Olvidado Rey Gudú (64 page)

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Authors: Ana María Matute

Dicho lo cual, a grandes voces ordenó ensillar su caballo y conducir a la Reina a la mazmorra susodicha.

—Permitidme, al menos, una cosa -dijo Ardid, recuperando, si bien con gran dificultad, el dominio de sus pensamientos-. Y ello es que, para evitar escándalos que a nada bueno podrían conducirnos, y estimando que la fiel Guardia está al corriente de lo acontecido (y, como según llega a mis oídos, nuestros invitados y todos en el Castillo andan aún inmersos en el mediado banquete, y de nada se han apercibido), dejéis que lleve el cumplimiento de ese castigo en el más riguroso secreto. Propaguemos la noticia de que la propia Tontina, víctima de cualquier maleficio (de los que, afortunadamente, abundan en su linaje), ha muerto en su noche de bodas..., digamos que por propia iniciativa...

—Haced como gustéis, pero guardaos mucho de no acatar mis órdenes -dijo Gudú-. Y ahora, id sin dilación a cumplirlas.

—Aún otra cosa, hijo mío -dijo Ardid, sujetando a su expeditivo vástago por una punta de aquella camisa tan ricamente bordada para la ocasión y que, al parecer, muy poco impresionara a Tontina-. Afuera está la Guardia de Tontina... y tened por seguro que esos soldados tan intachablemente marciales, vestidos y armados, no aceptarán como buena cualquier cosa: algo debemos hacer con ellos.

—Mi Guardia personal, con Yahek al frente, dará buena cuenta de ellos al amanecer -dijo Gudú-. Por muy bien trajeados que estén, dudo que puedan hacer frente a Yahek y los suyos.

Y desprendiendo de un tirón la camisa de manos de su madre, la lanzó sin miramientos por sobre su propia cabeza; y a grandes voces reclamó sus cómodas ropas de soldado.

Atribulada, Ardid descendió hacia las mazmorras seguida de los soldados. Y aunque bien hubiera querido llamar en su ayuda al Hechicero o al Trasgo, la imponente actitud de aquellos soldados no le aconsejaban, por el momento, tales desvíos. Así pues, siguióles resignadamente y, al fin, estremecida de frío y horror, pisó las más lúgubres dependencias de aquel Castillo.

Un soldado descorrió el enorme cerrojo, enmohecido y cubierto de orín. La luz de la antorcha iluminó, y descubrió, sentada en el suelo, a la Princesa.

—Dejadnos solas -dijo Ardid, secamente. Y entró, cerrando la puerta tras sí.

—¿Qué has hecho, desgraciada? -gimió. Y aunque deseaba con todas sus fuerzas recuperar su dureza y severidad, la vista de la princesa le impedía de todo punto conseguirlo-. ¿Te das cuenta de que has labrado tu desgracia? Apresúrate, rectifica tus imprudentes palabras, y tal vez, aunque no estoy segura de ello, consigamos que el Rey te perdone.

—No -dijo ella-, no lo haré.

Y nada más pudo conseguir de ella.

Así pues, salió de la mazmorra. Hacía muchos años, mucho tiempo, que no sentía tanta congoja, tan infinita tristeza. Y se dijo: «Acabé imaginando que Tontina era en verdad una hija, y que me amaba: así me lo parecía, y así suavizaba esta honda pena de saber que mi hijo no me amará jamás». De improviso se sintió inmersa en un sueño. Era un sueño anterior, y no sabía con certeza si lo había soñado o vivía realmente lo que desfilaba ante sus ojos: lo cierto es que se hallaba en las almenas de la Torre Vigía, con su amado Almíbar, esperando la llegada de Tontina. La vio al fin. Pero no era su carroza: la que avanzaba sobre la hierba era una nave. Y en aquel país de gentes sin mar, nadie la comprendió -y acaso ni la vio-. Sólo Ardid sintió una punzada en el más escondido lugar de su ser, porque ella sí vio en otro tiempo cruzar el horizonte siluetas parecidas que, después, bajo el viento y el sol, intentaba recuperar, aunque ésta era mucho más esbelta, mucho más hermosa, mucho más fina... «No obstante -se dijo-, ¿cómo llegaba así, sobre la hierba?, ¿cómo avanzaba más allá del Lago?, ¿cómo aparecía entre los abedules y desaparecía entre ellos, y se reflejaba, o lo parecía, para desaparecer de inmediato en la tersura negra del agua? ...» Ardid contuvo el aliento. La nave parecía deslizarse sobre un trineo, en una inexistente nieve. Entonces bajó la escalera, abandonó la Torre Vigía y dejó perplejo a su buen Almíbar, que murmuraba extrañas cosas, arrebolado y como ausente del mundo.

