Olvidado Rey Gudú (115 page)

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Authors: Ana María Matute

La cúpula azul, que tanto deseaba Raigo alcanzar, aún seguía intacta. Entre él y sus hombres aprestáronse a apagar el fuego. Afortunadamente, junto a la Torre corría el pequeño manantial que, de niños, fuera escenario y partícipe de sus juegos. Rompiendo el hielo, extrajeron agua, y sirviéndose de sus cascos, como si se tratara de barreños fueron sofocando las llamas hasta que pudo introducirse en la Torre. Al fin, saltando entre las escaleras medio quemadas, llegó al desván: allí el humo lo convertía todo en espesa niebla, en oscuridad más densa aún que la ya cercana noche. Fue abriéndose paso entre las vigas que empezaban a derrumbarse a su alrededor -y que a punto estuvieron de aplastarle-. Al fin, sorteando despojos ennegrecidos, descubrió la mano ensangrentada de Ardid, desesperadamente asida al muro, y creyó oír su voz.

Apartó astillas, cenizas y antiguos jirones que se deshacían en humo y al humo regresaban. Las lágrimas corrían por su rostro, pero los hombres que le acompañaban las creían fruto de la espesa humareda. Raigo asía entre sus manos aquella otra mano, ya inerte, arañada y sucia, que, en tiempos, fue la única que se le tendió y la única que, como ahora, asió con fuerza, amor y esperanza. Pero ya nada tenía remedio. Sólo humo, lágrimas, antigua humedad y musgo, maderas calcinadas, ecos de batallas -batallas que acaso tan sólo aún oiría Ardid- rodeaban la muerte de la última Reina de Olar.

4

Cuando Gudrilkja vio al Rey tan cruelmente herido, abrióse paso entre los soldados, y se acercó a él. La sed que desde hacía tanto tiempo la consumía hallaba repentinamente reposo, y, paradójicamente, la amenazada vida del Rey le comunicaba una especie de sosiego, como la frescura de la noche sobre las estepas ardorosas. Pues si bien deseaba que muriera, gozaba ahora imaginando su agonía.

Su amigo, el soldado, la detuvo a la puerta de la tienda:

—No entres Gudrilkja... tal vez el Rey te reconocería.

Pero ella no le hizo caso. Grande era la confusión que reinaba por doquier. Por tanto, nadie pudo impedírselo. Entró en la tienda del Rey, y cuando, al fin le vio, se sintió sacudida por una impresión tan fuerte que a punto estuvo de destruir todas sus esperanzas. Al lado del Rey habían colocado, con honores de héroe, a aquel que no quería ser soldado y que, a última instancia, abandonó su cargo de Consejero y, en la lucha, revelóse como el más valiente de todos: su medio hermano Krhin. El Rey lo contemplaba con el respeto que sólo tenía para los grandes guerreros.

Krhin aparecía ahora blanco y hermoso, como jamás lo viera antes; y había tanta dulzura en su semblante que Gudrilkja tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abrazarse a él, llorando. Le quería como si fuese de su propia sangre; él era la memoria de sus primeros pasos, confidencias y deseos: y ahora estaba allí, atravesado por una lanza esteparia, huido de su lado para siempre, junto al Rey.

Gudú levantó la vista y la miró:

—¿Qué quieres, soldado? -indagó, fríamente, pero sin rudeza. Gudrilkja creyó que su corazón renacía del gran dolor:

—Señor -respondió-, os pido tan sólo una cosa: quiero permanecer a vuestro lado, y defenderos de todo aquel que intente haceros daño.

El Rey Gudú sonrió con expresión de incredulidad, y aquella sonrisa espoleó su ira:

—Sabed, Señor, que me batí como el mejor, y que tengo pruebas de ello. Creedme, Señor; mi admiración y lealtad, hacia vos no tiene límites, y si me admitís en vuestra Guardia, jamás seréis un Rey tan bien guardado y protegido.

