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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso

 

«Soy un payaso y colecciono momentos», con estas palabras se describe a sí mismo Hans Schnier, un artista venido a menos, destruido por la pérdida de un horizonte social y personal que le es tan ajeno como la felicidad que le ha sido vetada. Narrada en primera persona,
Opiniones de un payaso
es la obra con la que Heinrich Böll se situó definitivamente en el centro de la conciencia alemana, no solamente de la literaria sino sobre todo de la moral, política y religiosa. Católico ferviente, Böll se sintió obligado a manifestar su repugnancia ante las formas de adulteración y perversión que ciertos elementos representativos del catolicismo alemán creyeron conveniente adoptar con el fin de defender posiciones del poder político.

Heinrich Böll

Opiniones de un payaso

ePUB v1.0

vidadoble
20.02.12

Diseño original de la colección:

Josep Bagà Associats

Titulo original:

Ansichten eines Clowns

Primera edición

en Biblioteca Breve: 1965

Primera edición

en Biblioteca Formentor: enero 2001

Segunda impresión: octubre 2002

Tercera impresión: febrero 2004

Cuarta impresión: septiembre 2004

Quinta impresión: mayo 2006

© Heinrich Böll, 1963

© Kiepenheuer & Witsch, Colònia, 1963

© Editorial Seix Barral, S. A., 1965, 2006

Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona

www.seix-barral.es

ISBN: 84-322-1954-1

Depósito legal: B. 27.049 - 2006

Para Annemarie

1

Oscurecía ya cuando llegué a Bonn, y me forcé esta vez a no poner en marcha el piloto automático que en cinco años de viajar se ha formado en mi interior: bajar las escaleras del andén, subir las escaleras del andén, dejar maleta, sacar billete del bolsillo del abrigo, recoger maleta, entregar billete, al puesto de periódicos, comprar periódicos de la tarde, salir a la calle, llamar un taxi. Durante cinco años partí yo casi todos los días de algún punto y llegué a cualquier otro punto, por la mañana subía y bajaba las escaleras de la estación, por la tarde bajaba y subía la escaleras de la estación, tomaba taxis, buscaba dinero en el bolsillo de mi chaqueta para pagar al conductor, compré periódicos en el quiosco, y en algún rincón de mi conciencia disfruté la incuria minuciosamente estudiada de este piloto automático. Desde que Marie me ha abandonado para casarse con este católico, Züpner, el funcionamiento se ha hecho todavía más automático, sin perder su incuria. Para el trayecto de la estación al hotel, del hotel a la estación, hay una unidad de medida: el taxímetro. Y así dista dos marcos, tres marcos, cuatro marcos cincuenta de la estación. Desde que Marie se ha ido, he perdido el ritmo alguna que otra vez, he tomado el hotel por estación, nervioso ante la conserjería he buscado mi billete o a la entrada del andén he preguntado al empleado el número de mi habitación, algo, llámesele casualidad, o lo que sea, me hizo recordar mi profesión y mi situación. Soy un payaso, de profesión designada oficialmente como «Cómico», no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida; puesto que frecuentemente vuelvo a ensayar dicho número en el tren (consta de más de seiscientos mutis, cuya coreografía debo naturalmente tener presente),, es evidente que de vez en cuando cedo a mi propia fantasía: entro precipitadamente en un hotel, busco con la vista el cuadro de salidas de trenes, lo descubro al fin, subo o bajo corriendo las escaleras, para no perder mi tren, en tanto que no necesito más que subir a mi habitación y ensayar mi número. Afortunadamente me conocen en la mayoría de ¡os hoteles; en el intervalo de cinco años se alcanza un ritmo con escasas posibilidades de variación, que de ordinario se puede tomar por una cierta armonía interior —y que además preocupa a mi representante, quien conoce mi manera de ser. Lo que él llama «la sensibilidad del alma de artista», es enteramente respetado, y tan pronto como entro en mi habitación me envuelve un «hálito de bienestar»: flores en un lindo jarrón, y apenas he tirado el abrigo y dejado caer con estrépito mis zapatos (odio los zapatos) en un rincón, una bonita camarera me trae café y coñac, me prepara el baño, que por adición de ciertos ingredientes de color verde se pone perfumado y tonificante. En la bañera leo periódicos, los frívolos nada más, hasta un total de seis, pero tres como mínimo, y entono a media voz cantos exclusivamente litúrgicos: corales, himnos, secuencias, que aún recuerdo de la escuela. Mis padres, protestantes acérrimos, siguieron las corrientes de tolerancia religiosa que imperaban en la postguerra y me enviaron a un colegio católico. En lo que a mí respecta, no soy religioso, ni siquiera clerical, y me sirvo de textos y melodías litúrgicos por motivos terapéuticos: me ayudan de modo inmejorable a aliviarme las dos dolencias con que me agobia la Naturaleza: melancolía y jaqueca. Desde que Marie ha desertado con el católico (si bien Marie es ella misma católica, me parece justo llamarle a él así), ambas dolencias se me agudizan, e incluso el
Tantum ergo
o la letanía lauritánica, hasta entonces mis favoritas para atajar el dolor, apenas me sirven ya. Existe un remedio de efectos pasajeros: el alcohol; había una medicina eficaz y duradera: Marie; Marie me ha abandonado. Un payaso que se da a la bebida cae más aprisa todavía de lo que un techador borracho cae.

