Authors: Ana María Matute
—Amigo mío -dijo el Trasgo (y estas palabras llenaron de satisfacción al Hechicero, pues hasta aquel momento ningún conjurado le había llamado así)-, poco seso trasluces si en verdad desprecias algo tan sabroso y regocijante. Ten por seguro que si bien lamento mi desdicha, no por ello recuerdo con repugnancia los nunca satisfechos goces que tales libaciones me han proporcionado. Tanto es así que, aunque con moderación, ya que he perdido algo muy importante de mi ser, pienso repetirlo. Y detenerme, eso sí, en el momento que juzgue realmente peligroso: no me faltará fuerza para ello. En cambio, carezco de empuje para dejar de gustar tal delicia alguna que otra vez más y experimentar en todo mi ser sus gozosos efectos.
—La verdad es -dijo Ardid- que mi padre y mis hermanos resultaban muy graciosos cuando bebían. Y pienso que, de cuando en cuando, yo también he de probar ese elixir tan divertido: sé que tengo fuerzas suficientes para tomarlo o dejarlo según me plazca.
—Ah -dijo el Trasgo-, humana, y por añadidura mujer, debías ser para abrigar tan necia seguridad en ti misma.
La niña le miró con severidad, pero al fin, pensó que era un pobre viejo sin apenas juicio, ya que se había dejado arrastrar por algo tan tonto y de tan escaso interés: más que por verdaderos deseos, ella había hablado así por cortesía hacia él.
Sirvió en las escudillas las bayas y las moras, y un poco del zumo que había destilado el Hechicero para aderezarlas. El Hechicero y ella comieron, mientras el Trasgo preguntaba si por ventura no tendrían alguna gotita de aquel maravilloso licor.
—Ahora que lo pienso -dijo la niña- viene a mi memoria un escondite de las bodegas, donde guardaba mi padre el barril del mejor mosto, y si no fue descubierto por las tropas de Volodioso, allí estará. De modo que si prometes ayudarnos, te daré un poco, a condición de que no abuses de él.
—Estoy dispuesto -asintió el Trasgo, con tal rapidez, que apenas dicho esto apareció sentado en un hombro de Ardid-. ¡Presto! ¿En qué puedo ayudaros?
Con todo detalle, expresaron su deseo de que horadase un túnel hasta la viña; y nada más agradable pudieron decirle, según parecía.
—¡Con gran placer! -dijo-. Descuidad, que no será menester arriesgar vuestras vidas cuando lleguen los viñadores del Rey Volodioso. Yo mismo seré quien traiga aquí los preciosos racimos. Nada me cuesta a mí (el más rápido horadador de túneles ocultos) y veo que mucho a vosotros.
Sellaron su pacto besándose en la frente, ojos y mejillas. -Niña querida -dijo entonces el Hechicero-, toma el viejo puñal de hierro que bien conoces: déjate conducir allí donde te indique su afilada punta y, si todavía existe un barril lleno de vino, él te marcará dónde se halla. De ahora en adelante, guarda ese puñal y no te separes más de él.
La niña encendió el candil y, alumbrándose con él, bajó al subterráneo que conducía a la bodega. Allí sólo había un barril, vacío y astillado: al parecer se rompió mientras lo transportaban los hombres de Volodioso. Pero el puñal pareció tomar vida y, súbitamente, señaló una puertecilla, disimulada, en el suelo. Ardid la levantó y bajó por una escalerilla hasta una pequeña cueva, donde encontró el barril más preciado: era el más pequeño, pero el de mejor contenido. Llenó de su aromático vino la escudilla y regresó a donde los dos viejos -como ella los llamaba en su interior- la aguardaban.
—Aquí está lo prometido, Trasgo del Sur, pero por tu bien te ruego no abuses de él. Aún deben transcurrir meses hasta que llegue el día en que podamos recolectar una nueva cosecha. Y si abusas de éste y lo apuras en poco tiempo, te auguro una espera demasiado larga para tu gran sed.
