Olvidado Rey Gudú (98 page)

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Authors: Ana María Matute

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Con tal noticia, Raigo ascendió de inmediato a la categoría de Príncipe Heredero. Y la oscura adivinación que así le hizo presentir a Ardid, le dio una vez más la razón. Y a pesar de la triste circunstancia que suponía la cruel muerte de su hermano mayor, el pequeño Príncipe de cabellos de oro y ojos de ardilla, mostraba inteligencia tan precoz como fuera la de su abuela a su misma edad.

La Asamblea de Nobles se reunió de nuevo: la ley de sucesión establecida por Gudú no dejaba lugar a dudas, pero hasta el momento el Rey no había pronunciado una sola palabra sobre la existencia del niño, y esto sumió a los nobles -y aun a la misma Ardid- en gran perplejidad. Pues si cuando llegó a Olar apenas tuvo una mirada para los gemelos -y tan fugaz como superficial-, por el momento no parecía recordar que Gudulín no era el único hijo legítimo habido de la esposa que en tan lamentable trance se hallaba.

Así pues, la Asamblea reflexionó, y por boca del Barón manifestó su deseo de conocer las decisiones que el Rey tomaría sobre la educación del pequeño Raigo. Como aún faltábale un año para ser admitido en la famosa Corte Negra -que a todos, secretamente, les resultaba odiosa-, esperaban les permitiera formar el carácter del niño -al menos en su aspecto pacífico- de forma que pudieran asegurarse su adecuada formación de cara al mañana.

—En verdad -dijo la desorientada Ardid, que no se explicaba la indiferente actitud de aquel que tanto empeño había mostrado en asegurar su sucesión-, que nada ha dicho el Rey sobre estas cosas. Pero le haré saber sin dilación que deseamos conocer sus propósitos, para llevarlos rápidamente a cabo.

Así lo hizo, y tardó en recibir respuesta. Tantó tardó, que estaba ya muy avanzado el invierno, y en su máxima crudeza, cuando, ante la impaciencia de la Asamblea, se dignó enviar recado. Esta vez, Gudú se manifestó tan conciso y lacónicamente como era su costumbre, pues tan sólo dijo en breve misiva: «Es muy niño aún, y de momento no puedo interesarme en su educación. Esperemos que cumpla los siete años reglamentarios, edad en que lo incorporaré a los Cachorros, en calidad de heredero al trono, y le formaré militarmente. En tanto, Madre, educadle según os plazca, pues no dudo sabéis hacerlo muy bien».

Así lo comunicó Ardid a la Asamblea. Y antes de hacerlo, ya había apuntado en su mente un nuevo Maestro para los jóvenes Raigo y Raiga: y éste, por supuesto, no era otro que el llamado Clarividente. Pero, profundamente conocedora de la mentalidad del Barón y los demás nobles, y ante la triste evidencia del estado de Gudulina, pues ya nadie se recataba de murmurar que era cosa de brujería, hubieron de encerrarla definitivamente, y bajo llave, en su cámara, donde aún permanecía cautiva... Por todo eso, no le pareció en modo alguno oportuno nombrar a aquel que, desde el primer momento, despertó las más crudas protestas y sospechas entre los nobles, y en especial el Físico y sus ayudantes.

Antes de dirigirse a la Asamblea, y estando por vez primera sola, sin nadie en quien confiar -y qué tristeza experimentaba cada vez que veía el sillón vacío del Maestro, y el tubo de la chimenea, con su vasija siempre llena, que a nadie atraía ya-, muerta su amada Dolinda y rodeada de mujeres que tal vez la querían, pero con menos seso que un pájaro parlanchín, ella misma decidió tomar cartas en el asunto. Así, pidió a su Camarera Mayor -la única en quien, pese a sus pocas luces, podía confiar plenamente dada su inquebrantable lealtad- y ordenó al viejo Capitán de su Guardia -que la servía desde hacía años, y en quien también podía confiar, al menos como guardadores de un secreto, ya que no como cómplices astutos-, que la siguieran. Cubrióse, de noche, con capa, y montando ágilmente en su caballo, seguida de aquellos dos fieles acompañantes, tomó el camino del Lago.