El Rey la observó con curiosidad. Al fin, dijo:

—Tus palabras, muchacho, me recuerdan que hace mucho, mucho tiempo, un joven no mayor que tú guardó mi vida, y la protegió como nadie lo hizo después de su muerte. Tal vez es verdad que en los jóvenes reside toda la fuerza y lealtad que no sabemos conservar con los años... Está bien, puedes quedarte conmigo. Pero si un día te ordeno que desaparezcas, cuida bien de obedecerme sin rechistar, o sabrás lo que es el rigor del Rey Gudú.

—Muy bien lo sé, Señor -respondió ella, con tal fiereza que sorprendió al mismo Rey-. Por tanto, también sé lo que me exigís, y lo que soy capaz de entregaros.

En aquel instante, los soldados avisaron al Rey de que, al fin, el Príncipe Raigo había hallado a la Reina. Gudú intentó incorporarse para ir a su encuentro, pero sus fuerzas le abandonaron. Entonces, Gudrilkja le ayudó. Y en tanto el Rey ordenaba que trajeran a ambos a su tienda, Gudrilkja preguntó:

—Señor, en las lindes de la estepa, donde me crié y crecí, oí hablar mucho de la Reina Ardid... ¿Es realmente tan sabia y tan grande? .

—Lo es -contestó Gudú-. No creo que exista nunca otra que pueda comparársele.

—Tal vez, Señor -murmuró Gudrilkja-, si hubierais tenido una hija, sería como ella.

—Tal vez la tuve, pero creo que murió... y tan niña que no me dio tiempo de conocer sus dotes -respondió el Rey, cerrando los ojos, pues su herida le dolía con un dolor tan hondo y desgarrador que diríase iba más allá de la carne y los huesos.

Alzóse entonces la cortina, y entró Raigo. Llevaba en brazos el cuerpo de Ardid, y las largas trenzas de la Reina, tan blancas como jamás las viera Gudú, pendían hacia el suelo. Sus ojos estaban cerrados y tenía las manos cubiertas de arañazos y de tenues gotas de una sangre fresca, brillante y en verdad hermosa. Repentinamente, parecía una niña, una niña regresada en un cuerpo de mujer.

Raigo la depositó dulcemente sobre las pieles que cubrían el suelo, y se arrodilló a su lado. Y cuando habló, el Rey notó el temblor de su voz.

—Señor, os ruego que, pese a la ruina que nos rodea, me permitáis enterrar a la Reina como ella merece. Pues si no fuera por ella, tal vez vos, y yo mismo, no existiríamos ahora.

El Rey contempló en silencio el rostro de su madre. Y llegó hasta él un gran frío: un frío como ni en los días más rudos de la estepa invernal había sentido; un frío que, como el dolor, alcanzaba e invadía regiones desconocidas de sí mismo. Contempló aquel rostro una y mil veces y, lentamente, un grande y cruel asombro le iba llenando: ¿Cómo era posible que jamás volviera a oír sus arteros consejos, disfrazados de dulzura? ¿Cómo era posible que jamás volviera a ver, con regocijada admiración, el brillo astuto de aquellos ojos que encerraban -para él- todas las intrigas y malicias de la tierra? Y Gudú sintió que contemplaba ante sí un misterio más grande y más imposible de desentrañar que el de la misma estepa.

—Fue una Reina como pocas -dijo lentamente, como para sí-.

Acaso como ninguna. Y si tengo fuerzas para tenerme en pie, la acompañaré contigo hasta su última guarida: ya que en guaridas le gustó vivir, y de guaridas salió... ¿Sabes una cosa Raigo? Tal vez jamás exista otra Reina en Olar, excepto la Reina Ardid.

Y aunque nadie alcanzó el último significado de sus palabras -pues sólo le movía ahora la oscura y profunda intuición de que ella era el Reino, y sin ella el Reino había perdido su fuerza más grande y valiosa-, todos pensaron que Gudú decía verdad.

