Authors: Ana María Matute
Y cuando entraron en aquel invierno, cierto día, Tontina dijo a Ardid:
—Señora, bueno será que me instruyáis en mis deberes de Reina esposa, pues aunque mi Señor y Rey, Gudú, tarda en llegar, algún día lo hará y debo estar preparada para no aparecer ante él como niña de poco seso.
—Mucho me place, querida, cuanto dices -dijo Ardid, satisfecha-. Y créeme que desde hoy me ocuparé de ti.
Así pues, guardó pluma y pergaminos y se dispuso a llevar a cabo la instrucción de la Princesa. Pero atinó que, antes que en los detalles mismos de la noche nupcial -y su astuto instinto le decía que, para ello, mejor sería aguardar a la víspera misma del acontecimiento-, debía pensar en cuanto es pertinente y usual en el comportamiento de una Reina que, a todas luces, no tenía precedentes por aquellas tierras -ya que su propio caso, por supuesto, era en todo muy diferente y especial.
Así, consultó con sus habituales amigos. Y si bien Ardid no se había apercibido, también en ellos se había producido un cambio.
Cierto día, el Hechicero dijo:
—Querida niña, mi mazmorra es fría como un témpano: bueno sería trasladarme a algún lugar donde el fuego ardiera en buena chimenea. Sabes, como yo, que mis fuegos no despiden más calor que el de los descubrimientos -en caso de que se produzcan-. Y tengo para mí que, en los últimos tiempos, ando bastante torpe en estas cosas. Por tanto, me pregunto si mis miembros entumecidos no tendrán que ver en ello...
—Con gusto, querido mío -dijo la Reina, que, también en los últimos tiempos, familiarizaba bastante los tratamientos entre sus íntimos-. Sube a donde quieras cuando quieras: sabes que puedes andar a tu antojo en este Castillo.
Así lo hizo el anciano, y se instaló en una pequeña dependencia que antaño sirvió a Dolinda -antes de casarse- y ahora solía permanecer cerrada e inhabitada, muy cercana a la de la misma Reina.
Otro que, en verdad, había sufrido una transformación notable era el Trasgo. La última cosecha fue pródiga en sumo, y se acarrearon desde el Sur tantos odres como jamás en vida de Volodioso, ni de cualquiera antes, pudiera recordarse -aunque la gran sabiduría y sentido económico de Ardid no fue en absoluto ajeno en ello e incluso mandó incluir la mitad de lo que atañía a tierras de Predilecto, antes siempre respetada-. Así pues, el Trasgo recuperó su alegría de vivir, al tiempo que su contaminación alcanzaba extremos peligrosos. No sólo Almíbar podía por fin contemplarlo a placer, sino que casi todo ser humano, a poco soñador o sagaz que fuese, podría divisarlo. Tanto es así, que más de un susto se llevó, y Ardid le suplicó con mucho encarecimiento que no saliera de los subterráneos o, a lo sumo, del caño de las chimeneas. Y aunque el Trasgo así lo prometió, a veces rondaba por los bosques, totalmente ebrio, y en ocasiones incluso entabló conversación con algún muchachito de los que iban a por leña, si bien muy vagamente y de forma tan poco creíble, que éstos no tardaban en creer que se habían quedado dormidos, o que su propia hambre -que no solía faltar entre los humildes campesinos- les hacía desvariar y ver alucinaciones. Por lo que los parajes por el Trasgo visitados en sus locas correrías de borracho, no tardaron en despertar ciertas sospechas de brujería entre las gentes, y pronto fueron abandonados, por más y mejor leña que en ellos se encontrara.