Era una fría noche de invierno, y las colinas blanqueaban, nevadas, y crujía la escarcha de los caminos bajo los cascos de los caballos. Y no tardó en hallar la vieja cabaña que en otro tiempo les guareciera, a ella y a sus amados ancianos. Parecía abandonada, pero bien sabía que no era así. Llamó, insistentemente, a la puerta, y ante el silencio que respondía a aquella llamada, ordenó al Capitán derribarla. Entonces, descubrió en la oscuridad a los atemorizados abuelo y nieto, que inútilmente intentaban ocultarse a su vista. Proyectó la luz de su antorcha sobre ellos, y, al ver al joven Clarividente, nuevamente sintió un extraño sentimiento que no lograba definir: pues era algo conocido, pero tal vez tan enterrado y olvidado, que no lograba aflorar a su memoria. Ordenó que los dejaran solos, y luego, dirigiéndose al más joven, le dijo:

—No temas, muchacho, nada malo vengo a hacerte, sino al contrario.

La dulzura de su propia voz la devolvió a unos tiempos en que todavía se sentía y sabía joven: cuando espiaba en el espejo el paso del tiempo, y teñía con polvo de oro sus primeras canas y anhelaba poseer los más raros afeites de antiguas y bellísimas mujeres. Y también deseó de pronto no haber abandonado aquel gusto por su propia belleza, y lamentó la parquedad de su vestido y ornato, de forma que se sintió en verdad muy extrañamente avergonzada -y este sentimiento sí que era nuevo para ella-. Y precipitadamente, como si diera suelta a una prisa reprimida años y años, deseó huir de la mirada azul de aquel extraño joven, y expuso su deseo de convertirlo en Preceptor del joven heredero Raigo. Pero así mismo le advirtió:

—Vuestros antecedentes no son del agrado de la Corte y la Asamblea, como bien veo habéis adivinado por la forma de ocultaros... Mas no temáis, nadie sino yo conoce vuestro escondite. Y, por tanto, creo muy conveniente que os disfracéis, de forma que nadie os reconozca. Así, fingiréis ser un sabio de la Isla de Leonia, enviado por la abuela del niño para su instrucción.

—Mucho os agradezco vuestra generosidad -dijo, al fin, el hombre-. Pero en verdad que estoy tan dedicado a mi estudio, que temo no seré buen Preceptor del Príncipe... Señora, os lo suplico: olvidad mi paradero y pensad en otro más merecedor del privilegio de ser requerido por la más grande Reina -y estas últimas palabras encendieron raramente su voz, de forma que ambos quedaron inexplicablemente turbados.

—Os lo ruego -añadió Ardid. Y su voz reverdecía en sus más dulces matices, otrora usados tantas veces-. Os lo ruego, no os lo exijo: y os prometo que tendréis a vuestra disposición tanto tiempo y medios suficientes para continuar vuestros estudios, que admiro y respeto, como a buen seguro no hallaríais aquí.

Poco a poco dejóse convencer el joven. Y aunque el abuelo se resistía, hubo de ceder ante la decisión que al fin tomó su nieto.

—Ahora, decidme cómo os llamáis -dijo al fin Ardid, con curiosidad y expectación que nada tenían que ver con la educación de Raigo.

—Señora, es un nombre tan ridículo -respondió el joven, ruborizándose hasta las orejas-, que temo os riáis si os lo revelo...

—Oh, no existen nombres ridículos -dijo Ardid rememorando vagamente viejos nombres, viejas cosas-. Según sea la tierra, o la lengua, donde se pronuncie su nombre, puede ser tan distinto...

—No soy de esta tierra -dijo él entonces, como alentado por el tono de la voz de Ardid-. Sólo me trajo aquí el renombre de una tan sabia y gran Reina, que como vos regía el país..., y creí tontamente, que los jóvenes como yo seríamos protegidos por ella. Pero... aun comprendiendo que no es vuestra culpa, ved cuán distintas han sucedido las cosas: el país es por encima de todo un reino guerrero, y sólo la guerra y la fuerza bruta tienen posibilidad de prosperar aquí.

