—Por eso decidí alejarme de ti, Manu —le confesaba Toñi a su compañera atrapada bajo el canalón—. Tú te diste cuenta de sobra, lo sabías, sabías que me estaba apartando, pero aún así tampoco me dijiste nunca nada, jamás me preguntaste qué me pasaba y eso para mí era aún peor porque me demostraba lo que yo ya sabía desde siempre. Que yo te importaba una mierda, que nunca fuiste de verdad mi amiga, que podías perfectamente vivir sin mí.
La travestí atrapada chillaba y se agitaba queriendo liberarse del pesado obstáculo que le inmovilizaba las piernas. Toñi tuvo que elevar la voz, casi gritar, para poderse oír a sí misma y hacerse la ilusión de que la otra le escuchaba y le entendía, para poder sentir que aquello era una de esas confesiones de película que tanto le gustaban, para percibir que ese desahogo tenía un mínimo de verdad, para exorcizar años de estar a la sombra de la rubia, siempre al retortero de ella. Cuando Toñi llegó a Madrid siete años atrás no conocía a nadie y La Perdida la introdujo en los locales, la enseñó a maquillarse, le presentó amigos…
—Pero ¿sabes lo que más me jode? ¡Que tenías a todo el mundo engañado! Todos se creen que eres buena gente y eres lo peor, ¿te enteras? ¡Lo puto peor! ¡Siempre con esos aires de no haber roto nunca un plato! ¿Quién te crees que eres? ¡No eres perfecta, no, no, no, no lo eres! ¡No eres Lady Gaga! ¡Eres una puta travestí mamarracha que nunca saldrá de Chueca!
Toñi escupió las últimas palabras y se quedó vacía pero no se sintió mejor.
Mientras La Perdida seguía chillando y pataleando, aprisionada bajo el canalón, una agotada Toñi Ponzoña, alias Juan Manuel Pérez Estudillo, se sentó en la esquina más sombría; sintió la humedad del patio en los huesos pero no le importó. Miró a la que una vez fue su amiga, su envidiada y bella amiga, llena de talento, con una voz casi femenina al cantar que ahora sólo era un graznido de bestia. La vio extender los brazos hacia ella, los dedos contraídos como zarpas, rabiosa, y por un segundo tuvo la tentación de acudir, fundirse en un abrazo para despedirse, confesarle sus auténticos sentimientos, lo que sí había bajo todos esos reproches: lo mucho que la envidió, lo mucho que deseaba ser como ella, tan guapa, con tantos amigos, tan querida y admirada. Le quiso revelar todas las jugarretas de travestí mala, las zancadillas que le puso, las cosas feas e injustas que había dicho de ella a sus espaldas para intentar hacerla un poco más desdichada, y así ver si esa pequeña porción de la felicidad e ilusión que le quitaba al criticarla, podría transferirse a ella por osmosis para conseguir una viruta de ese talento, una migaja de esa alegría y espontaneidad.
En vez de eso estuvo mirando largo rato lo que quedaba de la antaño bella travestí rubia. Rompió a llorar. Y lo hizo no sólo por La Perdida sino también por sí misma, porque tenía la sensación de que no supo aprovechar lo que tenían entre las dos, porque supo que aquellos momentos que ella vivió gastando el tiempo entre la tensión de la competición y la envidia, fueron los más felices de su vida y jamás volverían.
Con los ojos humedecidos y picantes por el
rimmel
corrido, Toñi se fijó en una pala vieja apoyada en una esquina del patio, junto con otras herramientas largo tiempo allí olvidadas.
Cuando, con un golpe seco del filo oxidado sobre su cuello, le separó la cabeza del cuerpo a La Perdida, se sorprendió de lo fácil que le resultó hacerlo, como si la consistencia de la carne y el hueso de esos seres fuera esponjosa, porosa. Y recordó que una vez alguien, no se le ocurría quién, le había dicho que para evolucionar y madurar era imprescindible matar a los padres. En aquel momento esa idea le pareció a Toñi algo absurdo, con lo que ella quería a su madre… pero ahora lo comprendía, porque aunque La Perdida no era de su sangre, siempre la consideró su familia; su única y más auténtica familia y ahora acababa de matarla. Y se sentía aliviada.
Cuando la cabeza rubia rodó por el patio, los chillidos de la travestí salvaje cesaron de inmediato. El silencio repentino fue para Toñi como una pomada sobre una quemadura.
Belén despertó bajo la mesa del despacho después de una noche agitada en la que tuvo la impresión de no haber descansado profundamente ni un solo segundo. De todos modos, abrió los ojos de golpe, se desperezó y, diligente, entró en el baño para descargar la vejiga. Después desayunó una buena porción de
panettone
de pasas y pistachos, regado con leche de soja que bebió directamente del cartón.
Estaba decidida a salir afuera. Si la cosa estaba tranquila correría hacia la salida a Gran Vía de la Plaza de Vázquez de Mella sin mirar demasiado alrededor, pediría ayuda a las autoridades, escaparía de Chueca y se reencontraría con su amada que debía estar sufriendo un calvario de preocupaciones.