El Trasgo acercó a su nariz el vino, luego a su boca, y sorbiéndolo muy voluptuosamente, al poco abandonó sus pesares. Y tan regocijado parecía, que anduvo dando volteretas de un lado a otro, llamándoles nombres tan chuscos, que Ardid reía hasta que las lágrimas rodaban por su cara. No así el Hechicero, que si bien agradecía la circunstancia que les trajera semejante aliado, movía con lástima la cabeza. Pensó luego que, desde la desdichada muerte de su padre, no había visto a Ardid tan alegre. «Todo sea para bien», se dijo. Y añadió en voz alta:
—Quiera el destino que esta alianza aporte cosas buenas para todos. Pues has de saber, Trasgo, que si bien los humanos tenemos grandes defectos, también tenemos algunas cualidades: y el agradecimiento, como el sentimiento de la amistad, no son las menores entre ellas. Cosas que, según mis estudios y averiguaciones, vosotros no conocéis; sólo os mueve, unos hacia otros, el instinto defensivo, en su más pura esencia, de conservar la perennidad de vuestra especie. Por tanto, mucho he de cambiar si no consigo apartarte de ese feo vicio, que tú consideras inapreciable.
—Calla, calla, vejestorio -dijo el Trasgo entre volatines (sin considerar que triplicaba muchas veces la edad del Hechicero, aunque en otra tabla de valoraciones)-, y te confesaré, ya que de amistad me estás hablando, que a ello me insta quizás el nacimiento de alguna raíz desconocida que brota en mí y de la que hablaré otro día. Y también te digo que si bien la Vieja Dama del Lago está orgullosa de su pureza, pienso que mucho pierde no contaminándose (siquiera sea una pizquita) por este conducto del vino.
Escandalizado, iba a replicarle el Hechicero por su falta de respeto a tan Alta Criatura -y por el miedo que le causaba conocer el nacimiento de aquella raíz cuyos síntomas anunció el Trasgo: pues sabía que era la simiente del corazón, órgano que tantas desventuras podía causar a humanos, como a otras criaturas que llegaran a albergarlo-, pero dándose cuenta de que el Trasgo estaba perdidamente borracho, se aprestó a acostarle en su propia yacija. Pero en lugar de agradecérselo, el Trasgo le insultó, llamándole ignorante por no saber que su comodidad se hallaba entre las brasas de la lumbre. En ellas se acurrucó y a poco se difuminó en su rojo resplandor, con lo que le supieron dormido. Visto aquello, el viejo Hechicero juzgó con gran alivio que la contaminación del Trasgo no había llegado todavía, ni con mucho, a un grado verdaderamente peligroso. Su poder no parecía disminuido. Indicó a Ardid que escondiera la escudilla -aún medio llena- y le aconsejó que no la volviera a sacar en tanto él no lo indicara.
Una vez hechas estas cosas, Maestro y Discípula se acostaron y durmieron con el ánimo más esperanzado hacia su incierto porvenir.
3
A medida que pasó el tiempo, y cada vez con más frecuencia, el Trasgo les visitaba. Aconsejada y dirigida por el Hechicero, que mucho sabía de éstas como de otras cosas, Ardid acudía a la viña para vigilarla y prodigarle sus cuidados. Casi todos los días el Trasgo iba a su encuentro y, sentados los dos en el suelo, entre las cepas, platicaban de muchas cosas. De suerte que la maligna simiente que el Trasgo llamó Raíz Desconocida -y el Hechicero, corazón-, iba aumentando en su pecho. Sin apercibirse cabalmente de ello, el Trasgo del Sur llegó a no poder vivir sin aquellas pláticas y juegos. Y si la niña no acudía a la viña, iba él al Torreón a visitarles y libar unos sorbitos de la escudilla. Y fue así como una firme y dulce amistad fue tomando cuerpo en el ánimo de aquellas tres criaturas, que por singular azar, halláronse reunidas en tan vasta soledad.