Cuando estoy borracho, al salir a escena, realizo imprecisamente ejercicios que únicamente justifica la precisión, e incurro en el fallo más grave que puede cometer un payaso: me río de mis ocurrencias. Una terrible humillación. Mientras estoy sobrio, el miedo a salir a escena va en aumento hasta el instante en que piso el escenario (casi siempre tuvieron que empujarme para hacerme salir a escena), y lo que algunos críticos denominaban «ese humorismo reflexivo y crítico, tras el cual se oye latir el corazón», no era más que una desesperada impasibilidad, con la cual yo me convertía en marioneta; mala cosa, por lo demás, si el hilo se rompía y volvía a ser yo mismo. Es probable que se me parezcan ciertos monjes en estado contemplativo; Marie siempre viajó cargada de literatura mística, y recuerdo que allí eran frecuentes las expresiones «vacío» y «nada».

Hacía ya tres semanas que estaba yo casi siempre borracho y con falsa seguridad subía al escenario, y las consecuencias se manifestaron más aprisa que en el caso de un mal estudiante que hasta no haber recibido las notas aún puede hacerse ilusiones; medio año es mucho tiempo para soñar.

Transcurridas tres semanas ya no había flores en mi habitación, a mediados del segundo mes se acabaron las habitaciones con baño, y al comenzar el tercer mes la distancia a la estación costó ya siete marcos, mientras que la paga quedó derretida a un tercio. Ya no más coñac, sino aguardiente de trigo, ya no
music-halls
, sino curiosos públicos que se reunían en oscuras salas, donde yo actuaba en un escenario pobremente iluminado, donde no hacía ya ejercicios imprecisos, sino únicamente parodias, que divertían a empleados jubilados de ferrocarriles, correos, aduanas, a amas de casa católicas o a enfermeras protestantes, mientras que oficiales de la Bundeswehr, grandes bebedores de cerveza, cuyo licenciamiento amenizaba yo, no sabían exactamente si debían reírse o no, cuando yo completaba mi número del «abogado defensor», y ayer, en Bochum, ante unos jóvenes, resbalé a mitad de una imitación de Chaplin y ya no volví a levantarme. No se oyeron ni siquiera silbidos, tan sólo un murmullo compasivo, y cuando por fin cayó el telón sobre mí, salí aprisa cojeando, recogí precipitadamente todos mis enseres y, sin quitarme el maquillaje, fui en taxi a mi pensión, donde se armó un gran escándalo, al negarse mi patrona a prestarme dinero para pagar el taxi: no pude tranquilizar al irritado taxista hasta que le entregué mi maquinilla eléctrica de afeitar, no en prenda, sino como pago. Fue aún lo bastante amable para darme un paquete de cigarrillos ya comenzado y dos marcos de vuelta. Me tendí vestido en mi cama, aún por hacer, bebime el resto del contenido de mi botella y me sentí, por primera vez desde hacía meses, libre por completo de melancolía y jaquecas. Yacía en cama en un estado en el cual espero alguna vez acabar mis días: borracho y como si estuviera en el arroyo. Hubiese dado mi camisa por un trago de aguardiente, pero los complicados trámites que el trueque hubiese exigido, me hicieron desistir del propósito. Dormí a pierna suelta, como un tronco, y soñé que el pesado telón caía sobre mí como suave y tupida mortaja, causándome un indescriptible alivio y, sin embargo, presentí ya, entre sueños, el terror previo al despertar: el maquillaje aún sobre el rostro, la rodilla derecha hinchada, un mísero desayuno sobre la bandeja de plástico, y junto a la cafetera un telegrama de mi representante: «Coblenza y Maguncia han dicho no. Stop. Por la tarde telefonearé Bonn. Zohnerer». Luego una llamada del empresario, por la cual me enteré de que dirigía la Obra de Ayuda Cristiana. «Aquí Kostert», dijo por teléfono en un tono servil y glacial, «aún nos queda por resolver la cuestión de los honorarios, señor Schnier». «Adelante», dije, «no creo que haya inconveniente.»

