Orgullo Z (7 page)

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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

A medida que Fabio comía, a Miguel le dio la impresión de que su novio cabeceaba un poco, parecía que masticaba sin tanta fruición, más lento, con menos ansia. "No jodas que le está entrando el sopor de después de comer", pensó. Entonces se acordó de que él le había administrado un somnífero al principio de la crisis; era muy probable que estuviera sucumbiendo a sus efectos, cosa que a Miguel le encantó. Si Fabio caía dormido sería mucho más fácil de manejar, no quería pelear y mucho menos recibir un mordisco porque estaba seguro de que Fabio lo atacaría, no creía que le reconociera ya.

En cuestión de minutos Fabio se quedó inmóvil con la cabeza sobre el pecho, de rodillas, junto al cadáver de la vieja, dormitando, o al menos haciendo ruidos gorgoteantes, lo que Miguel interpretó como: "Se ha dormido".

Procurando ser sigiloso, se fue a la habitación y sacó las esposas que solían usar para sus juegos sexuales, los arneses
leather
, cinturones de cuero resistentes. Luego se acercó a la cocina donde arrancó algunas de las cuerdas del patio que usaban para tender. Llevó todo el cargamento al salón. Su novio seguía en la misma posición de sosiego.

Corrió al baño y buscó en su bien surtido cajón de las medicinas. Encontró Nolotiles caducados —"No creo que eso importe ya"— y hasta unas ampollas de morfina que guardó al principio de su enfermedad por si tenía que usarlas en una situación "extrema". Desde luego esa situación era mucho más extrema que la peor de sus previsiones.

Se metió en los bolsillos la farmacopea y volvió al salón. Fabio seguía en la misma posición, emitiendo esos sonidos ronroneantes tan tranquilizadores. La que faltaba era la vieja. Donde había estado echada sirviendo de sustento a su novio, ahora sólo había un enorme manchón de sangre todavía brillante y húmeda.

Miguel tardó un segundo en reaccionar. Se quedó paralizado preguntándose cómo era posible. Entonces, ¿no estaba muerta?

El grito de la vieja tras él lo alertó. La mujer, convertida ahora en una caricatura de sí misma, lucía un enorme boquete oscuro en el vientre por el que asomaban visceras negras que Miguel no supo identificar. La señora se lanzó hacia él con las manos como garras y gritando tan agudo que le hizo daño en los tímpanos. Miguel evitó su ataque por centímetros. Se agachó instintivamente. La vecina tropezó con su cuerpo y cayó por encima de él dando una voltereta sobre sí misma, yendo a parar al mismo sitio lleno de sangre que ocupó segundos antes. Miguel se incorporó rápidamente, dispuesto para el ataque. La señora intentó levantarse pero comenzó a resbalar con su propia sangre. Apoyaba la mano pero se le iba; los pies se le resbalaban, pataleando en el aire con velocidad; se daba la vuelta, se intentaba incorporar pero caía de nuevo con un sonido explosivo, como de sopapo. Era evidente que el nuevo estado de putrefacción de esos seres, por mucho que desafiase las leyes de la lógica y de la naturaleza, no los convertía en más ágiles, seguían conservando las limitaciones de cuando estaban vivos. En el caso de la vecina, la obesidad, la edad y la más que probable osteoporosis estaban jugando en su contra, lo que a Miguel no le pudo venir mejor. La señora no podía hacer otra cosa que revolcarse en el charco de sangre, como un cerdo en su cochiquera, jadeando, rabiando, chillando incapaz, balanceándose inútilmente como una tortuga panza arriba.

