Authors: Ana María Matute
Pasaron días y días de un largo y vacío invierno que, por vez primera, llenaron el corazón de Ardid de extraña melancolía. Y, conversando con su Maestro y con el Trasgo, no hallaba ya el antiguo placer de la venganza y los deseos cumplidos. Algo había nacido en su corazón, que la dejaba pensativa y sombría. Hasta el punto de que el Hechicero vino a reparar en ello, y le dijo:
—¿Qué tenéis, querida niña, que nunca os vi con semblante tan pálido y como desencantado? ¿Acaso estáis enferma?
—No -se apresuró a decir Ardid-. Tened por seguro que estoy bien. Soy fuerte como una campesina, no una de esas ridículas mujeres cortesanas: me lavo con nieve todas las mañanas, y mi cuerpo no tiembla, ni mis dientes castañean. No estoy enferma, y sé que la maternidad no es ninguna enfermedad. Estad seguro de que sólo son figuraciones vuestras.
Pero ya no deseaba corretear con el Trasgo, pues aunque ya hacía mucho tiempo que su estatura no le permitía entrar en los subterráneos, no por ello dejó de caminar y escudriñar con él otros vericuetos. En cambio, ahora prefería quedarse en su cámara, y que él le contase cuanto oía y veía. Y el Trasgo, al parecer entristecido, le dijo una noche:
—Querida niña, a decir verdad, sin ti, las correrías no me divierten: ¿no podríamos quedarnos aquí tan tcalientitos, los tres juntos, charlando y bebiendo un poquitín, en lugar de mandarme a oír necedades? Ten por seguro que más de lo que ya sabes de toda esta estúpida y malvada gente, no podrás conocer.
—Está bien -dijo la Reina-. Si así os lo parece, no veo inconveniente. Pero cuidad el vino, sobre todo: no quisiera perderos, pues siento que cada día os necesito más a ambos.
—¿Te sientes sola? -dijo el Hechicero, receloso.
Al oír esto, Ardid se sobresaltó, y vieron que sus mejillas se encendían, al contestar:
—En modo alguno. ¿Cómo voy a sentirme sola entre vosotros? Aquí, y en cualquier parte, sois mis únicos amigos.
Y el Trasgo y el Hechicero quedaron convencidos de ello. Sólo una vocecita, aguda e inoportuna, acusaba a Ardid de que, por vez primera, había mentido a sus dos viejos y leales compañeros.
Faltaban dos meses para el nacimiento del hijo de Ardid y de Volodioso, cuando se anunció con gran trompeteo que éste regresaba a Olar. El tiempo transcurrido desde su partida inquietaba a todos: pues se tenía noticias de que la revuelta de los Weringios fue sofocada en breves días, ya que carecían de armas y de toda otra cosa que no fuera su odio. Pero el Rey, por vez primera, se había adentrado por propia iniciativa, y sin provocación de incursión alguna, en las misteriosas estepas. Desde entonces, ninguna noticia había llegado al Reino, a pesar de los muchos emisarios que Tuso envió. Muy inquieta se hallaba Olar por la suerte de todos; y habían llegado las cosas a un punto de gran consternación, cuando el regreso del Rey calmó los ánimos, y enteró a todos de una de sus más arriesgadas y triunfales empresas. En efecto, el Rey regresaba del Este con un brillo salvaje en la mirada. Por vez primera no había defendido a Olar de las Hordas, sino que -al decir de las gentes- éstas habían tenido que defenderse de él.
Por tal motivo, dispusiéronse grandes festejos -aunque la economía del país no lo aconsejaba-, y Volodioso apareció radiante a la Puerta Volinka -llamada así en honor de su madre, ya que era la más grande e importante de la ciudad- y al frente de sus soldados. Éstos se veían tan abatidos y destrozados por la lucha, que ningún orgullo asomaba a sus rostros; antes bien, dejaban traslucir un gran desfallecimiento. Pues aquella inútil aventura había costado muchas vidas, pérdidas y sufrimientos.
