Olvidado Rey Gudú (67 page)

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Authors: Ana María Matute

Pero ella le siguió y siguió, por las vacías estancias del Castillo; y por más que él la rechazaba, e incluso en una ocasión desenvainó su espada, amenazándola con matarla si no dejaba de importunarle, ella insistía con tal dolor y tantas lágrimas, que, al fin, Predilecto se compadeció. Dejó caer su mano con la espada, y le dijo:

—Si es verdad que me amas, entenderás mejor que nadie que también yo he amado y amo de tal forma, que sólo el objeto de este amor podría calmar mi sed, mi hambre y mi dolor. Así pues, te lo ruego: márchate. Pues mientras tenga vida, y aún después, sólo a ella amaré, y nada en el mundo podrá separarme de su memoria.

Al oír estas palabras, Ondina lanzó tal grito, que el mar se estremeció, y las olas que se estrellaban en el acantilado tornáronse rojas como el vino. Después, recuperando su aspecto fluvial, se hundió en las aguas. Pero Predilecto ya ni siquiera la veía.

En lo profundo del mar, dejándose zarandear de uno a otro lado, Ondina lloraba, entre algas y caracolas, rodeada por el rumor de las corrientes que conducían hasta allí donde moraba su abuela. Pero estas corrientes la atemorizaban, y regresaba, una y otra vez, a la arena, tal y como veía hacer al mismo mar.

—¿Por qué no puedo apartarme de la tierra? -se preguntaba. «Porque amas», parecía decirle el mar; y lo repetía y repetía, pero nunca terminaba de decir algo que ella anhelaba saber. Hasta que, al fin, una pronta inspiración llegó a su mente: «Tomaré -se dijo- la figura de aquella a quien él ama, de suerte que pueda llevarlo conmigo». «¡Cuidado! -gritó el mar entonces. Y se levantó de tal forma que parecía unirse con el viento celeste-. ¡Cuidado, Ondina! No debes tomar jamás una figura que antes existió.» «Sólo así lograré atraerle», sollozó Ondina. «¡No lo hagas, no lo hagas!...», repitió el mar. Y lo repitieron el eco de las caracolas y las olas que, lentamente, regresaban de la arena.

Pero ella no les escuchó. Así que, tomando el aspecto externo de la que fue Tontina, avanzó hacia el Castillo.

Halló a Predilecto dormido junto al fuego. Pero al besarle en los labios, tuvo conciencia del error que había cometido. Pues aunque le besaba, no sentía bajo los suyos los labios de él. Y aunque le tocaba, no sentía el tacto de su cuerpo. Desesperada, le gritó que despertara, que la viera; pero él, tampoco la oía. Y sólo cuando el sol entró hasta rozar su frente y, voluntariamente, abrió los párpados, la vio. Sus ojos se iluminaron. Extendiendo las manos hacia ella, quiso abrazarla. Pero no lograba sentirla entre sus brazos, como ella tampoco los sentía entre los suyos.

—¿Por qué haces esto, Tontina? -dijo Predilecto, con tal tristeza que Ondina, a su vez, lloró sin consuelo.

—No llores -dijo él-. No llores: allí donde vayas, yo iré también.

Y Ondina echó a correr hacia el mar, y tras ella Predilecto, de suerte que, cuando ella se hundió en las olas, junto a ella se hundió el Príncipe Predilecto, y junto a la muchacha con aspecto de Tontina se ahogó.

Pero Ondina se desprendió de su cuerpo y, flotando, llegó a la playa. Quedó enredada allí, como una extraña alga, hermosa y quieta. Entonces, tomó entre sus brazos el cuerpo de Predilecto y con gran amor lo estrechó contra ella: pero ya era como los muchachos del fondo de su jardín.

«¿Qué has hecho? -se horrorizó el mar-. ¿Qué has hecho? Has matado al Príncipe.»

Ella lo arrastró, corriente arriba, por el túnel submarino que conducía hasta su viejo jardín, en lo más hondo del Lago. Y allí, lo adornó con perlas y maraubinas, pero por más que le besaba y acariciaba, él no respondía ni a sus besos ni a sus caricias. De suerte que, al fin, le invadió tan profundo y oscuro desaliento y tan irremisible era su dolor, que se dejó llevar, sin freno ni voluntad, hacia las corrientes que conducían a la morada de su abuela.

