Authors: Ana María Matute
—Aquí os lo explica vuestra Señora Madre -dijo Predilecto. Pero su voz parecía debilitarse y, mientras tendía el pliego a su hermano, sintió cómo llegaba a su límite la fuerza que le acompañara hasta allí. Tan intenso era el dolor de su pecho, que su rostro palideció como el de un muerto. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no desfallecer.
—¿No me preguntáis por vuestra esposa, entonces.
—¡Ah, sí, es cierto! -dijo Gudú, enfrascado enteramente en la lectura de la misiva. Y una vez hecho esto, comentó-: Me parece acertado lo que mi madre dice: si ese invento suyo tan prodigioso puede servirme desde allí, mejor será no tener que cargar con lastre tan incómodo como la persona de un viejo torpe y atolondrado. Y por cierto, mi esposa... ¿es tan bonita como su retrato? Porque en estas cosas, sabes que se exagera mucho. Espero no haber sido engañado, pues en tal caso, sabré corresponder con creces a su ultraje.
—Es mucho más bonita -dijo Predilecto, en tanto sus ojos se nublaban y el dolor le arrancaba un frío sudor, y sentía desvanecerse ante sus ojos cuanto le rodeaba-. Más bonita que mujer alguna...
—¿Qué os pasa? -dijo Gudú, sujetándole por los codos. Y viendo que verdaderamente su hermano ofrecía un aspecto más de muerto que de vivo, llamó urgentemente a Yahek.
El hombre entró en la tienda, sin tardanza. Tendió a Predilecto sobre las pieles que servían de lecho al Rey, le despojó de la coraza, y quedó inmóvil ante la herida que descubrió en el pecho del Príncipe.
—¿Qué ocurre? -se impacientó Gudú-. Daos prisa, Yahek. Hemos esperado demasiado su regreso, para retrasarnos ahora por un simple rasguño...
—No se trata de un rasguño, Señor-murmuró Yahek.
Y Gudú vio que el soldado palidecía: lo notó por el tono verdoso que súbitamente invadiera su rostro, por lo común tan oscuro como el de un sarraceno.
—Se trata de una grave herida -añadió el soldado-. Y perdonadme, si no puedo curarle.
—¿Cómo que no puedes? -dijo Gudú, con tal brillo en los ojos, que no dejó lugar a dudas al soldado.
De modo que, aún con manos temblorosas, como quien se lanza a un precipicio, intentó extraer la piedra que tan malignamente se aferraba al pecho de Predilecto. Pero Yahek había olido ya un conocido perfume, del que su madre, siendo aún niño, le había advertido el peligro: las heridas que emanaban tal perfume, si bien eran de dulzura tal como sólo el más precioso jazmín podía exhalar, resultaban mortales. Y es más, nadie debía ni podía curarlas si, a su vez, no deseaba sucumbir del mismo mal. Por tanto, fingió hacer lo que en realidad no hacía, y con las manos manchadas de sangre se volvió a Gudú y murmuró:
—Cerca de aquí ronda, hace unos días, una anciana que se dedica a recoger raíces y hierbas misteriosas. Señor, por sus rasgos, he visto que pertenece a la raza de las estepas, aunque mezclada, como yo, seguramente superviviente de alguna aldea arrasada por vuestro padre. Si a bien lo tenéis, y animada a ello como yo sé hacer, creo que sabrá curar al Príncipe con más tino y delicadeza que yo; o, por lo menos, conocerá algún cocimiento o cosa parecida que le reanime.
—Pues tráela -dijo Gudú. Estaba profundamente disgustado por lo que tenía por un estúpido incidente-. No tardes en volver con ella lo justo, sino menos de lo justo.
Así lo hizo Yahek. La encontró junto a la espesura. Como solía, se hallaba platicando, en suave murmullo, con una muchacha que recientemente acompañaba al Rey y que éste llamaba Lontananza. Ambas enmudecieron al verle acercarse, con lo que Yahek, que tenía mucho olfato para estas cosas, y hacía tiempo le había sorprendido la profusión de hermosas criaturas que rondaban la tienda de Gudú -aparecían y desaparecían de forma harto frecuente-, intuyó cierta oscura relación entre ambas. Aquella vieja, además, le inspiraba ciertas sospechas de brujería. Se dijo -conocedor, por su madre, de algunos aspectos de estas criaturas- que, si como parecía, más bien se mostraba benévola, tal vez podría aprovecharse de ello.
