Olvidado Rey Gudú (10 page)

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Authors: Ana María Matute

En los países conquistados por Volodioso, salvar la hacienda equivalía a bien poca cosa: las posesiones y toda clase de bienes -hasta la última gallina- se gravaban de tal modo, y tan desconsideradamente eran expoliados de lo mejor de sus rentas y frutos, que más de uno, ante la magnanimidad del vencedor, halló más soportable la de la muerte. Pero el anciano Almino reflexionó sobre su suerte, y vino a decirse que, después de todo, el futuro de la pequeña Lauria sería mucho más negro si él abandonaba este mundo que permaneciendo en él. Y no se suicidó. Acató en silencio, altivamente, todas las imposiciones, abusos y atropellos que conllevaba el perdón de Volodioso, y se retiró a una oscura y nostálgica vida entre ruinas.

La fuente principal de su antigua riqueza la constituían los más preciados viñedos de la Comarca. Éstos fueron, naturalmente, objeto de la pasión vinícola del actual ex bebedor de cerveza y Rey de Olar. Aun así, Almino y sus gentes vivían del producto de los pocos que les permitieron explotar. Almino había sido un Margrave tan raramente honesto, justo y generoso, que ahora, acrecentado su prestigio tras la onerosa derrota del país, podía asegurarse, sin eufemismos ni exageración, que en tan tristes días su nombre y persona eran literalmente venerados por los desgraciados Lorentinos, que en él veían padre, jefe y consuelo.

Conservaba sólo, para su servicio personal, dos antiguos camareros y tres sirvientes, entre los que destacaba uno, al que trataba casi como a un hijo, llamado Gurko, y que, a su vez, le adoraba. El mismo Almino, cuando se lo permitían sus achaques, no desdeñaba tomar parte, como cualquier campesino, en los trabajos de cepa, viña y recolección. En septiembre, aún permitíase celebrar en el lagar, junto a sus gentes, las viejas fiestas de la vendimia heredadas de sus antepasados. Aunque aquellas fiestas se celebraban ahora sumamente moderadas y modestas.

Aquel día de verano, apenas finalizada la primavera, Volodioso decidió acampar y hacer noche en Lorenta. Le precedieron dos emisarios, que galoparon hacia las tierras del viejo Almino y ordenaron que dispusiera el Castillo -o lo que quedaba de él- para recibir el alto honor de alojar en él al Rey.

En aquellas circunstancias, el viejo ex Margrave se hallaba muy enfermo: no en vano habían transcurrido muchos años y muchas penas desde el día en que tan incómodo Señor tomara posesión de su tierra. Por tanto, y ante la imposibilidad de levantarse del lecho, Almino ordenó que, en su nombre y representación, el Rey fuera recibido por su nieta Lauria, que contaba ya dieciséis años.

Llamó a la muchacha y la instruyó para que diese la bienvenida y atendiera a su -aunque aborrecido- real huésped con todas las atenciones y delicadezas que su alto, caballeroso y honorable concepto de anfitrión le dictaban, aun en ocasiones de tanta vejación y rencor como aquélla. Prescindiendo del dolor y del odio que corroían su alma, habló en tal sentido con la joven e inocente Lauria -educada, pese a su alta alcurnia, poco mejor que una campesina-, y no olvidó hacer hincapié a la muchacha sobre la más preciada cualidad de una auténtica Señora, y por la que como tal es reconocida, aun en las más difíciles y míseras circunstancias: esta cualidad residía en la gentileza con que acogía a sus huéspedes. Dicho lo cual, le ordenó que se ataviase con el mayor esmero posible y que, ayudada por las más diestras mujeres, cortase flores para hacer guirnaldas con que engalanar el atropellado Castillo. La instruyó para que saliese en persona al encuentro del brutal Volodioso y sobre la forma en que había de saludarle, ya que éste era, al fin y al cabo, no sólo un Rey, sino, sobre todas las cosas, el huésped de su casa.

