Olvidado Rey Gudú (58 page)

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Authors: Ana María Matute

Sumamente confusa, y anegada en una oscura zona que, hasta entonces, jamás pudo suponer existiera, se dijo: «¿Por qué éste y no otro cualquiera? ¿Por qué éste y ninguno más que éste? Pues, si me parece más bello que ninguno, lo cierto es que, para mí, la belleza ya no es tan importante como antaño, ya que entre los hombres aprendí a apreciar otras cualidades, tanto o más placenteras que la hermosura. Y muchas veces abandoné a uno joven y bello, por otro más viejo y rudo porque poseía la estrella en la frente que nos es negada a las criaturas del agua. No es el color de su piel, ni el de sus cabellos, ni la gracia y fuerza de su cuerpo, ni la juventud, ni siquiera la luz que tengan esos ojos que aún no he contemplado. ¿Por qué, pues, éste y no otro?». Y así pasó toda la noche junto a él, arropándole con toda la dulzura de que era capaz y acariciando su cabello, y besando sus cerrados labios y cerrados ojos. Y no hallaba respuesta a aquellas preguntas, ni explicación a aquellos sentimientos.

Así, cuando rayaba el alba y Predilecto despertó, quedó muy sorprendido de ver a su lado una muchacha tan linda y frágil como, lógicamente, no esperaba encontrar en el campamento.

—¿Quién eres? -preguntó asombrado.

Al oír su voz, Ondina sintió que su ser se estremecía hasta lo más hondo. Tomó la mano de Predilecto entre las suyas y dijo:

—Querido Príncipe, soy Lontananza, y el Rey me ha ordenado que os cuide hasta que vuestra herida esté cicatrizada.

—En verdad -dijo él, tratando de incorporarse- que estoy avergonzado: pero quiero que sepáis que antes de ahora jamás estuve realmente enfermo, y si alguna vez recibí una herida, no tuvo importancia y en seguida cicatrizó. Por tanto, no comprendo lo que ahora me ocurre.

—Es culpa de una piedra tan sólo, que yo misma extraje de vuestro pecho -dijo ella. Apoyó sus manos en los hombros de Predilecto y le volvió a tender sobre su lecho. Y con una exaltación de todo punto nueva y desconocida, inclinó hacia él su rostro y le besó con pasión como jamás antes sintiera. Pero Predilecto la apartó con dureza:

—¿Qué hacéis? Si pertenecéis al Rey, sabed que esto puede costaros la vida, y tal vez la mía.

—No pertenezco al Rey -dijo ella, inmersa ya en la terrible y extraña embriaguez que la llenaba-. Tan sólo soy vuestra, pues así lo dijo vuestro hermano.

—Aguardad -dijo él-. Sólo si oigo de sus labios semejantes palabras, os creeré. Y aun- así, sabed (pues bien lo veis) que estoy muy débil y, por ahora, sin ganas de otra cosa más que de dormir.,.

Con dureza jamás usada antes con mujer alguna, Predilecto se dio la vuelta y cerró los ojos. Y a él mismo extrañaban sus actos y palabras, pues, aunque la muchacha le parecía muy bella, no sentía deseo alguno de recibir sus besos. Sorprendido, comprobaba que era verdad cuanto decía, y no sólo por devoción al Rey. Pues sintió que aunque no se hallara en la gran debilidad que le postraba, sabía que en aquellos momentos tampoco hubiera deseado a aquella mujer ni a alguna otra. «¿Qué me ocurre? -se dijo, asustado-. Lo cierto es que sólo deseo una cosa en el mundo, y ésta es dormir, dormir... y acaso, jamás despertar.» Y con tan agridulce sensación, se volvió a dormir profundamente.

Estaba ya el sol mediado, cuando entró Gudú en su tienda. Ordenó a la muchacha que les dejara solos, y despertó a su hermano.

—¿Qué es esto? -dijo-. Parecéis muy débil y desganado...

—Así es, Señor -dijo Predilecto-. Pero si lo deseáis, me pondré en pie; y creed que lo deseo tanto o más que vos, pues jamás antes me ocurrió algo semejante.

