Authors: Ana María Matute
Una vez cumplidos estos requisitos -que en el fondo le aburrían y ejecutaba con la rutina que se desprende de la árida burocracia de la guerra-, partió de nuevo y prosiguió su incontenible marcha hacia el Sur de igual guisa, hasta dominarlo por entero.
Pero cuando el último de sus soldados se perdió tras la polvareda y el grasiento humo negro que esparcía al viento un olor monstruosamente suculento, parecido al de un inmenso asado, Volodioso y sus hombres ignoraban que en aquel informe montón de ardientes ruinas que fuera dominio de Ansélico, dos seres se ocultaban y vivían todavía. Y no sólo vivían, sino que serían parte activa -y aun trascendental-, no sólo de su vida, sino de la historia de su Reino.
Cuando el pavor de la invasión del Sur por Volodioso llegó hasta Ansélico, éste había mandado llamar a un anciano que con él moraba en el Castillo y a quien todos llamaban el Hechicero. Este hombre gozaba de gran prestigio y consideración en la pequeña Corte de Ansélico. Y el mismo Barón sentía hacia él veneración y afecto muy profundos.
El anciano llegó a aquellas costas cuando Ansélico era todavía un adolescente. Según decían, el Hechicero arribó mal asido a una rudimentaria balsa y convertido en un puro despojo. Le recogieron unos pescadores de corazón compasivo: diéronle vino para reanimarle, ropas con que cubrir su descarnado cuerpo y techo donde cobijar sus infortunios. En pago, el náufrago curó a la hija de aquel matrimonio, pues desde hacía tiempo sufría los maléficos influjos de la Dama de la Montaña, bruja perversa y caprichosa que, al parecer se entretenía pinchando a las mozuelas durante el sueño, hasta cubrirlas de purulentos granos que afeaban su rostro y condenarlas así a la soltería -e inclusive virginidad- perpetua.
El Hechicero contempló el rostro de la muchacha, que bajo la confusión de tanto grano se adivinaba gracioso y atractivo. Pidió una olla de barro, raspaduras de uña, cenizas de sarmiento y el ojo de una lechuza. Partió luego hacia la montaña donde reinaba la susodicha Dama y, al cabo de tres días, regresó con una bolsita repleta de hierbajos. Mantuvo el estupefacto y desvalido ojo de la lechuza macerándose en vino blanco durante tres noches de luna llena. Lo desmenuzó y mezcló luego, concienzudamente, a la ceniza y las raspaduras, y añadióles una pizca de tomillo, tres granos de comino y un buchecito de agua salada. Después, en una olla, sobre el fuego del hogar, dejó evaporar estas cosas. Una vez todo se redujo a pura miseria, lo arrojó al fuego, pero al mismo tiempo, con ambas manos extendidas sobre las llamas, pronunció una secreta letanía. Entonces, éstas se volvieron azules, luego verdes y cuando el Hechicero las retiró, el asombrado matrimonio de pescadores comprobó que las palmas del náufrago lucían con un bello fulgor marítimo. Llegado a este punto, pasó tan singulares palmas por el rostro de la doncella, y toda espinilla, purulencia, grano o similar, desaparecieron. Los pescadores se hicieron lenguas del prodigio y, desde entonces, el Hechicero fue muy solicitado.
Así estaban las cosas cuando el padre de Ansélico decayó víctima de calenturas y alucinaciones, a causa, al parecer, de una mala úlcera que se le abrió en la pierna. No había físico, curandero ni gente alguna que pudiera aliviarle, hasta que, cierto día, el entonces joven Ansélico oyó hablar del prodigioso náufrago y fue en su busca. Le llevó al Castillo y condujo hasta el lecho de su delirante padre. Éste aullaba completamente desnudo, aferrándose a cuanto alcanzaban sus manos y asegurando que el Diablo le perseguía para obligarle a comer un plato de potaje de coles -bazofia que aborrecía.