Así aleccionada, Lauria trenzó sus espléndidos cabellos castaños, vistió sus únicas prendas vagamente cortesanas -a decir verdad, y aunque en su cuerpo parecían exquisitas, muy modestas- y se dispuso a obedecer a su abuelo.

Era Lauria una criatura de belleza fresca y suave. En su piel, dorada por el sol y la brisa marina -la jovencita, como su abuelo, no desdeñaba participar en la recolección y trabajos de las viñas-, contrastaban y resplandecían sus grandes ojos azul oscuro, color prácticamente desconocido en el norteño y brumoso Olar. Tan hermosos ojos constituían las únicas joyas heredadas de su infortunada familia: de padres a hijos, toda su estirpe recibió, con escrupulosa y rara exactitud, el color, la forma y la luz de la mirada. Y tan suaves y brillantes eran sus cabellos, que cuando los dejaba sueltos sobre la espalda (y así recorría playas y viñedos) relucían como cobre bruñido.

Por aquellos días, el Rey, si no muy joven, presentaba todavía un aspecto muy saludable, rebosante de vitalidad. Quedó impresionado ante la inesperada presencia y delicada belleza de Lauria, y rápidamente la invitó a ser -a su vez- huésped de honor en la fiesta que dispuso para el siguiente día. Bajo los pinos que dulcemente se mecían junto al mar, armáronse tiendas y se extendieron mesas cubiertas de blancos manteles y provistas de manjares.

Lauria acudió sumisamente a su requerimiento y el Rey la sentó a su lado. Y tanto la agasajó, que todos -menos ella- comprendieron el verdadero motivo de sus intenciones. Para llevarlas a buen fin, montaron una tienda, listada de azul y blanco, junto a la del Rey. Y según órdenes de éste, llegada la tarde entre dos luces, la invitaron -si bien la inocente Lauria no calibró en su justa medida que las palabras de invitación iban acompañadas por la Real Guardia Armada- a ocuparla «en tanto el Rey Volodioso permaneciese en Lorenta». A su vez, el Rey envió emisarios al Castillo -igualmente armados-, y devolvió a las terribles dueñas que acompañaban a Lauria, con la encomienda de advertir a su anciano señor -aunque con modales menos delicados que a la muchacha- de sus inapelables intenciones.

Almino, que era hombre de conducta y costumbres austeras y muy religiosas, saltó del lecho, pese a su calentura y malas piernas, dispuesto esta vez a enfrentarse al Rey. Requirió la enmohecida espada, su coraza, su escudo y el viejo y atropellado caballo. Pero apenas había llegado a la destruida muralla, un mal aire llegó a él y cayó de su montura, con el rostro amoratado. Todos sus hombres eran pobres sirvientes y campesinos desarmados. Y como a fuerza de vejaciones y atropellos, de hambre y resignación, habíanse vuelto gente de mucha paz, no les cupo otro recurso que doblegarse ante la fuerza de Volodioso o los soldados que le representaban. Sólo el fiel y joven sirviente Gurko se desesperó abrazado a su Señor. Quiso arrebatarle el arma e ir en pos del maldito Rey, pero se lo impidieron sus compañeros. Resignados, se limitaron a llorar a Almino y enterrarle, con toda la ceremonia posible y auténtico amor, junto a las últimas rosas del huerto -su único lujo-, que con tanto celo cuidaba.

Debido a su aislada y parca educación, Lauria era muchacha muy inocente. Es más, incluso un tanto simple para su edad. Asimilando sin gran sutileza las recomendaciones de Almino, creyó cumplía bien sus órdenes hospitalarias obedeciendo con absoluta escrupulosidad a Volodioso, cosa que por otra parte, desde su niñez, viera hacer a todo el mundo, incluido su venerable abuelo. Y así, aprestóse a cumplir también aquella orden. En rigor, la pobre Lauria jamás había disfrutado refinamientos semejantes a los que halló, reunidos y a su disposición, en aquella hermosa tienda blanca y azul. Y lo cierto es que se alegró como una niña por tener la oportunidad de alojarse allí.