Y así, los soldados, los nobles y los plebeyos -que por primera vez empuñaron la espada en aquellas lides-, y cuantos la acompañaron al solitario y muy abandonado Cementerio Real -donde la estatua de Volodioso aparecía hundida en barro hasta la cintura, amenazando al viento con su espada de piedra-, lloraron en silencio la pérdida de su Reina como el más grande e irreparable dolor que pudiera infligirse a Olar. Tan sólo un corazón sentía de muy distinta forma aquella muerte: un corazón de guerrero en un cuerpo de muchacha, que, hurtando el rostro a las miradas de todos -en especial del Príncipe, que ni tan sólo se dignaba dirigir sus ojos a tan insignificante soldado-, se decía: «La última Reina no es ella. Otra Reina tiene Olar». Y con este convencimiento vio caer la tierra sobre Ardid. Y regresó del Cementerio sabiéndola enterrada y, para siempre, hundida en el mudo, sordo y ciego Reino de los que Nunca Regresan. Sólo ella, y el Rey, no lloraron aquella noche.

5

Los días fueron sucediéndose lentamente, pues lentos parecen los días en que las heridas se restañan y las piedras vuelven a elevarse unas sobre otras. Huyó el invierno, junto a los lobos, otra vez perseguidos: pues la paz entre los hombres es su mayor enemigo. Y así, barriéronse las cenizas, y la primavera aventó el hollín de los incendios; y la ciudad, los campos, y la silueta del Castillo de Olar fueron despertando y perfilándose nuevamente -si bien despaciosamente, entre grandes privaciones- bajo el indiferente cielo.

Cuando el Castillo de Olar había reconstruido a medias su Ala Sur, llegaron los chubascos de la primavera; el Ala Norte, que había sufrido los más duros ataques, permanecía aún en ruinas. Pero el Reino despertaba, bajo el calor del sol, y el Rey, a medias recuperado de su extraña herida, demostraba una vez más que su energía no se doblegaba fácilmente.

—Señor -se impacientaba Raigo-, ¿cuándo regresamos a las estepas?

—Aguarda al verano -decía el Rey. Y ocupábase con ahínco en reconstruir la ciudad, y sobre todo, en rehacer su maltrecho ejército.

De nuevo flamearon sus enseñas en las torres, y, poco a poco, aparecieron los primeros vendedores en la Plaza del Mercado. Los campos comenzaban a florecer, y alguna cosecha salvada de las batallas, brotaba tímidamente.

A caballo, seguido de su fiel escudero, el Rey recorría los contornos en busca de hombres, y revisando progresos y demoras de cuanto alcanzaba su mirada.

—Renacerá Olar -decía-. Antes del verano, Olar volverá a ser lo que fue.

Así lo creía: pero muchos de los que le oían pensaban que, sin la Reina Ardid, Olar jamás volvería a ser el de antes.

Cuando llegó el verano, tanto la ciudad como el Castillo de Olar, ofrecían un aspecto esperanzador. Pero la herida del Rey no sanaba. Y pese a que él nada decía, todos le veían enflaquecer y consumirse. Inútilmente visitábanle los Hermanos Pastores, y aplicaban a su herida sus emplastes secretos y practicaban sus ritos. Al fin, un día, Lar dijo:

—Esta herida no es una herida como las otras: yo no conozco su remedio.

El Rey apoyó su mano en el hombro de Lar, y mirando intensamente a su afligido Hijo de los Bosques, dijo:

—Guarda estas palabras para ti y para mí, y que nadie pueda oírlas.

—Nunca traicionaré a mi padre -dijo Lar. El Rey preguntó:

—Ahora, dime, ¿por qué es diferente esta herida?

—Esta herida está hecha de tiempo, y la urdieron contra ti las fuerzas de un amor y una venganza -dijo Lar.

—¿Eso qué significa?

—No lo sé -dijo Lar, compungido-. Puedo leer la sangre, pero no la entiendo.

Cuando le despidió, el Rey montó en su caballo y salió completamente solo a los campos. Al llegar al Lago, le abatió una gran debilidad, y nuevamente aquel extraño frío se apoderó de él. De suerte que, aun presentándose a su alrededor el verano radiante y cálido, temblaba. Regresó al Castillo y ordenó a Gudrilkja que a nadie permitiese molestarle.