A través de los agujeros de la persiana de metal vio la calle tranquila, no había un alma. El aire no parecía del todo transpárente, una fina neblina azul, casi imperceptible, flotaba en hilillos horizontales aquí y allá. Belén aspiró. Era humo. Era posible que hubiera un fuego cerca pero la humareda no parecía demasiado espesa, la cosa no tenía por qué ser grave.
Abrió un bote de pepinillos en vinagre y se comió unos cuantos para darse fuerzas. La sensación del ácido en su boca la estimuló. Volvió a mirar a través de la persiana mientras los rugosos pepinillos crujían en su boca. Nada. No había nadie. No se oía nada tampoco.
Respiró profundamente y se decidió a salir.
Dejó el bote en el suelo. Abrió la puerta de madera de la tienda, que crujió un poco. Cogió la base de la persiana exterior y comenzó a subirla despacio, procurando no hacer ruido. El olor a humo se intensificó.
"Huele a pollo quemado", pensó y siguió subiendo despacio la persiana metálica.
Dejó una abertura de tan sólo treinta centímetros, lo suficiente como para salir a rastras. Una mancha de sol amarillo pálido le esperaba al otro lado de la persiana y eso la tranquilizó. Se tumbó en el suelo y sacó la cabeza: la calle estaba desierta. Se escurrió por la estrecha abertura lo más rápido que pudo. Pensó que era una suerte estar tan delgada y pensó también que no volvería a dejarse llevar, no iba a volver a comer compulsivamente nunca más. Todos estos pensamientos le despertaron el apetito pero no hizo mucho caso porque ya estaba de pie en medio de una calle arrasada.
El coche de policía siniestrado seguía allí cerca y todos los demás vehículos aparcados estaban atravesados en medio de la calle o directamente quemados. El suelo, lleno de desperdicios de las fiestas, aparecía tachonado de manchas negruzcas y trozos de carne como gelatina oscura. Apartó la vista hacia las fachadas…
Las ventanas opacas la miraron sorprendidas. Sobre la estrecha calle, extendidas de fachada a fachada, las banderolas festivas con los colores del arcoíris bailaban nerviosas, mecidas por el viento cálido. El tronco de una mujer colgaba de un balcón en el segundo piso. Sus piernas estaban en el cuarto.
Belén echó a correr calle abajo entre los desperdicios que apestaban. De unas cuantas zancadas cubrió los pocos metros que le separaban de la esquina tras la cual se abría la Plaza de Vázquez de Mella, la enorme y diáfana plaza de cemento en la que había pasado alguna tarde tomando el sol con su amor, rodeadas de crios jugando al fútbol, inmigrantes y un borracho bajito y renegrido.
Belén torció la esquina y se quedó paralizada. El cemento blanco de la plaza no se veía. Todo el suelo estaba tapizado de cadáveres.
A Belén le recordó una obra de arte del tipo ese que desnudaba a multitudes y luego les sacaba fotos; pero no estaban desnudos y no era una obra de arte. Era una fosa común. Cientos, miles de cadáveres, se amontonaban en la plaza. Una alfombra de cuerpos que a ella no se le antojaron reales sino muñecos.
En uno de los extremos del amplio lugar, cerca de un moderno hotel que ahora parecía más muerto que nunca, ardía un fuego anaranjado. Una pira de cuerpos apilados. Un par de hombres vestidos con monos blancos, con cascos como los apicultores, se dedicaban a echar cadáveres al fuego como si fuesen fardos de paja. No… Eran más de dos, eran cuatro… O seis o… Los había por toda la plaza. Algunos estaban armados, sus metralletas negras contrastaban contra sus cuerpos niveos. Paseaban entre los muertos, levantando mucho las piernas, con cuidado de dónde ponían el pie, como si aquello fuera una playa atestada de gente tomando el sol.
Belén no entendía bien lo que estaba contemplando pero aún vio otra cosa más. En la pequeña calle Clavel que daba a la Gran Vía, había algo gris, una superficie plana, opaca y alta, muy alta, ocupando todo el ancho de la calle de lado a lado. Al principio pensó en un telón o un gran palio, pero luego se dio cuenta de que era un muro de no menos de diez metros de alto. Estaba formado por enormes bloques de cemento prefabricados, con forma de L mayúscula, colocados uno junto a otro, formando una barrera impenetrable, como los enormes muros de hormigón que pusieron los israelíes en esos países de por allí; ella lo había visto en las noticias a veces y recordaba haberse aburrido como una ostra, haber pensado lo lejos que estaba eso, que a ella no le tocaba, que ojalá tuvieran otra tele en esa casa de pueblo de mierda para no tener que tragarse las noticias todos los días a la hora de comer…
Al otro lado del muro sólo se adivinaba la parte superior de algunos edificios de la Gran Vía. Belén no supo si la vida normal continuaba al otro lado, si Madrid seguía siendo la ciudad acogedora, moderna y excitante de siempre o si, por el contrario, había algo así como una guerra o un estado de excepción, o un intento de
apartheid
hacia los maricones de Chueca.
