Olvidado Rey Gudú (65 page)

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Authors: Ana María Matute

—¿Qué hacéis, Señora? -dijo-. Os ruego contengáis el escaso agradecimiento que debéis a una acción que más obedece a egoísmo propio que a verdadera compasión. Pues si supiera que habéis muerto, mi vida no valdría más que la de cualquier ahorcado de entre los más miserables.

—Callad -dijo Tontina, poniendo su mano sobre los labios del Príncipe. Y a su contacto ambos quedaron mudos, y el mundo parecía borrarse a su alrededor, aquel mundo que tiempo atrás Tontina juzgara hermoso.

Aún pasó algún tiempo, antes de que Predilecto hallara alguna palabra con que iluminar tan oscura y, a la vez, luminosa turbación. Y dijo:

—Os lo ruego, Princesa, no prolonguéis mi sufrimiento. Subid conmigo a mi caballo, y en él os llevaré allí donde una vez soñabais y, según dijisteis, habríamos de conocernos...

—Ese lugar es mi tierra -dijo Tontina, con tal luz en los ojos, que por sí solos parecían llenar de resplandor cuanto miraban-. La única tierra y el único país que me pertenece: pues vos solo sois mi patria, y vos solo mi raza.

Y así diciendo, le abrazó de nuevo, y sus rostros se rozaron, y el mundo se borró alrededor. Predilecto olvidó su fidelidad a Gudú y a la Reina, y a todo juramento que no fuera aquello que, como un dogal sutil y férreo a un tiempo, lo ataba a la Princesa.

—Señora -dijo penosamente, pues muy cerca de sus labios estaban los labios de ella, y muy cerca de sus ojos, los ojos de ella-, no hagáis tal cosa: ya no sois una niña, y no debéis portaros como en el tiempo en que tal fuisteis, cuando nos contábamos historias y jugábamos juntos...

—No soy una niña, bien lo sé -respondió Tontina.

Y su voz parecía lejana y próxima a la vez: como si brotara del centro de su ser y, a un tiempo, huyera por sobre la línea del horizonte.

—No lo soy: el último minuto del Primer Plazo está acabado, y entraré en un Nuevo Plazo que colmará mi vida hasta la última gota. Por eso sé que soy una mujer y que os amo.

Y al oír el acento de aquella voz, Predilecto supo que todo cuanto él deseaba y temía decir estaba dicho. Sus labios se unieron por vez primera, y sus cuerpos se estrecharon uno junto al otro. Y, al fin, Tontina dijo:

—Éste es el primer paso del fin, Predilecto: y os suplico, por lo que podáis amarme, que lo prolonguéis mientras sea posible. Pues si el primer beso de amor debiera ser el último, no quiero presenciar el fin.

—No habrá nunca fin -dijo Predilecto.

Y besándola una y mil veces, sintieron como si bajo sus cuerpos brotara un tiempo nuevo y viejo a la vez: un tiempo en que el jardín de Ardid había florecido misteriosamente y el Árbol de los juegos resplandecía. Así lo sentían sobre ellos; bajo sus ramas heladas creyeron que brotaban de nuevo todas sus hojas, y que como lluvia de oro caían y les cubrían. Ni la escarcha ni la agostada y húmeda tierra del jardín muerto eran verdad para ellos; ni el frío de la noche, ni la oscuridad, ni la pálida frialdad de la luna. Era el sol, tan cálido y maduro como jamás estuvo, el que lucía sobre las vides, los almendros y los olivos. Y no era el helado viento que agitaba la espesura de los bosques lo que les llegaba, sino el rumor de un mar tan azul como jamás contemplaran otros ojos que aquellos que, libres de toda ceguera humana, sabían mirar a través de una piedra horadada. Y sentían o sabían que el mundo tal vez fue, o podía ser, o sería, hermoso.

Y se amaron de tal forma, que en mucho tiempo -antes y después de ellos; y en tierras aún muy lejanas a las suyas, o en siglos remotos, a ambas orillas del tiempo- no llegarían a amarse igual dos criaturas humanas.