Pero de todos los síntomas de contaminación que el Trasgo denotaba, tal vez el más grave lo constituían las extrañas confusiones que, si bien no frecuentes, a veces le hacían desvariar la memoria: así, en alguna ocasión creyó que Ardid aún no había rebasado los diez años, y en alguna otra pidió con insistencia a la Reina le dejase ver al pequeño Príncipe Gudú, por quien tanto se desvelaba y que permanecía tan desconsideradamente oculto a su vista, que ni horadando todos los subterráneos imaginables daba con él. Si bien estas cosas sólo ocurrían cuando probaba el mosto más añejo -aquel que celosamente se conservaba en el barril-madre-, por lo que Ardid lo tomaba como simples delirios de beodo y no les prestaba demasiada atención. A veces le reprochaba su afición, es cierto, pero con mucha menos preocupación e insistencia que antaño.
Tal como había decidido, Ardid llamó al Hechicero, y como en los últimos tiempos venía observando con demasiada frecuencia, tras llamar repetidas veces a su bien cerrada puerta, ésta la halló semiabierta, y a su amigo y Maestro durmiendo apaciblemente junto al fuego. A sus pies, como ya era también usual, divisó acurrucado al Trasgo, que parecía hallar buen acomodo -mejor aún que en las brasas- entre los pliegues de aquella venerable y muy vieja túnica.
—Queridos míos, os necesito -dijo Ardid, besándoles en la frente-. Debéis aconsejarme en todo lo que corresponde hacer con una Princesa de sangre purísima como nuestra Tontina. Ella misma me ha pedido la instruya en estas cosas. Y como sabéis, mis tareas están más cerca de las preocupaciones de un hombre que de las propiamente femeninas, y no atino a saber en qué se ha de fundamentar tal aleccionamiento. Presumo que mis tretas y ardides anteriores no sean del todo aconsejables a nuestra futura Reina.
—Así lo creo -dijo el Hechicero, disimulando su bostezo y restregándose los ojos-. Pensemos, pues... Trasgo querido, alcánzame El Libro de los Linajes, ya que tus ágiles y jóvenes piernas son más ligeras que las mías.
—A fe mía, no hace mucho me creíais más viejo que vos -dijo el Trasgo, con malicia-. Pero si os conviene... En fin, en seguida os alcanzo el libro; y presiento que mi memoria en estas cosas, irá más allá de lo que vuestro erudito libro pueda esclarecer.
Así lo hizo y, al fin, tras estudiar en él algunas cosas, llegaron a la conclusión de que la Princesa debía dedicar sus días a bordar en oro, seda y plata, hasta llegado el momento en que Gudú tuviera a bien conocerla.
—¿Bordar? -preguntó Ardid, inquieta-. No nunca tal cosa, Maestro querido.
—En verdad, niña, que no se me ocurrió -dijo éste, perplejo.
—No hay que preocuparse -dijo el Trasgo-. Según tengo entendido, no es preciso bordar tanto ni tan escrupulosamente... de lo contrario, las ilustres y reales criaturas habrían cubierto el mundo de bordados. Con tal de que lo finja, y suspire de tanto en tanto, podrá ofrecer una imagen más o menos exacta de lo que debe ser o parecer una Princesa.
Así lo entendió Ardid, y ordenó trajesen dos bastidores, finas telas y no menos finas madejas de seda, oro y plata. Sentóse con Tontina frente a la ventana de su gabinete y así, ambas pinchaban y despinchaban aquí y allá, un poco por este lado y un poco por el otro: pues Tontina en todo imitaba a la Reina, y cuando ésta -ignorante de cuanto podía ser un bordado- sembraba pinchazo tras pinchazo, con suspiros de más o menos intensidad, a su vez ella empezó a hacer lo mismo. Poco tardaron en darse cuenta de que aquellas sesiones no eran en absoluto amenas. A poco, Ardid, nerviosa, se pinchaba repetidas veces en el dedo. Y ambas, pinchazo por un lado, suspiro por otro -bostezo sobre bostezo-, siguieron así días y días. De tarde en tarde, Tontina explicaba algunas cosas a Ardid, que ésta consideraba hasta cierto punto interesantes -todo nuevo conocimiento era útil para ella.
