Olvidado Rey Gudú (113 page)

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Authors: Ana María Matute

Llegó, al fin, un día en que Contrahecho, viendo que ya no quedaba nadie guardando la Torre, dijo a la Reina:

—Señora, creo que estamos abandonados. Y si permanecemos aquí dentro, moriremos sepultados, o por un incendio, o de hambre. Recuerdo la forma en que Raigo escapaba de esta Torre por las noches, y se me ocurre que podríamos muy bien imitarle.

Como despertando de un sueño, pareció darse cuenta Ardid de la realidad de su entorno. Así pues, les dijo:

—Hijos míos, huid vosotros, y seguid mi consejo: salid, escapad cuanto antes os sea posible de estas tierras, y no retornéis a ellas jamás... pues sé, puesto que mi corazón me lo dice, que el fin de este lugar, de este mundo nuestro, se acerca. Buscad una barca que suele hallarse junto al río -bien lo sabía ella-, amarrada entre los sauces gemelos; y en ella navegad hacia el Sur, y no paréis hasta el mar; y allí preguntad por las Islas jóvenes, y en ellas tendréis, a buen seguro, una hermosa vida.

—Señora -murmuró tímidamente Contrahecho-, venid con nosotros; siempre cuidaremos de vos. Tenemos un oficio...

—Un bello oficio -murmuró Ardid acariciando su roja y fea cabeza con gran ternura; y otra roja y desaparecida cabeza llegó a su mente, inundándola de pesar por tanta -y ahora sabía que definitiva ausencia-. Id vosotros, queridos míos, pues allí donde vayáis, irá lo más bello y más digno de mi vida.

Y besándoles a los dos, volvióse de espaldas, y en un oscuro rincón quiso permanecer hasta saberlos perdidos para siempre de su vida.

Sacaron los dos jardinerillos las telas de los cofres: aún alguna de ellas seguía trenzada, como en tiempos de Raigo -tiempos de todos los juegos, de todos los disfraces, tiempo de todos los niños que se esconden en los desvanes para huir de la gran estupidez del mundo-. Y, aunque enmohecidos, Contrahecho fue anudándolos pacientemente y reforzándolos con retazos de tela y aun con pedazos de la falda de Raiga. Al fin, como cuando eran niños, se deslizaron por la ventana de la Torre. Una vez en el suelo, se asustaron: las jaras brotaban sin orden por doquier, mucho habían medrado las yedras y las malas hierbas, y todo aparecía helado bajo el oscuro cielo del invierno. Se dirigieron entonces a la mohosa puertecilla de la muralla, y salieron al campo; y a poco, vieron cómo un grupo de campesinos huía, y se unieron a ellos, pues por campesinos -tan sencillo y aun mísero era su atuendo- se les podía tomar. junto a ellos alcanzaron el río, pero en la barca que les indicara Ardid sólo cabían ellos y dos niños muy pequeños. Entonces, el abuelo de los niños les entregó todos sus bienes en un hatillo, y les vio partir juntos, a los cuatro, con los ojos llenos de lágrimas, lágrimas que a medida que la barca se perdía en la niebla, iban helándose como escarcha. Luego, cuando ya no les veía, y no les volvería a ver, el anciano -tal que otra vieja mujer que había quedado sola allá en la Torre- se apoyó en un roble y, a oscuras y de espaldas, entre el mundo y la nada, esperó el fin de su vida larga y llena de dolor. Pero, antes de morir, soñó que sus nietos y aquellos dos muchachos llegaban a un lugar donde nadie les miraba como extraños o enemigos, donde el sol brillaba y crecían las frutas y las plantas para todos; y nadie arrebataba a un hermano lo que era de todos los hermanos. Y con tan imposible como hermosa esperanza, el anciano dejó para siempre de sufrir.

2

Pero, a través de las ruinas y de la desesperada lucha de los últimos esteparios, el grito del Rey Gudú también llegó a los oídos de Urdska. De suerte que a su vez, la llama se encendió en su pecho, y otro grito largo tiempo sofocado, respondió al de Gudú.