—Buena anciana -dijo con la mejor de sus voces-, si me seguís a donde os conduzca, y obedecéis al Rey, no tendréis motivo para (según vengo observando, sois bruja) morir en la hoguera como está mandado. -Así consideraba Yahek revestidas sus palabras del mayor tacto y delicadeza posibles.
La anciana le miró largamente con sus ojos negros y brillantes, en los que parecía anidar todo el odio de la tierra. Y al sentir aquella mirada, el rudo Yahek notó cómo su piel se erizaba.
—Lindo soldadito -dijo la anciana suavemente, aunque no podría hallarse en el mundo ser más ajeno a tal epíteto-, el hijo de tu madre, de feliz memoria para mí, no debería decir tales cosas. Pero, puesto que, si no acudo a su tienda, el Rey te desollaría antes de quemarme, te acompaño gustosa si con ello he de evitar dos contratiempos tan poco halagüeños.
—¿Y acaso sabéis vos, asquerosa carroña -dijo Yahek, ya en su forma natural de expresarse y, a pesar suyo, preso de terror-, quién fue la madre que me trajo a esta cochina tierra?
—En verdad que os expresáis con finura -sonrió la anciana. Con tal dulzura que ni el día ni la noche juntos, ni el mar ni la estepa unidos, ni el cielo ni el infierno en amoroso abrazo hubieran resultado más dispares que aquella sonrisa y la expresión de sus ojos-. En gracia a vuestra gentileza, os diré que sí la conocí, y muy bien: y más de una vez, siendo muy niña, fue su único sustento la leche de una cabra que yo tenía... Y que así, junto a mí vivió lo suficiente para engendrar en su vientre y alegrar el mundo, arrojándole una criatura tan deliciosa como Yahek, el antiguo mercenario y hoy soldado del asesino de su padre.
—Cierra el pico, pellejo, y trae toda suerte de hierbajos -le cortó Yahek, que sentía un frío siniestro calándole los huesos-. Porque presumo que tendréis que cuidar una herida de las que no querría abierta en mi carne.
Entonces, Lontananza, que había permanecido en silencio, palmoteó con inoportunidad sin igual y gritó alegremente:
—¿Puedo verlo? Tal vez sea útil a la anciana, pues aprendí a restañar heridas y a curar desgarrones... -No dijo que tales heridas y tales desgarrones hubieran sido igualmente consolados sin su mimo, ya que pertenecían a criaturas de antemano ahogadas. Pero Ondina, que había tomado la forma de una hermosa mujer de ojos y trenzas negros como las nativas de aquellos parajes, hallaba en cualquier cosa motivo de gran diversión.
—El Rey dirá si es oportuna vuestra presencia -dijo Yahek-. Si os exponéis a tal posibilidad -aunque no os lo aconsejo-, acompañadme.
Emprendieron los tres el camino hacia la tienda real, pero Lontananza, como más joven y ligera, llegó primero. No necesitaba presentación alguna, puesto que su naturaleza le permitía salvar todos los obstáculos materiales que se alzaran a su paso. Haciendo una graciosa inclinación ante el Rey, indagó con vocecita que recordaba el viento entre las dunas de la estepa:
—Oh, Señor, ¿puedo ayudaros? Tengo alguna experiencia en estos trances. ¿Dónde está la herida que os inquieta?
El Rey la miró con desconfianza, pero al fin sonrió complacido y, señalando el lecho de Predilecto, dijo:
—Ve y afánate; y si consigues arrancar una piedra que lleva clavada en el pecho, te recompensaré con creces.