«¡Ven acá! -le gritó, angustiada-. Baja de ahí: ya no eres el Vigía.» Pero sí lo era, aunque la sabia Reina lo ignorara. Porque la sabia Ardid ignoraba muchas, muchas cosas.

Cuando se reunió al impaciente y selecto grupo de la más estricta Corte, Ardid apareció de nuevo serena. Pero al ver cómo se elevaba el puente y sentir algo como un resplandor en torno, no pudo evitar que sus manos temblaran. Pues, ¿qué había visto? ¿Tan neciamente fantasiosa se tornaba? ¿Acaso -y le dirigió una furtiva mirada de despecho, ligeramente punitiva- Almíbar la había trastornado con sus viejas historias de viejos seres de viejos mundos y muy barridas tinieblas?

Pero rápidamente se recompuso. Levantando la cabeza, miró a la Guardia con toda la severidad de que era capaz y, entonces, su sagaz mirada le desveló que aquellos hombres, tan rudos y fieros, sentían un gran pavor o dolor -no podía esclarecerlo por llevar a cabo, en la persona de la Princesa, el castigo que Gudú ordenara. Así fue como, súbitamente, recordó a aquel que, en los momentos de apuros, estimaba siempre como más útil, más fiel y más competente:

—Soldados -dijo-, ordenad al Hermano Protector de nuestro noble Señor y Rey Gudú, el Príncipe Predilecto, que cumpla las órdenes de mi hijo.

—Así se hará, Señora -respondió el Capitán de los soldados.

Y a las luces adivinó Ardid el alivio que tal encomienda les producía. Sin más, fue hacia las escaleras; pero aún se volvió para decir a aquellos hombres:

—Y no olvidéis decirle que, a su vez, recoja las cenizas de la que fue, por tan breve tiempo -y reprimió un inoportuno suspiro-, nuestra joven Reina. Luego, yo las entregaré sin dilación al Rey. Y decidle que todo debe ocurrir antes del amanecer. Y, al amanecer, advertid a Yahek de lo que el Rey ha ordenado: que aniquilen a la Guardia de la Princesa Tontina, de forma que no quede huella de cuanto ha ocurrido. Y sabed que vuestras vidas dependen del cumplimiento estricto de cuanto se os ordena y del secreto que respecto a todo ello sepáis guardar.

Presurosamente -demasiado presurosamente, dado su regio porte- se sumergió en las oscuras profundidades que le conducirían, de vuelta, a su cámara.

Y de nuevo el sueño la atrapó entre sus garras: y se vio a sí misma, inclinada sobre el lecho donde la Princesa parecía morir de alguna extraña dolencia; aquel en que una flor apareció en su pecho y la sanó. Y de nuevo la veía, como arrastrando un extraño trineo.

—¿Qué arrastras, niña?

—.Mi trineo. Es mi trineo.

—Niña mía, estamos en primavera, abandona el trineo. No temas: la nieve está lejos.

—No temo a la nieve, madre, sólo temo a la primavera.

Ardid tomó su mano. Pero apenas la rozó, la soltó, como si hubiera atrapado una de aquellas codornices ensangrentadas y moribundas que sus hermanos solían traer, colgadas al cinturón, y que aún vivían, pero ya estaban temblando dentro de la muerte. Sintió entonces un frío muy grande, y contempló el rostro blanco, los párpados cerrados de Tontina. Y se estremeció de nuevo ante las delgadas, frágiles y sedosas trencitas que, paradójicamente, eran el peinado de un antiguo, rubio y muy temido guerrero. «La primavera», se repitió Ardid, sin conocer lo que decía, ni desear conocerlo. «Tan sólo a la primavera...»