Junto a ella permanecían, aún, Kiro y Arno. Así pues, llamó a su fiel Kork, condújoles hacia el pasadizo secreto, y allí les dijo:

—Huid, pues el Rey Gudú, por esta vez, ha vencido. Pero ocultaos en el bosque, hasta el día en que os mande aviso: y desde los bosques escapad a las estepas, y una vez allí, presentaos a Rakjel; y os ordeno que lleguéis hasta él con vida, pues si no es así, mi maldición os perseguirá más allá de la muerte. Y decidle que os guarde y espere el momento propicio para restituiros al Trono de Olar, que os pertenece tanto como el de la Isla de Urdska: nuestra verdadera patria.

Una vez en el oscuro pasadizo, donde el fiel Kork les precedía con la antorcha, los dos Príncipes se rezagaron.

—¿Adónde nos lleva? -murmuró Kiro.

—No sé, dicen que el Rey ha entrado ya en Olar, y que no tendrá compasión para nadie.

—Yo soy el hijo del Rey -murmuró Kiro, sibilante.

—Y yo -le respondió, amenazador, Arno.

Ambos se miraron en la oscuridad y, prestamente, sin mediar palabra, se abalanzaron espada en mano contra Kork y con ella, por la espalda lo atravesaron. Contemplaron un instante el ensangrentado cuerpo a sus pies, y luego Arno tomó la antorcha y, seguido de su hermano, prosiguieron el camino hasta la salida.

Una vez allí, de nuevo al aire libre, en la fría tarde de invierno, hacia la parte Norte del Castillo, donde ya había cesado la batalla, se supieron solos por vez primera. Frente a ellos, la ruinosa Torre, rematada por una curiosa caperuza azul, se recortaba sobre el cielo enrojecido del crepúsculo.

—¡Deprisa! -dijo Arno-. ¡El Rey se acerca!

—¡El Rey es mi padre! -respondió Kiro, retador. Y ambos llevaban las espadas desenvainadas, teñidas aún con la sangre del viejo y leal Kork.

—¡Acabemos de una vez! -gritaron a un tiempo. Y frente a frente, al pie de la Torre, se miraron, jadeantes; hasta que, como en siniestro acuerdo, ambos profirieron un largo y retenido grito -retenido, como un río subterráneo, durante tiempo y tiempo- que pareció estremecer hasta los tristes árboles del invierno.

En aquel momento, Urdska vistió por última vez sus ropas de guerrero, que tan celosamente guardara para ella el anciano Kork. Así vestida, avanzó sin más compañía ni escolta que su larga sombra, enrojecida por el último sol y el resplandor del fuego. Montó su caballo y pasó sobre los últimos cadáveres, los últimos heridos y los últimos soldados que aún se batían: indiferente y brutal, pateando cuanto hallaba a su paso, sólo con un nombre en la mente y en los labios, avanzó; avanzó hacia aquel otro grito que parecía reclamarla.

Mientras los cascos de su bello y salvaje caballo pisoteaban miembros heridos, y cenizas aún ardientes, por sobre las ruinas de la muralla, siguió avanzando hacia aquel grito que oía y al que respondía. Entonces, la vieja pasión de la venganza encendió en ella una nueva luz: pues entre la humareda de antorchas de resina inflamadas que arrojaban los arqueros, creyó distinguir el estallido de un rayo más brillante que mil soles. Rayo que iluminaba en su interior la verdad más oscura que pueda abrirse paso entre la luz. Y Urdska avanzó hacia aquel grito como si se tratase del doble descubrimiento de su muerte y su vida. Y lo halló frente a ella, y entre el humo: como un sueño o un deseo pueda levantarse entre las brumas, se recortaba la silueta negra e inconfundible: Gudú Rey la esperaba.