El Hechicero tomó con suavidad al enfermo por las muñecas, cubrió sus vergüenzas -pues era hombre muy recatado-, le condujo al lecho y le habló dulcemente hasta aplacar su terror. Luego pidió agua hirviendo, un puñal de hierro y unos granos de pimienta. Con estas cosas y ciertas hierbas que extrajo de su túnica, hizo algunas cocciones en un gran perol, hasta que el puñal se volvió rojo, luego azul y, al fin, de ningún color: desapareció. Así, con el puñal diluido en aquel caldo hirviente, el Hechicero lo arrojó sobre la pierna enferma y, como es presumible, abrasó la úlcera -y la pierna-. Difícil sería describir los aullidos y blasfemias que, en tumulto, se precipitaron a través de los labios del encamado. No obstante, y una vez se enfrió lo que quedaba de la pierna, el infeliz sonrió aliviado, y luego se durmió.
Al despertar, pidió a grandes voces trajeran a su presencia al Hechicero: tomó su blanca cabeza entre ambas manos y besó su frente repetidas veces. Luego, juró que moderaría sus costumbres y que sería generoso con quienes dependían de él. Repuesto de tales espantos -pues no sabía si le atemorizaban más los aullidos del anciano o sus muestras de afecto-, el Hechicero envolvió en tiras de lienzo, untadas con manteca de sapo, los restos de lo que otrora fue pierna. Y al cabo de un mes, la carne había crecido sobre el hueso, y el Barón pudo patear a gusto el trasero de sus sirvientes, como en sus tiempos más gozosos. Y mientras que, a despecho de anteriores arrepentimientos, los villanos y campesinos seguían sustentándose de míseras coles, la pierna del viejo Barón tornosse de tal fuerza y firmeza, que con ella ganó prestigio y leyenda hasta el fin de su vida. Desde entonces, el Hechicero se instaló en el Castillo y allí se dedicó a instruir al desazonado y turbulento Ansélico, no sólo en las letras sino en alguna otra cosilla, tal como matemáticas y astrología, materias en que el anciano mostrábase verdaderamente sabio.
Por todo ello, y hasta el espantoso fin de sus días, Ansélico le guardó a su lado con la misma veneración y respeto con que lo hiciera su padre. Antes de ese fin, empero, habían ocurrido dos cosas: el día en que murió el viejo Barón, el Hechicero llamó aparte a Ansélico y, llevándole frente al cadáver -que como era costumbre, permanecía expuesto en el Patio de Armas para que vasallos, sirvientes y campesinos pudieran rendirle póstumo homenaje-, le dijo: «Ansélico, toma tu daga y abre de arriba abajo la pierna de tu padre: aquella que yo curé». Ansélico notó que se le erizaban los cabellos. «¿Por qué? No me atrevo», farfulló. «Haz como te digo», insistió el Hechicero. Venciendo su pavor y repugnancia, Ansélico obedeció. Y ante su asombro, apareció, pegado a la tibia paterna, el famoso puñal de hierro. «Tómalo ahora -dijo el Hechicero-, y bésalo.» Anonadado y, venciendo su náusea, Ansélico besó el puñal, y entonces, la incisión que él practicara, y que mantenía abierta la pierna, cerróse por sí sola y no veíase allí costura ni juntura alguna. El anciano Barón fue enterrado, y sólo entonces el Hechicero confesó a su hijo que, si no hubiera extraído el arma, su beneficiario hubiérase precipitado de cabeza al Reino de las Tinieblas Irremisibles. «Guarda ese puñal -dijo el Hechicero-. Algún día te será útil.» Así lo hizo el joven Barón, y lleno de respetuoso pánico nada más preguntó.
Cuando llegó la devastadora noticia del avance de Volodioso y su Ejército hacia tierras de Ansélico, éste llamó aparte a su Maestro Hechicero y le dijo: «Grandes luchas, de incierto resultado, se avecinan. Tengo, como sabes, tres hijos varones, adiestrados en el honor y la espada, y conmigo los llevaré para que cumplan con su deber. Pero a mi hijita, quiero preservarla de todo mal. Dime, pues, qué debo hacer para protegeros a ti y a ella de toda calamidad, pues desde este momento te nombro su Guardián».