Nada de esto veía Volodioso; y así, proclamó cumplido su gran deseo de adentrarse en las estepas. En Olar se comentaba que, por fin, sus hombres habían llegado al Gran Río. Y allí divisaron una gran muralla, dispuesta de tal forma que hacía suponer que una gran ciudad se defendía tras ella. Pero antes de que pudieran acercársele, muchos guerreros salieron a su encuentro. Y tuvo lugar una gran batalla contra aquellos hombres, hasta que éstos fueron vencidos. Entonces, con gran asombro, comprobaron que la muralla inexpugnable no estaba hecha por manos humanas, sino que la componían enormes y extrañas rocas, y que no ocultaba ni protegía una ciudad, sino restos de un mísero pueblo tribal, compuesto de tiendas, toscos carros y cabañas de madera. A modo de empalizada, aquel poblado aparecía rodeado por lanzas que ostentaban clavados en la punta cráneos y cabelleras de guerreros vencidos, que ondeaban agoreramente entre la humareda.
El Rey, ardiendo de curiosidad, penetró en el siniestro círculo, cuando vio a un joven guerrero, ataviado como un jefe, que intentaba huir en un hermoso caballo negro. Le persiguió con saña, y cuando lo hubo apresado, e iba a degollarlo bajo sus rodillas, comprobó que no era un joven jefe -como su aspecto le hizo creer-, sino una joven mujer, de largas trenzas negras y ojos brillantes como carbones encendidos. Mucho le costó reducirla, y aún más encadenarla. Pero quedó fuertemente fascinado por la misteriosa mirada de la desconocida guerrera. Y con ella encadenada, como trofeo de guerra, entró en Olar.
Desde el primer instante en que los ojos de Ardid contemplaron a la mujer de las Hordas Feroces, sintió algo frío y afilado hundirse en su corazón.
Nunca había visto a nadie que, a pesar de hallarse encadenado, ofreciera, sobre su negro corcel, aire más arrogante y altivo. Había tal fuego en sus ojos, que casi resultaba imposible mantener su mirada. Ardid creyó ver un ave oscura y lenta cruzar el cielo de Olar. Y conteniendo un repentino temblor, avanzó hacia Volodioso. Pero el Rey apenas si le prestó atención. Besó su frente distraídamente, y en seguida mandó que preparasen un gran banquete para celebrar el triunfo, amén de que -como era de rigor- se abrieran dos fuentes de vino en la Plaza.
—Mi Señor, no tenemos reservas para tales dispendios -dijo Ardid-. Pensad cuánto ha costado esta última aventura.
—¿Qué decís? -gritó enfurecido Volodioso-. No sois vos quien da las órdenes en Olar, entendedlo bien.
Así, la trató por vez primera con rudeza. Y no pasó desapercibido a la sagaz mirada de Ardid que Volodioso sólo tenía ojos para su prisionera. Comprendió que todo cuanto hacía y decía era tan sólo para que ella viese cuán poderoso y fastuoso era su vencedor.
La Reina, entonces, se excusó, diciendo que no asistiría al banquete por hallarse muy fatigada por su avanzada maternidad. Al oírla, Volodioso se limitó a sonreír, y añadió:
—Así lo creo yo también. Id pues y reposad. Y no os preocupéis de otras cosas.
Con lo que Ardid se sintió humilladamente despedida.
Llena de amargura se retiró a su aposento, pero no podía conciliar el sueño. A sus oídos llegaban las voces de los que celebraban la victoria, tanto cortesanos como plebeyos. Asomada a las ventanas contempló, por sobre la ciudad, el cielo enrojecido por las hogueras con que el pueblo, bailando en torno, celebraba la victoria. Sólo el Lago, terso y negro, lleno de misteriosa calma, pareció refrescar el ardor de sus pensamientos. Al fin, no pudo contenerse y acercándose al hueco de la chimenea llamó al Trasgo, que acudió presuroso.
—Mi buen Trasgo -le dijo-, me siento muy pesada para seguiros por ahí, pero tened por seguro que deseo muy vivamente saber lo que hace el Rey esta noche.