Se había instalado ahora en las que fueran habitaciones de su madre, por considerarlas aún las más resguardadas del Castillo. Sobre la cornisa de la chimenea, reposaba un objeto que, extrañamente, no fue destruido por la batalla: el reloj de arena. Y mientras así contemplaba caer las gotas de oro, una furia extraña se apoderó de él. «¿Por qué no soy tan fuerte como antes? -se dijo-. ¿Por qué una sola herida, después de tantas otras y tan peligrosas, me sume en tan triste condición?»

El hueco de la chimenea parecía exhalar un frío tan grande que se le calaba hasta los huesos y le obligó a arroparse en las pieles de su manto.

Así permaneció durante tres días. Al amanecer del cuarto, nuevas y graves noticias le sacaron del extraño temblor que le aquejaba. Urgentemente, Raigo pedía ser recibido por el Rey. Cuando se halló en su presencia, dijo:

—Señor -y había un fuego casi desesperado en sus ojos-, Rakjel vuelve a atacar: y esta vez lo hace con tal brío que temo que Ciudad Yahekia caiga en su poder, y con ella las tierras anexionadas de la estepa, si no acudimos prontamente en su ayuda.

El Rey reflexionó largamente. Al fin dijo:

—Raigo, he de meditar bien cuanto es más oportuno hacer: en estos casos la precipitación es mala consejera.

La repuesta y renovada Asamblea se asombró de aquellas palabras, que, por boca del Príncipe Raigo, y con evidente despecho, les fueron comunicadas.

A ninguno de los presentes había pasado inadvertida la tendencia del joven Príncipe por las vestiduras que, aun en tiempos tan precarios, seguía ostentando. Y aunque reconocían sus dotes de guerrero, su valor, su lealtad y la dureza de su mano, aquel aspecto de su personalidad les desconcertaba. Estaban desde tiempo y tiempo atrás acostumbrados a la frugal austeridad del Rey Gudú, y el aspecto de su hijo los llenaba de desconcierto.

—Príncipe Raigo: el Rey Gudú habla siempre con gran sabiduría y tiento. Aguardemos sus decisiones -dijeron.

Pero las decisiones del Rey tardaban tanto en manifestarse como tardaba en cerrarse su herida.

Estaba ya muy avanzado el verano cuando casualmente halló Gudú, en la que fue cámara privada de Ardid, el tablero de ajedrez del difunto Almíbar. Llamó a Gudrilkja -a quien seguiría creyendo un joven soldado- y dijo:

—Muchacho, ¿conoces este juego?

—La Princesa Indra y su hijo Krhin, de quien era buen amigo, me enseñaron sus reglas. Pero no sé si las recordaré.

—Inténtalo -dijo el Rey.

Y, cosa inaudita en aquel hombre, en partidas de ajedrez pasaba horas y horas, aunque, la cabeza inclinada sobre el tablero, seguía reflexionando, urdiendo y maquinando, como lo hiciera antaño ante los ya descoloridos dibujos del Hechicero.

Gudú parecía recuperado, y todos lo creían así, excepto el Hermano. De todas formas, y a pesar de su herida, iba reconstruyendo poco a poco la ciudad y su entorno. Y, efectivamente, Olar despertaba. Llegaban gentes del Sur, del Norte, de lejanos puntos del mundo: parlanchines mercaderes se instalaban en la Plaza del Mercado, oficiosos sastres abrían sus tiendas, y se volvió a oír el golpe de los yunques en las herrerías.

Nuevamente reclutaron, y condujeron a las Tierras Negras, muchachos no aptos para la guerra: eran enviados a las minas, en busca de hierro y bronce, que tan necesarios les eran. Un Herrero Mayor fue de nuevo puesto al frente de la herrería de Olar. Gudú reorganizó su maltrecho ejército, e incorporó a sus huestes artesanos: guarnicioneros, fundidores, carpinteros y todo aquel que podía serle útil. Pero dejó para más adelante -una vez hubiera vencido al odiado Rakjel- la reconstrucción de su Corte Negra.

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