Una vieja melodía que tarareaba la Bruja de la Estepa en su cuna, regresaba ahora, con las primeras sombras de la derrota y de la muerte: «Niña, el guerrero te aguarda, después de la batalla, niña, ve en busca del guerrero. Y sé la luz de su triunfo o el olvido de su derrota». Pero entre los dos ya sólo quedaba un guerrero: otro había muerto entre el fantasma de una Isla y de un viejo rencor. Ahora únicamente una niña solitaria -como otra niña solitaria que también quería ser Rey- avanzaba hacia el guerrero impío, el guerrero odiado. Y de pronto supo que una niña había triunfado sobre la venganza y el rencor, sobre los sueños de poder y sobre la vieja y destruida Urdska, legendaria y falsa Reina esteparia. Porque las estepas -y ella lo sabía- nunca serán un Reino, sino un vasto lugar donde las mujeres y los hombres arrastran la pesada carga de su libertad y su dolor, donde las mujeres y los hombres sólo se besan en el último instante, acaso cómplices de un mismo odio.

Pero Urdska yacía en el recuerdo, en la memoria última de la Reina de la Estepa, y con un grito que era sólo el eco retardado de la ruina, el espejo de algún triunfo, avanzó hacia la silueta del Rey. Y así, el Rey y la Reina frente a frente, dos sombras en la hoguera, espolearon sus monturas, entrecruzaron sus lanzas, y sus cuerpos rodaron juntos sobre el incendio del misterioso país que disputaban: un lugar, un espacio, un reino del que jamás ninguno de los dos había sabido atravesar la frontera: acaso el más violento y amordazado amor que pudiera existir entre un hombre y una mujer. Pero Gudú llevaba el amor encerrado en una copa de duro y transparente hechizo, y la verdadera Urdska había muerto hacía ya mucho tiempo.

Así pues, la lanza de ella alcanzó al Rey, y la de él a la Reina. Y ésta sintió, por fin, su corazón atravesado; de suerte que su cabeza cayó contra el pecho de Gudú y aún estuvo así unos instantes, antes de huir para siempre, quieta, mirándole entre su sangre: porque nadie en el mundo, ni después del mundo ni más allá del apagado polvo del mundo, podría ya cerrar sus párpados ante el infinito asombro que produce el descubrimiento del amor. Pero la lanza de Urdska, si bien atravesó el pecho de Gudú, al llegar al corazón se detuvo, y su punta se astilló, como si se tratara de una caña, como si hubiera chocado con una invisible e impenetrable corteza. Con una gran herida -que no alcanzaba su corazón-, Gudú permaneció inmóvil, moribundo, tal vez tan profundamente asombrado como ella. Pero, en su caso, el asombro era fruto de la incomprensión hacia un sentimiento que nunca entendería. Y en aquel estupor se proclamó su nueva victoria.

Y cuando Raigo lo alzó del suelo, y separó su cuerpo del cuerpo de Urdska, que permanecían aún unidos en un extraño abrazo, sus manos se tiñeron con la sangre del Rey de Olar y de la Reina de la Estepa, unidos por primera vez como no supieron o no pudieron unirse antes.

—Padre -murmuró Raigo con voz temblorosa, pues este nombre resultaba para él tan extraño como para Gudú-. Padre... ¡habéis vencido! ¡Levantaos, habéis vencido!

Pero el Rey estaba gravemente herido, y aunque la lanza de Urdska no pudo atravesar su corazón, en su pecho se abría una herida tan grande como horrible. Rápidamente los Hermanos del Bosque abandonaron sus gozosos cuchillos -que ya sólo podían despedazar a la muerte- para dedicarse a restañar aquella herida monstruosa y nunca vista antes, ni en el Rey ni en criatura alguna.

Fue transportado a la tienda, y una vez tendido en su lecho, aplicáronle de nuevo hojas de cuchillo enrojecidas al fuego, y cosieron la lanzada con sus agujas de hueso ensartadas en finas hebras de intestino de cabra. Y al fin, Gudú murmuró unas palabras, que sólo Raigo pudo oír:

—Nunca me habían herido así.

