Authors: Ana María Matute
Desde aquel punto y hora, su amor se prolongó de tal modo y con tanta gloria, que el maduro Volodioso creyó reverdecían los años en que, jinete en su caballo, el halcón al puño, cabalgaba por los espesos bosques de una tierra que aún no era su Reino, entre unos hombres que aún no eran sus súbditos y vasallos, cuando sentía en su pecho los golpes de un corazón que aún no era (en modo alguno) el fatigado corazón de un hombre viejo.
No obstante, Volodioso no pudo prolongar aquella felicidad demasiado tiempo: puesto que, por mucho que el amor le deleitase, al fin y al cabo era Rey. Así que, un día, partió nuevamente hacia Olar. Pero con tan raro perfume en los labios, con tan oscuro temblor en lo hondo de su pecho, como jamás conociera antes. Y cuando el Castillo de Lauria y la hermosa tierra y el fascinante mar se perdían tras las Lisias, cuando entró de nuevo en las rudas tierras donde había nacido, una gran melancolía llegó hasta él. Y se dijo que ninguna mujer en el mundo mostró hacia él tan suave y graciosa conducta, atinada conversación, delicado y encendido amor. Y recordó y comprobó con estupor que, en los años de ausencia, cuando se mantuvo lejos de Lauria, ella no conoció a ningún otro hombre. Por el contrario, el nombre de Volodioso y aun su efigie -pintada por no sabía qué benigno artista, pues en aquel retrato el Rey se vio a sí mismo con una expresión y una sonrisa que, a decir verdad, nada le pareció más lejos de la realidad- eran en Lorenta respetados e incluso -¿quién sabe?- hasta amados. Cosa que no sucedía jamás allí donde ponía su pie.
Y así, pasaron días y días y días. Y transcurrido algún tiempo, llegó a Olar un emisario de Lorenta, con la triste nueva de que Lauria había muerto.
El Rey sintió que su corazón se desgarraba. Rugiendo de dolor como jamás le viera nadie, recibió la noticia. Preguntó luego al emisario cuál había sido la causa de tal muerte, pues si ésta sucedió por obra de criatura humana, no habría peor ni más lenta muerte para él. Al oír esto, el emisario se echó a temblar y, como no se atrevió a hablar más, fue azotado hasta lograr que confesara que, en efecto, una humana criatura fue la causa de la muerte de su amada Señora. Aullando de ira, el Rey le intimó a que dijese el nombre del infame y, ante el estupor general, y con voz desfallecida, el apaleado emisario emitió la siguiente información: «Todavía no tiene nombre».
Ya se aprestaban a azotarle de nuevo y con más rigor, cuando llegó hasta el Rey una sospecha. Y juzgando que si aquel infeliz era apaleado de nuevo, poca sustancia podría extraerse de sus palabras, le preguntó: «¿Por ventura os referís a un recién nacido?». El emisario asintió débilmente, y tras refrescarle con un cubo de agua fría, hizo con voz que era una pura ilusión las aclaraciones siguientes: «Recién nacido, por cierto, mi Señor: e hijo vuestro por añadidura». Dicho lo cual, se desmayó.
Transido de pena y remordimiento, Volodioso mandó que reanimasen y aplicaran ungüentos al infeliz, que le dieran ropa nueva y lo despidieran con órdenes estrictas: «Que aquel niño, fruto de su amor con su amor, debía vivir y crecer como auténtico Señor del Castillo y tierras, igual como lo fuera su madre. Sus tierras y sus vasallos quedaban eximidos de tributos, y debían cuidarle y educarle con el mismo amor con que su madre lo hubiera hecho». Y añadió: «A los doce años, cumplidas estas cosas, enviádmelo».
Mucho tiempo tardó Volodioso en reponerse de aquel dolor: y aun hubo quien afirmó haber oído el solitario llanto del Rey -parecido al mugido de un furioso toro- surgir de su cámara en la noche.