Miguel vio que su novio no había movido ni un músculo en medio de todo ese jaleo, así que optó por olvidarse de momento de la vieja y actuar lo más rápido posible, antes de que la fortuna se le volviera en su contra. Con ayuda de uno de los arneses y las esposas inmovilizó los brazos de Fabio a la espalda. Fabio apenas opuso resistencia. Lo arrastró hasta la cama y, reprimiendo una arcada por el olor que empezaba a desprender, lo tumbó encima. Después con ayuda de las cuerdas de la ropa le ató las piernas al somier lo más fuertemente que pudo. En las muñecas le cerró las esposas que enganchó a sendos pomos de la cama dejándole con los brazos en cruz, como tantas veces estuvo en el pasado, oferente, para los juegos sexuales de ambos. Invirtió en todo ese proceso un tiempo récord, menos de tres minutos, y lo hizo sin dejar de vigilar por el rabillo del ojo a la vieja que continuaba revolcándose y chillando. Así que al final acabó jadeante, sudoroso, cubierto de sangre y trozos de carne e intestinos.

Miguel se acercó despacio al salón donde, a sus pies, lo que había sido su vecina hasta hacía unos minutos, seguía revolviéndose sobre la brillante mancha roja, chillando y protestando. Casi sintió lástima pero cuando una de las manos de la vieja le rozó el tobillo por acercarse demasiado, se dio cuenta de que tenía que deshacerse de ella lo antes posible.

Se puso en movimiento, corrió a la cocina y empezó a abrir cajones, sacó cuchillos, machetes, tenedores de trinchar… nada le parecía lo suficientemente contundente. Se acordó de que en el trastero tenía un hacha. Se la compró una vez para podar un árbol de Navidad que Fabio se empeñó en tener: quería un abeto de verdad como en las películas pero cuando el abeto de verdad ocupó su sitio en el salón enseguida se dieron cuenta de que no había apenas sitio para nada más y, lo que es peor, la largura de sus ramas amenazaban con sacarle un ojo a cuantas visitas acudían a la casa, de modo que Miguel bajó a una ferretería y cogió el hacha más grande que encontró para podar un poco las ramas más peligrosas. Estuvo a punto de comprar una motosierra pero le pareció demasiado expeditivo y no quería que la casa se le llenara de olor a gasolina. Ahora se arrepentía de no haberla comprado. Al final el hacha nunca fue usada; no pudieron podar ninguna rama, eran los dos demasiado torpes o demasiado urbanitas o demasiado maricas y optaron por donar el abeto natural, se compraron otro de plástico, de un tamaño más adecuado y el hacha, impoluta, sin estrenar, fue a parar al armario de los cachivaches que tenían al fondo del corredor.

Cuando Miguel salió al pasillo para encaminarse al trastero en busca del hacha, vio a la vieja al fondo, saliendo del salón. Se arrastraba como una condenada, sin parar de gritar, dejando un rastro de sangre tras de sí. La puta de la vieja había aprendido a reptar y a aprovechar en beneficio propio lo escurridiza de su situación: resbalaba panza abajo sobre su propia sangre e intestinos como una surfera experta, impulsándose con las manos.

A Miguel no le quedaba mucho tiempo. Sintiendo que la racha de buena suerte se le estaba acabando, corrió al fondo del pasillo, abrió de golpe la puerta del trastero y una cascada de objetos de lo más inverosímil le cayó encima como un torrente irrefrenable: sombreros, coladores, paraguas, tableros de juegos de mesa, un robot de juguete y un dinosaurio, figuritas de Lladró que eran unas ardillas, regalo de la madre de Fabio, que se hicieron añicos, cazuelas y sartenes viejas, todo tipo de menaje, un abrigo enorme que pesaba un quintal, una
fondue
inservible, una tostadora, una minipimer, libros de cocina nunca utilizados… Todos esos objetos se precipitaron sobre él, haciendo que cayera de culo, inmovilizándole parcialmente. Pero ni rastro del hacha.

La vecina gateaba hacia él con una velocidad que Miguel jamás hubiera creído posible en ella, sus manitas pequeñas palmoteaban sobre la madera del piso cada vez más deprisa, su expresión feroz se asemejaba también al deleite, mostrando sus dientes cariados, abriendo y cerrando su mandíbula con satisfacción.