La Dama del Lago la esperaba, y había tal cólera en sus ojos como jamás el agua había reflejado.

—Eres la más estúpida entre las estúpidas -dijo. Pero como Ondina nada respondía y sólo lloraba, de forma que sus lágrimas venían a unirse a las Raíces del Agua, su ira se aplacó y quedó pensativa. Se inclinó sobre ella y escudriñó atentamente sus ojos:

—Si pudiera remediar algo de todo el mal que hiciste -dijo-, tal vez tu ignominiosa contaminación no sería tan irremediable. Y así, condujo los débiles hilos de plata verde y los trenzados surtidores de oro y, levantando sus largos brazos hacia el lugar donde se hallaba la Gruta del Manantial, lanzó hacia allí la gran vía fluvial. De forma que ésta trepó hasta la Gruta, empujó con fuerza la corriente e inundó el recinto, desprendió a Tontina de su lecho de hojas, y la sumergió.

«Retorna a los tuyos, de donde jamás viles aficionados debieron robarte: estúpidas criaturas ensoberbecidas y ambiciosas, asesinos de leyendas no nacidas, hurones de la salvaje inocencia. Vuelve a tus padres, a tus hermanos, de donde jamás debieron anticipar tu pobre y triste vida. Tontina, Tontina: cuando algún día nazcas -si naces-, ya se habrán marchitado todas estas cosas, y sólo los de limpio corazón sabrán recuperar tu imagen; algún día se sabrá quién fue tu abuela, y tu madre, y tú misma. Y así, podrán hablar al mar, y la resina llameará de nuevo... si aún queda un niño que desee haberte conocido. Tontina, Tontina: ¿cómo te dejaste nacer? El mundo no es hermoso; nunca habrá un mundo hermoso: desapareció el día que el mar se heló para siempre en tus islas. Tontina, Tontina: nadie sabe si algún día regresarás, pero, en tanto, navega, no te detengas jamás: porque sólo así podrás salvar algo de lo que para ti pudo ser, un día, la vida.»

La Dama proclamó la Muerte Más Hermosa, y llegaron por los submarinos caminos los sirvientes-guerreros, con sus largas trenzas de oro, sus ojos aguamarina y sus rodelas de ámbar. Eran los proveedores de resina, que en las turbas danesas mantenían la llama de unos relatos y cuentos, en la sustancia de sus hermanas, las Sagas. Y les dijo:

—Horadad el hielo, gentiles proveedores de resina: vuestra Princesa irá abriendo camino hacia la Pradera de la Gaviota, pues sólo así arribará el día en que hubiera debido nacer.

Los guerreros silenciosos trazaron en el fondo del Lago largas inscripciones con el filo de sus lanzas. Luego remontaron hasta el manantial y desprendieron a Tontina de su lecho de recuerdos, que ya empezaban a empalidecer: pues aquel que los regaba ya no vivía. Pero aún estaba allí su perfume: y los proveedores de resina siguieron su estela.

Colocaron a Tontina como mejor sabían -ya que aún no habían inventado la urna de cristal de su abuela, aún no nacida-. Así, en el fondo de una nave esbelta y blanca, como talada en hueso, dejaron a la niña sobre el oro de su cabello, que el mar levantaba y volvía azul o esmeralda, e incluso, a trechos, del hondo violeta de las noches. Y el mar, que era con ellos tan respetuoso como noble, abrió su ruta hacia la Pradera Infinita, y cien mil gaviotas gritaron en todas las playas del mundo -del mundo que ellos recorrían a gritos y lanzazos, a impulsos de amor y de sangre, entre destellos de hierro y copas de cristal azul-, de suerte que hubo un gran pasmo en la tierra y en el mar, para todas sus criaturas -excepto, por supuesto, las humanas.

Y los guerreros blancos, que sabían dónde ardía el fuego, remaron sin demora, aunque lentamente -tan lentamente que sólo los cien mil siglos de la Dama podrían apreciarlo-, y se sumergieron en la ruta que llevaba al fondo del Lago.