Poco después de aquel triste suceso, y ante la sorpresa general, dada su avanzada edad, Volodioso contrajo matrimonio. Durante cierto tiempo, el Rey tuvo hacia su esposa una cordial inclinación, pero la vida de Volodioso estaba poblada de violentos incidentes, y tras uno de ellos, aquel sentimiento desapareció. La Reina fue encerrada en la Torre Este, sin más compañía que dos doncellas y olvidada de todos, a pesar de hallarse encinta. Y el hijo que de aquella unión nació -Príncipe ignorado y vejado hasta por los criados-, a los tres años escapaba a veces del encierro y vagaba por los pasillos del Castillo como un cachorro salvaje, sin que nadie le prestara atención.
Y el tiempo, indiferente a todos los sucesos -tanto en lo que respectaba a Volodioso como a las demás gentes-, siguió rodando, cuando un día se anunció en el Palacio de Olar la llegada de un jovencito de doce años, hijo de Lauria y Volodioso, y que, por haber olvidado el Rey, en su pesar, reparar en tal detalle, aún no tenía nombre.
Totalmente desengañado en cuanto a sus hijos se refería, Volodioso esperaba ver aparecer ante sus ojos algún mentecato más o menos parecido a sus otros retoños. Pero vio aproximarse a él un muchacho, que si en mucho rebasaba la estatura pertinente a su edad, no obstante parecía flexible y espigado como un junco. Su cabello, oscuro y suave, flotaba al viento; y, según pudo apreciar al verle aproximarse sobre su montura, era el mejor jinete que contemplaron ojos olarenses. Tan buen jinete, pensó, como podrían serlo los jóvenes guerreros esteparios. Con gracia y soltura, el muchacho se apeó y, avanzando entre la curiosidad de soldados y cortesanos, hizo una reverencia que -desbrozándola de toda frívola sospecha-, recordó al Rey cierta canción, ya olvidada, que un día ordenara componer a Caralinda.
El corazón del Rey tembló como ya hacía muchos años no sentía. Avanzó hacia el muchacho, e izándolo por los brazos, le contempló. Y vio su rostro tostado por el sol, donde unos ojos azul oscuro, límpidos y brillantes -que otros muy amados le traían al pensamiento y corazón-, le miraban a su vez. Sin decir palabra le estrechó contra su pecho, y dijo: «Tú eres mi predilecto». Desde aquel momento, le llamó así. Y ni en vida ni después de su muerte, nadie lo osó cambiar, y como Predilecto quedó en la memoria y en los labios de cuantos le conocieron.
Predilecto demostró que sus maestros no habían descuidado su educación. Sus discretos y a un tiempo refinados modales y sus ropas sencillas y elegantes evidenciaban una gran distancia de los torpes modales y las recargadas vestiduras que lucía la Corte de Olar. Asombró a los nobles -que despreciaban tal cosa- por saber leer y escribir. Y no sólo sabía, sino que incluso hacía uso de ello, aunque esta rareza no le impedía mostrarse muy diestro en el manejo y arte de las armas. Pese a su natural gentileza y respetuoso porte -cosas en verdad escasas en aquel Castillo-, pronto superó al más diestro en estas lides. A poco, y pese a la fuerza, astucia y gran entrenamiento de Ancio el Zorro -que como es de toda lógica, le aborreció desde el primer momento-, venció a sus hermanos en cuantas pruebas y justas que, para entrenar a sus hijos y jóvenes caballeros, y solazarse él mismo, disponía Volodioso. No fue menor la habilidad de Predilecto en lo tocante a cacerías. Ni se arredró tampoco -nadie le vio caer al suelo, ni perder el tino o la prudencia- en los retos que en cuestión de libaciones hacíanle sus hermanos. Por todo lo cual, puede deducirse que Predilecto era realmente una criatura poco común.