«¿De veras?», dijo. Callé, y al seguir él hablando su cortés frialdad se había convertido en simple sadismo. «Hemos fijado en cien marcos los honorarios de un payaso que antes ganaba doscientos», hizo una pausa, tal vez para dar ocasión a que yo me enfadara, pero yo callé y volvió a ser ordinario, como lo era por naturaleza, y dijo: «Hablo en nombre de una asociación filantrópica, y mi conciencia me prohíbe pagar cien marcos a un payaso a quien con veinte marcos se paga con largueza, se podría decir que espléndidamente». No hallé motivo para romper mi silencio. Encendí un cigarrillo, me serví del mísero café, le oí sonarse; dijo: «¿Me oye?» Y yo dije: «Le oigo», y esperé. El silencio es un arma eficaz; en la escuela, cuando tenía que comparecer ante el director o ante los profesores, me obstiné siempre en callar. Dejé que el cristiano señor Kostert siguiese sudando al otro lado de la línea; para sentir compasión por mí era demasiado pobre de espíritu, pero alcanzó hasta la compasión de sí mismo, y finalmente murmuró: «Propóngame usted algo, pues, señor Schnier»

«Escúcheme con atención, señor Kostert», dije, «le propongo lo siguiente: Toma usted un taxi, se dirige a la estación, me saca un billete de primera para Bonn, me compra una botella de aguardiente, viene al hotel, paga mi cuenta, propina incluida, y deja aquí, dentro de un sobre, el dinero que yo necesite para ir en taxi de aquí a la estación; además, impongo a su cristiana conciencia la obligación de expedir mi equipaje a Bonn, libre de gastos. ¿De acuerdo?»

Hizo sus cálculos, carraspeó y dijo: «Pero yo quería darle a usted cincuenta marcos».

«Bien», dije, «en tal caso vaya en tranvía, y así en total le saldrá a menos de cincuenta marcos. ¿De acuerdo?»

Calculó otra vez y dijo: «¿No podría llevarse el equipaje en el taxi?» «No», dije, «me he lesionado y no puedo ocuparme de ello.» Por lo visto su conciencia cristiana comenzaba a dar señales de vida. «Señor Schnier», dijo suavemente, «siento de veras que yo...» «Ni una palabra más, señor Kostert», dije yo, «créame que me siento feliz de poder ahorrar a la causa cristiana entre cincuenta y cuatro y cincuenta y seis marcos.» Apreté el pulsador y dejé el auricular junto al aparato. Era uno de esos tipos capaces de volver a llamar y darle a uno la lata. Era preferible dejarle que siguiera hurgando a solas en su conciencia. Me sentí indispuesto. Olvidé mencionar que soy sensible no sólo a la melancolía y a la jaqueca, sino que poseo, además, otro don casi místico: puedo percibir olores por teléfono y Kostert despedía un ofensivo hedor a pastillas de esencia de violetas. Tuve que levantarme y limpiarme los dientes. Gargaricé con lo que quedaba del aguardiente, me desmaquillé con esmero, me acosté de nuevo y pensé en Marie, en los cristianos, en los católicos, y reflexioné sobre el futuro que me aguardaba. También pensé en las alcantarillas, en las que tendría que dormir algún día. Para un payaso que se aproxima a los cincuenta existen dos posibilidades nada más: el arroyo o el asilo. No creía en el asilo, y, de todos modos, me faltaban aún más de veintidós años para llegar a los cincuenta. El que Coblenza y Maguncia se hubiesen vuelto atrás era lo que Zohnerer designaría como «Primera señal de alarma», pero a ello se suma otra cualidad adicional que olvidé mencionar: mi indolencia. También Bonn posee alcantarillas, y, ¿quién me ordena a mí aguardar hasta los cincuenta? Pensé en Marie: en su voz y en su pecho, en sus manos y en sus cabellos, en sus movimientos y en todo lo que había mos hecho juntos. Incluso en Züpfner, con quien ella quería casarse. Chiquillos aún, él y yo nos habíamos conocido tanto, que al volvernos a encontrar después, ya adultos, no sabíamos con exactitud si teníamos que hablarnos de
tú o de usted
, ambos tratamientos nos desconcertaban, y cada vez que nos veíamos nos encontrábamos en un apuro. No comprendí que Marie se marchase precisamente con él, pero puede que yo nunca haya «comprendido» a Marie.

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