Una vez dichas estas palabras, quedó el joven profundamente atemorizado de su osadía; y así como antes enrojeciera, ahora palideció intensamente, y se apresuró a manifestar:

—Oh, Señora, os lo suplico... olvidad mis imprudentes palabras. Nadie soy yo para juzgar lo que más conviene a vuestro Reino y a vuestro hijo el Rey.

La Reina quedó sumida en profunda emoción y perplejidad. No lograba irritarse por las palabras del que -según el Trasgo llamaba Clarividente. Así que, al final, decidió:

—Temo que muchas cosas de este Reino están más allá de vuestro alcance: no todos los hombres están hechos de la misma sustancia, ni todas las necesidades de los hombres son iguales. Acaso un Rey dedicado a la Ciencia, dadas las circunstancias de nuestro país, sería un pésimo Rey. Tal vez sólo el tiempo... solucione estas cosas. Pero ni vos ni yo estamos aquí reunidos para perdernos en estas cuestiones.

—Así es, Señora, y os ruego, nuevamente, que perdonéis mis importunas palabras.

La Reina sonrió débilmente, y ordenó a su doncella entregara nuevas ropas al muchacho. Y añadió:

—Debéis teñir vuestro cabello y barba, de suerte que parezca blanca, pues deseo que os tengan por anciano. Y así mismo, os daré un afeite gracias al cual podréis marcar arrugas en vuestro rostro... Pero no temáis, pues sólo en contadas ocasiones seréis visto por los que mal os quieren, ya que permaneceréis en mis dependencias, y bajo mi custodia; tal y como lo están los pequeños príncipes.

Dicho esto, se apartó a un lado, procurando ocultar su rostro, presa de rara excitación. Antes de irse, sin embargo, volvió sobre sus pasos:

—Decidme, os lo ruego, ese ridículo nombre que decís tener. El joven parecía profundamente avergonzado. Al fin, el viejo habló:

—Señora, no es culpa suya: así le bautizaron, y así le llaman... pero lo cierto es que su nombre es Amor.

La Reina enmudeció. Pero no era asombro, ni extrañeza, lo que la hacía perder el habla, sino un súbito y no muy buen presentimiento. Bruscamente, salió de la cabaña, y montando de nuevo en su caballo, les encomendó que aguardaran sus noticias, antes de ser conducidos al Castillo según creyera oportuno el momento.

Y cuando regresó al Castillo, y entró en su alcoba, miróse detenidamente al espejo. Una gran tristeza la bañaba y un recóndito fuego ascendió a su mirada, mientras se decía que, en verdad, sus ojos eran hermosos, sus labios frescos, y su talle tan grácil y tan flexible como el de una muchacha de veinte años. Y no tuvo reparo en admitir que, si bien había rebasado ya los cuarenta años, no era en ningún modo mujer vieja: antes bien, cosa rara, muchas mujeres de edad más tierna y lozana, no podían rival¡zar con ella en hermosura, agilidad y donaire. Y con tan encontrados sentimientos se durmió: pero su sueño navegó por extraños paisajes, a través de los cuales, de vez en vez, aparecía el rostro rubicundo de Leonia, que atronaba el aire con la estridencia de su risa más burlona.

Tal y como decidió Ardid, el joven Amor llegó al Castillo, tras convencer a la Asamblea -y esto no fue difícil para ella- de sus grandes valores y virtudes. Y desde el punto y hora en que llegó, lo instaló en la abandonada Torre del tejado azul; y allí ordenó amueblar su estancia, y proveerle de cuanto precisase o deseara. Pero es cierto que también rehuyó su presencia, con un rigor que ella misma se reprochaba íntimamente. «¿Por qué temo verle? -se decía-. Él es un joven poco mayor que Gudú, y yo una Reina abuela, acribillada por las preocupaciones. No sé qué es lo que puedo temer de él, en verdad.» Pero lo sabía, lo sabía tan bien como conocía la clase de brillo que, al mirarla, descubrió en los ojos del joven sabio, y su secreta alegría al suponer iba a morar muy cerca de ella. Y recordaba las palabras del Trasgo: «Su sueño está lleno de burlonas chispas de oro, y vos estáis en sus sueños». «Bah, lo que ocurre es que sabe que estoy muy inclinada a la ciencia; y eso es tan raro en una mujer, que a la fuerza debe impresionarle.» Así, intentaba acallar lo que, a gritos, decíale su pensamiento, y acaso, también un poco, su corazón.

