muy grandes e importantes empresas, merecedoras de desfilar por su pensamiento en el último instante. Pero, curiosamente, entre las brumas de su abandono del mundo, fue el aborrecido rostro de su padre lo último que vio Volodioso: iluminado por la cerveza y tartajeando las estremecedoras palabras con que solía señalar a Occidente: «De allí, hijo mío... el olvido». Así, con una expresión infinitamente desolada en su mirada vuelta a Occidente, Volodioso el Grande murió.
Llegado este instante, la Reina tomó la crispada mano del Rey, desprendió sus dedos de los infantiles rizos negros que tan fuertemente asía, y alzó del suelo al dueño de tal cabeza.
Era éste un robusto niño de unos seis años, de aire salvaje y hosco. Como todo comentario emitió un feroz gruñido, hasta que al fin, libre de lo que le sujetaba, continuó persiguiendo tras los tapices, o entre las piernas de todos, la pelota azul que le condujera bajo el lecho real. Y todos los cortesanos pudieron escucharle de sus labios en su media lengua, remedos más o menos exactos, pero inconfundibles, de aquellos juramentos y maldiciones que más de una vez oyeran antes en labios del que acababa de enmudecer para siempre.
La Reina se volvió entonces a todos los presentes -atemorizados, presos de variopintos sentimientos-, que en el ínterin habían hincado la rodilla. Con voz llana y suave, pero indudablemente firme, dijo:
—El Príncipe Gudú, único hijo legítimo de nuestro amado y difunto Rey Volodioso, ha sido por él designado, como todos los aquí presentes hemos podido presenciar, sucesor a la corona de Olar. Así se cumplirá, a fe mía, y pongo a todos por testigos.
Pues juro defender sus derechos, si preciso fuera, tanto con la razón como con la espada.
Estas palabras fueron corroboradas por el ruido sordo que produjeron al chocar contra sus escudos las lanzas de la Guardia de Almíbar: tanto los de Randal como los que componían su tropa personal. Al parecer, era su sistema de expresar lealtad a alguien.
Hubo, ciertamente, un instante de indecisión. Todas las miradas se dirigieron al Conde Tuso, pero éste parecía petrificado; su temible mirada sólo asaeteaba un objetivo: los saltones y atónitos ojos de Ancio que, totalmente hipnotizado, le miraba con la boca más abierta de lo común.
Este momento de desconcierto fue suficiente para que, súbitamente, algo semejante a un aleteo recorriera la estancia: una larga y retenida angustia pareció así liberarse de las gargantas. Un innumerable alivio recorrió y distendió, como cálido aliento, a los presentes. Y una sola idea tomó posesión de todos los ánimos: «Ésta es la mejor solución: ni el odioso Ancio, con su siniestro Consejero, ni el demasiado honesto Predilecto, indefenso en tales debates (e incluso sospechoso de rehuir toda lucha entre hermanos). Por contra, este nuevo Rey es un niño, ¡un niño de seis años!... ¿Quién sabe lo que puede aún suceder, hasta que le llega la edad de reinar? Bien sabemos que los niños (y especialmente si son príncipes herederos, o reyes sin edad aún de gobernar) mueren con insólita facilidad».