Una vez, Ardid manifestó su deseo de comer carne, pero las torpes y rústicas armas que habían fabricado no servían para cazar. El Trasgo no podía, en modo alguno, matar animales, pero sí conducirlos por el pasadizo subterráneo, de forma que así llegaran, como quien dice, por su propio impulso, hasta la misma olla. Esta operación repugnaba terriblemente al Trasgo, no seguro, además, de librarse del castigo de la Dama del Lago. Pero no podía negar aquel deseo a la pequeña Ardid, y accedió. Y aunque él lo ignorara, la aún casi invisible Raíz Desconocida creció un poquitín más dentro de su pecho. Aprestados con sendos barrotes, el Maestro y Ardid -aun cerrando el primero los ojos, que no la niña- sacrificaron por este procedimiento algunas liebres y conejos. Luego, Ardid tendía sus pieles a secar, en espera de poder utilizarlas. Y aunque el Trasgo sentía una profunda náusea al verles clavar tan vorazmente los dientes en la carne, nada dijo, y se limitó a beber mucho más de lo acostumbrado.
Con lo que, entre cabriolas y ocurrencias, las veladas adquirían gran animación.
Y día llegó en que, por fin, entre los ruidos del campo y los rumores del cercano mar, Ardid y el Maestro aprendieron a distinguir bajo la tierra y las piedras el suave golpeteo del martillo de diamante, que pasaba inadvertido a los humanos. Apenas lo oían, la niña saltaba gozosa y apoyaba la oreja en el suelo. De esta forma, le seguía los pasos y, golpeando a su vez con los nudillos en la tierra, le respondía. Así jugaban y se perseguían: el uno bajo tierra, la otra sobre ella. Y mucho les divertían estas correrías, hasta el punto de que Ardid, sofocada y sudorosa, pedía al Trasgo que asomara de una vez la cabeza por algún agujero o un tronco hueco. El anciano Hechicero se decía entonces que jamás -ni antes ni después de la muerte de Ansélico- había visto tan linda, alegre y saludable a su discípula.
La niña parecía muy interesada en los túneles del Trasgo, y un día asomó su carita por el agujero recién abierto y descubrió, con pasmo y emoción, el camino subterráneo que iba al Mundo del Subsuelo. Aquí y allá resplandecían luces de variados colores y matices. Unas eran luciérnagas demasiado tímidas para acudir a la noche; otras, estrellas caídas y enterradas; otros, resplandecientes huesecillos de ciervos o de criaturas muertas con el corazón intacto.
Al percibir el Trasgo el deleite de la niña, exclamó:
—¡Ah, Maestro, qué descubrimiento tan grande! Ahora atino a comprender que mi contaminación no es tan grave ni muchísimo menos: pues si la niña puede ver mi subterráneo y sus resplandores -que no sufren contaminación alguna-, es que posee en el fondo de los ojos el Goteo Lunar (cosa que me pasó por la miente y que estúpidamente deseché, por demasiado extraordinario: sólo se concede una vez cada milenio, siglo más siglo menos). De modo, que aun en el caso de que yo me hallara en estado de prístina pureza, ella me habría visto igualmente aquel día en la viña. Y en cuanto a ti, huelgan explicaciones, puesto que sufres a tu vez una suerte de contaminación de nuestra sustancia. Por todo lo cual, amigo mío, te ruego me alcances unos traguitos para celebrarlo.
Así lo comprendió el Hechicero, pues hacía tiempo que había adivinado que Ardid poseía el precioso don. Aconsejó moderación al Trasgo, advirtiéndole cuán traidor era aquel vicio, pues antes de lo que creyera, habríase adueñado de él, contaminándole de la peor manera. «Toda felicidad o bien -añadió- es espada de dos filos.» E igual que Ardid podía perder, al crecer, tan maravilloso don, el Trasgo podría perder su sustancia en el abuso del vino.