—Es curioso -dijo el Rey, pensativo-. Siempre fuisteis de naturaleza robusta, y nunca vi que herida alguna os postrase de forma semejante. Pero, me digo que, tal vez, os alegrará la vida la compañía de la muchacha que os he enviado. Procurad divertiros con ella: os aseguro que es sabia en esos lances. Si sabe comportarse en el cuidado de heridas como en el placer, muy pronto os sanará. Así, tal vez, os devolverá el arresto y las ganas de vivir que, alarmado, compruebo no bullen en vos como de costumbre.

—Ciertamente -sonrió Predilecto-. Os agradezco que hayáis pensado tanto en mí. Pero si he de seros sincero, no creo que esa muchacha pueda aliviarme más que los ungüentos y hierbas de la anciana hechicera...

Gudú sonrió con picardía.

—Si guardáis algún escrúpulo sobre el hecho de arrebatarme, aun con mi venia, la compañía de esa jovencita, os diré que poco me importa y que otras hay (en extraña abundancia y a cuál más bella, os aseguro) por estos parajes. Entiendo que más la necesitáis vos que yo. Así que podéis hacer cuanto os plazca en este sentido; y no seré yo quien os lo reproche. Antes bien, si ello contribuye a alegrar vuestros ojos y haceros desear la vida, mucho me felicitaré de ello. -Y con aquella peculiar risa que a partes iguales helaba la sangre o la volvía a calentar en quien la escuchaba, golpeó fraternalmente el hombro de Predilecto y salió de la tienda.

Cuando Lontananza regresó, Predilecto fingióse dormido. Y así lo hizo, aún, durante aquel día y el siguiente. Pero al fin, y conmovido por los muchos cuidados y la ternura que ella le dedicara, notó que la herida mejoraba mucho y que las fuerzas volvían a él. Al fin, al cuarto día, sonrió a la muchacha, incorporándose. Y más pronto de lo que él podía suponer, ella le abrazó y besó de tal forma, que quedó sobrecogido. Y aunque su mente, y su ser todo, permanecía lejos de allí y de sus brazos, lo cierto es que correspondió a sus caricias, y Lontananza consiguió, y aun superó, cuanto deseaba de él.

Pero llegó para Ondina el último día de su plazo como Lontananza. Debía, pues, según lo establecido, tomar una forma diferente. Y su corazón se inundó nuevamente de aquella desconocida agonía que la sobrecogiera al principio de esta aventura. Aunque el joven Príncipe se mostraba cariñoso con ella, lo cierto es que ella no sentía lo que otras veces con otros hombres. Algo se abría paso en su atormentado sentimiento y le decía que lo que de él recibía, no cumplía lo que otras veces juzgara totalmente satisfactorio. En su lugar, un amargo dolor, una bruma que ella adivinaba tristeza, la anegaba. De improviso, ella deseaba que él sintiera por ella lo mismo que ella sentía por él, y estaba muy claro que esto no sucedía, y que más por complacerla respondía a sus abrazos que por complacerse a sí mismo. «Acaso -pensó- no me encuentra suficientemente hermosa.» Y como se acercaba el final de aquel último día, le dijo: «¿Qué clase de mujer es la que más os agrada? Creo que no es alguien como yo». Predilecto la miró con aire ausente, y al fin dijo: «Sois muy bella. No tenéis de qué quejaros en este sentido. Y os digo que mucho me agradáis, y que pocas muchachas he visto tan bonitas y tan graciosas y atractivas como vos». «Entonces -dijo ella; y sin saber la razón, estalló en lágrimas-, ¿por qué no me amáis?» Predilecto quedó muy turbado y no supo contestarle. Al mismo tiempo, se dijo a sí mismo: «A menudo me he preguntado por qué no he conocido el amor». Y en este pensamiento latía una dolorosa duda que, sin decírselo a sí mismo, arrojaba de sí y a sí mismo se ocultaba: como si en aquel descubrimiento adivinara el mayor mal que pudiera alcanzarle en este mundo.

