Authors: Ana María Matute
—No mates, no mates... Hombres Pastores aman al niño rubio.
Sintió una ligera irritación al oír que le consideraban un niño, pero intuyó que no era pertinente demostrarlo. Comprendió que su faz barbilampiña, apenas cubierta de dorada pelusa, y su cuerpo les debían parecer los de un tierno infante, frente a la corpulencia de aquellos semilobos o semijabalíes. Así pues, recuperando aquella sabia prudencia que tanto le había inculcado su abuela, nada dijo y aguardó los acontecimientos.
Entonces, la primera de aquellas criaturas le acarició con verdadera delicadeza y ruda timidez, diciendo:
—Oh, niño de oro, niño de oro...
Y los demás, prorrumpiendo en extrañas demostraciones de alegría y ternura, se acercaban a él, apelotonados, y rozábanle ora los cabellos, ora los hombros, con expresiones tan tiernamente pueriles que le confundieron. Aún no sabía si se hallaba entre amigos o entre estúpidos y sanguinarios ogros que, tras aquellas muestras, le devorarían limpiamente -como le había instruido su maestro Amor sobre ciertas tribus norteñas y misteriosas-. Y regresaban a su memoria las veladas de la Abuela Ardid leyéndoles junto al fuego historias de extrañas criaturas que, al parecer, ella había conocido en algún tiempo remoto y maravilloso. Así pues, hizo acopio de todo su valor, y murmuró:
—Oh, Caballeros... mucho agradezco todo lo que habéis hecho por mí hasta ahora. Pero sabed que no habéis amparado a un menesteroso ni tampoco a un ingrato, así que tened por seguro que si, como espero, me ayudáis a salir del grave trance en que me hallo, os consideraré como mis hermanos y me tendréis por tal el resto de mi vida. Os digo que yo soy heredero de un reino poderoso, y si me ayudáis a recuperarlo, mi Reino será un día tan mío como vuestro y mi alegría será vuestra alegría, y mis triunfos, vuestros triunfos.
Esta clase de discursos, habíalos aprendido de su sagaz abuela -si bien hasta el presente no se felicitaba de ello.
El efecto que sus palabras causaron al extraño grupo fue pasmoso. Tanta fue su emoción que adquirió ribetes de terrorífica: hasta el punto de que Raigo llegó casi a lamentar sus excesos oratorios. Pues la dulzura se tornó en exaltación tan agreste, que prorrumpieron en aullidos salvajes y, dando muestras de una gran agitación, lo transportaron entre sus fuertes brazos, de forma que temió le rompieran un hueso. Lo llevaron cerca del fuego: y el mayor de todos ellos -al parecer su jefe- sacó de entre las pieles que le cubrían, un agudo puñal que esgrimió ante las llamas con siniestro brillo. Raigo cerró los ojos, creyendo que había llegado su último instante. Pero, en vez de esto, levantaron su manga hasta el codo y practicaron en su brazo una delicada incisión de la que brotó una gota de sangre tan hermosa como un rubí. Luego, por turno, hicieron lo mismo en sus propios brazos, y vagamente Raigo recordó -pues medio se desvanecía de terror y debilidad- los ritos de hermanamiento que también practicaban -según le contara Amor- lejanas gentes.
Al fin se desmayó, y no sabía cuánto rato estuvo así, pero cuando volvió en sí, alguien acercaba a sus labios un cuenco de madera lleno de leche caliente y espumosa. Esto le reanimó lo suficiente para mirar con ojos desorbitados a sus insólitos y contradictorios salvadores. Y al fin, cuando ellos debieron juzgarle lo suficientemente repuesto, dijeron en su torpe lengua:
—Niño rubio... ¿es verdad lo que en sueños decías?
—¿Qué decía?
—Que eres hijo del Rey Gudú... y malos y traidores hombres quieren arrebatar vida a él y a ti ... Pero nosotros somos hermanos del niño rubio, y por eso también hijos de Gudú, Rey. ¡Iremos contigo a salvar a nuestro padre y hermanito de malos hombres y bestias!
Y estas palabras fueron la primera luz de esperanza que iluminó el desfallecido corazón de Raigo.