Sólo cuando una luz dorada comenzaba a rozar las copas de los árboles, Predilecto despertó del sueño profundo y lúcido que había conocido por primera vez. Alzó la cabeza y vio amanecer un nuevo día. Sintió frío, estrechó más a Tontina contra él, y creyó despertarla también, diciéndole:

—Hemos de huir, porque está amaneciendo; y nadie debe hallarnos aquí. Algún lugar habrá en el mundo, donde podamos ocultarnos de toda la ira, la maldad y el egoísmo de la tierra.

Pero un frío más grande -uno que partía de sí mismo- le llegó, al contemplar cuán blanca y fría estaba la piel de la Princesa. La abrigó más, y la apretó contra su pecho, diciéndole:

—¿No oís? ¡Debemos apresurarnos!

Pero los ojos de Tontina estaban abiertos, y era su transparencia igual a la que algunos días de sol ofrecía el mar, que podía verse en ellos el fondo. En las pequeñas playas, la arena de oro y las algas y el suave deslizarse de los pececillos dorados revivían ahora en su memoria, contemplándoles. Oyó entonces la voz de Tontina: era una voz lejana, como si de alguna bóveda muy alta -tal que el cielo mismo- bajara; o brotara de una azul profundidad.

—Mira -murmuró. Y su brazo, blanco y dorado, se tendió hacia la luz que del cielo iba naciendo, sobre la negrura de los bosques. Allí van los que fueron mis amigos: van a enterrar a una niña que llamaban Tontina.

—No van a enterrarla -dijo Predilecto, poseído de súbito terror, estrechándola más y más-. No murió, está aquí conmigo, y nadie la apartará de mí.

—Tontina murió -repetía ella, como el extraño eco de su propia voz-: yo soy una mujer, y te amo.

Entonces vieron un cortejo que avanzaba entre la luz del amanecer, sobre las largas estepas celestes: y lo componían sus jóvenes amigos, precedidos por el Príncipe Once; y no faltaba ninguna ave, ni ningún ciervo ni mariposa. Conducían en andas una niña que, en verdad, parecía muerta. Y todos los muchachos y muchachas, y la misma Tontina muerta, eran traslúcidos. La luz seguía su camino, y las nubes del amanecer, su ruta hacia otros desconocidos países. Y todos parecían en seguida las huellas de sí mismos: reflejados en el cielo como los árboles se reflejan en el agua, sin saber si eran ellos o su recuerdo.

—¿Adónde van? ¡Llámales! -dijo Predilecto, lleno de angustia-. Llámales; y diles que se detengan, que no has muerto, que estás aquí, y que esa muchacha que van a enterrar no es la Princesa Tontina.

—No puedo llamarles dijo Tontina. Y esta vez su voz era más remota y más ligero su peso-. Olvidé sus nombres; y aunque no los hubiera olvidado, no me oirían. Porque regresan allí de donde vine y a donde siempre van, y de donde siempre volverán; y aunque les siguiera, las murallas de esa ciudad están para mí cerradas para siempre y no podría entrar en ella... Son sólo espectros de unos juegos, de unas voces: espectros de nombres y juegos y canciones. Pero tampoco deseo ir allí, ni estar con ellos.

—¿Qué dices? ¿Adónde van, que de tal forma se funden en la nada? ¿Cuáles son esas murallas que no se abrirán más para ti? Yo derribaré todas las murallas, y allí irás, si lo deseas...

—No deseo ir, porque Tontina ha muerto -repetía ella; y su voz ya no era sino el eco de sus propias palabras, llevado por el viento, en la tenue música que desde la luz brotaba-. Tontina ha muerto. Soy una mujer, y te amo.