—No lloréis -dijo al fin, acariciándola-, el amor tiene muchas formas de manifestarse, y sabido es que todos los hombres y mujeres tenemos distinta manera de interpretarlo.

—No, a fe mía -respondió Lontananza-. Por lo que sé al respecto, sólo vos sois diferente para mí y, acaso, por ello os amo de esta forma. -Y así diciendo, salió de la tienda, pues el día acababa, y con el día, su plazo.

Regresó al manantial y, cuando el sol se hundió en el confín de las estepas, se sumergió en las aguas y flotó de un lado para otro, refrescando su ardorosa mente. Y, cosa muy particular, en vez de sentirse tan ligera e inconsistente como en ocasiones anteriores le ocurriera, algo pesaba dentro de ella, y en este peso latía el recuerdo incomprensible y persistente del joven Príncipe Hermano del Rey.

Así estaba cuando un pececillo dorado atinó a quedársela mirando muy asombrado. Jugueteó en su derredor, con ojos muy interesados.

—¿Qué estás mirando? -le dijo ella, molesta-. Has de saber que soy la Ondina Nieta y que no tolero impertinencias.

Al oír estas palabras, el pececillo se estremeció y pretendió huir, pero Ondina lo sujetó por la cola.

—Dime qué mirabas -dijo-, y prometo no decir nada a mi abuela.

—Me llamaba la atención algo desusado en vos -dijo el trémulo pececillo, intentando inútilmente escapar-. Sólo eso; pero os aseguro que no había ánimo de desacato en mí, ni nada parecido.

Ondina lo dejó marchar, pero quedó muy asombrada. Y a poco, oyó los pasos de la vieja Bruja de la Estepa, su amiga, que buscaba a la orilla del manantial ciertas plantas que sólo alumbran y se abren a la luz de la luna. La llamó, y cuando distinguió sobre el agua la cara de la anciana dijo:

—Anciana, algo extraño me ocurre.

—No necesitáis decírmelo -respondió ella en voz muy queda, tanto que sólo las hierbas de la orilla y Ondina la podían oír-. En verdad que habéis sido imprudente, y mucho me ha asombrado tal cosa, sabiendo como sé que sois nieta de quien sois, cuya sabiduría permanezca pura y descontaminada por el tiempo sobre el tiempo a través y antes del tiempo y después del tiempo...

—Ahorrad protocolo, que Ella no está aquí -la interrumpió Ondina, impaciente-. No sé a qué os referís.

—No debisteis tocar la piedra del Príncipe Hermano, y menos aún extraerla: pues su sangre os ha manchado y ha hecho brotar una simiente maligna en vos. Temo que hayáis empezado a contaminaros.

—No podía saberlo -se lamentó Ondina-. Mi abuela me habló en muchas ocasiones de esto, advirtiéndome de cuantas cosas debía evitar para no contaminarme, pero tan largas y prolijas eran las listas de estas cosas que me obligó a memorizar, que jamás retuve ni una sola... Sólo sabía que la contaminación debía ser evitada a toda costa, pero no llegué a aprenderme de memoria las trescientas mil veintitrés ocasiones que acechan a una ondina: y comprended que no es extraño. Ella conduce y conoce las Raíces del Agua y, por tanto, su sabiduría es muy superior, y en comparación a ello, estas cosas son pura y simple nadería. Pero yo soy sólo una ondina, y según dicen, de la más fina calidad (como nieta suya). Por tanto, también de las más estúpidas entre las estúpidas. No es posible reprocharme una ligereza.

—Así será si lo decís -dijo la Bruja de la Estepa-. Pero es difícil poner remedio a esto que os ocurre; aunque, sin duda, alguno habrá que yo desconozco. Sois muy tierna, y tierna es la raíz que ha brotado: creo que, de alguna forma, podría detenerse el mal. Pero sobre todo, querida niña, procurad frenar un tanto vuestra regia estupidez, para al menos no olvidar una cosa: que no debéis, bajo ningún pretexto, intentar permanecer ni uno más de los días establecidos en la misma apariencia humana, aunque os duela. En caso contrario, las cosas tomarían un giro poco recomendable.