Cuando apenas hacía un rato que se había retirado a ella, y aún permanecía entusiasmada a la vista de la cantidad de adornos, perifollos y baratijas con que el Rey la mandó adornar, el propio Rey se anunció -sin demasiada ceremonia- y entró. Nada mejor se le ocurrió a Lauria, aún presa de la embriaguez que tanto regalo la causaba, que correr a su encuentro y abrazarle, diciéndole, también, que mucho debía apreciarla quien tanto la honraba. Volodioso quedó muy complacido ante esta reacción, que contrastaba, ciertamente, con su fundada sospecha de hallar -como estaba acostumbrado- los consiguientes y habituales lloriqueos, súplicas y hasta arañazos, en la presa de turno. Así es que, entre mimos y carantoñas, poco le costó persuadir de sus verdaderos deseos a la inocente criatura -cuya mente no parecía, en este aspecto, rebasar los ocho años.

Como simple que era, accedió de buen grado a complacerle en sus requerimientos; y es más, como en puridad no conocía, ni aún tenía noticia de su profundo significado, incluso los juzgó banales a cambio de tanto halago como jamás la infeliz había recibido. No obstante, era una joven tan sana, agreste y pura, que cuando aquella noche -y varias noches siguientes- tuvo noticia y conoció los más amplios y variados aspectos que componen las humanas relaciones -especialmente en lo que concierne a hombre y mujer-, llegó a la diáfana conclusión de que, si en verdad misteriosa era la vida, resultaba al fin mucho más divertida y placentera de lo que sus cortos años en el Castillo y las severas costumbres de su abuelo le hicieron suponer. Por ninguna parte aparecían las dos fastidiosas dueñas con que éste la obligaba a compartir todas sus horas, y amén de sentirse tratada con un mimo y regalo jamás soñado durante el transcurso de todos los festines, bajo la arboleda, la instalaban junto al Rey, coronada de rosas, llegó a sentirse, al fin, como una verdadera Reina.

Por su parte, el mismo Volodioso comenzó a experimentar hacia la muchacha un curioso sentimiento. jamás en toda su vida topó con mujer parecida, que, desde el primer instante, sin fingidos o forzados forcejeos, se prestara tan cándida y graciosamente a su voluntad. Además, aquella candidez no privaba a Lauria de agudo instinto y delicadeza en lo que tocante al amor se refería. Así que, como invadido por un sutil y dulce veneno -más aún teniéndose en cuenta que Volodioso ya rebasaba, si bien con mucha arrogancia, la edad del amor sin tregua-, el Rey de Olar se entretuvo en aquellos parajes mucho más tiempo del previsto.

Mientras duró aquel idilio, Volodioso prohibió que se comunicara a la muchacha la muerte de su abuelo, pues juzgó -no sin razón- que resultaba menos enfadoso dejarlo para cuando él hubiera partido. Pero era notable el hecho de que si bien en ocasiones similares no le preocupó nunca un detalle semejante, esta vez envió soldados al Castillo con la severa advertencia de que si alguno de los sirvientes osaba revelar a la jovencita antes o después de su partida la verdadera causa de la muerte de Almino, el imprudente sería despedazado vivo y sus piltrafas expuestas al escarmiento general. Huelga decir que todo el mundo selló sus labios al respecto. Y halláronse bien dispuestos a propagar -como ordenó el Rey- que la causa de tal muerte obedecía a las malignas calenturas que, ya en ocasión de la regia visita, padecía el buen señor.

Pasados algunos días, Volodioso recibió urgente aviso de una revuelta estallada entre los siervos mineros que habitaban en las Tierras Negras. Era ésta una región tan mísera, que a las pobres gentes que allí habitaban se les llamaba el Pueblo de los Desdichados. Desde hacía años, desde los tiempos de su padre, estas gentes solían rebelarse, pese a los escasos medios de que disponían para ello. Una vez tras otra, la rebelión brotaba en aquella zona, sólo armados por el hambre y la desesperación. Pero, al decir del vulgo, estos motivos resultaban a la larga más convincentes que la venganza de cualquier agravio o aun la defensa de una religión o patria.