«Es tan joven -resumió al fin, espantando como solía sus fantasmas-. Es aún tan joven... Tiempo vendrá donde no temerá ni al invierno, ni al sol, ni al hombre... Tiempo habrá aún, para no temer a nadie...» Y aunque una súbita idea -«... excepto a sí misma»- bullía en su mente, también la apartó en las grutas de la memoria. Seguramente, junto a otros muchos recuerdos, igualmente inoportunos y demoledores.

Hallábase aún Predilecto en el jardín cuando, como la repetición de un sueño o un recuerdo olvidado, llegaban ahora hasta él una escena y unas palabras:

—¡Tenéis tanto sol! -decía Tontina, levantando la mano para protegerse-. ¡Vais tan deprisa!... Deprisa crecen las flores, deprisa el viento barre el polvo y las hojas secas y la hierba quemada..., pero allí, de donde yo vengo, el gran frío nos preserva de estas cosas, y estamos tan cerca de nuestros orígenes, que podemos recordar la vida de las estrellas.

—¿Qué dices? -se extrañó Predilecto-. No te entiendo... Ella se reía como si hubiera oído una broma.

—¡Tú no necesitas entender! -decía, tirándole graciosamente de la barba (cosa que le dejó muy confuso, pues tamaña falta de respeto no la hubiera perdonado sino a través de la sangre)-. Sabed que la nieve y los grandes hielos conservan las pisadas de los hombres, y sus llantos y sus risas, mucho más que el ardor y la viveza sureña... Sí, es cierto; allí de donde vengo, no crecen las flores que veremos el día en que tú y yo lleguemos a conocernos. Pero en cambio, cuando esas flores hayan muerto, tus pisadas y mis pisadas caminarán juntas por tundras donde el hielo permite eternas huellas humanas: bien poco es -suspiró-, pero más efímeras son las rosas o el aroma de las fresas.

Predilecto sintió que algo nacía y moría en su interior. Por un momento estuvo seguro de haber alcanzado, por fin, la respuesta a sus innumerables dudas: pero pesaban muchos soles y muchas espadas y muchos aventados amores u odios sobre él; y todo se redujo a polvo, y con el viento se dispersó. En cambio, en las eternas nieves de la princesa Tontina, las palabras imponían sus huellas y horadaban en el tiempo; y en él persistirían hasta que un sol definitivo devorase el mundo para siempre.

Las voces y pisadas de los soldados, y la luz de sus antorchas, interrumpieron sus cavilaciones. Y así, acudió a su encuentro, en demanda de lo que sucedía a tales horas, pues no parecía tratarse de cosa baladí.

—Señor -dijo el Capitán de la Guardia, con voz excesivamente vacilante- os traemos una grave encomienda.

Brevemente, expuso al Príncipe las órdenes del Rey, su hermano, y las de Ardid, la Reina. Y apenas hubieron comunicado tan ingrata orden al Príncipe, dejáronle solo, y en su mano depositaron las llaves de la mazmorra. Y lo hicieron con tal gesto que no parecía sino que tales llaves quemaban como hierro candente.

«¿Qué es lo que oigo? -se dijo el estupefacto Príncipe-. ¿Es cierto o es un sueño, que he de cumplir orden tan horrible, ni aun llegándome del Rey, mi hermano, a quien juré obedecer y proteger con mi vida?» Y era tal la confusión y dolor que aquello, le producía, que ni el horror de semejante orden podía sacarle de un enorme asombro e incredulidad. Pero allí estaban las llaves en su mano. Pesaban como las palabras de los soldados, y en ella se grababan como a punta de fuego.