—No veo por qué ha de dolerme -murmuró ella, aún con voz vacilante-. Decidme lo que sabéis de estas cosas, buena Bruja.

—Ah, ya lo entenderéis por vuestra propia experiencia, niña estúpida y hermosa entre las más hermosas y estúpidas -respondió la Bruja. Y en su voz había sincero halago, fruto del afecto que Ondina le inspiraba-. Ya lo sabréis vos misma algún día. Yo soy demasiado vieja para rememorar tales cosas; pero tened por seguro que algún día las conocí, y por su causa arrastro mi vejez entre humanos, contaminada y casi mortal, recurriendo a bebedizos, hierbas y emplastos, como cualquier hechicero vulgar de origen humano. Sabed, eso sí, que la piedra que arrancasteis del pecho al Príncipe no era otra cosa que la honda y grave herida del deseo, el sueño y el amor. Difícil va a seros hallar correspondencia en él. ¿Queréis un consejo? Intentad olvidarlo.

—Así lo haré -dijo Ondina-. Pero no comprendo por qué razón, si la piedra fue arrancada, persiste el amor...

—Porque la piedra no es su amor, sino el vehículo o arma de que el amor se valió para marcarle. Y únicamente el amor fue quien la empujó y hundió en su carne. Y si bien sé que la experiencia ajena de nada sirve, ni para los humanos ni para los no humanos, no olvidaré deciros que por culpa de un hombre (un joven guerrero de la estepa, hijo de Larkaikio) llegó la causa de mi perdición. Por jugar a los humanos con la misma inconsciencia que vos, le amé y me contaminé; y de él tuve una hija, desdichada como sólo puede ser el fruto de tal entronque. Y de esta hija, y de su unión con otro humano del Este, y aún más nefasto, nació ese Yahek. Tened por seguro que mi odio hacia mi nieto no tiene límites: sólo ese odio puede salvarme de la contaminación total. Y si algún día le amara, aun por leve que fuera este amor, yo desaparecería en cenizas que el viento de la estepa esparciría, y llevaría la peste de la tristeza y de la desesperación hacia todas las tribus que la recibieran.

—Es triste vuestra historia -dijo Ondina-. Y no quisiera caer en semejante desgracia. ¿Qué puedo hacer?

—Creo que deberíais consultar a vuestra abuela -dijo con gran respeto la Bruja de la Estepa-. Sólo ella conocerá algún remedio para un brote tan tierno.

—¿Cómo es ese brote? -dijo Ondina, con voluble curiosidad-. No puedo verlo, y me intriga.

La Bruja de la Estepa se inclinó más hacia el agua y murmuró:

—Es como un hilillo rojo, tan sólo. Apenas un diminuto tallo, en apariencia efímero.

—Pues grande debe ser su fuerza cuando, siendo tan débil, me consume de ansias por volver a los brazos de mi amado Príncipe.

—Es fuerte -contestó la anciana, suspirando-. Si no lo fuera, no me veríais como me veis, siempre siguiendo de lejos a ese maldito nieto, para que mi odio no se apague. Al ver su rostro, al oír sus palabras y contemplar sus actos, se me revuelve el ser en ira, y me hace meditar el peligro que encierra para mí si el odio se extinguiera.

—Si consiguiera odiar al Príncipe... -insinuó, pensativa, la atribulada Ondina. Pero en seguida, su ánimo se encrespó, como bajo un rayo poderoso, y dijo-: ¡Oh, no, no: ni por todas las contaminaciones posibles deseo odiarle! El amor es mucho más intenso, mucho más hermoso, a pesar del dolor que produce, que todo sentimiento conocido hasta el presente.

—¡Ah, reflexionad, reflexionad! -clamó la Bruja de la Estepa-. Y creedme, consultad a vuestra abuela. Creo que aún os queda suficiente noche para ir y regresar, sin que por eso faltéis al pacto que pondría en entredicho vuestra pureza en el honor de los lacustres.

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