En aquel momento, Yahek y la vieja entraban tumultuosamente en la tienda. Pero cuando la anciana se aproximó al lecho del Príncipe, quedó tan muda de terror y tan pálida como antes le ocurriera a Yahek. Y ambos vieron y oyeron cómo, lanzando una risa tan dulce y huera como no era capaz de lanzar criatura alguna, Lontananza decía, mientras hundía sus delicados y largos dedos en la herida:
—¡Oh, qué cosa más sencilla! ¡Señor, os juro que ninguna otra herida es más fácil de curar que ésta!
Y con un gracioso movimiento mostró en su mano la aguda, horadada y partida piedra azul. Entonces, la sangre de Predilecto salpicó su pecho. Con un grito desgarrador, Ondina soltó la piedra, que rodó bajo las pieles donde el Príncipe languidecía. Y llevándose las dos manos al corazón, gimió:
—¡Señor, he sentido como si una espada me atravesase el corazón!
—¡Insensata! -murmuró la vieja en un susurro-. Nunca debiste hacer eso... -Y acercándose a Predilecto, que abría los ojos con expresión de asombro, le aplicó un misterioso ungüento que extrajo de entre los pliegues de su capa. Le cubrió luego con hierbas de color azul, y dijo-: La piedra está ya fuera de él. Pero cuidad la herida, pues podría aún sangrar tanto que llegara a morir.
Así diciendo, dejó a su lado la cajita que contenía el ungüento, y las hierbas azules. Y luego pidió permiso para retirarse. -Adiós en buena hora -dijo el Rey, a quien la presencia de los ancianos, en general, no agradaba, y la de aquélla, en particular, repugnaba mucho-. Si no tenéis adónde ir, podéis permanecer entre mis gentes y participar de nuestros alimentos, y beber de nuestra agua y vino. Pero si me llega noticia de brujería alguna por vuestra causa, tened por seguro que arderéis como resina...
—Muy grande y generoso sois, Señor -dijo la anciana, cuyos párpados velaban el fuego de odio de sus ojos-. No tendréis motivo para lamentar vuestra generosidad con una pobre e inofensiva anciana.
Dicho lo cual, salió rápidamente de la tienda, seguida de Yahek. Únicamente Lontananza permanecía de rodillas en el suelo, junto al lecho de Predilecto, apretándose el pecho con ambas manos y gimiendo suavemente.
—¿Qué pasa ahora? -se impacientó el Rey, cansado ya de aquella confusa historia-. ¡Teneos con más dignidad, y no me importunéis con llanto, que aborrezco! Sabéis que no soporto las lágrimas ni los lamentos: antes prefiero sentir sobre mi piel el roce de un reptil venenoso, que esas ridículas debilidades.
—No lloro, Señor -dijo Lontananza, con voz desfallecida-. Sólo ocurre que he sentido un gran dolor. Pero, ved, ya ha pasado.
Y apartando las manos, pudo verse que sólo unas gotas de sangre rompían la tersura de su hermosa piel, puesto que en apariencia no había herida alguna, ni señal de que espina o aguja se hubieran clavado en ella.
—Sois demasiado sensible a la vista de la sangre -dijo el Rey, con fría sospecha-. Especialmente tratándose de mujer tan habituada a curar heridas...
—No me impresionan ni la sangre ni las heridas -dijo Lontananza, sonriendo de nuevo. E incorporándose, añadió-: No sé qué ha podido ocurrir. Tal vez algún mal aire me dio esta mañana, cuando me bañaba y peinaba en el manantial...
Pero como de nuevo el delicado rosa volvía a sus mejillas, y lucía su sonrisa, Gudú la sujetó alegremente por las trenzas y dijo:
—Idos ahora, y ya os llamaré cuando desee vuestra compañía. Graves cosas he de tratar con mi hermano.
Lontananza abandonó la tienda, y el Rey contempló a Predilecto.
—En verdad -dijo, pausadamente- que os hallaba extraño. Pero más extraña es, a mi ver, la causa de vuestra herida...
—Tampoco yo puedo explicármelo -dijo Predilecto, que, al parecer, había recobrado súbitamente fuerzas y color. Y se afanó en buscar la piedra, ahora desprendida de su cadena.
—Si lo que buscáis es tan precioso para vos -dijo Gudú-, os diré que está entre los pliegues de la piel que os cubre. Pero no entiendo cómo puede interesaros recuperar lo que tanto daño os causó...