El anciano reflexionó, mientras su corazón desfallecía: en parte a causa del temor que tal guerra le inspiraba, dado que no era -ni jamás hizo alarde de tal cosa- hombre inclinado a la espada, y en parte por el hecho de que si alguien había logrado despertar su corazón de las distancias afectivas en que lo mantenían estudios y adivinaciones, ésa era, precisamente, aquella niña. La adoraba hasta tal punto que, siendo como era de sustancia cobarde y débil, no hubiera vacilado en empuñar la espada -aun desaguisadamente- por defender su vida. Si fuera preciso, se sobreentiende.
Tal inclinación no se debía únicamente a la gracia y el encanto de aquella criatura. Algo había que el anciano Hechicero guardaba en lo hondo de su corazón y que tuvo lugar a partir del día en que le confiara Ansélico la educación de sus hijos varones. Pronto apreció el Maestro que los muchachos no habían heredado las ansias de saber y conocer del padre. Antes bien, sospechábalos en la línea del abuelo, pues con toda evidencia hallaban más gusto en empuñar la espada que en tomar los libros. Cierto día, y por casualidad, descubrió que en el transcurso de tan mal aprovechadas lecciones, ocultándose bajo la mesa o tras los tapices, bullía y escuchaba con ansia la hermana pequeña. Poco a poco, fue descubriendo el interés y la sed que sus lecciones despertaban en los grandes y oscuros ojos de la niña. Un estremecimiento desconocido, mezcla de ternura y orgullo, le caló hasta los puros huesos y, desde entonces, cautamente, y a espaldas de su padre y hermanos, comenzó a instruir a la tierna niña.
En verdad, quedó maravillado de la rara y aun prodigiosa inteligencia de tan menguado ser. No sólo había aprendido a leer y escribir ella sola -meramente oyendo y observando a sus desaplicados hermanos-, sino que a partir de aquel día y bajo sus enseñanzas, a los cinco años conocía el latín, algo de griego, amén de ciertos conocimientos de geografía y botánica. Y aún más: la inició -vista la fruición de la niña en aprender- en otras disciplinas y atisbos que iban más allá de la astrología y matemáticas, materias en que, por otra parte, dio evidentes muestras de aprovechamiento. Y al fin llegó al descubrimiento maravilloso: en el fondo de sus redondas y bellas pupilas, aquella niña poseía la luz especial y muy raramente concedida -de milenio en milenio- a ciertos seres: la luz secreta y prodigiosa que proviene del ardiente Goteo Estelar.
Y así, el anciano adoró a la niña, y la niña a él. Solían refugiarse en la cámara del anciano, y allí, mordisqueando frutas y dulces, pasaban largos ratos, transidos de infinita curiosidad o encandilados en atisbos de sabiduría. A veces, sorprendíales así la aurora: la niña en el regazo de su Maestro, y vencidos ambos por la implacable necesidad de reposo que mortifica a la humana naturaleza.
Por todas estas cosas, al oír las palabras de Ansélico, el corazón del Hechicero también rebosaba amargura, pues según decía quien bien conocía los hechos, brutales gentes se aproximaban, dispuestas a turbar tan lúcidas y placenteras enseñanzas, tan furtivos e inocentísimos contubernios. Reprimiendo unas lágrimas, donde se embarullaban enternecimiento y pavor a partes iguales, el anciano logró al fin musitar: «Hijo mío -así llamaba a Ansélico, dado que no sólo fue su Maestro, sino medio-padre de aquel congestionado y algo adiposo Barón (que otrora mostróse curioso olfateador de más espirituales apetencias)-, es muy grave cuanto me dices. Y mucho te agradezco la confianza y el honor que me dispensas encomendando a mi custodia el más preciado tesoro de tu casa. Así pues, tráeme aquel puñal de hierro (símbolo de nuestro afecto) que tras la muerte de tu padre te mandé guardar». Ansélico obedeció prestamente, y una vez el anciano tomó el puñal, con él en alto se arrodilló y, vuelto, según explicó, «hacia la conjunción Oriente-Occidente», le instó a imitarle, con lo que confundió a Ansélico, ya que éste no atinaba a comprender hacia dónde debía enfocar tal postura. No obstante, hizo lo que viera hacer al anciano, aun sin entender nada. De tan misteriosa guisa postrado, el anciano clamó con grito semejante al agónico del cisne herido. Luego, resplandeció el puñal, saltó de sus manos y, como un pájaro, les condujo por escaleras y vericuetos del Castillo hasta llegar a las mazmorras. Allí se clavó -como si de manteca y no de piedras se tratase- en uno de los muros. «Éste es el camino», informó con rostro transfigurado el anciano.