Pero un día quedó alarmada ante un comentario de Tontina. Repasando con el dedo índice el polvo acumulado al borde de la ventana, la Princesa dijo, pensativa:
—Creo, madre, que si es mi deber dar un hijo al Rey, debería suprimirse de nuestras costumbres y tradiciones la invitación a Hadas Madrinas, pues siempre queda alguna olvidada, y ésta suele jugarnos malas tretas... Ni siquiera mi bautizo, tan seleccionado y expurgado, se libró de un ligero rencor...
—¿Qué decís? -se inquietó Ardid-. Explicadme la causa de esa circunstancia: espero no revista graves consecuencias...
—Oh, no, por supuesto -dijo Tontina intentando imitar en todo el tono de su suegra, a quien de día en día estimaba y admiraba más-, no es grave, simplemente curioso.
—Explicaos con más detalle, y reflexionaremos juntas el caso -respondió Ardid. Aunque tanto la Princesa como ella misma sabían que sólo decidiría ella la cuestión.
—Mi Hada Madrina Mayor creyó prudente obsequiarme, entre otras prendas, que según dicen están a la vista, con la destrucción de cualquier encantamiento, tales como dormir, o medio-morir, durante cien años, sólo aniquilado a través del primer beso de amor, ya que no parece que estas cosas tuvieran un resultado demasiado satisfactorio. Podía darse la circunstancia -como en el caso de mi augusta tatarabuela- de que la princesa desencantada resultase cien años más vieja que su esposo. Y aunque en su apariencia nada había que lo demostrase, lo cierto es que su mentalidad, aficiones e ignorancia de muchos acontecimientos, llegaron a hacerla, con el tiempo, un tanto cargante para él. Y por lo que respecta a la de la piel blanca como la nieve, oí rumores de que el esposo, que mucho la amaba, tuvo que soportar durante toda su vida las continuas visitas y alojamiento en el Castillo de siete enanos estúpidos y feos en extremo, que le desagradaban profundamente y que se veía obligado a tratar con la misma deferencia que si fueran sus cuñados. Así pues, ningún encantamiento de ese tipo tendrá efecto en mí, puesto que me liberaron de todas esas zarandajas de los primeros besos de amor. Pero he aquí que el Hada Segundona, que andaba siempre muy resentida respecto a las supremacías de su hermana gemela el Hada Mayor, si bien no fue olvidada (como ocurrió con aquellas otras tan vengativas), se sintió molesta por tener que donarme sus gracias después de su hermana; y así, tras concederme el candor, la alegría de la inconsciencia, y otras cosas así que, os confieso, nunca entendí bien, dijo, con una risita sospechosa, que mi primer beso de amor sería el último beso de amor. Y aunque nadie logró explicarme tal cosa, pues nadie la entendía, lo cierto es que, desde que soy mujer casada, esto me preocupa.
—Bah, si de tal cosa se trata... -dijo Ardid, aliviada aunque no tranquilizada. Volvió a pinchar aquí y allá en el bastidor, y añadió-: No debéis preocuparos: tengo para mí que así sucede a todo el mundo, tanto si eres víctima de encantamientos, maleficios, dones o cualquier otra cosa. No os estorbará solucionar muy pronto una cosa así, pues si bien el amor es placentero en su primera fase, tórnase amargura, si es que no extremoso fastidio, con el tiempo. Si gustáis las mieles de un primer beso de amor, y tan fácilmente elimináis ese veneno de vuestro ser, no veo por qué debáis sentiros preocupada, antes bien felicitaros de ello.
—Pero -dijo Tontina, reflexivamente-, también con ello termina mi plazo.
—¿Qué plazo?
—No sabría decíroslo exactamente. Es una suerte de plazo al que estoy sujeta, y condiciona mi amor y mi vida. Temo que expire el día en que, verdaderamente, me convierta en mujer: y eso es algo que deseo, os confieso.
—Todo el mundo depende de plazos más o menos semejantes, querida hija: todos cumplimos esos plazos, pues si no fuera así, la vida se detendría y nadie se haría viejo ni moriría: lo cual, os confieso, a la larga debe resultar un tanto desalentador.