—Es una preciosa joya que me dio vuestra madre hace años -dijo él. La encontró, con alivio, donde Gudú indicaba y, ante el estupor del Rey, volvió a ensartarla en la cadena, en torno a su cuello.
—Pese a lo que haya sucedido, sea o no culpa suya, lo cierto es que por nada del mundo querría perderla. Con ella, por vez primera, vuestra madre me dedicó las palabras de una madre. Y esas palabras permanecen para mí tan grabadas en la piedra como en mi corazón.
—Pues no veo joya alguna -dijo Gudú, molesto-. Es una vulgar piedra, y rota, por añadidura. Pero si os gusta, nada tengo que oponer. Veamos ahora, hermano: ¿os sentís fuerte para acompañarme en lo que me propongo?
Apenas Predilecto se había puesto en pie, volvió a sangrar de tal manera, que de nuevo el color huyó de sus mejillas. Al advertirlo, el Rey añadió:
—Permaneced acostado, hasta que esa herida cicatrice. Si la vieja no ha mentido, esas porquerías que ha dejado ahí contribuirán a curaros. Y si ha mentido, la desollaré viva y poco a poco, hasta que halle remedio más eficaz.
Y con muy mal talante, mandó que trasladaran a su hermano a su tienda. Montó en su caballo y se lanzó a recorrer los contornos, para aplacar la irritación que le inspiraban y retenían tan increíbles y ridículas cosas. Al pasar junto al manantial, vio sentada en él, en actitud extrañamente melancólica, a la siempre alegre Lontananza. Detuvo su montura, y le dijo:
—Id a la tienda de mi hermano, muchacha. No os separéis de su lado y cuidad su herida con el mayor esmero, pues preciso de él más que de nadie en el mundo.
—Así lo haré -respondió la muchacha, con súbito brillo en los ojos-. Perded cuidado, que le atenderé como si de vos mismo se tratara.
2
Se cumplía el tercer día de su forma nueva, y mientras se dirigía a la tienda donde yacía Predilecto, Lontananza se dijo, con rara y desazonada alegría, que jamás había experimentado antes en ninguna de sus correrías de tienda en tienda una sensación tan profunda que parecía sacudir todo su ser como un relámpago: «Es muy hermoso pensar que dispongo de siete días para permanecer junto al hermano del Rey. Y que jamás, ni aquí ni en parte alguna, vi criatura más hermosa que él. Poco valdré yo si, a su lado, no consigo los más placenteros momentos de mi existencia».
Así, con el ánimo tan lleno de ilusiones, entró en la tienda de Predilecto y, viéndole dormido, se sentó en el suelo, junto a él, y contempló su rostro. Tenía los ojos cerrados, y tan brillantes cabellos, de un castaño suave y dorado, y tan hermosas facciones como nunca otro le había parecido. Tomó su cabeza entre las manos y besó sus labios. Pero estaban casi tan yertos como los de aquellos muchachos que reposaban en el fondo de su jardín. Le besó repetidas veces, y notó con gran decepción que sus besos no eran correspondidos. La inundó un sentimiento jamás conocido antes: una larga y honda sensación de abandono, una inmensa soledad, un interminable y difuso ahogo subía desde su corazón hasta sus ojos. Parecía que un árbol misterioso le hubiera crecido dentro y extendiera en ella sus ramas, y clavara en todo su ser hondas raíces. Súbitamente, creyó oír el viento, y llegaba hasta ella de tal forma, que parecía una advertencia. Y se cubrió el rostro con las manos. Entonces, descubrió algo raro en ellas: al igual que sangre, una sustancia tibia y mojada las llenaba. Pero no era roja, ni de color alguno. Asombrada, se dijo: «Acaso, esto es el llanto. Acaso, esto es la tristeza». Y miró nuevamente al hermano del Rey, y comprendió que, si él no respondía a sus besos ni a su amor, desde aquel instante el mundo y cuantos seres lo habitaran -por hermosos y divertidos y curiosos que fueran- ya nada podrían significar para ella.