Miguel comenzó a lanzarle cuantos objetos encontraba en el montón de trastos diseminado a su alrededor. Lo primero que encontró fueron cojines, bolas de la lana y peluches viejos de Fabio que la vieja recibió casi con júbilo y burla; Miguel creyó que se reía de él a medida que avanzaba más y más a gatas, manoteando sobre el piso como una enorme niña vieja, riendo y chillando.

Cuando estuvo a punto de alcanzarle, la mano derecha de Miguel encontró un mango de madera, no sabía lo que era pero golpeó. Era un bate de béisbol. El primer porrazo cayó directamente en la boca de la vecina haciéndole saltar varios dientes que fueron a parar a las cuatro esquinas del pasillo como semillas aventadas. Miguel no se tomó tiempo ni para respirar y volvió a darle con el bate todo lo fuerte que pudo, esta vez en un hombro. La vieja se detuvo a escasos centímetros de él, que se incorporó como un muelle descargando golpe tras golpe sobre ella, con toda la fuerza de la que fue capaz. Se concentró especialmente en la cabeza que, cuando se partió, sonó como suena un mordisco en una manzana. Esquirlas de hueso y pelos pegoteados de sangre se adhirieron al bate, algunos otros salieron escupidos a las paredes del pasillo, empapeladas con un bonito estampado inglés de barcos.

Miguel siguió golpeando cuanto pudo, hasta que quedó completamente empapado en sudor, exhausto, y hasta que la parte de atrás de la cabeza de la vieja no era más que una masa amorfa irreconocible, con textura de ensaimada o de bollo duro o de torrija pasada.

Pero la señora no paraba de moverse. Seguía agitando los brazos y las piernas y de vez en cuando pegaba algún chillido agudo de los suyos. Aún así, parecía considerablemente debilitada, de modo que Miguel la agarró por los pies y la arrastró un par de metros hasta la puerta de la calle, que abrió a toda velocidad. Tirando de un pie sacó a la vecina al descansillo todo lo deprisa que pudo. La vieja se aferró al marco de la puerta con una mano. Miguel saltó por encima de ella y se metió en su casa. Agarró la puerta blindada:

—¡Mira para lo que quiero yo una puta puerta blindada, zorra!

Con toda la potencia de sus bien musculados brazos pegó el portazo más potente de toda su vida —ni siquiera cuando abandonó el hogar de sus padres a los dieciocho lo había pegado tan fuerte—, segando como mantequilla los dedos de la vieja que quedó afuera chillando como una loca.

Miguel, se apoyó sobre la puerta, respirando agitado, con el corazón saltándole en el pecho pero con una enorme sensación de júbilo y liberación.

Cuando se hubo tranquilizado un poco, pegó el oído a la puerta. No se oía nada. Despacio aplicó el ojo al agujero de la mirilla esperándose el típico sobresalto de las películas: "Ahora aparecerá en primer plano la cara de la vieja y verás qué susto me pega". Con el corazón en un puño pero también con cierta divertida excitación, miró a través de la abertura. El descansillo aparecía distorsionado por el ojo de pez de la mirilla. Estaba vacío.

Entonces la cara medio destrozada de la señora, con un ojo desprendido, llena de pegotes de sangre y la boca roja toda desdentada apareció en cuadro, pegándole el susto que esperaba.

Miguel se echó a reír para aliviar la tensión. Aquello empezaba a parecerse a una de esas películas de serie B descargadas de Internet que Fabio y él solían ver con tanto deleite desde su cama de matrimonio. La misma cama sobre la que lo que fue su novio gemía inquieto en lo que parecía un duermevela febril.