Al fin, el viento cesó. La configuración de las nubes y la ruta de la luz tomaron con el día, que brotaba desde todos los rincones del cielo, un nuevo aspecto. Y el amanecer escondía voces y huellas de muchachos, y el mismo eco de las palabras de Tontina: que entre sus brazos estaba, inmóvil, ahora con los ojos cerrados y los labios mudos. Un gran frío le llenó y, aterrido, se sintió repentinamente el hombre más solitario de la tierra. El Árbol de los juegos seguía yerto y helado, y el surtidor de la fuente no manaba, y ninguna flor ni hoja de oro aparecía sobre la escarcha y la tierra yerma que fue jardín de Ardid.

—Háblame -suplicó Predilecto, temblando de horror. Y un duro y frío dolor le atravesaba-. Despierta, despierta, mírame... Pero ella no despertaba ni le veía ni parecía oírle. La depositó con gran cuidado sobre el suelo, y vio avanzar al sol por encima de las ramas heladas del Árbol de los Juegos: y, lentamente, éstas se derretían, y una lluvia desolada, más triste que llanto alguno, caía sobre él y sobre las raíces. Y por más que sobre Tontina se inclinaba y besaba sus fríos labios y le hablaba, ella no parecía ya sino el recuerdo de sí misma, o de lo que, tal vez, sería algún día.

Ahora sabía Predilecto cuán horrible podía ser el mundo; pero sólo podía pensar en aquella blanca y bellísima criatura que, tendida en el suelo, permanecía insensible a él y a todo cuanto en la tierra existe. Era horrible el mundo, en verdad; y horrible el día que avanzaba sobre las ramas del árbol muerto, y horribles los tímidos gritos y aleteos de los pájaros invernales que surcaban de sombras la frente de Tontina, y la tierra toda. Horrible y sin sentido: un hombre como él, ligado a juramentos vanos, a vanas lealtades, a tristes ecos de palabras que habían ya huido con el día, con la noche y con el tiempo; un hombre tan solo y tan perdido como él en la vasta soledad de la tierra.

Entonces, vio dos piernas de muchacho balanceándose en el aire. Alzó la cabeza y descubrió, sentado en una rama, como solía, al Príncipe Once.

—¿Cómo puedes sonreír -dijo- si el mundo ha muerto? ¿Cómo puedes sonreír si el mundo no responde ni ve ni oye?

—Eso pasó hace tiempo. Hace tiempo, desde el día en que tú te alejaste y ya no nos escuchabas. Tontina murió entonces, no ahora.

—¡No murió! -dijo él-. Tontina no estaba muerta cuando sentía mis besos y respondía con su amor al mío.

—Pero ésa no era Tontina -respondió Once, con la tranquilidad que le distinguía-. Esta que está en tus brazos es la que cumplió el Segundo Plazo: y como mujer, te amaba, y de ti recibió el Primer Beso de Amor y el último... La verdadera Tontina ahora está jugando.

—¿Jugando? ¿Qué dices? No confundas más mi angustia, porque no puedo vivir sin saber dónde está, y qué piensa, y qué dice...

—Nada. No dice nada. Está jugando a No Volver Nunca.

—Entonces, dime -y le obligó a bajar del Árbol, y le zarandeó por los hombros; pero era tan frágil que le sentía entre sus manos como si zarandease viento y sombras, o remotas imágenes medio olvidadas-. Dime quién fue el que causó un dolor tan grande en ella, porque le perseguiré hasta el fin de la tierra, y mi espada no tendrá clemencia para él.

—No entiendes nada -respondió Once, al parecer asombrado. Y súbitamente se agachó y recogió del suelo una hoja, hermosa y dorada, que brilló entre sus manos-. No sabes que ni la espada ni el odio ni toda la venganza de la tierra podrían nada contra esto: pues ni atravesándole con tu venganza y tu espada y tu odio matarías a quien causó eso que llamas tanto mal. En verdad, ella está simplemente así: lejos. Y juega a No Volver.

—Pues si ella desea volver a su hogar -dijo Predilecto, mientras las lágrimas pugnaban por afluir a sus ojos (pero tanta era su costumbre de retenerlas, que cristalizaban y aguijoneaban sus entrañas)-, si allí desea ir, ten por seguro que allí la llevaré; aunque tenga que recorrer todas las vidas y todos los caminos.