—Con gusto te complaceré -dijo el Trasgo-, pues he visto traer grandes toneles de un vino rosado que todavía no he probado. Y a fe mía que esta noche me daré ese gusto.
—Tened prudencia -dijo Ardid, llena de inquietud-. Temo que alguien os pueda ver: ya sabéis que los hombres ebrios poseen, a veces, ciertas cualidades (aunque efímeras como el vapor del alcohol), y temo mucho por el avanzado estado de vuestra contaminación.
—No temas -dijo el Trasgo-. Mucho he de libar aún, para que cosa semejante me pille desprevenido. Te aseguro una vez más, querida niña, que no es tan grave mi situación.
—No todo lo fiéis al vino -dijo entonces Ardid en voz baja y triste-. Tened por seguro, querido Trasgo, que otros conductos pueden llevaros a la perdición.
—¡No será el amor! -rió el Trasgo-. Un Trasgo no es capaz de enamorarse de alguien tan feo, perdonadme, como una criatura humana.
—Ay, Trasgo -suspiró Ardid-, no sabéis de lo que habláis. No sólo esa clase de amor puede perderos, sino todo sentimiento dulce y cálido que haga crecer la Raíz Desconocida en tu pecho... Y en cuanto a lo que habláis de fealdad y hermosura, esas cosas poco o nada tienen que ver en ello. Ni tan siquiera la edad, o la maldad de un ser humano, pueden detener el crecimiento de esa maligna raíz: entendedlo bien.
Pero el Trasgo, sediento y presuroso, ya había desaparecido. Era casi amanecido cuando volvió. Y halló a la Reina en el mismo lugar junto a la chimenea, donde sólo unas débiles brasas lucían entre la ceniza. Estaba pálida y seria. Y por vez primera, pensó que la querida niña era una Reina y mujer de muy maduro entendimiento. Dijo entonces:
—Tengo buenas nuevas, querida niña. El Rey está atrapado por la pasión hacia esa Princesa salvaje; y de tal manera lo ha encadenado, que está dispuesto a tenerla aquí como amante, no como cautiva. Y bien dices que el corazón humano gasta malas pasadas: así, presa fácil será de toda suerte de venganzas (tuyas o de ella). Pues un hombre en tal estado es vulnerable a cualquier cosa. Mucho me he regocijado viendo cómo pretendía hacerse admirar de ella, mientras esa mujer le despreciaba con sus feroces ojos de asesina; y he visto cómo ocultaba un cuchillo entre los vestidos. ¿Sabes una cosa? El Rey le ha quitado las cadenas, la ha coronado con muérdago, y ha dicho que esta noche la conduzcan a su cámara. De suerte que, tenlo por seguro, no amanecerá un nuevo día para él: ella le hundirá entre las costillas, o donde mejor atine, su cuchillo. Y esta vez sí que no habrá Físico ni bebedizo que lo remienden.
Dicho lo cual, revoloteó por la cornisa, saltó dos o tres veces sobre el lecho de brasas, y desapareció de nuevo en la oscuridad de la chimenea.
Ardid se había levantado, temblando; sus labios estaban helados y sus manos también. Y no acertaba a decir palabra ni a moverse. De pronto sintió como si aquella raíz maligna de que hablara al Trasgo creciera dentro de ella: y un árbol poderoso extendió sus ramas y la invadió: y notaba en la sangre y en los labios su ácido zumo, agrio como las uvas verdes, embriagador como las uvas fermentadas. Y sin pararse en mientes ni razonar, abrió la puerta y corrió hacia la cámara Real. Y como sabía que la Guardia -aún- no iba a atreverse a impedirle el paso -era la Reina, al fin al cabo-, allí se fue; y ordenó que abrieran las puertas, y entró en la estancia igual que el huracán, dejando que los batientes golpearan contra el muro. Apartó entonces las cortinas, y vio cómo en aquel momento el Rey besaba a la mujer de las Hordas salvajes.