Desde aquel día, el Trasgo tendía la mano a Ardid desde su túnel, y ambos recorrían así los oscuros laberintos. La niña abría bien los ojos -que en la secreta oscuridad, lucían de forma que podían distinguirse las salpicaduras lunares-, y allí semejaban los dos criaturas de los ocultos ríos y los más hondos pasadizos.
—Nosotros, los habitantes del Subsuelo, hablamos el lenguaje Ningún -le contó un día el Trasgo-. Es el lenguaje tejido en el envés de las palabras. Sólo los humanos con gotas de luna en los ojos lo pueden descifrar. Aunque nosotros, por supuesto, conocemos todas las lenguas de los humanos. ¡Son tan simples!...
De esta forma, por los ojos y oídos entraba a Ardid mucha sabiduría, y crecía en conocimientos y en prodigiosa memoria. Llenos de tierra y tiernas raicillas, con los cabellos enredados en la sombra de fresas aún no nacidas -hasta la próxima primavera-, regresaban tras estas correrías al Torreón. Allí les aguardaba el Hechicero, impaciente. Pese a su exiguo y desmadrado cuerpo, era demasiado corpulento para avanzar por aquellos laberintos, y aun lamentándolo, debía permanecer arriba. Luego interrogaba muy concienzudamente a la niña, para que le refiriese cuanto había visto. Y ésta se lo repetía con tal exactitud y precisión, que el anciano sentíase sumamente satisfecho, tanto de ser su Maestro como de la niña misma.
Fueron aquellos tiempos, verdaderos tiempos felices. Aunque ellos no lo supieran entonces. Sólo al cabo de años y años, los recordarían como una época muy hermosa, aunque ya imposible.
Los colores del cielo y de la tierra fueron madurando, y un frío aún placentero llegó hasta la viña. De vez en cuando el Trasgo decía que un suave calor se adueñaba de las puntas de sus dedos y de su nariz, semejante al que el vino le proporcionaba. Y aunque el Hechicero nada comentaba a este respecto, le miraba con tristeza, pues sabía que éste era el segundo -y quizá peor- camino de contaminación. Pero no podía impedírselo -ni deseaba poder-, ya que aunque iba teniéndole mucho afecto, mayor era el que la niña le inspiraba: en ella veía una hija, más que de la carne, del entendimiento. Y este lazo era más fuerte que cualquier otro para él.
Cierto día de septiembre apuntaron los racimos, aún muy tiernos y diminutos. Pero con tal alborozo fueron saludados por los tres, que aun a costa de lo mucho que le costaba arrastrar las piernas, el Hechicero les acompañó -si bien moderadamente- en sus regocijados bailes en torno a los frutos recién nacidos.
Desde aquel momento, el Trasgo del Sur y Ardid acudían todos los días a la viña y comentaban los adelantos y novedades. El Trasgo ahuyentó a los dañinos animales que, a juicio de Ardid, podían estropear la cosecha, y aumentó los zumos que de la tierra y las raíces podían absorber y más favorecerles. Y pasaban el tiempo entre trabajos, charlas y bailes, persiguiéndose entre las cepas, bajo el sol maduro y la cálida lluvia que anuncian el otoño. Así pudieron calcular cuándo podría comenzarse a vendimiar.
En tanto que el Trasgo aprendía de la niña, y el Hechicero del cultivo y cuidado de la viña, la niña aprendía del Trasgo muchas cosas. Y entre lo que de éste aprendía y lo que su Maestro le enseñaba, a los seis años era la criatura más prodigiosa en conocimientos que pueda imaginarse. El Hechicero no dejó ni un solo día -tanto los que permanecieron en la cueva, como cuando se refugiaron en las ruinas del Torreón- de impartir sus acostumbradas lecciones a la pequeña. De este modo, su ciencia matemática crecía junto a su ciencia del Subsuelo; y si sus ojos parecían antes los de una ardilla, ahora tenían la gravedad, la astucia y la profundidad de un ser muy superior. Y en ellos residía gran parte de la belleza que, en el transcurso de los años, había de volverla tan seductora.