Los Hermanos de los Bosques eran una tribu pastoril, procedente del Norte más oscuro y tenebroso; allí donde sólo Volodioso había llegado y, tras sofocar alguna rebelión y aniquilar a los culpables, plantó las enseñas de Olar e instaló en sus límites guarniciones solitarias y embrutecidas. De allí procedían Atre y Oci, empujados por la curiosidad que les despertara su nuevo señor y, muchos años antes, el miedo. Siguiendo a sus hermanos de lejos, desde la montaña cubierta de bosques, el resto de su tribu contemplaba, con desorbitados ojos, los progresos y proezas de ambos.
De vez en cuando, Atre y Oci subían hasta los bosques, y allí les hablaban con respeto y veneración de Gudú. Y también de Yahek, que se había hermanado con Atre. A menudo instábales a secundarles y unírseles frente a sus rebaños. Pero los pastores eran muy jóvenes y temerosos, y nunca habían pensado en tal cosa. Continuaban escondidos en lo más espeso del bosque, y sólo en el invierno, cuando nadie o casi nadie merodeaba en torno, se atrevían a descender hasta las cercanías de aquella ruta que arrastraba a los prisioneros hacia las estepas. Conducían inmensos rebaños de cabras, de enorme corpulencia, y guiados por misteriosos jefes Cabríos -con los que sus pastores se entendían a través de una suerte de gruñidos-, habían permanecido tiempo y tiempo en sus bosques, espiando y observando a las huestes de Gudú, y experimentaban una mezcla de temor y admiración hacia tan extraña raza de hombres sin vello, entre mujeril e infantil. Ellos eran de complexión extraordinariamente robusta, aunque, a menudo, de combadas piernas o jorobados, que no tenía parangón con los hombres conocidos por Raigo. Y eran tan peludos, que apenas los ojos y dientes podían distinguirse en sus rostros. El vello les cubría enteramente el cuerpo, y cuando en el calor casi sofocante de sus cabañas se despojaban de las pieles de cabra y lobo que les cubrían, parecían poseer debajo otra cobertura similar, dorada, o casi tan roja como el fuego mismo.
Su agreste poblado de mujeres y niños moraba en el Subsuelo; pues solían construir sus guaridas horadando, al amparo de los Árboles Gigantes, entre sus raíces. Sólo por el humo de sus fuegos, que parecía brotado de la tierra y confundirse con la neblina que ascendía de los riachuelos, podía descubrírseles. Pero eran escasos los caminantes que se aventuraban hasta allí; y confundían tales cosas con el vagar de fantasmas, duendes y otras criaturas malignas de los bosques. Se murmuraba que, desde hacía mucho, los campesinos no solían adentrarse en aquellas espesuras por considerarlas embrujadas. Si las extraordinarias cabras gigantes se topaban -aun de lejos- con los rebaños de los lugareños, éstos huían asustados. Y si algún inocente pastor tropezaba con alguna de aquellas enormes bestias cornudas, huía espantado, asegurando haber visto al diablo.
Poco a poco, Raigo fue enterándose de estas cosas. Y tomando confianza en ellos, les expuso prolijamente sus cuitas. Un día, pues, Lar, el jefe del grupo que le había socorrido, dijo:
—Hermanos todos, seguirán la ruta de nuestro padre: y caeremos sobre hombres malos y bestias, y salvaremos a nuestro padre y hermanito.
Hubo de soportar Raigo sus sonoros besos antes de que prepararan un nuevo rito. Tensaron una piel de cabra y comenzaron a batirla rítmicamente. A poco, el mismo sordo batir surgido de bajo tierra, se escuchó y esparció por gran parte del bosque: Raigo creyó en un principio que se trataba de truenos y que amenazaba una gran tormenta. Pero no era sino la repercusión, en cadena, de un profundo y secreto lenguaje de tambores. Al fin, el jefe Lar dijo:
—Vamos arriba, hermanito, porque ya los Hermanos Pastores emprenden el camino hacia nuestro padre Gudú.
Raigo estaba un poco asustado, pero al mismo tiempo una gran esperanza le llenaba.