Apenas pudo entender Volodioso qué clase de vendaval furioso le arrebataba de los brazos a su prisionera, cuando vio unos ojos brillantes y oyó una voz que le decía, mientras sujetaba por las trenzas a la mujer esteparia:
—¿Tan necio eres que no ves lo que oculta entre las ropas? ¿No ves que quiere matarte?
El primer impulso del Rey fue mandarla decapitar. Pero al punto divisó el puñal en las manos de su prisionera, y se sosegó un tanto. Luego, volvióse iracundo hacia la Reina y dijo:
—Eres imprudente, Ardid. Nunca, esta noche, debiste entrar aquí. No te ha servido de nada tu sabiduría.
—¿No veis que os he salvado la vida? -dijo ella, temblando de ira.
—Eres necia -dijo el Rey con rabia. Y arrebatando el puñal de manos de las dos mujeres, lo arrojó por la ventana-. ¿Crees que soy tan estúpido como para no saberlo? Conozco muy bien todas las argucias femeninas. Y ésta prestaba nuevos bríos y alicientes a este lance. Parece increíble que me hayáis supuesto tan estúpido, y que lo hayáis sido vos también.
Ardid, desfallecida, notó cómo sus labios temblaban, y no podía pronunciar palabra.
—Así que márchate en buena hora, estúpida mujer -dijo-. Y no vuelvas a entrometerte en mis asuntos, si quieres vivir en paz.
Con estas palabras la despidió aquella madrugada. Y Ardid en lo profundo de su corazón supo que era para siempre.
Desde aquella hora, el Rey no volvió a dirigir la palabra a Ardid, ni a acordarse tan siquiera de ella. Sólo tenía pensamiento para su feroz enemiga, que no desperdiciaba ocasión de demostrarle su odio. Y cuanto mayor era el odio de ella, más grande era la pasión del Rey, de forma que toda la Corte estaba asustada.
Tuso consideraba aún imprudente entrometerse en aquella situación, si bien ésta comenzaba a inquietarle. Volodioso había mandado alojar a la prisionera en una cámara contigua a la suya, y cubrirla de adornos y vestidos. A cambio, sólo desprecio recibía de la misteriosa mujer, a quien jamás oyó la voz.
Así estaban las cosas cuando Ardid decidió por su cuenta hallar la solución. Sabía que, a pesar de los halagos que recibía del Rey, de hecho, la mujer de las Hordas salvajes permanecía prisionera. Y aún más, de nuevo permanecía con las manos atadas a la espalda, pues de no ser así, arañaba con tal furia que el Rey mostró en su rostro las huellas de sus garras, como si una alimaña hubiera desgarrado su carne. Y teniendo noticia de que la mujer esteparia sólo tenía ojos para mirar hacia el Este, asomada a la ventana, Ardid reflexionó que la mejor solución para deshacerse de ella era consiguiendo que escapase.
Eligió una tarde en que el Rey, despechado y taciturno, salió de caza con su hermano Almíbar. Ardid penetró entonces en la cámara de su Maestro y le pidió, con lágrimas en los ojos, polvos de adormidera amañados en vapor, para con ello dormir a la Guardia encargada de la vigilancia de la prisionera. El viejo sintió de improviso un gran temor, y le dijo:
—¿Cómo es eso, niña? ¿Qué leo en tus ojos? ¿Qué es lo que así te aflige? Debías sentirte feliz viendo a tu enemigo en manos de esa fiera que, a buen seguro, un día u otro, acabará con su vida: y de este modo, a fuer de satisfecha tu venganza, te verás Reina y madre de un legítimo heredero. ¿Qué más puedes desear?
—Calla Maestro, y nada me preguntéis -dijo ella-. Sólo os pido que, por el gran cariño que me tenéis, lo hagáis.
El viejo movió la cabeza con pesar. Al fin, laboriosamente, hizo lo que ella pedía. Pero con evidente disgusto, pues aquellas mescolanzas eran cosa propia de aficionados sin categoría alguna, e impropio de un sabio de altura como él.