Y era verdad, aunque no únicamente en el sentido que él creía. Pero, en aquel momento, Raigo era víctima de muy contradictorias sensaciones: a la embriaguez del primer combate y la primera victoria junto a su padre, vivió la más grande lección guerrera de su inexperta y corta vida. Y, por tanto, las ruinas de Olar, y la herida del Rey, le sumían en una congoja que mucho se contradecía, tanto con su ardiente deseo de ser coronado Rey como con sus recuerdos de niño olvidado en el desván. Y al tiempo, no dejaba de decirse: «El Rey aún no me ha proclamado oficialmente su heredero; sólo se ha referido, y en privado, a un proyecto». Y aún otra cosa le desazonaba -y le hería aún más que todo cuanto a su alrededor ocurría- y que le instó a decir al Rey:

—Señor... Señor, la Reina permanece cautiva en la Torre Azul. Y dicen los soldados que esa ala del Castillo ahora empieza a arder...

Al oír aquellas palabras, aún con mucho esfuerzo, el Rey se incorporó. Ciertamente, su naturaleza era extraordinaria; pero también era verdad -aunque nadie podía saberlo excepto los curiosos silfos que, mecidos en el vaivén del viento miraban hacia el interior de la tienda- que su herida era profunda, y grande, aunque se hubiera detenido antes de rozar su corazón. La sangre había cesado, y como la cura era muy reciente, ordenó:

—Raigo, acude tú a la Torre; precédeme, pues en cuanto pueda tenerme en pie, he de felicitar una vez más a la Reina Ardid. -Y añadió algo que todos escucharon con gran emoción, y palidecieron todos los rostros, y se estremecieron todos los corazones, tanto nobles como plebeyos o paisanos, unidos por vez primera en una misma lucha y una misma victoria-: Pues ella fue, es, y quizá será siempre, la única y verdadera Reina de Olar.

Raigo no se hizo repetir la orden. Y tomando a varios hombres consigo, galopó presuroso hacia la Torre de la cúpula azul, en cuya base ya empezaban a prender las llamas. No sólo estaba allí la abuela que amaba, sino que guardaba en su desván toda su historia de niño disfrazado y soñador, todas sus noches infantiles, cuando enlazando una mano de Contrahecho y una mano de Raiga, se decían unos a otros: «Aunque crezcamos, no cambiaremos, seremos siempre iguales a ahora, seremos el Rey, la Reina, y Contrahecho, y nadie, nadie, nos separará jamás...». Y aunque ya avezado, y desengañado de tantas cosas, su corazón de diecisiete años reverdecía en alguna zona -una oculta y tierna pradera, olvidada del tiempo- para llorar ahora por aquellas palabras, aquellos niños y aquella traición; pues bien sabía que el pacto que se juraron entonces no había tenido otro asesino que ellos mismos. Y si cabalgaba con prisa hacia la Torre, tanto era por su deseo de salvar a la Reina como para, de una vez y para siempre -con la espada aún roja de sangre esteparia-, atravesar a Raiga y Contrahecho, y aniquilar el último vestigio de su infancia.

3

Ardid permanecía en un rincón oscuro, de cara a la pared. Recordaba los tiempos del castillo de su padre, cuando sus hermanos, aún niños, jinetes en potrillos, galopaban por las colinas y los senderos que bordeaban las viñas y sembrados. Ah, pero qué lejano era todo aquello, más lejano que las historias de los antepasados, más que todas las historias de todos los muertos de la tierra. Y sentía Ardid cómo la humedad del invierno resbalaba piedras abajo de los muros, y se detenía en las junturas: lágrimas verdi-negras que perlaban el musgo.

Mucho rato estuvo así. Y la noche invadió la tierra y borró su sombra, y todas las sombras. Sólo entonces, lentamente, en la oscuridad, la Reina Ardid deslizó sus manos sobre los relieves del muro, como un ciego que intenta reconocer un rostro. A poco, en la húmeda pared, creyó vislumbrar resplandores, oír ecos, rumores y pisadas. Aunque muy desvaídas al principio, más claras después, iba reconociéndolos: retazos de una o mil historias desaparecidas.

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