Cuando salieron a la superficie, el sol brillaba sobre la nieve y Raigo contempló un espectáculo que le llenó de pasmo. Poco a poco, tras los troncos, de árbol en árbol, aparecían grupos de Hermanos Pastores, todos de aspecto feroz y a la vez cándido. Montados en sus enormes Machos Cabríos o en corpulentas cabras, le miraban fijamente y le pareció que todas y cada una de aquellas miradas se clavaban en él como hilos de fuego. Esgrimieron cuchillos, y sus hojas brillaron cual pequeños relámpagos entre los árboles. Luego, los Hermanos Pastores lanzaron tan escalofriantes gritos, que Raigo se dijo que acaso ni siquiera los proferidos por las temidas Hordas -tan comentados en Olar- podrían comparárseles.
Intuyó que aquel sería el momento propicio para seguir las instrucciones de la Reina. Así que, desenvainando su espada, gritó:
—¡Hermanos míos, hijos todos de Gudú, el más grande Rey! Desde ahora, cada uno de vosotros ha sido ofendido y amenazado, como lo está nuestro padre. Hermanos del Bosque y Hermanos Pastores, hermanos míos: ¡juremos no desfallecer hasta exterminar a los malvados hombres-bestias! -pues así llamaban los Hermanos a los guerreros de las estepas.
Un feroz alarido estremeció el bosque, aún más sonoro en el blanco silencio de la nieve. Y conduciendo de la brida a su espantado caballo, que con mucho amor habían cuidado sus aliados, lo montó Raigo, mientras oía decir a Lar:
—Hermanito Raigo, hace cinco noches y cinco días Hermanos Pastores vieron a hombres-bestias pasar, escondidos entre los árboles. Como las Cabras Hermanas son más raudas y más hábiles, deja tu caballo al cuidado de mujeres y niños y tú monta en esta buena Caprina, que ella te conducirá mejor y con más astucia y rapidez, y por mejores lugares, sin ser visto de nadie.
Y dicho y hecho, fue transportado en volandas a lomos de una enorme y roja cabra. Caprina emitió una especie de resoplido que erizó sus cabellos. Tenía tan largos y retorcidos cuernos y tan fuertes y nerviosas eran sus patas, que su propio caballo no le hubiera sostenido mejor.
—Agárrate con fuerza a sus cuernos, hermanito -dijo Lar-. Y déjate conducir por los Hermanos. Los Hermanos llevarán la salvación a Gudú, nuestro padre, y serás su hijo Rey.
Y con tan curiosa explicación -pues entendían las cosas a su modo-, Raigo se sintió lanzado velozmente -más que transportado- por tan agrestes y escarpados lugares como jamás imaginara existían. De precipicio en precipicio creía volar sobre la niebla, y era todo como un sueño alucinante y terrible en el que sólo podía asirse a dos largos cuernos o a la rizada y áspera pelambre que a ráfagas brillaba como una llamarada; saltando sobre praderas, sueño y abismos de terror, a trechos, creía galopar sobre las copas de los abetos y los abedules o sortear precipicios sin fondo.
De vez en vez, se alzaba hasta él una risa larga y bronca. Al fin, se dijo procedía de la propia Caprina, unida a la risa de todas las Hermanas Cabras y todos los Hermanos Pastores. Y no era un sonido capaz de deleitar a nadie. Además, durante el transcurso de tan peregrino como inolvidable viaje, mezclábase a aquel sonido-risa el largo aullido de los lobos. Y cuando la niebla se distendía, se distinguían en los desfiladeros y los precipicios -o así parecía, bajo las pezuñas de su cabalgadura- manadas enteras que levantaban hacia ellos las cabezas, las fauces abiertas y los ojos relucientes, en sedienta espera.
Así, Raigo recuperó el tiempo y los días perdidos. Y de tan buena forma que al tercer día el jefe Lar detectó -con olfato y oídos- la presencia de los guerreros de Urdska. Ordenó entonces detener su rebaño-ejército, levantó su largo y nudoso cayado de pastor y profirió un grito que cualquiera -menos los Hermanos Pastores- hubiera confundido con el de un animal del bosque. El rebaño entero se paró al instante.
Reunió a todos entre los árboles y díjoles:
—Hombres-bestias andan cerca. Sigilo y cuidado.