Volodioso alojó a este hijo en una cámara contigua a la suya. Y a menudo cabalgaban ambos, a solas, por aquellos parajes que hacía tantos años hiciéronle desear ser Rey un día y, de este modo, unir a las mezquinas y acobardadas gentes que componían su pueblo. Poco a poco, en estas excursiones, iba explicando a Predilecto lo que fuera su vida. Y entre una cosa y otra, le enteró de cuánto amó a su madre. Es más, cierto día en que cabalgaban junto al Lago, le dijo que Lauria fue la única mujer a la que verdaderamente había amado. Al oírle, el muchacho sintió nacerle un profundo afecto por aquel Rey ya viejo que, aunque temido y respetado, sabía que era también muy aborrecido. Pronto adivinó -pues era de inteligencia vivaz, aunque de pocas palabras- que, a lo largo de toda su vida, Volodioso sólo fue capaz de despertar un amor: el de Lauria. Y comprendió que su madre, casi como única herencia, le había legado a su vez a él tan raro sentimiento, para que lo cuidara y con él viviera hasta el último de sus días.
Únicamente un defecto hallaba Volodioso en Predilecto: el muchacho era valiente, gallardo y altivo, pero parecíale incapaz de abrigar en su pecho sentimiento alguno de ambición o venganza. Con tales carencias -se decía el anciano-, mal Rey podía hacer de él. Luego, repasando mentalmente uno a uno a los cuatro Soeces, despertábase en él una creciente irritación, imaginando, con sagacidad de viejo y experiencia de Rey, cómo a su muerte éstos no tardarían en azuzarse entre ellos. Los veía guerreando entre sí, acaso matándose y, en fin, lo que más le dolía, diezmando y destruyendo la obra que tantos años y esfuerzos -e incluso, a decir verdad, dolor- le costó crear.
En aquellos momentos, Volodioso no se acordaba ni por asomo del último y menor de sus hijos -que además era el único habido de matrimonio y, por tanto, legítimo-. Este hijo contaba entonces cuatro años de edad. Pero no lo había visto nunca, y sabido era que a tal edad, Volodioso no distinguía un niño de una gallina.
Al Sur de Lorenta, y en tierras costeras como ésta, existió un rico y hermoso dominio, propiedad de un barón belicoso e inquieto llamado Ansélico. Aunque era menos poderoso que Lorenta, y pese a que sus viñedos no tenían comparación -ni en calidad ni en cantidad- a los del infortunado Almino, la conquista de tal lugar dio más quebraderos de cabeza a Volodioso que todas las tierras del Sur juntas. Mucho tiempo le llevó dominarla por entero.
Pese a que las expeditivas maneras del Rey de Olar no daban, en términos generales, ocasión, tiempo ni ánimos suficientes para oponerse a su pertinaz manía de engrandecer su Reino, en aquella circunstancia Volodioso se enfrentó a un hombre que ostentaba curiosas similitudes consigo mismo. Ansélico era tan ambicioso, testarudo y soberbio como él. Como él, imponía su voluntad inapelable allí donde pisaba; y, como él, era más temido que amado. Pero también como él -y a diferencia de la mayoría de los nobles señores-, Ansélico sentía una viva curiosidad y un gran respeto por la ciencia, e incluso por la brujería, en cualquiera de sus manifestaciones. Como Volodioso, gozaba y estimaba el precioso don del vino, que acumulaba en los subterráneos de su Castillo y que a menudo visitaba. Acompañado de su Copero en tan placenteras expediciones, en ocasiones solía dedicar a sus mejores mostos nombres tan dulces y tan amorosas miradas que, a buen seguro, contribuían así a la buena marcha de su proceso y mejoraban su calidad. Por lo menos, así lo creía él, y acaso no le faltaba su pizca de razón.
Tenía Ansélico tres hijos varones, robustos, turbulentos y buenos catadores de vino como él. Y con gran diferencia de edad, una hijita a quien todos adoraban, pues era lista y graciosa como una ardilla. Añadíanse a estos dones personales, la triste circunstancia de que la madre murió cuando la niña contaba apenas tres años, y, acrecentada por tan malaventura, la escondida ternura de padre y hermanos se centró totalmente en ella.