Y como sabían distinguir un Gran Príncipe de un ruin monarca, encallaron entre las flores minerales del jardín de los Muchachos Ahogados; y entre tantos, sólo uno tenía sobre el corazón una piedra horadada, de color azul. De suerte que, desprendiéndolo de algas y ansiosas flores, lo llevaron sobre su escudo, y en el fondo de una nave lo dejaron.

La nave encendía el mar a su paso, y su alta vela se hinchó entre el vaivén de las mil rutas fluviales: y era grande, listada de blanco y verde. Y así, los guerreros blancos desenvainaron la espada de Predilecto y la dejaron a su lado izquierdo, para que a mano la hallara. Y pusiéronle también el juego de ajedrez con que se entretenía de niño, en el Sur, alineadas las fichas de hueso blanco y negro, porque aún tendría que comenzar una batalla, en algún lado, en alguna misteriosa lid que nunca emprendió antes.

Entonces, la Dama, que lo observaba todo en el pocillo formado entre sus manos, dijo: «Oíd, criaturas del agua: va a comenzar el Gran Viaje. Prestad atención, pues raramente podemos presenciar tan preciosa y difícil huida».

El océano hinchó, a salvajes y doloridos lamentos, las velas listadas en blanco y oro, y blanco y verde; y zarparon las naves, al fin: allí estaban su tablero de damas, sus copas de vidrio azul y la cinta que, a veces, Tontina se enrollaba al índice, cuando quedaba pensativa.

Todas las criaturas lacustres, fluviales y marítimas abandonaron sus palacios de nácar, o de musgo, o de hielo, y acudieron a ver cómo las naves de Predilecto y Tontina afluían a una misma vena marítima. Y así, con solemnidad suboceánica, chocaron y se partieron en miles de diminutas y relucientes astillas: saltó la quilla, la vela y el mástil; rodaron al fondo del mar los escudos pintados, las copas de oro, las piezas de ajedrez, los collares y los emblemas. Sus cuerpos se desprendieron y flotaron, y vinieron a chocar uno con otro, igual que las proas de sus naves. Y alzaron éstas la cabeza, y los dragones de oro tuvieron una última mirada mineral antes de hundirse en el cieno y retornar a lo que fueran: huellas, espectros de naves y de reyes, de batallas y de muerte sinnúmero.

Pero no así Tontina y Predilecto: pues en el espeso lamento del mar, se agitaron cada una de las dos mitades de una sola piedra, horadada y azul; y así, como se cierran las dos hojas de la concha, se ajustaron una sobre otra, tan herméticas como el nácar de las perlas, sobre aquel orificio único, por donde el mundo, acaso, pudiera atisbarse, un día, hermoso. Y cada una de las dos mitades iba indestructiblemente atada al cuello de ambos muchachos.

Y arrastrados por aquella piedra, Tontina y Predilecto ascendieron en el agua y se alejaron, los cuerpos enlazados por una misma cadena y una sola piedra azul, pulida y horadada por las Raíces del Agua, unidas ya sus dos mitades.

—¿Adónde van? -dijo débilmente Ondina, mirando cómo se alejaban en el agua.

—Más allá de las regiones de Nunca y Siempre, donde residen los ecos y las huellas de la Luz, y los reflejos engañosos del mundo -dijo su abuela-. No puedo hacer otra cosa.

—Abuela, te lo ruego, arráncame esta raíz -dijo Ondina. Y su voz sonaba tan desfallecida y tan honda como el agua que despierta eco en las grutas submarinas-. Arráncamela: no puedo vivir con tanto dolor.

—No puedo -dijo ella-. No puedo.

Pero tanto y tanto suplicaba Ondina, y tal era el dolor de sus ojos y de su voz, que al fin la Dama dijo:

—Por ti voy a romper una muy arraigada tradición; pero no sé si lograré conseguirlo. Es sabido que a los que se dejan contaminar, nadie debe ayudarles. Sin embargo, eres mi nieta, y esto no puedo olvidarlo por más que lo desee. Y tampoco puedo olvidar que, después de todo, amaste a un ser humano que, en verdad, hubiera merecido ser fluvial.