Y diciendo esto sacó de entre sus pieles y esgrimió su cuchillo, más temible que una espada. Al unísono todos los Hermanos le imitaron y cientos de cuchillos flamearon en la espesura. Entonces, Lar llamó a Raigo a su lado y le dijo:
—Tú, Hermanito de Oro, sigue al jefe Lar y no te apartes de él, pues vamos a salvar a nuestro Padre el Buen Rey Gudú.
Y aunque este epíteto, según no pudo menos de considerar Raigo, no era el más apropiado para designar a su padre, obedeció sin rechistar. Montó ahora sobre la cabra de Lar, agarrándose fuertemente a la cintura de éste, y emprendieron una suavísima carrera: apenas parecían rozar el suelo. Y no tardaron en avistar, uno a uno, cautos como lobos y tan silenciosos como los abedules, varios hombres-bestias. No parecían caminar sobre rocas, nieve y hojarasca, sino sobre la misma niebla. Entonces, llegó el momento en que Lar lanzó un silbido tan largo y estridente, que hizo estremecer a los hombres de Urdska. Todos ellos volvieron atrás la cabeza, pero, caso curioso, en dirección opuesta a donde estaban los Hermanos Pastores. Y, en aquel instante, los Hermanos se lanzaron sobre ellos, tan silenciosa como rápidamente.
El bautismo guerrero de Raigo no fue como siempre imaginó. Con la destreza y rapidez de matarifes, exhalando roncos y a la vez suaves gemidos, los Hermanos Pastores cayeron, uno a uno, sobre los despavoridos soldados, que veían estupefactos cómo surgían de la niebla aquellos rojos y demoníacos jinetes. Sobre cabras de refulgentes ojos verde-amarillos, se arrojaban sobre ellos y limpiamente los degollaban uno a uno. Entonces, Raigo se enardeció con el olor de la sangre, levantó el brazo y, a poco, cercenaba cabezas con su espada y hendía gargantas que apenas tenían tiempo de gritar.
Era algo extraño lo que ocurría, tanto fuera como dentro de él: la nieve se levantaba bajo las delgadas pezuñas de las cabras, y bajo una nube blanca, brotaba la sangre como ardiente surtidor, manchaba la nieve, los rostros, los filos de los cuchillos y su espada. Y un placer siniestro, un goce iracundo y embriagador le subía a los ojos, a la lengua. El zumbido de aquella risa ronca, caprina y diabólica, retornaba: hasta que se dio cuenta de que él mismo la imitaba a la perfección; y le parecía el más deleitoso y dulce sonido de la tierra.
El último fue Usklaidoj, jefe del grupo de Urdska. Habíanle acorralado, e iba a ser lenta y gozosamente degollado por un Hermano, cuando Raigo gritó:
—¡Dejadlo vivir!... Él es la pieza convincente para que nuestro Padre, el Rey, nos crea y conozca por fin la verdad.
Le ataron fuertemente con sus irrompibles ligaduras de tendones de cabra, y le arrojaron de través, como un odre, sobre el gigantesco lomo del Jefe Caprino. Sus largas trenzas caían hacia el suelo, ensangrentadas por una herida, aunque no profunda, que le cruzaba el mentón.
Estaban ya muy cerca de las estepas. Tanto, que a poco, les llegó el olor a guisos, leña y humo de Ciudad Yahekia. Raigo formó ordenadamente a los Hermanos, y se dispuso a entrar en ella y solicitar ser recibido por su padre, el Rey. Ensartadas en el extremo de sus cayados se recortaban en la nieve las cabezas y negras trenzas de los hombres de Urdska. Y los Hermanos esgrimían las lanzas y espadas arrebatadas a los esteparios; con un júbilo que, si pudiera despojarse de su cruel verdad, hubiérase tomado por cándido regocijo infantil. Así de inocentes, tiernos y feroces eran los nuevos Hermanos del Príncipe Raigo. Y fieles, en verdad, según tuvo ocasión de comprobar ampliamente. Tan fieles eran como feroces podían volverse si llegaba a incumplirse algún juramento para ellos tan sagrado como su hermandad, o a traicionarse su confianza.