Lo que sí supo es que no había manera de salir por allí. Sobre los bloques, alambre de espino enrollado, y en uno de los extremos creyó ver una especie de garita con guardias pero de esto último nunca estuvo segura porque un grito llamó su atención y miró hacia su izquierda donde…
Uno de los hombres de blanco la había visto. Gritaba algo que no podía entender, mientras la señalaba con su dedo enguantado en gruesa felpa o algodón o tela acolchada.
Al instante varios de los demás hombres levantaron sus armas y se oyeron algunos golpes sordos. Belén notó aire caliente y un zumbido junto a su oreja derecha, impactos en el suelo, en los cadáveres bajo sus pies, que levantaron esquirlas al pavimento y grumos de sangre coagulada que mancharon sus Nike plateadas.
Belén se lanzó tras la esquina de su calle, desapareciendo en un segundo del campo de visión de los hombres de blanco.
Corrió todo lo que pudo hacia la tienda de la que sólo le separaban cincuenta metros. Se coló bajo la persiana. El frescor del interior del establecimiento le pareció el soplo de alguien en la cara. Bajó la persiana tras ella de un rápido golpe de pie. Cerró la puerta de la tienda y se sentó en el suelo atenta a los ruidos del otro lado.
Los hombres de blanco pasaron cerca de ella, al otro lado, en el exterior, con ruidos de correas y escopetas, golpeando fuertemente el pavimento con sus botas. Belén vio el bote de pepinillos en el suelo, aún quedaban algunos dentro del bote y diseminados sobre las baldosas de la tienda. Comenzó a comérselos todos, a dos manos, deprisa, sin respirar apenas, mientras los ruidos de las armas de esos hombres se perdían calle arriba.
Mientras masticaba ruidosamente los ácidos pepinillos que le hacían llorar, lo vio. Un reguero de algo brillante y carmesí se extendía con languidez por el suelo de baldosa verde de la tienda, bajo su pierna izquierda que, ahora se daba cuenta, sentía plomiza. Descruzó las piernas. Miró su gemelo y observó en el pantalón vaquero un agujero perfecto. Un agujero negro y profundo que se manchaba de sangre muy despacio.
Miguel esperaba mientras se fumaba otro cigarro más, el último del paquete, a grandes caladas. Sentado en su sillón favorito, con todos los sentidos alerta, sentía en el pecho el bombeo de su corazón a mil por hora. Tenía el mismo tipo de excitación que había experimentado hacía años, cuando de jovencito acostumbraba a hacer
cruising
en los baños de los parques y las estaciones de servicio. Una mezcla de expectativa, incertidumbre, peligro y cierta dosis de "ilegalidad" que le ponía muchísimo. Y es que desde hacía ya un par de minutos estaba oyendo ruidos inequívocos procedentes de su cocina: el vecino, Berto, intentaba acceder a su casa a través de la escalera extendida entre las dos ventanas. Pero esta vez la visita masculina no tendría un final sexual sino alimenticio. Miguel sentía la cabeza embotada y no pensaba con claridad pero estaba dispuesto a proporcionarle sustento a Fabio, su amor, que cada vez se retorcía más, atrapado en la cama brillante de sangre coagulada, dentro de la oscura habitación maloliente, antes nido de amor de la pareja y ahora garganta del infierno.
Miguel apagó el cigarro en el suelo del salón y se levantó rápido del asiento. Interceptó a Berto en la cocina, no quería que el chaval se asustara por la sangre y el caos del resto de la casa. Lo pilló encaramado tembloroso a la escalera, dando los últimos pasos antes de entrar en su cocina. Miguel le dedicó la más dulce de sus sonrisas.
—Al final te has atrevido a pasar.
—Sí, tengo hambre, tío.
—No te preocupes, algo hay. Vamos a comer.
Miguel le proporcionó la última cena al condenado: media barra de pan que se estaba poniendo dura por momentos y el resto del cuscus que guardaba en la nevera. También se comieron tres piezas de fruta algo pasadas y unas galletas rancias de una lata guardada en lo más profundo de la alacena.
Comieron sin casi hablar; Miguel no tenía ningún apetito pero lo fingió para tranquilizar al chico, que al principio parecía temeroso pero poco a poco se fue soltando. Berto le contó, sin mirarle a los ojos, que llevaba tiempo fijándose en él a través de la ventana de la cocina, que nunca le dijo nada porque había visto que vivía con su chico, pero que era muy guapo, que le gustaban mucho los mulatos.
—Por cierto, ¿dónde está tu chico?
—Durmiendo en la habitación. ¿Te apetece que hagamos un trío? —nada más proponerlo, se dio cuenta de que se había precipitado.
—No sé si estoy yo para follar con todo lo que está pasando.
—Tú mismo pero un buen polvo nos relajará. Luego, si te parece, intentamos salir de esta los tres juntos.