Muy a su pesar, y con grandes muestras de ternura, Volodioso se despidió de la muchacha. Ordenó que desde aquel momento nada les faltara ni a ella ni a sus sirvientes. Así mismo dispuso que los impuestos y gabelas fueran disminuidos, y se obedeciera y respetase a la Marquesa Lauria como Señora del Castillo y tierras adyacentes, y disfrutara de cuantos privilegios y bienes como antaño disfrutara su familia. Dicho lo cual, y para evitarse el dolor de verla derramar la primera lágrima -la carencia de lloriqueo mucho le complacía en Lauria y, a su juicio, la diferenciaba muy grata y considerablemente de las mujeres por él conocidas-, partió dispuesto a sofocar aquella nueva rebelión minera, pero prometiéndose a sí mismo, y a la muchacha regresar a Lorenta muy a menudo y allí, de nuevo, reanudar, gustar y prolongar la desconocida y embriagadora emoción que ella le inspiraba y que le llenaba de felicidad.

La revuelta fue, como de costumbre, sofocada sin dificultad. Y tras colgar de la Torre Negra a sus cabecillas -la Tierra de los Desdichados se extendía muy próxima al Castillo de Sikrosio-, la calma reinó nuevamente en Olar. Entre escombros y redobladas sanciones, el Pueblo de los Desdichados volvió a cavar los escasos y rocosos terruños que les permitían cultivar, y de los que subsistían. Y Volodioso regresó a sus lares, con la satisfacción de un deber cumplido.

Por aquellos días, la Condesa Soez aún vivía en el Castillo. Si bien ya empezaba a mostrarse un poco gruesa, aún era su piel tan tersa, que -según el Físico- podría escribirse en ella. Entre tanto, una joven muchacha, hija del Conde Silcasmundo, fue presentada por su padre al Rey. No era bella, pero tan complaciente y rozagante, y tan hábilmente le fue metida por los ojos -como vulgarmente se dice- por su propio padre, que al fin despertó la pasión de Volodioso.

Licenció a la Soez -que se quedó muy contenta, a decir verdad- y, cansado y harto de castigar gente y atravesar cuerpos, el Rey juzgó buena a la joven rolliza para su solaz y descanso de guerrero. A su vez, Silcasmundo ascendió en importancia y alcanzó alguna prebenda. Entretenido con la muchacha y acaso por primera vez fatigado, Volodioso olvidó lentamente a la pequeña Lauria.

Años más tarde, ocurrió que Volodioso hubo de retornar a Lorenta llevado por algunos asuntos de su interés, entre los que no era tema baladí sus famosos viñedos. Y muy grande fue su asombro al oír que, apenas sus habitantes divisaron el cortejo real, las campanas de la villa repicaban alegres. A su vez, dos lindos pajes acudían a la Puerta de Honor para recibirle. Sobre bordado cojín, portaban la llave del Castillo de Almino, y advirtiéronle que su Señora, la Marquesa Lauria, esperaba les honrase con su presencia -como en otra ocasión- y descansara en su Castillo.

Volodioso recuperó entonces la dulce emoción de su recuerdo y, espoleando su montura, adelantóse al cortejo a galope, sin boato ni protocolo alguno, como un vulgar adolescente enamorado. Llegó al Castillo y comprobó con estupor que la pequeña Lauria había acudido a sus puertas para recibirle y que habíase convertido en una mujer de belleza serena, jugosa y extraordinaria. Con gravedad y dulzura, le hizo una reverencia tan exquisita como jamás ninguna de las enfatuadas y torponas damas de la Corte olarense hubiera conseguido, sin caer en titubeos o disparatados tropezones. «Esto -pensó- no es una reverencia: es como si una bandada de cisnes se hubiera posado en copa de oro.» Y satisfecho y asombrado de que se hubiera cocido en su propio caletre tan peregrina imagen, ordenó enviaran emisarios a Caralinda para que se aprestase a componer una canción con ese motivo. Levantó con toda la suavidad de que era capaz a Lauria, y la abrazó tiernamente.

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