Ondina se había ido, nadie estaba con él en aquel instante. La muchacha había retornado a la Corte Negra, inundada de pena, para no ver ni oír nada que a él pudiera recordarle. Y él echó de menos una presencia, alguien con quien compartir noticia tan cruel. Nueva que se negaba, desde lo más profundo de su ser, a aceptar.

—No la llevaré a cabo; una y mil veces, no -murmuró como última resolución...

Y comprendiendo que si no obraba con rapidez, el peligro que corría Tontina sería todavía mayor, se dirigió con toda premura a la mazmorra. Abrió aquella siniestra puerta y descubrió, sentada en el suelo, sobre la paja, a la reciente y muy joven Reina.

Ordenó a los soldados que la sacaran de allí. Y viéndola vestida con tan ligera ropa, quitóse a su vez el manto de terciopelo verde que Almíbar le regalara, y, sin mirarla, le ordenó que se abrigase con él. La dejó custodiada por sus hombres y volvió de nuevo al jardín. Una vez allí, les dijo a los soldados:

—Marchaos, y decid a la Reina que cumpliré prontamente sus órdenes.

—Si preciso fuera -dijo el Capitán que les mandaba, con voz trémula-, podéis llamarnos.

—Tengo a mis hombres conmigo -respondió Predilecto-. Y podéis observar que jamás reo alguno se prestó más dócilmente al sacrificio. Decid a la Reina que, una vez consumadas sus órdenes, entregaré las cenizas tal y como me ordenó.

Y una vez los soldados del Rey partieron, los hombres de Predilecto, visiblemente afectados, preguntaron si debían formar la pila de leña de la hoguera, y dónde.

—Aquí -dijo Predilecto-, junto al Árbol de los Juegos.

Y en tanto los hombres cortaban la leña, él ordenó enjaezar su caballo. Y una vez todo estuvo a punto, mandó traer a la Princesa. Y cuando sus hombres la traían y cruzaban el jardín, la luz de las antorchas temblaba en el viento, y el cabello de Tontina flotaba en la noche, como si de otra y más brillante hoguera se tratase. Entonces, el Capitán de sus hombres dijo, rodilla en tierra:

—Señor, os rogamos nos dispenséis de contemplar el sacrificio, pues aunque templados en las mayores atrocidades, ninguna como ésta nos ha llegado al corazón, y tememos rebelarnos ante semejante crueldad.

Y aunque temía las represalias que tan audaces palabras podrían suscitar en Predilecto, éste dijo:

—Ve con tus hombres, y permaneced en vuestros puestos, pues para tan sumiso reo sólo preciso de mi autoridad.

Los hombres partieron. Solos, a la luz de dos débiles antorchas, Predilecto y Tontina se miraban. Y aunque la Princesa se hallaba con ambas manos encadenadas, y creía llegada su última hora, tal era la expresión de sus ojos, que nadie diría sino que por primera vez conocía la felicidad.

Apenas los últimos hombres desaparecieron, y aunque Predilecto conocía la fidelidad de aquellos que de niños le habían acompañado desde las tierras cálidas del Sur hasta las frías tierras de su padre, y no dudaba que todos, hasta el último de ellos, adivinaba cuáles eran sus deseos e intenciones, no dio reposo a su inquietud hasta que sólo oyó el viento, que arrastraba quemados restos de algún último y fantasmal espectro de lo que tal vez fueron flores o tiernos tallos silvestres. Entonces, miró a Tontina. Y sintiendo estallar lo que por tanto tiempo guardaba -y no quería a sí mismo decirse-, con manos temblorosas desató sus cadenas, y oyó cómo ella decía:

—No tiembles, Predilecto, pues este momento vale para mí más que una vida entera junto a Gudú.

—Callad, os lo ruego -dijo el Príncipe. E hincando su rodilla, y sin atreverse a mirarla, añadió-: Aunque bien sé a lo que me expongo, os juro que nadie os tocará mientras yo viva. Y si vuestra vida vale mi muerte, poco precio me parece ésta para salvaros.

Entonces Tontina se inclinó hacia él y, arrodillándose junto a Predilecto, le abrazó tan estrechamente, que toda la fuerza y voluntad de rechazo desaparecieron en él.

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