Cinco años tenía esta criatura cuando llegaron a tierras de Ansélico malas nuevas portadoras de la invasión inesperada del lejano Rey de Olar. Ansélico -según queda dicho- era hombre alimentado por muy parecidos acicates a los que se abandonaba su enemigo, y, al igual que él, sustentaba idénticas convicciones de propiedad, dominio y engrandecimiento. Ambas fuerzas y ambos hombres chocaron, pues, con singular saña.
Pero a diferencia de Volodioso, la milicia de Ansélico -compuesta de pequeños terratenientes en irrisorio número, campesinos-soldados de famélica catadura y escaso entusiasmo por defender unos ideales e incluso un terruño que, gravado por gabelas, impuestos y toda clase de abusos, apenas les daba para mal vivir- componía un simulacro de ejército muy inferior al corajudo, bien disciplinado y mejor armado de Volodioso. Si la tropa de Ansélico salía bien parada en sus escaramuzas contra los piratas costeros, o en las frecuentes rencillas con otros barones o nobles señores, a la larga -y pese a su heroica y aun desesperada resistencia-, al término de tan desigual lid, el Rey Soldado de Olar venció rotundamente.
Cuando los oponentes de Volodioso resultaban gentes pacíficas, de manso espíritu o fácil rendición, mostrábase con los vencidos sumamente desdeñoso, pero, paradójicamente, suave en el castigo y, en algún caso, hasta magnánimo. Por contra, si el enemigo se revelaba valiente, indómito y heroico, ganábase de inmediato la profunda admiración y aun el íntimo respeto del Rey de Olar, mas -misterios de la humana naturaleza-, en tales ocasiones, los vencidos eran tratados con el mayor rigor imaginable. Y sin temor de falsear los hechos, puede asegurarse que cuanto más gallardos y valerosos se mostraron con él, llevaba su venganza a la más horrible crueldad, aunque él la llamase ejemplar, aleccionadora y muy justo escarmiento.
No hace falta decir, por tanto, cómo se condujo Volodioso tras la derrota de Ansélico. Al Barón, malherido como estaba, hubieron de izarlo dos soldados, para que se mantuviese con honor en la operación de arrancarle los ojos. Sus dos hijos mayores -para su bien- habían muerto en el transcurso de la lucha. El menor, que contaba doce años y era un hermoso niño de rizos rubios y fiera mirada, fue conducido junto a su padre -ya cegado- a la plaza pública, y allí ambos fueron decapitados. Después, Volodioso ordenó clavar las dos cabezas en sendas lanzas y exponerlas en lo alto del torreón más alto del Castillo de Ansélico -reducido ya a puras ruinas-, para escarmiento de los que aún se imaginaran capaces de oponer fuerza o argumentaciones a sus deseos.
Luego mandó incendiar todas las chozas, villas y burgos del Dominio, y pasó a cuchillo a señores y villanos. Los pocos soldados y algún aterrorizado campesino que aún quedaban con vida, se apresuraron a pedir clemencia a Volodioso: juraron que sólo a la fuerza combatieron contra él, y que a su vez, ansiaban engrosar las filas de su victoriosa y legendaria milicia. Volodioso eligió a los que consideró más fuertes o con buena disposición para el manejo de las armas. Llevado de sus ocultas e insatisfechas ansias de cultura, salvó a quienes sabían leer y escribir y a los expertos en hierbas o ungüentos contra las heridas infecciosas. Los demás siguieron la suerte de sus señores. Y tal como el Físico de la tropa aconsejó -pues de un tiempo a esta parte, allí donde él y su ejército pisaban, desencadenábanse pestíferas epidemias que comenzaban a mermar sus propias filas-, Volodioso ordenó que amontonasen todos los cadáveres, para luego prenderles fuego.