—Si así lo creéis, así será. Vuestra sabiduría no tiene par, ni en esta Corte ni en ninguna otra. Nadie me dio tan clara explicación sobre estas cosas...
Cuando, por labios de la inocente Tontina, que tanto se confiaba a ella, supo de todas aquellas historias de durmientes y hadas, de ogresas y madrastras, tuvo para sí que ser suegra y madre en tales familias entrañaba riesgos asaz peligrosos para ser recompensados por algo tan digno y estimable, aunque poco satisfactorio, como la pureza de la sangre y de la estirpe. Y llegó a la conclusión de que si para conseguir ser un producto de tal pureza, era preciso sujetarse a tradiciones tales, bautizos de exhaustivas listas, madrastras -que al parecer afluían como verdaderas bandadas en sus vidas- y sueños tan desconsideradamente largos, se sentía más segura en su mediocre origen de hija de barón sureño, aunque no muy rico, no muy noble, no muy honesto, no muy bien relacionado, y derrotado, por añadidura.
—No temáis, niña querida -dijo al fin-. Creo que este entronque con alguien tan valeroso como renovador, como será, sin duda, el matrimonio a que os habéis prestado, librará nuestra estirpe de tan molestas, aunque respetables, cosas.
—Así lo espero -dijo Tontina, al parecer también aliviada.
—El mundo avanza, y con él la sensatez. Así pues, hora es ya de ir puliendo las tradiciones -puntualizó Ardid.
Así estaban las cosas, cuando un gran espanto revolvió la ciudad. Y aunque de aquel espanto no se libró Ardid ni la propia Tontina, lo bendijeron secretamente, por ser causa de la interrupción de sus fingidas labores, convertidos a la sazón los bastidores en dos puros coladores, tachonados aquí y allá por gotas de sangre, seca o fresca, pero nada bella, según les parecía. Sus dedos martirizados, por la aguja y la ineptitud, y sus largos suspiros, más auténticos que sus bordados, iban tejiendo pensamientos y sentimientos mudos.
Así, cuando Ardid fue notificada de que habían sido avistadas tropas belicosas acampadas al otro lado del Lago, y que sus hogueras y gritos guerreros se oían y veían en el viento frío del atardecer, dio un puntapié al bastidor que cayó en los leños de la chimenea y ardió plácidamente, ante el regocijo del Trasgo.
—¿De qué te alegras, insensato? -dijo Ardid, falsamente incomodada-. ¿No sabes que estamos amenazados y que mi olvidadizo hijo Gudú anda aún lejos de nosotros, con lo más florido de nuestras tropas?
Con la rapidez que era en ella una virtud, en trances semejantes, y perdición, en otros, mandó abrir las compuertas, para que los ciudadanos y todo aquel que se hallase aterrorizado -como era costumbre- pudieran refugiarse en el recinto del Castillo. Y al tiempo que ordenaba formar a sus tropas, los escasos y ancianos barones y caballeros que quedaban en Olar -dado que los nobles jóvenes estaban con Gudú- acudieron en tropel con cuantos hombres disponían, manifestándose -según sus propias palabras- dispuestos a morir, antes que rendirse, aunque temblando tanto de frío como de temor, pues los años de blandura y abandono no habían endurecido sus carnes ni su espíritu.
Ardid maldijo en su interior la fatal atracción que Volodioso y Gudú experimentaban hacia las estepas. «Si al tiempo que incapacitarle para el amor, hubiéramos podido incapacitarle para la fascinación de lo desconocido...», murmuró. Pero el Hechicero dijo: «Querida, en tal caso (aunque te confieso que imposible, al menos para mi ciencia), mal Rey sería quien no sienta esa clase de fascinación, que empuja a los hombres a dominar, someter y conquistar». «Bien -dijo Ardid-, dejemos eso. Lo hecho, hecho está, y nada adelantaremos con ello. Pero siempre temí que los gemelos Bancio y Cancio nos jugarían una mala pasada.