Y así, le ordenó dormir, y colocó sobre sus ojos dos perlas negras. Cuando ella dormía, de entre sus propios cabellos extrajo la larga aguja de oro con que marcaba la ruta de las Raíces del Agua. La clavó en el pecho de Ondina y, con todas sus fuerzas, intentó arrancarle la raíz, que ya era tan crecida como nacimiento de coral, y tan dura como éste. Por más que la Dama se esforzaba y hundía su aguja en él una y mil veces, al fin desistió. Y con gran melancolía contempló a su nieta dormida, y dijo:

—La raíz ha arraigado demasiado. Nadie podrá arrancártela. Pero se me ocurre que, si en vez de ella, te arranco la memoria, olvidarás el objeto del nefasto amor y, por tanto, tu dolor se mitigará.

Así lo hizo, y la memoria se desprendió tan fácilmente como la bruma se desprende del techo del agua. Y con ella se perdió. Ondina abrió los ojos y miró a su abuela. Pero la sonrisa fija y quieta que antaño tanto la distinguía, había desaparecido. -Flota -dijo la Dama-. Aléjate, aléjate, Ondina querida, que tu dolor es un dolor olvidado.

Ondina obedeció, blandamente, y se alejó en el agua. Ya no recordaba a Predilecto, pero la melancolía anidaba en sus ojos y en sus labios.

—¿Ya no recuerda al Príncipe? -indagó un curioso pececillo rojo que la Dama guardaba junto a ella (como algunas mujeres guardan pájaros o flores).

—No lo recuerda -dijo la Dama-, y por tanto, su amor tampoco la hiere como antes. Pero ahí está aún la raíz: y desde hoy, Ondina flotará por todas las orillas del agua, convertida en la tristeza.

—¿Y qué ocurrirá?

—Nada nuevo -dijo la Dama-. A veces se adentrará con la bruma hasta las moradas de los hombres, penetrará con la sal en su lengua y sus palabras, invadirá con su aroma mentes y corazones. Pero esta enfermedad es tan común ahí arriba -y señaló el techo del Lago- como el odio, la venganza o la ambición, o como el amor mismo.

Y así, los ojos de la Dama se oscurecieron, porque sabía que su nieta vagaría sin fin por las costas, las resacas del vino y las orillas de las tempestades, sin descanso. «Estas cosas -se dijo-, ¿a quién importan? No a los humanos, por supuesto.» Y regresó a las Raíces del Agua con su aguja de oro, que había quedado teñida -desde aquel día y para siempre- por una sangre fina, delicada, casi transparente.

Desde entonces, a veces, llega hasta el corazón de los humanos un sentimiento extraño: recuerdo, melancolía o deseo. Es Ondina, aunque ellos no lo saben, que ronda sin descanso por playas y litorales.

TERCERA PARTE
XV. LA CORTE NEGRA

El Príncipe Predilecto no aparecía por ninguna parte, y Gudú, acostumbrado desde niño a no prescindir de él para ninguna empresa, experimentó por primera vez en su vida un extraño sentimiento: la sensación de que había olvidado algo, un arma, una orden, una advertencia. Algo le faltaba, y si hubiera sido capaz de amar, tal vez en aquellos momentos habría llorado. Pero aunque no le amara, tener junto a sí al Hermano Protector -desde un día en que, siendo niño, le defendió de la burla y patadas de los criados- le había parecido tan natural como el día y la noche, como la sed y el agua, como su brazo derecho o el aire que respiraba. No sentía pesar, es cierto, pero sí una desazón e incomodidad tal, que anduvo inquieto durante muchos días: y en vano envió hombres por toda la comarca, sin resultado. Cuando, al fin, se le ocurrió enviar un emisario a las tierras del Sur, donde Predilecto tenía sus posesiones -aunque, sin él saberlo, despojadas por orden suya-, ya había desaparecido todo rastro de su hermano. El emisario regresó diciendo que sólo abandono, muerte y soledad reinaban allí, junto a las ortigas y la maleza. En muchas leguas a la redonda, aun habiendo recorrido alquería por alquería, sólo miseria e ignorancia halló entre sus escasos habitantes. Y sólo un pastor le dijo: «El Príncipe ha muerto». Y como nada más pudo conocer, regresó con el convencimiento de que allí no había puesto el Príncipe sus plantas.

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