De inmediato ordenó trajesen picos y mazas, pero advirtiendo hicieran estas cosas en tal secreto, que sólo Ansélico y sus hijos debían conocerlas. De modo que padre e hijos picaron y golpearon hasta arrancar unas piedras del muro, y ante sus ojos apareció una puertecilla, mohosa por los años, que conducía al único pasadizo verdaderamente secreto del Castillo. Por un angosto corredor, tras muchos vericuetos, el pasadizo ascendía hasta desembocar en una amplia gruta sobre el mar. Allí, mandó el Hechicero colocar dos yacijas, víveres, velas y otros enseres, de forma que en tan recóndito escondrijo pudieran habitar la niña y él. Al menos, en tanto no se despejara el sombrío futuro del país.
Cuando el avance de Volodioso y su ejército hacia el dominio de Ansélico constituyó por fin algo tan implacable como evidente, el Hechicero llamó a la niña. En un cofrecito, le ordenó guardar sus ropas y cuanto estimase ella como más preciado -y en él cupiese-. Llegado este desdichado instante, su padre y hermanos la besaron, y con mucho pesar la despidieron. Y precisa señalarse -pese a desvelar con ello la pudorosa intimidad de tan rudos guerreros-, que temblaban sus labios con mucha emoción al hacerlo. Entonces, el hermano menor, aquel rubio y fiero niño, a quien la suerte destinó morir horrorosa, aunque digna y altivamente junto a su padre, dijo: «No olvides llevar contigo el soldado que te fabriqué». «No lo he olvidado», respondió la pequeña: y extrajo del cofre un soldadito tallado en madera, cuyas piernas y brazos, mediante ingeniosas cuerdas, podían moverse con gracia. Luego, la niña besó y abrazó a su padre y hermanos y, tomando la mano del Maestro, con gravedad y compostura digna de su altiva estirpe -que a decir verdad, llenó de orgullo a sus familiares-, desaparecieron tras la recién descubierta puertecilla. Ansélico y sus hijos, entonces, volvieron a ocultarla bajo las piedras, de forma que nadie pudiera sospechar ni adivinar su existencia.
Por su parte, el Hechicero llevó consigo algunos víveres, agua y el arca donde guardaba todos sus tesoros: voluminosos rollos de pergaminos, fajos de recetas, mejunjes, polen, semillas, mandrágora, resplandor de luciérnagas, escudillas con agua pantanosa y algunas aparentes fruslerías, tan misteriosas como indescifrables.
2
El tiempo pasó, y fue esparciendo toda clase de calamidades por tierras de Ansélico. Parecía como si un negro vendaval sacudiese todo cuanto hallaba a su paso, salpicando de incendio y hedor a muerte su camino. Pero en tanto se sucedían estas desdichas, el Hechicero y su pequeña discípula permanecieron ocultos en la gruta, a salvo e ignorados de todos.
Días llegaron en que, a través de la hojarasca y espinos que cubrían la entrada de la cueva, penetraron hasta sus oídos los clamores de la guerra y las luchas: gritos enfurecidos, galopes de caballos, lamentos de agonía o ira, humo de incendios y, al fin, el gran silencio de la sangre perdida.