—No entrará nunca más: porque voluntariamente dejó atrás aquella ciudad, y sólo quienes la abandonan por propia voluntad no pueden atravesar nunca sus murallas.

—¿Cuál es esa ciudad? Con uñas y dientes cavaré una rendija para que a ella regrese, si en ella era feliz entonces.

—No sé si era feliz: era niña. Y esa ciudad, como tú la llamas, no es propiamente tal, pues sólo se trata de la Historia de Todos los Niños, de donde venimos y adonde regresamos, por los siglos de los siglos, Nosotros, Sus Amigos los de Siempre.

Oyó entonces, aunque ya aventado, el último aleteo de las codornices, el cuchicheo de las ardillas y un coro de voces que no se sabía bien si discutían, reían o lloraban por algo.

—Entonces, ¿qué puedo hacer?

—Nada -dijo Once-, nada.

—Pues óyeme bien -respondió Predilecto; y súbitamente todo su dolor, un dolor que se remontaba a su partida del Sur, cierta madrugada, en que se despidió de sus amigos los viñadores, y del sol y del mar, regresó a él, a través de una piedra horadada-. Ten por seguro que nada ni nadie nos separará, y mientras vida me aliente, y aún después, estaremos unidos por todos los que en la tierra sepan lo que es amar, y llorar, y aborrecer, y gozar, y acongojarse, y pelear y, en suma, sentirse el más feliz, afortunado, valiente, solitario y cobarde entre los hombres nacidos y por nacer.

—En tal caso, será como dices. Así nadie podrá destruirla. Y como el primer beso de amor despertó y mantuvo intactas a sus abuelas, su primero, último y único beso de amor, el que la ha matado, podrá guardarla intacta, a condición de que tú seas su Guardián. Y en verdad, que nada ni nadie, ni ahora ni después de muertos, logrará separaros.

—Dime qué debo hacer, tú que eres niño también y tanto la conocías.

—Su Guardián ahora es tu recuerdo -dijo Once. Y desenvainando su espada de oro y diamantes, añadió-: Sígueme: la conduciremos allí donde nadie pueda hallarla, ni destruirla, ni separarla de ti... excepto tu memoria.

Predilecto tomó a Tontina en sus brazos y siguió a Once. Con él salió del recinto amurallado y ascendió por las colinas, y dejó atrás Olar y los bosques. Y sólo cuando entraron en la Gruta del Manantial la depositó en el suelo: y con yedra perenne y escarcha recién nacida la cubrieron. Y la guardaron para siempre, en el oculto cofre del más íntimo y preciado secreto del Príncipe Predilecto.

Había allí una huella curiosa. Una huella larga y esbelta, estilizada, en cuyo vacío vagaban rumores y gritos submarinos. Había también rodelas: infinidad de rodelas de madera, de brillantes colores. Y dijo Once:

—Es el espectro de un Rey o un Príncipe que murió antes que ella -aunque ella aún tenía que nacer-. Y ése es su féretro: va así, con las armas de su gloria y sus sueños, hacia el otro lado de la vida.

—No sé qué dices -murmuró Predilecto, desfallecidamente.

—Va hacia la Pradera de la Gaviota, corcel del mar, con su fiel perro a los pies, su escudo y su mejor caballo negro. Así está escrito en el vacío. Y en esta ausencia, Tontina encontrará tal vez el nuevo principio del fin: eres tú.

Cuando se halló de nuevo solo, tan absolutamente solo, entre los despojos que desvelaba el día naciente, mientras el sol descubría, en toda su fealdad, abrojos, cieno y hielo sucio, allí donde antaño floreciera un jardín por dos veces florecido..., y del Árbol sólo cenizas quedaban, oyó la voz de los soldados que decían:

—Señor, la Reina reclama las cenizas.

Y le tendían una vasija azul -del mismo color de las piedras que se pulían en el fondo del río-. Y con las cenizas del Árbol de los Juegos llenó aquella vasija y la entregó a los soldados, para que la llevaran a Ardid, de nuevo única Reina de Olar.

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