Las flores habían muerto, o aguardaban ocultas en la profundidad de la tierra, en espera de la primavera. Pero ella espiaba el jardín, y se alegraba de comprobar que el Árbol de los juegos aún estaba allí, y crecía, y en modo alguno se marchitaba. Antes al contrario, sus hojas brillaban de tal forma que, en la noche, diríase que en vez de árbol, era una encendida lámpara, como en tiempos ya casi olvidados, en que una singular corte de niños, muñecos y pequeños animales inocentes revoloteaban y reían a su alrededor. Y así, de noche solía salir descalza, bajar al jardín y acercarse al Árbol, y mirarlo, mirarlo como se pueden mirar las imágenes de un sueño. Al fin, cierta noche, estando bajo las hojas de oro, creyó percibir nuevamente el rumor de aquella extraña canción, o murmullo, aquella que aprendió a amar, de los tiempos en que Once y Tontina jugaban bajo sus ramas, y todo el Castillo parecía atravesado por un viento resplandeciente, o música, o -de pronto así le parecía- llanto. Pero de todas formas, tan dulce era, que sólo una palabra acudió a sus labios: y ésta era el ridículo nombre del recién nombrado Preceptor de Raigo. Subió prestamente a acostarse, y deseaba olvidar cuanto había visto, recordado o soñado. «Ya pasaron los tiempos de la más joven Reina, inútilmente enamorada de su viejo esposo... Ya pasaron los tiempos de la astuta y melosa amante de Almíbar, cautiva en la Torre Norte... Ya pasaron los tiempos de la vieja y ladina Leonia... Sí, la Isla se ha perdido, Ardid, y las islas errantes, como la juventud, no regresan.»

El invierno transcurrió sin aparentes novedades. Aparentes, porque oscuras tramas se larvaban en los laberintos secretos de muchas conciencias. Los nobles hallábanse cada vez más descontentos por la actitud del Rey, y su desprecio hacia la Corte de Olar, que habíase renovado tanto -dado que muchos habían muerto, y otros jóvenes habían tomado su lugar, y los más habían abandonado sus puestos para seguir a Gudú-, que llegó un día en que Ardid comenzó a sentirse entre extraños: y aún más se lo hacía notar la desaparición del Trasgo, el último de sus viejos amigos.

También en los subterráneos de la conciencia de Ardid estallaban de día en día temores y sospechas. La soledad del invierno y la inquietud de una amenaza de rebelión por parte de los nobles, que esperaban mejoras tras las últimas campañas del Rey, y en su lugar sólo vieron aumentadas sus obligaciones -aparte de verse privados de lo más florido de su juventud masculina-, hacían renacer a su alrededor las murmuraciones sobre el origen de su ascendencia al Trono. En tales cosas, Ardid percibió la intriga que se larvaba en torno. Y a pesar de todo, estas cosas tenían para ella menor importancia que otra circunstancia, el miedo que la invadía cada vez que intentaba aproximarse a la vieja Torre del tejado azul, donde los niños y su maestro habitaban. Y así, había dejado de visitar la secreta buhardilla, y alejándose de sus mismos nietos -por no ver a Amor- y rodeada de rostros que nada añadían a los recuerdos de su corazón, la soledad la cercaba estrechamente. A veces, la invadía un pueril gozo, y salía a la nieve y recorría el viejo jardín, espiando los indicios de la aún lejana primavera. Luego, súbitamente, la tristeza regresaba y, como una planta tronchada, con los cabellos cubiertos de una débil nevada y los ojos llenos de lágrimas, retornaba a su cámara.

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