Arrastrando los pies, agotado, abrió unos cajones y se puso camiseta y pantalones limpios sin siquiera desprenderse de la sangre que manchaba su cuerpo y que empezaba a secarse. Luego buscó tabaco en la cocina y volvió al salón. Enderezó su sillón preferido y se dejó caer sobre él. Prendió un pitillo y se puso a fumar embelesado, con la sensación del deber cumplido.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 20:56 PM del lunes 4 de julio.

Belén despertó con la boca seca y el cuerpo dolorido. Se había quedado dormida bajo el mostrador de la oficina. A su alrededor, paquetes abiertos de patatas artesanas, galletas de mantequilla danesas y una lata de ventresca de atún.

Pasó del sueño a la vigilia sin transición, se acordaba perfectamente de todo el caos de la mañana y aguzó el oído para comprobar si en ese momento las cosas estaban o no más calmadas. Daba la sensación de que sí. Se seguían oyendo sirenas lejanas y, de vez en cuando, un crepitar de maquinaria pero la algarabía de unas horas atrás parecía haberse mitigado.

Muerta de sed, se encaminó a la parte delantera del establecimiento. Por el camino, al pasar junto a la estantería de las bebidas sin alcohol, cogió una botella de agua Voss de los glaciares de Noruega a casi cuatro euros el litro. "¡Cuatro euros por una botella de agua!", pensó. La abrió y comenzó a beber con ansia, sin dejar de acercarse a las conchas de luz azul que la persiana metálica formaba en la entrada de la tienda.

El resplandor exterior se amortiguaba por momentos, llegaba la noche y reinaba la quietud. Miró a través de las aberturas. No vio a nadie. El coche de policía estrellado junto a su tienda seguía allí, humeando discretamente. Ni rastro de los policías. Creyó ver lo que le pareció un brazo humano pero apartó la mirada rápidamente.

Estuvo pensando en salir esa noche y acercarse a casa para ver si Paula había regresado y estaba allí pero desechó la idea de inmediato; primero porque no se atrevía a atravesar todo el barrio de punta a punta con las cosas que estaban pasando y segundo porque si no dejaban salir a nadie de Chueca, tampoco habrían dejado entrar a Paula. A Paula todo esto la había pillado fuera de Chueca, por descontado, y además a estas alturas seguro que estaría intentando comunicarse con ella por todos los medios a su alcance. Miró su iPhone, pero no había ninguna llamada perdida. De hecho apenas tenía cobertura, ni batería. Dando gracias de que aún hubiera electricidad, lo enchufó.

"Paula está fuera de Chueca, a salvo. Tengo que intentar salir yo y reunirme con ella", se dijo.

Pensó que la suerte le sonreía. Estar en una tienda situada cerca de la plaza Vázquez de Mella tenía una ventaja fundamental: un par de calles más allá se extendía la Gran Vía, que era la frontera sur del barrio, de modo que salir de él era relativamente fácil. Nada más tenía que recorrer unos metros. De todos modos el solo hecho de pensar en salir de la tienda le provocaba taquicardia y hambre. Se dijo a sí misma que no había prisa, mejor asegurarse, esperaría allí dentro unas cuantas horas más, incluso quizá todo un día. Después de todo, tenía provisiones de sobra y la tienda era un lugar resguardado tras el parapeto de la persiana metálica. Sí, definitivamente esperaría toda la noche a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Si tan sólo funcionase Internet…

Calle Infantas 23, 4° Dcha. 21:22 PM del lunes 4 de julio.

Miguel no estaba seguro de cuánto tiempo se había pasado sentado, fumando cigarro tras cigarro. Debieron ser horas porque la luz que se colaba por los ventanales de su salón ya escaseaba. Además, como los incesantes gritos y golpes de la vieja en el descansillo le estaban poniendo muy nervioso, sacó sus mejores cascos, los que usaba para pinchar sólo en ocasiones o fiestas muy especiales —donde le pagaran más de quinientos euros o donde acudieran famosos— y se los puso en las orejas para escuchar un poco de música tranquila y aislarse. Quizá se había quedado dormido unos minutos.

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